Capítulo 1

 

 

 

 

 

El aire de la taberna era irrespirable. O lo sería para cualquier ciudadano respetable que por algún inesperado revés se hubiera visto obligado a compartir ese espacio con los marineros que embrutecían el aire con sus gritos y eructos. Eso sin mencionar a las mujerzuelas que se pegaban como garrapatas a sus prietas carnes y que, sentadas en sus regazos, escuchaban fascinadas sus extravagantes aventuras. Después de todo, era absurdo creer que alguno de aquellos marineros fuera capaz de burlar a La Esmeralda, el barco del capitán Gregory. O si no, que se lo preguntarán al demonio que los observaba desde el fondo de la taberna.

—Dime, Jenkins, ¿debería rebanarles el cuello? —preguntó a la sombra que se mantenía a su espalda, acariciando el lado romo de su cuchillo.

—Eso llamaría demasiado la atención, capitán.

—Sí, supongo que sí. Y de ningún modo queremos que pase eso, ¿verdad?

Jenkins lanzó una mirada a su alrededor, buscando entre las sombras algún posible espía de la guardia de don Rodríguez de la Huerta.

—¿Está seguro de que vendrá?

—¿Acaso temes que nos haya traicionado?

No me gusta este lugar, ni esta gente.

—Te aseguro que esa rata vendrá.

—¿Está seguro de eso?

—Qué mejor lugar para una rata que esta cloaca.

—¿Y si nos ha traicionado? —musitó recordando los cinco palos de madera que había visto en la plaza del pueblo, con sus gruesas sogas listas para cernirse alrededor del cuello de cualquier pirata.

Un destello de ira irrumpió de pronto en los ojos del capitán. Despacio, deslizó la mano por debajo del sombrero de tres picos que había sobre la mesa y rozó con los dedos la pistola.

—Créeme, no le conviene hacerlo —repuso mientras dirigía la mirada hacia la figura enjuta, ligeramente encorvada, que se perfilaba bajo el vano de la puerta.

Juan Luis de Sigüenza, secretario personal del gobernador, se humedeció los labios y dirigió una mirada a su alrededor. El aire de aquel lugar era tan espantoso para su delicado olfato que tuvo que hacer un gran esfuerzo para no cubrirse la nariz con el pañuelo. Observó un momento las manos callosas de los embrutecidos marineros perderse en el escote de las mujerzuelas y sacar con un grito de júbilo su hallazgo como si hubieran encontrado un fabuloso tesoro.

«Imbéciles», se dijo, esos hijos de la nada no tenían ni idea de lo que era un verdadero tesoro. Pero, aun así, sus ojos eran incapaces de alejarse de los pechos de aquellas mujeres, de las bocas desdentadas que succionaban sus pezones, mientras las carcajadas de sus amigos resonaban en su cabeza como un avispero. Sudoroso, se pasó el pañuelo por la frente al sentir rugir a la bestia que habitaba en su interior. Era ella la que le impelía mirar a esas desvergonzadas. Era ella quien le hacía lamerse los labios, de repente sediento. Hambriento.

Un hambre que no encontraba consuelo en ninguna esquina ni portal.

Con la mirada en los turgentes hallazgos, avanzó hasta que vislumbró una sombra en las profundidades de la taberna. Con mano trémula se apartó los cuatro pelos que le caían sobre la frente y siguió avanzando. Todas las habladurías que había oído sobre el capitán Gregory se quedaban cortas ante su presencia. Ante el Demonio de los Mares. El nombre que se había ganado tras años de sembrar el terror en aquellas aguas.

—¿Consiguió lo que le pedí? —le preguntó el capitán entrecerrando los ojos.

La nuez del secretario surcó su garganta como la aleta de un malherido tiburón. No era la primera vez que se encontraba ante él. Hacía unos días había tenido ese inesperado y dudoso placer. Sin embargo, en aquella ocasión, solo había sido una voz bajo el ala de un sombrero, una sombra más del callejón que lo había empujado contra la pared y puesto un cuchillo en el cuello. Pero en ese instante se encontraba realmente ante un demonio de mirada azul, tan intensa como el mar en pleno temporal, donde las vacilantes sombras de las velas infundían a su rostro un aire cruel, inhumano; tan oscuro como su vestimenta, su cabello, su ser.

—Sí, así es.

—Muéstremelo —dijo amartillando la pistola.

Con mano trémula, Juan Luis de Sigüenza sacó un pequeño paquete del bolsillo de la chupa y lo depositó sobre la mesa.

—Espero que mantenga su palabra de llevarme con usted —murmuró tratando de no mostrar el terror que le inspiraba la frialdad de sus ojos.

Él levantó una ceja, divertido.

—Aunque sea un pirata, suelo cumplir mis promesas.

Desplegó la tela encerada que protegía el pergamino, lo extendió sobre la mesa y su mirada se hizo más oscura, sombría, si acaso era posible, al descubrir la isla en forma de medialuna que había dibujada en él. La comisura de su boca se curvó en una fina mueca de ironía al pensar que, si no fuera porque era imposible, juraría que algún dios con algún plan maquiavélico se estaba burlando de él. ¡Por todos los demonios del inframundo! No hacía ni un mes que se había marchado de ese maldito lugar con el firme propósito de no regresar y, ahora, en cambio, ahí estaba, desafiándolo a volver.

Sigüenza apretó el pañuelo entre los dedos antes de echar una furtiva mirada hacia la penumbra que cubría la puerta. ¿Se habría percatado ya don Rodríguez de la Huerta de su temeridad, de su osadía? ¿Habría mandado a sus hombres tras él?

—Tal vez deberíamos marcharnos —señaló.

El capitán Gregory le dedicó una mirada despectiva antes de reclinarse en la silla.

—¿Por qué? ¿No le parece acogedor este lugar?

El rostro del secretario palideció al ver cómo una sombra se deslizaba por detrás de las sucias ventanas de la taberna. No podía jurar que fuera uno de los hombres de la guardia de don Rodríguez, pero tampoco que no lo fuera.

—El gobernador le tiene una gran estima a este pergamino, y cuando se percate de que ha desaparecido…

El capitán Gregory se limitó a sonreír. Solo había visto una vez a don Rodríguez de la Huerta, pero sabía muy bien la clase de persona que era: un regordete con andares de pato y mostacho, sumamente arrogante y avaricioso; tan avaricioso que no le extrañaría nada que hubiera vendido su alma al diablo a cambio de poseer el tesoro de Christopher Black.

Y si así era, algo fallaba en su plan.

De repente, una sombra cubrió sus ojos.

—¿Hace cuánto tiempo que don Rodríguez posee este pergamino?

Sigüenza se secó el sudor de la frente. Esa era la pregunta que tanto temía y esperaba.

—Hará unos seis o siete meses.

Un golpe de furia oscureció el semblante del capitán.

Despacio, controlando la ira que estaba a punto de desatarse en su interior, se levantó de la silla y plantó las manos en la mesa, acercando su rostro al del pálido secretario.

—¿Y quiere hacerme creer que, durante todo este tiempo, don Rodríguez de la Huerta no ha intentado hacerse con el tesoro?

—No todos los demonios pueden franquear el infierno, capitán —musitó, tras humedecerse los labios—. Y Puerto Ambición es un infierno donde los hombres como don Rodríguez no son bienvenidos. —La bestia que habitaba en su interior protestó, urgiéndole a continuar—: Además —dijo señalando con un tembloroso dedo la X marcada con sangre que había en el pergamino—, esta señal solo es el principio, no el final.

Se creó un breve silencio en el que los dedos de Jenkins se cerraron en torno a la daga que llevaba en el fajín, listo para rebanarle el cuello al secretario. Un silencio cargado de amenazas que solo conseguía amortiguar los gritos de los marineros y las insinuaciones de las mujerzuelas con sus estridentes risas.

Un silencio que Sigüenza se apresuró a romper con voz temblorosa:

—Para encontrar el tesoro se necesita otra cosa aparte del mapa: una piedra, un colgante para ser exactos —musitó al pensar que estaba a un paso de culminar su venganza, de consolar el hambre, el ardor que regía su vida y su entrepierna desde hacía semanas.

El capitán Gregory medio ahogó un grito de rabia.

—¿Y por qué no lo ha mencionado hasta ahora?

—Esa piedra, capitán, es la única garantía que tengo de que me llevará con usted; que no me dejará aquí, a merced de la ira de don Rodríguez.

El Demonio de los Mares escrutó su rostro, el miedo que había en él.

—Muy bien —dijo con una calma que helaba la sangre—. ¿Y qué demonios tengo que hacer para conseguir ese maldito colgante?

Sigüenza se apartó con mano temblorosa el flequillo de la frente.

—No se preocupe, capitán, él vendrá a nosotros.