El capitán Gregory abrió los ojos y la mortecina luz de la vela le permitió ver al hombre apoyado en la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho. Sus miradas se encontraron y, un silencio difícil de romper para una garganta seca, resquebrajada, se formó entre la figura yaciente y la sombra.
—Bienvenido al mundo de los vivos, capitán —murmuró solo Diego.
—¿Dónde estoy?
—En la cama de madame Rose Marie.
«En la cama de madame Rose Marie», repitió una aletargada voz en su cabeza, a la vez que los recuerdos volvían a él. Con algo de dificultad tragó saliva y tuvo la sensación de que diminutos trozos de ceniza se desprendían de su boca y se mezclaban con el sabor metálico de la sangre.
—¿Sir William sabe que estoy aquí?
—Lo único que sabe es que La Esmeralda ha zarpado.
El capitán le dirigió una breve mirada a la vez que se llevaba una mano al costado, a la herida que madame Rose Marie le había cosido, y trataba de sentarse en la cama. Inmediatamente, el suelo se tambaleó bajó sus pies y las paredes se convirtieron en una mareante mancha que amenazaba con apoderarse de todo cuanto le rodeaba, menos del ardor que cruzaba su espalda como mil lenguas de fuego.
—¿La Esmeralda ha zarpado?
—Hace dos días. Sir William así lo sugirió y yo no sabía cómo reaccionaría después de lo sucedido, así que me pareció lo más indicado.
—Has hecho bien. —Cerró los ojos y respiró profundo para ahuyentar las sombras que inundaban su cerebro hasta marearlo.
—Su tripulación regresará de aquí a diez días.
«De aquí a diez días», repitió con un suspiró la misma voz, notando con asombrosa claridad cómo algo en su interior se había roto. Era como si el muro que había levantado hacía años para mantener a raya su pasado se hubiera resquebrajado y los gritos y las desgarradoras suplicas que llenaban sus recuerdos se pasearan por sus entrañas impidiéndole respirar, gritar.
—¿Se sabe algo de… Amanda?
Solo Diego apartó la mirada, molesto consigo mismo.
—No, lo siento, capitán.
Una sombra se removió entre insegura y nerviosa al pie del lecho.
—¿Qué cree que le haya pasado, capitán? —preguntó José.
El Demonio de los Mares abrió los ojos y las sombras que arrojaba la vela sobre su rostro acentuaron el halo de oscuridad que emanaba de él; lo hicieron más denso, sombrío. ¿Qué podía hacer para rescatarla? ¿Presentarse ante sir William y casarse con su hija a cambio de su libertad? En el lamentable estado en el que se encontraba, poca cosa más podía hacer y, aunque consiguiera rescatarla sin la indulgencia de sir William, ¿cómo podría protegerla hasta el regreso de La Esmeralda?
¡Maldita sea! Si solo tuviera la certeza de que estaba bien, de que sir William la había respetado, pero ¿qué podía esperar de alguien que había pertenecido a la tripulación de Christopher Black? Un profundo y agónico silencio le oprimió la garganta mientras el rostro de su hermana iba cobrando consistencia en su mente. Hermoso y demacrado a la vez, tan blanco que parecía una visión. Un ser angelical con el horror incrustado en la mirada.
Despacio, atormentado por los fantasmas del pasado que parecían cobrar vida bajo la mano de sir William, dirigió la mirada hacia la nueva figura que se perfilaba en el umbral de la habitación.
—Necesitó hablar con Hernán —le pidió con voz ronca, seca.
—Yo también me alegro de verte, querido —musitó madame Rose Marie antes de lanzar una mirada de desdén a Diego y a José—. Y también me gustaría recuperar la privacidad de mis aposentos.
—Como ya le informé en su día, eso no va a ser posible —repuso solo Diego sin esconder la animadversión que sentía hacia ella.
—¿Es que acaso os habéis convertido en la sombra del capitán?
—Más que en su sombra, diría yo, en sus botas.
El capitán exhaló un suspiró de impaciencia.
—Lo siento, no puedo prescindir de ellos.
—Y no te pido que lo hagas, querido —repuso ella acercándose a la cama—. Solo que nos dejen a solas para que podamos hablar.
—¿Hablar? —repuso con ironía—. ¿De qué quieres hablar?
—¿De qué va a ser? —replicó indignada—. De esas marcas que van a adornar tu espalda. No es que me desagraden, pero me gustaría saber por qué te las hizo sir William. —Se arrodilló frente a él y apoyó los brazos en sus rodillas—. O si prefieres, podríamos dejar la charla para más tarde y centrarnos en mis manos.
El capitán Gregory bajó ligeramente la cabeza hasta casi rozar la suya, recordando las llamas que, no hacía muchos días, habían marcado su pecho, el excitante roce de unos inexpertos dedos deslizándose por su piel.
—¿Por qué insistes en algo que nunca va a pasar?
—Nunca, querido, es mucho tiempo, y nosotros no somos sus dueños.
—¿Y qué me dices de Flanagan, de mi hermano?
—Oh, vamos —replicó con una sonrisa—. El hecho de que sir William os haya tomado bajo su protección no quiere decir nada. Los dos sabemos que Flanagan no es nada tuyo, como tampoco lo es Hernán Rodrigo. Además… —Su sonrisa se hizo más sensual—. Te recuerdo que si sufres es por gusto.
«Por gusto», repitió una irónica voz en su cabeza al pensar que de una u otra manera no había dejado de hacerlo desde que Amanda había subido a La Esmerada. Primero se había consumido en una dulce hoguera al no poder acariciar la piel que ansiaba tocar y después había ardido en su propio fuego ante la imperiosa necesidad que tenía de besarla, ante la agonía de sentirla y no poder hacerla suya. Y, por último, en aquel instante, sufría como un condenado a la horca y hasta sentía el lazo de la cuerda deslizándose por su cuello, al darse cuenta de que la había perdido.
—Deberías dejar que te consolara —murmuró madame Rose Marie—. Te aseguro que dejarías de sufrir.
El capitán Gregory miró los ojos verdes y grandes de la mujer, bonitos en su frialdad, en la gota de sensualidad, de excitación, que iba apoderándose de ellos a medida que el silencio se alargaba. A continuación, deslizó la mirada hasta sus labios entreabiertos… y percibió la sombra que se interponía entre la penumbra de la habitación y la oscuridad del pasillo.
—He oído que querías verme —dijo Hernán Rodrigo, desde el umbral.
La espalda de madame Rose Marie se tensó al sonido de esa voz y, entre furiosa y digna, se levantó y alisó las arrugas del vestido.
—Siempre tan oportuno —musitó con cierto fastidio.
Se dirigió hacia la puerta, esperó que Hernán Rodrigo se apartara, posó una mano en el marco y miró hacia atrás.
—Es una pena que nos hayan interrumpido justo ahora, pero estoy segura de que podremos retomar esta charla justo donde la hemos dejado. —Y salió de la habitación con un suave frufrú.
Hernán Rodrigo dio unos pasos hacia el centro de la habitación.
—¿Para qué querías verme?
El capitán alzó la mirada y le pareció ver en él el mismo vacío que había en los ojos de su hermana después de que Christopher Black le desgarrara las entrañas. Un estallido de dolor atravesó su pecho al ser consciente por primera vez de que aquella trágica noche había habido más víctimas de las que él había supuesto, incluso demasiadas, y que entre ellas se encontraba un niño acorralado por los hombres de Black, asustado y solo, sin ninguna posibilidad de escapar a su suerte.
—Por eso impediste que salvara a mi hermana, ¿verdad? —inquirió.
Hernán Rodrigo lo miró sin que nada reflejara lo que pensaba.
—Tu hermana tuvo el valor que a mí me falto.
Una leve sonrisa se dibujó en los labios del capitán Gregory; un dolor que solo encontraba consuelo en la venganza.
—Por más que me cueste reconocerlo, Hernán, se necesita más valor para afrontar una vida que un instante.
Durante el breve silencio que cayó sobre ellos, Hernán Rodrigo asió la empuñadura de su espada y el capitán bajó la mirada hacia sus manos.
—Necesito saber qué le ha pasado a Amanda.
—Ella ya no está en la isla —repuso—. Sir William la ha vendido al comerciante de esclavos, y ya sabes lo que eso significa.
El capitán Gregory cerró los ojos notando cómo el muro de su interior terminaba de resquebrajarse de golpe y caía sobre su corazón, aplastándolo en una agonía que no creía pudiera existir.
Hernán Rodrigo guardó silencio un momento, y después añadió:
—Sir William cree que tus hombres regresarán para vengar tu muerte y, una vez arríen el primer bote, piensa usar los cañones de La Sirena Negra contra La Esmeralda.
El Demonio de los Mares abrió los ojos.
—Que Dios se apiade del alma de sir William —dijo al tiempo que en sus ojos despuntaba el inicio de una tormenta, una fuerza devastadora que aún no había tocado tierra al pensar en sus hombres, pero sobre todo en el más que probable destino que le esperaba a Amanda en el barco de esclavos. En las risas de los marineros cuando cayeran sobre ella, cuando la vejaran y la dejaran medio muerta en un rincón de la bodega hasta que alguno de ellos tuviera una nueva necesidad.
Solo Diego se sentó en una silla y, distraído, jugó con el cuchillo de resorte que había recuperado después de que Hernán Rodrigo los liberara de la celda mientras observaba a Nela. Ya hacía nueve días que el capitán había reaccionado, nueve días de la indiscreción que había cometido José al explicarle su pasado, y todavía esperaba ver en ella algún signo de desprecio o burla cada vez que sus miradas se cruzaban. Sin embargo, solo era capaz de apreciar una ligera curiosidad que desaparecía tan pronto ella giraba la cabeza y seguía con su rutina de no despegar los labios.
La siguió con la mirada hasta que, tras un leve ademán, madame Rose Marie la despachó. ¿Por qué le molestaba tanto esa especie de sumisión, de obediencia ciega y silencio que la rodeaba?
—Querido —dijo madame Rose Marie con voz suave, pasando los dedos por los negro cabellos del capitán Gregory—, estoy esperando…
El capitán apoyó los codos en las rodillas y hundió la cabeza entre los brazos mientras la persistente bruma desmigajaba la oscuridad de unos ojos cerrados y la convertía en ceniza. En su interior solo había espacio para la desesperación y el dolor. Una amalgama de sentimientos que le hacían sentir que le había fallado a su hermana y a sus padres; que al final de su esperada venganza contra Christopher Black, este, incluso muerto, le había arrebatado una vez más aquello que ansiaba proteger.
Un grito de cólera pugnó por salir de entre sus labios, pero solo acudió un nombre: Amanda. Una violenta punzada de rabia lo secó de todo sentimiento humano al recordar el destino que habría sufrido en el barco de esclavos. No había otro posible. Ninguna mujer llegaba intacta al mercado de esclavos, ninguna, nunca. Y aunque hubiera sobrevivido, ¿qué clase de vida le esperaba? Vejada por la tripulación, obligada a trabajar bajo el ardiente sol en algún campo de azúcar por un plato de comida al día, azotada, víctima de los desenfrenos de los hombres, de sus deseos insatisfechos que solo cobraban fuerza con el sufrimiento de los más débiles; con sus gritos y suplicas.
—¿Querido? —otra vez la voz de madame Rose Marie, impaciente.
Él inspiró profundo y la ceniza que se paseaba por sus recuerdos se incrustó como afiladas agujas en su pecho. Cada vez le costaba más distinguir la realidad del pasado, rechazar la sinuosa bruma que desdibujaba el presente y les abría las puertas a los gritos. Cada vez le costaba más y no sabía si conseguiría escapar, si realmente deseaba huir o zambullirse de lleno en ella y perderse en su pasado.
—La verdad, no sé por qué no quieres decirme el motivo por el cual sir William te azotó con tanta saña.
—No es la primera vez que lo hace.
—Eso ya lo sé, pero hacía años que no lo había vuelto a hacer.
El capitán se cubrió la cara con las manos. La cordura se alejaba de él, notaba cómo lo hacía y lo empujaba hacia un mar de tempestuosa bruma que lo hundía irremediablemente en la locura, en un mundo de gritos sin piedad.
Y esa quietud, esa calma obligada esperando el regreso de La Esmeralda, y a que él recobrara las fuerzas necesarias para poder enfrentarse a sir William, lo estaba matando. Pero por encima de todo estaba el sentimiento de culpa, el no saber dónde estaba Amanda. Si estaba viva o muerta y si maldecía el instante en que sus caminos se habían cruzado.
Madame Rose Marie se sentó a su lado y le acarició el pelo.
—¿Por qué no te olvidas de esa absurda idea de enfrentarte a sir William?
Solo Diego la miró de reojo.
—Esa absurda idea, como usted dice, es la única opción que le queda —apuntó, guardando el cuchillo de resorte en la caña de su bota.
La espalda de madame Rose Marie se tensó. ¿Por qué ese hombre con su horrible cicatriz y su amigo todavía seguían en sus aposentos? ¿Por qué no se había podido librar de su enojosa presencia?
—Me parece que tildar esa posibilidad como única opción es demasiado tajante —replicó.
—Y yo creí que a estas alturas ya habría oído decir que sir William piensa usar los cañones de Perro Negro contra La Esmeralda.
—Contra el navío del capitán, no contra él, que sepamos. —Y se guardó de decir que ella también destruiría ese armazón de madera si con eso obligaba al capitán a permanecer en su habitación. Porque estaba segura de que cuando llegara La Esmeralda, el Demonio de los Mares resurgiría de las profundidades del abismo en el que se encontraba y zarparía tras su apocada prometida. Y entonces, ¿qué pasaría con ella? ¿Sucumbiría en aquel lugar y vería languidecer su belleza mientras esperaba yacer con algún pirata con algo de fuego en las venas?
Solo Diego esbozó una media sonrisa de desprecio.
—¿No le parece que decir eso es decir lo mismo?
Una suave arruga de contrariedad se perfiló en la frente de la mujer.
—¿Puedo saber a qué se refiere?
—¿No le parece que disparar contra La Esmeralda y matar a toda su tripulación no es una declaración de guerra, un desafío en sí, una manera de demostrar quién manda en la isla? —expresó estirando las piernas—. Es más, yo diría que es un gesto bastante elocuente que solo pretende arrebatarle la libertad para convertirlo en un esclavo, en una mera marioneta. Además, ¿qué le hace pensar que, una vez La Esmeralda y su gente hayan desaparecido, sir William no terminará lo que empezó?
—Eso es bastante improbable que suceda —señaló, aunque la arruga de su frente se acentuó al pensar que esa era la única razón por la que no le había revelado a sir William que La Esmeralda había zarpado sin su capitán. Una traición que generaría unas consecuencias que, sinceramente, mientras recayeran única y exclusivamente sobre la figura del capitán Gregory y la hija de sir William, en su enlace, poco le importaban. Ya que, si eso sucedía, estaba segura de que tarde o temprano él regresaría para buscar lo que no podía encontrar en su esposa, a quien él consideraba como una hermana—. Además, sir William siempre ha demostrado cierta debilidad por el capitán.
—¿Hacia él o hacia su espalda? —preguntó con sorna, pero el repentino tañer de una campana propagándose por la maleza puso fin a la discusión.
El capitán Gregory alzó la cabeza con un destello de locura en los ojos. De un punto indeterminado de la isla, las campanas anunciaban la llegada de un navío, y el eco de esos golpes resonaba en su pecho como si los mismísimos tambores del inframundo estuvieran reuniendo a sus huestes más abominables en un único cuerpo.
—Ha llegado la hora —susurró, y el sonido de su propia voz, entre calmada y severa, lo sorprendió. Se levantó de la cama con la mirada ausente, puesta más allá de esas cuatro paredes, en un mundo donde los demonios bailaban con el olor de la sangre.
Madame Rose Marie palideció. ¿Iba a perderlo antes de haber gozado de sus caricias?
—¿Cómo sabes que es La Esmeralda? —Le cogió la mano y la estrechó entre las suyas—. Puede ser otro barco.
El capitán se soltó con facilidad de sus manos y durante un momento solo se escuchó el roce del cuero al deslizarse por encima de la ropa. Se ciñó el cinturón, el largo cuchillo entre este y la camisola que madame Rose Marie le había prestado de Flanagan, y la espada.
—Necesito que vayas ver a Hernán. —En algún momento, durante aquel infierno en que había visto deslizarse el sol por las paredes, mientras se debatía entre la bruma y la locura, una parte de él se había mantenido cuerda, calmada y a la vez al acecho, pensando en la manera de salvar a su tripulación—. Dile que sus hombres disparen un cañón a modo de advertencia antes de que La Esmeralda arríe un bote; Jenkins sabrá lo que tiene que hacer.
Un espasmo de miedo recorrió el cuerpo de madame Rose Marie.
—Piensa en lo que vas a hacer —imploró con voz temblorosa—. En lo que puedes perder si te enfrentas a sir William.
Una sombra cubrió el rostro del Demonio de los Mares y veló por completo sus ojos.
—No puedo perder más de lo que ya me ha arrebatado.