Capítulo 30

 

 

 

 

 

Solo Diego bufó exasperado al contemplar a través de la ventana abierta una oscuridad sin luna que convertía la selva en un corazón que no cesaba de bombear una ensordecedora cadencia de zumbidos. Solo llevaba dos días encerrado en esa habitación y ya notaba cómo las paredes se le caían encima. Es más, en más de una ocasión, se había descubierto en el pasillo agudizando el oído para asegurarse de que ninguna de aquellas mujerzuelas, o la propia madame Rose Marie, descubrieran su patético intento de fuga. Pero cada vez que estaba a un paso de conseguir la preciada libertad, recordaba la altivez con que la madame solía dejarse caer en la habitación, y eso bastaba para que regresara entre reniegos a su cárcel.

Se apartó de la ventana.

Esa especie de cautividad lo estaba enloqueciendo, eso y las constantes miradas de preocupación que le lanzaba José. Sin hablar, claro, del miedo que veía en los ojos de su amigo cada vez que regresaba de uno de sus desesperados e infructuosos intentos de fuga. Temiendo que alguna de aquellas mujerzuelas lo hubiera descubierto y ahora pendiera sobre sus cabezas la amenaza de sir William. Sin embargo, ese era un peligro que no los rondaba, pues las mujeres estaban cómodamente aburridas a falta de distracción al desaparecer misteriosamente la tripulación de Perro Negro, por más que su barco seguía anclado en la bahía.

Y, por si fuera poco, también estaba Nela, que se comportaba igual que un fantasma. Entraba en la habitación sin hacer ningún ruido y procuraba salir sin que sus labios se hubieran despegado. Es más, solo Diego estaba convencido de que trataba por todos los medios de no desviar la mirada de la espalda del capitán, temerosa, quizá, de descubrir un mundo más allá.

Sin prisa, entreteniéndose en cada una de sus rugosidades, deslizó la mano por el brazo de una maltrecha silla, y la miró recoger los trapos que había utilizado para curar la espalda del capitán.

—¿Es normal que tarde tanto en recobrar la consciencia? —inquirió.

Nela se envaró al oír su voz; al comprender que el hombre de la cicatriz le estaba hablando.

—No lo sé —se limitó a decir, rehuyendo cualquier conversación. Pues temía volver a escuchar su propia voz traicionándola de nuevo o, peor aún, que madame Rose Marie la sorprendiera hablando con él.

Solo Diego enarcó una ceja.

—¿Eso quiere decir que es la primera vez que cura esta clase de heridas?

Ella lo miró por debajo de las pestañas y convirtió el silencio en su respuesta. Echó los trapos en la palangana, con el agua sucia de la cura, y se la apoyó en la cintura para tener una mano libre.

El ceño de él se intensificó, al igual que la mordacidad de su voz.

—¿Acaso pretende matarme de curiosidad o es que prefiere hacerse la interesante?

Durante un breve instante la mano de la mujer se detuvo a escasos milímetros del pomo de la puerta, antes de asirla con fuerza.

—Tengo muchas cosas por hacer.

—¿Eso es todo cuanto piensa decir? —bufó despectivo—. Bueno, supongo que no puedo esperar otro tipo de respuesta de una persona como usted, que carece totalmente de los mínimos conocimientos para mantener una conversación, o por lo menos para intentarlo.

—No creo que debas ofenderla —exclamó José mirando con pesar a la mujer, que en ese momento abría la puerta de la habitación.

—Oh, vamos, seguro que ha oído cosas peores; es una prostituta.

Un profundo silencio, como la mortaja con la que se tapa un cadáver, cubrió por completo la habitación y a sus ocupantes. Una breve pausa en la que José miró a su amigo y luego volvió a mirar a la mujer, quien soltó un suspiro tras comprobar que nada se había roto en su interior, que todo seguía como siempre. Un profundo agujero donde caían las palabras de los hombres, sus desprecios, sin que a ella pudieran afectarle de alguna manera. Y, aun así, durante un instante, había creído que algo iba a romperse en su interior, que le iba a doler de alguna manera que ese hombre que le había llamado señora, que le había preguntado su nombre y que le había devuelto algo de dignidad, pudiera despreciarla con tanta facilidad.

—Si no le contesto como usted espera, es porque no me interesa hablar con usted ni con ningún hombre —le aclaró ella.

—Entonces, ¿qué le interesa de nosotros? ¿Las monedas que le damos a cambio de su tiempo? —le preguntó con una elevada dosis de desprecio en la voz—. Usted no es más que una puta, como todas las mujeres.

Nela apretó con más fuerza la palangana contra la cadera y un silencio trémulo, cargado de indecisión, se posó en sus labios antes de humedecerlos.

—Eso es lo que ustedes esperan de nosotras.

—Así que eso es lo que, según usted, yo espero de las mujeres, incluida usted, supongo. —Se acercó ella a pasos agigantados—. Vamos a ver, antes de escuchar sus gritos y elevadas exclamaciones de placer para demostrarme lo buen amante que soy, prefiero darle lo que sin lugar a duda es lo único que espera de mí. —Y dejó caer en el agua de la jofaina un par de monedas antes de que un tercer silencio, tan pesado como el primero, vibrara tras los rápidos pasos de él, alejándose en la penumbra del pasillo en busca de la anhelada libertad.

José la miró con tristeza.

—Debe disculpar a mi amigo, tiene un grave problema con las mujeres.

Ella ladeó ligeramente la cabeza, pensativa, y a continuación se ruborizó. Nunca se habría imaginado que pudiera sufrir esa clase de problemas.

—Entiendo —musitó, de repente incómoda—. Suele irritar mucho a los hombres no cumplir como se espera de ellos.

—Oh, no, se lo aseguro, él cumple como cualquier hombre en la cama. Me refiero a otro tipo de problema.

Nela empezó a decir algo y, atónita, se apresuró a cerrar la boca al darse cuenta de que era la primera vez que sentía un ligero anhelo por saber más cosas sobre alguien. ¿Lo había sentido en algún otro momento de su vida? La respuesta tembló como un pájaro herido en sus labios y, temerosa de no volver a sentir nunca más esa chispa, respiró hondo y se afianzó con todas sus fuerzas a ella.

—Me gustaría poder ayudar a su amigo —dijo

José le devolvió la mirada, desconcertado.

—Verá —dijo rascándose la cabeza—. No sé si debo compartir con usted… Es un tema bastante delicado.

Nela se mordió el labio inferior, miró la puerta abierta, y la cerró para aumentar su indecisión. Él permaneció en silencio, perdido en su dilema, hasta que suspiró. ¿Qué podía perder?

—Es una historia un poco larga —titubeó, mientras pensaba que sería conveniente omitir ciertos aspectos que no iban a mejorar ni empeorar la historia, pero que a las mujeres solía alterar en uno u otro sentido. Como que su amigo era conde—. Es una historia que comienza más o menos dos años atrás, cuando Diego tuvo la mala fortuna de conocer a la señora de… —De golpe, enmudeció, y después añadió—: A una viuda que, aunque quince años mayor que él, todavía agradaba a los hombres. Tanto por su apariencia como por su inteligencia.

—¿Su amigo se enamoró de esa mujer? —preguntó ella, sin entender por qué le costaba pronunciar el nombre de Diego, tal vez, pensó, porque eso le confería cierta cercanía, cierto grado de familiaridad.

José negó con la cabeza.

—Solo estaba a gusto con ella; era una mujer interesante en todos los sentidos. No sé si me entiende. —La miró con cierta timidez y ella afirmó con la cabeza—. Verá —continuó visiblemente azorado—, esa señora le presentó a una amiga suya, una mujer casada, que no tuvo ningún reparo en decirle que esperaba poder recibirlo en su casa un día de esa semana. Así que, días después, Diego se presentó en su domicilio convencido de que se trataba de una visita de cortesía, pero solo descubrió su lecho conyugal. —Cambió el peso de su cuerpo de pie, acunado por la penumbra de la única vela que había en la mesilla—. Exactamente no sé cómo ocurrió, pero como una piedra es capaz de arrastrar un sinfín de granos de arena, así comenzaron a presentarse en los eventos que él solía acudir, ciertas mujeres casadas y viudas que demostraban tener interés en que les hiciera una visita. Visitas que siempre terminaban en el lecho de dichas damas.

—¿Y a su amigo no le pareció extraño?

José se encogió de hombros.

—Las mujeres siempre habían ido tras él por uno u otro motivo. Si usted lo hubiera conocido antes, lo entendería. Ahora ya no presta ninguna atención a su persona, pero puedo asegurarle que antes más de una dama estaba más que dispuesta a convertirse en su esposa o en su amante —contestó—. Así que se dedicó a complacer a esas mujeres sin percibir ningún motivo oculto en su repentino interés, salvó el abandono conyugal, pues no era ningún secreto que sus maridos tenían alguna que otra amante.

Nela bajó un instante los ojos, afligida y sin saber por qué.

No sé si su amigo actuó bien o mal —dijo mientras pensaba que llevaba tantos años encerrada en aquel burdel, que había perdido la capacidad de distinguir lo correcto de lo indebido—. Pero supongo que ayudaba a nivelar la balanza de esos matrimonios, ¿no le parece?

José bajó la mirada hacia sus botas.

—No lo sé. Lo único, que un día Diego se presentó en casa de la viuda sin que ella lo esperase, dispuesto a retomar las conversaciones que tanto le gustaban y, mientras uno de los criados lo acompañaba al salón donde su amiga solía recibirlo, le pareció escuchar una voz de mujer bastante alterada. Temiendo que su amiga pudiera tener algún problema, se acercó a la estancia y pudo oír a través de la puerta entornada cómo esa mujer mencionaba su nombre y le pedía una explicación a la viuda sobre por qué tenía que pagar ella más que las otras mujeres por yacer con él.

José guardó silencio sin levantar la mirada de sus desgastadas botas. Un silencio que aceptó con muda resignación Nela mientras esperaba que continuara con la historia, hasta que de golpe abrió los ojos de par en par.

—Esa mujer, la viuda, ¿vendía a su amigo?

José afirmó con un movimiento de cabeza.

—Sí —musitó con pesar—. Diego le exigió una explicación, pero las cosas estaban demasiado claras. Podría decirse que vendía sus servicios a algunas mujeres sin que él lo supiera. Una mera diversión, un juego inofensivo para poder sobrevivir, según ella. Donde nadie resultaba herido, pues todos salían ganando. Ella, dinero por aconsejar a sus amigas sobre posibles amantes. Y él, si así lo deseaba, el placer de yacer con una mujer diferente cada noche, sin correr ningún riesgo si las cosas se torcían con un vientre indeseado.

—¿Es por eso por lo que su amigo odia a las mujeres?

Las manos de José parecieron no encontrar consuelo.

—Durante unos meses —musitó en voz baja—. Diego se refugió en su casa, se sentía humillado y desconfiaba de las mujeres que se acercaban a él; no sabía si lo hacían por él o… —Se encogió de hombros—. Nada garantizaba que las actividades de la viuda hubieran terminado, por más que la había amenazado con explicar a ciertos maridos en qué se gastaban sus mujeres el dinero, pues era una amenaza de doble filo que a él lo dejaba en evidencia frente a ellos.

—Pero no creo que esa señora se atreviera a…

—Esa señora, señora —dijo de improviso una severa voz desde el umbral de la puerta—, no estaba acostumbrada a perder.

Nela se giró de golpe y una llamarada coloreó su rostro al tiempo que José, entre alarmado y sorprendido, retrocedía un paso.

Solo Diego le lanzó una fría mirada y cerró la puerta tras de sí.

—Para terminar con la historia —dijo apoyándose en la puerta, en la penumbra más espesa de la habitación—, le diré que cuatro meses después conocí a una hermosa muchacha de la que me enamoré como un tonto que solo vivía para complacer sus caprichos. Hasta el punto de casi arruinarme. Hasta que un día me enteré por casualidad de que mi dulce amada era la hija de la viuda.

Solo Diego miró a Nela con el acostumbrado desprecio, aunque esta vez había algo más en su mirada, una mezcla de furia y vergüenza.

—Como puede imaginarse, esa noche fui de nuevo a casa de mi antigua amiga con la idea de exigirle una explicación y, aunque me horrorizaba la posibilidad de que hubiera caído otra vez en sus manos, en algún lugar de mi interior deseaba oír que todo había sido una absurda coincidencia, que mi dulce niña me amaba de verdad. —Dejó atrás las sombras de la puerta y se acercó a la ventana—. Por suerte o por desgracia, no esperé a que anunciaran mi visita y subí hasta su alcoba, donde la encontré junto a mi amada, ayudándola a vestirse para la cita de aquella noche en la que tenía que seguir desplumando al bufón de turno, es decir, a un servidor. —Hizo una pausa. Su mirada perdida en las sombras de la selva—. Aún recuerdo cómo se reía, cómo se burlaba mi vieja amiga mientras me explicaba lo fácil que había sido engañarme, otra vez.

Nela bajó la mirada, pérdida como él en las sombras de un pasado que se le antojaba parecido.

—No creo que usted sea ningún estúpido —dijo.

Solo Diego sonrió con sarcasmo.

—No sabe cuánto me alegra que usted piense eso. —La miró y su sonrisa se torció en una mueca de arrogancia—. ¿Puedo dar por terminada esta historia o necesita saber algo más?

Nela le devolvió la mirada.

—La historia es suya, solo usted puede ponerle fin.

—Entonces, memorice estas palabras en su diminuto cerebro: «No olvide cuál es su lugar. Suspire o grite solo cuando la ocasión lo requiera».

La mujer bajita y rolliza con un moño en la nuca salió de la habitación notando cómo esta vez sí que le habían herido sus palabras, su desprecio. Un dolor que le recordaba que él tenía razón, que ella solo era una sombra que alguien, hacía años, había raptado, violado y vendido a sir William, el dueño de su vida.

—No tenías por qué ofenderla.

—Y tú no tenías por qué explicarle nada.

José bajó la mirada hasta perderla en la penumbra del suelo.

—Quizá tengas razón —musitó—. Pero solo pretendía ayudarte.

—¿Explicándole a una puta lo fácil que resulta engañarme?

José frunció levemente el ceño, molesto.

—Se llama Nela.

—Su nombre no cambia el oficio que ejerce.

Un breve silencio cubrió por completo la habitación.

—Supongo que ha sido una estupidez —murmuró al final José. Levantó la mirada y observó las sombras que cubrían al capitán—. ¿Qué haremos cuando se despierte?

Solo Diego se apoyó en el antepecho de la ventana y cruzó los brazos.

—Ayudarlo en su venganza, ¿qué otra cosa si no?

—¿Venganza? ¿Qué venganza?

—¿Cuál va a ser? Contra sir William.

—¡Ay, Diego! —susurró con pesar—. Tienes tantas ganas de bailar con la más fea, que un día de estos lo vas a lamentar.

El hombre de la cicatriz en la mejilla sonrió con tristeza al pensar que solo deseaba bailar con ella, con aquella dama a la que todo el mundo temía y a la que nadie había logrado engañar, para demostrarse a sí mismo que no era ningún pelele en las manos de las mujeres; que no todas podían burlarse de él con tanta facilidad.