Capítulo 27

 

 

 

 

 

—Dime, Gregory, ¿aún quieres desafiarme?

En medio de las tinieblas, de la bruma que se filtraba por los resquicios del muro que había levantado hacía años en su interior, el capitán Gregory reconoció la voz de sir William.

Alzó la mirada hacia él; un infierno azul en llamas.

—Te mataré —susurró.

Una sombra de incredulidad se apoderó del rostro de sir William, una sombra que se transformó rápidamente en una explosión de rabia.

—¡Maldito vástago! —tronó chasqueando el látigo en el aire—. Así que no solo quieres robarme el tesoro de Christopher Black, sino que pretendes matarme para conseguirlo.

—¿Cómo demonios lo conseguiste? —Necesitaba escuchar su voz burlándose de ellos; de los niños que había rescatado y enseñado a vivir.

Un profundo silencio se enroscó con la penumbra hasta hacerla densa, difícil de respirar. Sir William entrecerró los ojos.

—¿Qué quieres oírme decir, Gregory? ¿Qué quieres que te explique? ¿Cómo es posible que yo tuviera el mapa de Christopher Black antes de que tú me lo robaras o qué le he hecho a tu prometida, a la hija de don Rodríguez de la Huerta?

Las cadenas se tensaron, vibraron con la furia del capitán.

—Si le has tocado un pelo, te juro que…

—¡Espumarajo infesto! —bramó chasqueando el látigo contra su espalda, desgarrando su camisa y la piel con el látigo—. No pretenderás hacerme creer que todo esto es por esa zorra, ¿verdad? No, tu virginal preocupación solo es una pantalla para distraerme. Por eso la has traído contigo, porque querías que centrara mi atención en ella para que no viera tus movimientos.

El Demonio de los Mares sacudió ligeramente la cabeza para desprenderse de la bruma que volvía a él como hilachas de seda, motas, fragmentos negros que caían y cubrían su visión.

Se afianzó a las cadenas; las degolló con su rabia y con su miedo.

—Dime qué le has hecho, ¿dónde está?

Sir William sonrió con burla.

Solo me he adelantado a tus actos, Gregory; solo eso.

El silencio que siguió a esas palabras fue más lacerante que el restallar del látigo. Una quietud que desgarró las entrañas del capitán hasta hacerlas sangrar. Hasta que finas columnas de humo se materializaron ante él y se mezclaron con las motas de ceniza que caían sobre un niño atemorizado en medio de una plaza.

—Maldito seas mil veces.

—Te aseguro que voy a enseñarte a respetarme.

Y su brazo no tuvo piedad. Se levantó una vez más y descargó su furia hasta convertir la camisa del capitán en un puñado de tiras húmedas de sangre y sudor. No era la primera vez que el látigo tocaba y desgarraba su piel, sir William se había encargado de forjarla durante años para enseñarle lo que era la obediencia y el respeto, pero era demasiado evidente que no había sido muy estricto; que la debilidad que siempre había sentido por él, por su espíritu indomable, solo había servido para moldear un corazón predispuesto a la traición. Un espíritu, por eso, que estaba decidido a romper de una vez por todas y a enseñarle lo que era la sumisión y la obediencia.

Un quejido de dolor brotó de la garganta del Demonio de los Mares al sentir cómo su espalda se partía, una y otra vez, y cómo se convertía en un mapa donde surgían violentos ríos de sangre.

—¿Y si no consigues mi sumisión? —dijo apretando con fuerza la mandíbula—. ¿Me violarás como hicieron los hombres de Christopher Black con Hernán?

El brazo de sir William se quedó petrificado en el aire.

—¿De… de qué demonios estás hablando?

El capitán cerró un instante los ojos, bendecido por esa interrupción, y pese a que sentía la espalda como si mil lenguas de fuego la cruzaran, un amago de fría ironía se perfiló en su boca.

—Dime, William el Águila, ¿a quién violaste tú? ¿Cuántas mujeres y niños pasaron por tus asquerosas manos? —Se humedeció los resecos labios y se mordió la lengua al sentir de nuevo al fuego marcar su piel. El sabor de la sangre se extendió con rapidez por su boca.

Tras dos largas zancadas, sir William lo cogió por el pelo y le echó con brusquedad la cabeza hacia atrás.

—¿Dime quién es el perro sarnoso que te lo ha contado?

Las cadenas volvieron a tensarse, a vibrar bajo las fuertes manos del capitán, al tiempo que unos ojos marrones, velados por las caprichosas sombras de las teas, observaban impasibles su desencajado rostro. Hernán Rodrigo se removió en su quietud. No podía dejar que sir William se enterase de que él era el culpable que estaba buscando, que el miedo que le había enseñado a sentir era el responsable de su traición.

—Tal vez, si le preguntas por qué ha matado a Perro Negro, encuentres la respuesta —dijo desde las sombras.

La ira llameó en los ojos de sir William.

—Así que la rata que habías matado venía en tu barco, ¿no? ¿Cuántas veces tendré que decirte que aquí yo soy la ley y que solo yo puedo decidir quien vive y muere?

El sonido del látigo, el zumbido que hacía al partir el aire antes de tocar la piel, era tan terrible como el resultado final. La penumbra de las teas, el humo que sudaba por las paredes, dotaba a la imagen de un halo tétrico y, cada vez que el látigo creaba un surco de fuego, tocaba y desgarraba como si fuera seda la piel del capitán, un millar de gotas de sudor y sangre salpicaban el suelo.

—Dime, Gregory, ¿aún quieres desafiarme?

El capitán se humedeció los labios y, al instante, las ennegrecidas paredes comenzaron a perder consistencia, se licuaron en una espesa sombra que se resquebrajó y cayó sobre él como motas de ceniza. Miró a su alrededor y entreabrió los labios para gritar al ver cómo el fuego calcinaba su casa, al sentir cómo se expandía por su espalda hasta abrasarla por completo, pero no llegó a salir ningún sonido. El niño que habitaba en su interior seguía tan asustado como el primer día y prefería quedarse en el oscuro y desolado rincón donde se había refugiado.

El látigo hirió una vez más el aire antes de estrellarse contra la ensangrentada espalda del Demonio de los Mares y salpicar el suelo con renovadas gotas de sangre y sudor. La mano que lo blandía paró su tormento y, tras dos nuevas zancadas, se acercó a su víctima para, una vez más, hundir los dedos en su cabello y tirar de su cabeza hacia atrás.

La nuez del capitán se enmarcó en la piel satinada de sudor.

—¡Respóndeme de una maldita vez! —chilló sir William—. ¿Aún quieres robarme el tesoro de Christopher Black, aún quieres desafiarme?

El niño abrió de golpe los ojos y se acurrucó contra la pared, escuchando cómo un atronador susurro las inútiles suplicas de las mujeres, sus gritos y desesperados rezos; así como el desconsolado sollozo de los niños apiñados a su alrededor mientras sentía cómo sus pequeños cuerpos temblaban y sentía el miedo mojar sus piernas. Pero, por encima de esas voces, estaban las de los piratas. Risas y comentarios que ningún niño debería de haber oído. Y, en medio de ese caos, un hombre: Christopher Black. Altivo, arrogante en su crueldad, con varios cuchillos en el cinto y una espada en la mano.

—¡Respóndeme o te juro que no tendré piedad! —espetó sir William.

Un sonido, un quejido salió de la garganta del capitán a la vez que subía la mano como si quisiera atrapar algo. El niño se abrazó las piernas y miró desde la seguridad de su rincón a Christopher Black, quien observaba la devastación que habían causado sus hombres con una sonrisa en los labios hasta que sus ojos se posaron en una de las niñas que había en la plaza. Entonces su sonrisa se intensificó. La cogió del cabello, la arrastró fuera del cerco que habían hecho sus hombres alrededor de los niños y la tiró al suelo, separándole sus temblorosas piernas con una de las suyas.

—¡Devuélvemela! —gritó el capitán Gregory y suplicó el niño cuando Christopher Black se echó encima de ella, al lado de otra mujer que yacía con la mirada fija, inmersa en el horror que acababa de vivir.

El niño y el hombre abrieron la mano para coger la de la niña, pero los ojos de ella, anegados de terror, se borraron para dibujarse otros con unas largas y tupidas pestañas negras que no hacía mucho el Demonio de los Mares había besado.

—¡Maldito! Te mataré, te juro que te mataré…

—¡Espumarajo infesto! —gritó sir William, y volvió a chasquear el látigo contra su espalda—. A mí nadie me amenaza, nadie lo hace, y mucho menos tú. —Y el sonido del látigo no dejó de lacerar el silencio—. ¡Te voy a demostrar de una vez que el Demonio de los Mares solo es una mentira, una absurda mentira que yo creé!

El capitán trató de coger la mano de la niña, quería atraerla hacia sí, alejarla de aquella bestia, protegerla, y dejó de respirar al escuchar su grito cuando la bestia le desgarró las entrañas. La luz que siempre había en los ojos de su hermana se apagó como una vela ante un huracán. El niño se tapó las orejas, se acurrucó contra la pared y comenzó a mecerse mientras él notaba cómo se le secaba el corazón, cómo todo rastro de humanidad desaparecía de su alma y se convertía en una piedra que no podía apartar la mirada de la niña que yacía bajo Christopher Black. De su hermana, de…

Un agónico quejido salió de su garganta, un alarido que hizo temblar el aire al tiempo que la bruma desfiguraba el rostro de su hermana y lo convertía en el de Amanda. En unos ojos que ya no lo miraban, perdidos en un dolor que nada ni nadie podría calmar, suavizar; muertos en vida.

—¡Te mataré! —gritó observando cómo Christopher Black levantaba la cabeza y se convertía en la de sir William—. Te juro que te mataré.

—Aquí el único que está en condiciones de jurar soy yo, y te aseguro que te enseñaré a temerme como si fuera el mismísimo diablo.

El restallar del látigo laceró una vez más el aire, lo partió en dos antes de marcar la piel del capitán con una nueva línea de fuego; antes de renovar las gotas de sudor y de sangre que cubrían el suelo. Sin embargo, el Demonio de los Mares, su presente, había desaparecido bajo una suave llovizna de cenizas que secaban sus labios y se pegaba al rostro del niño que seguía agazapado en su interior. Todo a su alrededor era sangre. Sangre y cenizas. Gritos que a nadie le importaban. Sollozos destrozados, apagados, silenciados en el interior de cuerpos resquebrajados; vejados. Ese era su mundo, su lugar. Una plaza en medio de un pueblo en llamas.