Capítulo 28

 

 

 

 

 

El humo de las teas llenaba la estancia de umbrías sombras que parecían temblar cada vez que la mano de sir William restallaba su crueldad. Su fatigosa respiración, el sonido del látigo al cortar el aire, al marcar un nuevo surco en la espalda del capitán, cubrían el silencio restante y ninguna de las gargantas que presenciaba ese funesto espectáculo osaba romper el embrujo al que parecían estar sometidas.

Solo unos dedos, pertenecientes a dos grandes manos asidas a los barrotes de una celda, reflejaban el miedo y la desesperación de su dueño. Aquella pesadilla que, en su ingenuidad, José solo había creído posible en las historias y leyendas que su amigo solía explicarle, no solo se había materializado ante ellos, sino que amenazaba con salpicarlos con su misma crueldad. Y su mente no dejaba de enviarle señales de alarma ante la elevada posibilidad de que el estallido de sir William acabara deformándose en algo más monstruoso que caería sin piedad sobre ellos si se enteraba de que aquella mañana habían matado a alguno de los hombres de la tripulación de Perro Negro.

Sin embargo, en medio de ese galimatías de miedos e incertidumbres, no dejaba de sentir cómo su estómago se tensaba cada vez que oía el cortante silbido del látigo rasgar el aire.

—Si sigue así, lo va a matar —susurró.

—Sí, así es —repuso solo Diego, embelesado por algo que solo él podía ver.

—No sé cómo puedes mirar esto y no sentir nada.

—Lo único que me interesa es saber quién saldrá victorioso de este combate. Si el capitán o la muerte.

José lo miró como si fuera la primera vez que lo veía; cómo si fuera otra persona.

—No puedes hablar en serio.

—Esta misma mañana me dijiste que no podíamos fiarnos de él, que era un hombre peligroso. Ahora, en cambio, ¿lloras su muerte?

Hernán Rodrigo lanzó una mirada hacia la celda al oír su voz.

José hundió la cara entre los barrotes de hierro.

—No sé en qué te has convertido, pero no me gusta.

—Y yo que creía que te estabas divirtiendo.

Hernán Rodrigo deslizó la mirada hacia la palidez del capitán Gregory, la manera en que su cuerpo aceptaba cada azote sin reaccionar, y murmuró:

—No creo que puedas enseñarle mucho más.

Sir William miró al hombre que pendía de las argollas de hierro, se acercó a él y una sombra de malhumor se extendió por su semblante.

—Te juro que lamentarás el día que trajiste a tu virginal prometida a esta isla, haré que te retuerzas en el infierno escuchando sus gritos. —Retrocedió un paso, respiró hondo para calmar su agitada respiración y un leve estremecimiento sacudió su pecho al descubrir las gotas de sangre y sudor que había en el suelo—. ¡Deshazte de él! Entrégales el cuerpo a sus hombres, que lo tiren al mar o se rifen sus ropas, no me importa lo que hagan, pero deshazte de él. —Y se dirigió hacia la desvencijada puerta de madera, la única abertura para salir de ese agujero. Pero, como si de repente hubiera recordado algo importante, se detuvo y entrecerró los ojos—. Dime, Hernán, ¿por qué dirías que el capitán Gregory ha matado esta mañana a Perro Negro?

—No lo sé.

—Antes insinuaste que Perro Negro sabía que yo había sido uno de los hombres de Christopher Black, y que por eso lo había matado —dijo al tiempo que se acercaba a él y le asestaba un fuerte golpe en el vientre que lo dejó doblado y sin respiración.

Hernán Rodrigo entreabrió los labios en busca del aire que le faltaba y un dolor ardiente le abrazó el pecho. Con una gota de sudor deslizándose por su sien, miró a sir William y un terror antiguo, manoseado por unas manos grandes y frías, fue cobrando forma en su mente hasta latir en su pecho.

—Solo insinué una posibilidad —musitó antes de toser—. No sé cómo se enteró de que pertenecías a la tripulación de Christopher Black. Puede ser que el capitán se encontrara con algún viejo compañero tuyo.

—Es posible —admitió—. Sino fuera porque en su día me asegure de que nadie pudiera relacionarme con él. —Y, de golpe, cerró los dedos alrededor de su garganta empujando con brusquedad su cabeza contra la pared de piedra—. Te haré un favor Hernán, un gran favor, trataré de olvidar este incómodo y desagradable accidente, pero si vuelves a traicionarme, si un día intuyó que piensas revelarte contra mí, ten por seguro que abriré las puertas del infierno y haré que te retuerzas de placer recordando tu niñez.

Sir William soltó a su presa y sus fuertes y rápidos pasos se perdieron en la oscuridad de unas empinadas escaleras, antes de desaparecer en la sofocante selva. Hernán Rodrigo cerró los ojos, apretó los puños en una agonía que solo él era capaz de entender, y el terror que estremecía su piel cada noche comenzó a desvanecerse. Abrió los ojos, yermos de sentimientos, respiro hondo y sacó un manojo de llaves de la casaca que tiró al interior de la celda donde estaban solo Diego y José.

—El capitán aún no está muerto, pero lo estará dentro de poco.

—¿Y qué pretendes que hagamos con él? —inquirió solo Diego.

—Ya habéis oído a sir William, La Esmeralda tiene que zarpar.

José recogió las llaves del suelo, abrió la puerta de la celda y se acercó a la figura que colgaba inmóvil en el centro de aquella sala.

—Dudo mucho que llegue con vida a algún lugar —musitó.

—Entonces, tendrá que resistir hasta el burdel —señaló Hernán Rodrigo, dirigiéndose hacia la puerta de madera—. Estoy seguro de que madame Rose Marie hará cuanto pueda por él.

 

 

Madame Rose Marie se llevó las manos a la boca para silenciar un grito de horror mientras José depositaba al capitán Gregory en la cama y la precaria luz de una vela dibujaba unas indecisas sombras en su espalda.

—¿Puede hacer algo por él? —murmuró solo Diego.

Ella miró la ensangrentada espalda, la deliciosa piel que ansiaba acariciar y que la ira de sir William había convertido en un laberinto de sangre. Tomó una bocanada de aire que soltó en un suspiro.

—Sí, creo que sí —musitó tratando de conferir algo de vida a su voz—. Aunque no puedo asegurar nada. —Y, sin mirar a nadie en concreto, añadió—: Ya sabes lo que voy a necesitar, no te entretengas.

Y, sin más, la mujer bajita y rolliza dejó la vela en la mesilla que había junto al lecho y salió de la habitación al tiempo que solo Diego se dejaba caer en una silla. Estaba cansado, el día había sido terriblemente largo y su cuerpo le pedía reposo, por más que su mente se negara a sumirse en la inconsciencia del sueño. Con un suspiro de resignación, cerró los ojos y dejó que su excitada mente divagara por todas las oportunidades que había tenido de enfrentarse con la muerte desde que había puesto un pie en la isla. Desde luego, la vida del pirata era más satisfactoria de lo que se habría podido imaginar. Porque tuvo que reconocer que nunca había pensado en cómo sería, ni tan siquiera cuando había aceptado proteger a la hija de don Rodríguez de la Huerta. No había ninguna necesidad de hacerlo, pues todo el mundo sabía que eran seres sin escrúpulos, proclives a cometer las peores vilezas y a sucumbir a los peores vicios; despreciables a ojos de la sociedad e indignos de pertenecer a ella.

Sin embargo, la comisura de su boca se curvó con una gota de desprecio al pensar que, por más linaje y casta que él pudiera tener, por más que había creído que sabía moverse por entre la sociedad como pez en un riachuelo de aguas tranquilas, esta había terminado demostrándole lo equivocado que estaba. Que él no era mejor que ninguno de esos piratas; que solo era un bufón, alguien patético de quien reírse.

Con un suave movimiento, la puerta de la habitación se abrió y, con otro golpe de cadera, se cerró tras la mujer bajita y rolliza. Se acercó a la mesa, dejó la palangana con cuidado de no derramar ni una sola gota de agua al lado de la vela, y sacó un pedazo de tela de la bolsa que colgaba de su hombro, confeccionada con viejos trozos de vestidos.

Madame Rose Marie lo humedeció en el agua de la palangana y empezó a lavar la espalda del capitán con movimientos lentos, delicados, dominando el leve temblor de sus dedos hasta que, tras varios viajes para renovar el agua teñida de sangre, extendió con suma delicadeza sobre la piel lacerada una cataplasma a base de miel y hierbas que preparaban los nativos.

—Atiende —dijo, sin mirar a nadie—. Si no muere esta noche, tendrás que repetir esto dos veces al día. —La mujer bajita y rolliza asintió—. De momento no lo vendaremos, es mejor que sude y expulse todo lo malo —añadió con un nudo de tristeza ante sus propias palabras. Se secó las manos en un trozo de tela y miró de reojo a José y a solo Diego sentados cada uno en una silla—. ¿Todavía siguen aquí? Pensé que ya habrían regresado a La Esmeralda.

Solo Diego exhaló un suspiro.

—Lamento decirle que no pensamos separarnos del capitán.

—Les recuerdo que estos son mis aposentos privados y que su presencia no es necesaria.

—No hace falta que nos refresque la memoria, porque no nos iremos sin él.

Ella retorció los labios en un extraño mohín de malhumor.

—Le aconsejo que salgan ahora mismo de mis aposentos si no quieren tener problemas.

Solo Diego abrió los ojos y la miró con la burla cincelada en ellos.

—¿Y esos problemas pueden producirme más dolor de cabeza del que ya me produce su voz?

Hasta la nariz de madame Rose Marie se alzó, ofendida. Irguió el mentón y cruzó los brazos sobre su generoso pecho. Nunca la habían ofendido tanto, ni siquiera las palabras de Hernán Rodrigo y su descortesía eran tan hirientes como el deje de desprecio que había en la voz de aquel hombre, con su horrible cicatriz. Arrugó el ceño y le lanzó una rápida y escrutadora mirada. Y a pesar de que advirtió que sus ropas eran de calidad, no le dio ninguna importancia. Era de sobras conocido que los piratas solían apropiarse de la ropa de sus víctimas y, con seguridad, ese horrible hombre habría matado a alguien de bien para robárselas.

—Entonces, no me deja otra opción que informar a Hernán Rodrigo. Estoy segura de que sus hombres les mostraran el camino hacia la puerta de tal forma que puedan entender cuál es su lugar. —Y, de forma bastante explicita, miró a la mujer bajita y rolliza.

—Señora, no es necesario que se moleste —comentó solo Diego mirando a la silenciosa mujer—. Ha sido el propio Hernán Rodrigo quien nos ha sugerido traer al capitán aquí. Así que, si quiere ayudar en algo y evitar que mi amigo se pasee por todo el burdel abriendo puertas hasta encontrar a Jenkins, le sugiero que le diga que necesitamos hablar con él.

La mujer se quedó con la mano en el pomo de la puerta, esperando una señal de madame Rose Marie que no llegó. Al contrario, ella entrecerró los ojos al pensar en la última opción que le quedaba para deshacerse de ellos, en hablar con sir William sobre su fastidiosa presencia. Pero eso entrañaba unos riesgos que, sinceramente, no estaba dispuesta a asumir después de ver lo que le había hecho a la espalda del capitán.

Giró la cabeza hacia el lecho y un punto de cosquillas despertó en su interior. Por fin lo tenía donde y como siempre había deseado. En su cama e indefenso. Y no cometería la estupidez de poner sobre aviso a sir William sobre su presencia, si había otra manera de deshacerse de esos dos incordios.

—Su amigo puede abrir cuanta puerta se le antoje —dijo, con una media sonrisa—. Aunque no creo que encuentre a Jenkins en ninguna habitación. —Se giró y se acercó a la puerta—. El capitán Gregory me ordenó que lo despertara y le dijera que debía ir a La Esmeralda. Así que, si desea verlo, deberá ir usted mismo a buscarlo.

Y, con un leve portazo, salió de la habitación con una sonrisa de punta a punta de la boca, convencida de que cuando Jenkins se enterara del delicado estado en el que se encontraba el capitán, despacharía a esos dos hombres a limpiar la cubierta del barco o los tiraría por la borda.

Durante una larga pausa, el silencio solo fue roto por la cacofonía de la selva a través de los mal entornados postigos, hasta que José se pasó una mano por la abundante cabellera y se aclaró la garganta.

—Y, ahora, ¿qué vamos a hacer?

—No lo sé, pero es necesario que hablemos con Jenkins.

—Si quiere puedo llevarle un mensaje —dijo de improviso una voz; tan de improviso que hasta a ella misma le sorprendió oírla.

Solo Diego escudriñó a la mujer bajita y rolliza que seguía de pie junto a la puerta cerrada, con las mejillas ligeramente sonrosadas, aturdida. Se echó hacia delante en la silla y apoyó los brazos en las rodillas.

—¿Y a su señora no le importará que nos ayude? —le preguntó con cierta desconfianza.

Ella parpadeó, desconcertada aún ante el insólito hecho de que su boca se hubiera abierto sin que nadie le hubiera dirigido la palabra ni esperase nada de ella. Miró al hombre de la cicatriz y vio que sus cejas se juntaban en una inequívoca señal de malhumor, dando a entender que él sí que esperaba esa palabra.

—Sí, supongo que sí. —Fue generosa, le entregó cuatro.

—Entonces, ¿por qué se ha ofrecido a ayudarnos? —le preguntó, aunque por experiencia sabía que las mujeres solo abrían la boca para mentir y que ella no iba a hacer la excepción.

La mujer no dijo nada. Sencillamente, porque si existía alguna respuesta a esa pregunta, la desconocía. Solo Diego soltó una imprecación y, durante una breve pausa, trató de ver la trampa que ocultaban sus palabras, pero solo recibió una mirada que no eludía la suya, desconcertada.

Al final se encogió de hombros. Si lo que ella pretendía era engatusarlo para luego traicionarlos ante la madame o sir William, jugaría. Pero sería él quien dictase las reglas del juego. Nada de mensajes que pudieran caer en manos equivocadas.

Usted y yo iremos a dar un paseo hasta la bahía.

 

 

La mujer con un moño en la cabeza llenó sus pulmones con el fresco aire que había dejado el aguacero y miró cómo los primeros rayos de sol despuntaban por encima de las aguas, más allá de Puerto Ambición. Observó los navíos que se mecían bajo el empuje de las olas y vio que La Reina del Sur había zarpado y que La Sirena Negra, el barco de Perro Negro, aún permanecía anclada en esas cálidas aguas. Con un suspiro, desvió la atención hacia las figuras que había en el precario muelle de la isla tratando de oír su conversación, pero la suave brisa arrastraba las palabras mar adentro.

Levantó un poco más el farol y miró la oscuridad que se aglomeraba en la enmarañada vegetación, sin saber todavía por qué su boca se había abierto sin su consentimiento. Bueno, si era sincera consigo misma, debía decir que tenía una ligera sospecha de ese porqué. Un motivo bastante estúpido y lamentable a opinión suya, porque, de alguna manera, sabía que una simple palabra había ocasionado lo que sin lugar a duda sería la causa de su muerte si madame Rose Marie o sir William se enteraban de que estaba ayudando a esos hombres.

Masculló una maldición por haber sido tan estúpida y por permitir que la palabra «señora» hubiera originado ese desastre. Sabía que esa palabra, pronunciada por ese hombre, solo era un simple acto de cortesía que no pretendía esconder la verdad, lo que ella y madame Rose Marie habían sido en el pasado. Sin embargo, el simple hecho de que alguien la hubiera reconocido como un individuo, como una persona, a pesar de no ser más que una esclava, había sido suficiente para que su boca la traicionase.

Solo Diego miró de reojo a la mujer, las sombras que el farol arrojaba sobre ella, y sonrió. Ahora podía ir a explicarle a madame Rose Marie o a sir William que La Esmeralda había zarpado sin su capitán. Ahora ya podía venir la dama de negro, porque él la estaba esperando.

—Aquí ya no hacemos nada —dijo pasando por su lado—. Regresamos al burdel.

—¿Jenkins no va a venir con nosotros? —preguntó ella, mirando el bote que se alejaba hacia La Esmeralda.

—No.