Solo Diego apoyó las manos en los brazos de la silla y se levantó con una sonrisa ante la elevada probabilidad que había de que ese mismo día viera el seductor baile de la muerte en torno a la figura de sir William y el demonio que pretendía acabar con él.
Miró un instante a madame Rose Marie, una hermosa escultura por la palidez de su rostro, y hundió la mano en el bolsillo de la chupa. Entre ellos solo había existido una diatriba insustancial, unas simples y vanas palabras que en ningún caso podían calificarse como de enfrentamiento. Aun así, le habría gustado seguir mortificándola para no olvidar su rostro, tan hermoso como banal; insípido como su naturaleza.
Se dirigió hacia la puerta de la habitación con José cerrando la marcha y su mirada se cruzó con la de la mujer que venía hacia ellos. Nela inspiró profundo al sentir unas cosquillas en la boca del estómago que se transformaron en una extraña sensación de tristeza al percatarse de que él se marchaba. Un sentimiento tan desconocido para ella que lo saboreó como si de un manjar se tratase, hasta que solo Diego pasó por su lado rehuyendo su mirada. Entonces, volvió a ser la mujer bajita y rolliza con un moño en la cabeza.
Nadie. Solo una sombra más del burdel.
Entró en la habitación de madame Rose Marie y la encontró sentada en la cama con la espalda rígida y las manos recogidas en el regazo.
—Ve a buscar a Hernán —susurró esta con cierta angustia—. Dile que el capitán Gregory piensa enfrentarse a sir William. —La mujer bajita y rolliza asintió y se dirigió hacia la puerta—. Y dile que sus hombres disparen un cañón a modo de advertencia antes de que La Esmeralda arríe un bote.
La mujer se apresuró a cumplir sus órdenes, Rose Marie se levantó y acercó a la ventana.
—Que Dios se apiade de mí si el capitán Gregory muere hoy; si sir William no muere hoy —murmuró con voz temblorosa al tratar de imaginarse por primera vez lo que sir William sería capaz de hacerle si descubría que no solo le había dado cobijo al Demonio de los Mares y le había curado las heridas, sino que había permanecido todos aquellos días en el burdel sin que ella se lo dijera.
Sir William apuró el contenido del vaso y lo dejó con brusquedad encima del mueble. Apoyó las manos en la pulida superficie de caoba y miró por encima del hombro la cálida luz del sol que se filtraba a través de los largos ventanales del salón. Emitió una especie de gruñido. ¿Seguiría el capitán Gregory con vida o serían sus hombres los que regresaban para vengarlo?
—Maldito vástago —susurró, antes de verter un buen chorro de ron en el vaso. Bebió un sorbo, y medio sonrió al pensar que si eran sus hombres los que regresaban, no tardarían mucho en reunirse con él. Pero si era el capitán quien regresaba… Tomó un nuevo trago. ¿Dónde diablos estaba Hernán? Apenas el vigía había anunciado la proximidad de un barco a la isla, y él había visto ondear la bandera del Demonio de los Mares en el horizonte, había mandado a por él.
Sacó la cajita de rapé del bolsillo de la casaca e inhaló una pizca de tabaco al tiempo que una violenta ráfaga de viento removía la espesa capa de vegetación de la isla. Con un gemido de frustración, sir William apoyó una vez más las manos en el mueble y escuchó unos pasos a su espalda. Inmediatamente, la comisura de su boca se curvó en una irónica sonrisa que murió tan pronto se giró. Pese al sol del mediodía, un halo de oscuridad parecía rodear la figura del capitán Gregory, una sombra que convertía su mirada en la de un demonio vengador.
Un punto de recelo brotó de su garganta al comprender que quien tenía enfrente era al Demonio de los Mares. Un ser surgido del inframundo para sembrar el terror con su sola presencia.
—¡Maldito vástago! —masculló entre dientes—. ¿Por qué has regresado?
El capitán Gregory movió la cabeza, la sacudió ligeramente, solo un espasmo para alejar la bruma, la locura que comenzaba a poseerlo y a envolverlo como si de una crisálida se tratase.
—Solo quiero saber dónde está Amanda.
Sir William entrecerró los ojos; la furia adscrita a ellos.
—Tú solo quieres el tesoro de Christopher Black, por eso has regresado. —Y su mirada se desplazó un instante por encima del hombro del capitán hasta posarse en la figura que entraba por uno de los ventanales y se apoyaba en la pared. Por fin aparecía Hernán Rodrigo. De la misma manera que solo Diego. Inmediatamente, su atención volvió a recaer en el demonio que tenía enfrente y su ceño se acentuó—. Está claro que no debí dejar que tus hombres te sacaran de la isla sin antes haberme cerciorado de que estabas muerto. Pero te juro que esta vez no cometeré el mismo error, esta vez te enviaré al infierno junto con tus hombres.
Y, como si las fuerzas del inframundo se hubieran puesto de acuerdo, en ese momento, un ensordecedor trueno procedente de la bahía, el eco de una explosión sacudió la tierra y un millar de pájaros de múltiples colores alzaron el vuelo en una nube de desgañitados chillidos. Dos detonaciones siguieron a la primera y después solo el viento descargando su furia contra los ventanales.
Sir William medio sonrió con saña.
—Recuerda, Gregory, aquí yo soy la ley, quien decide quién vive y quién muere. Y ahora tu vida depende exclusivamente de mi voluntad. Sobre todo, ahora que La Esmeralda y tu tripulación han saltado por los aires. —Miró a Hernán Rodrigo—. Ve a buscar al sacerdote.
Se giró parcialmente hacia el mueble de caoba, apuró de un solo trago el resto de ron que quedaba en el vaso y se sirvió un poco más, convencido de que esa misma tarde podría realizarse esa estúpida boda y, con algo de suerte, esa misma noche podría gestarse el primero de lo que sería una gran saga de piratas.
—En cuanto al tesoro de Black —dijo, mirando de reojo al Demonio de los Mares—, ya puedes olvidarte de él, así como de hacer tu voluntad. —Y sus ojos se posaron entre molestos y sorprendidos en la figura que seguía apoyada en la pared—. ¡Maldito perro! ¿A qué esperas para ir a buscar al sacerdote?
El Demonio de los Mares sacudió una vez más la cabeza para exorcizar los gritos de su hermana, trató de borrar el recuerdo de sus ojos cuando se apagaban bajo el pirata que le había robado la dignidad. Inhaló otra vez el miedo, el olor a sudor de aquellos hombres que lo habían rodeado en medio de una plaza bañada por la ceniza. Gotas carbonizadas que se mezclaban con las lágrimas de su hermana, con las de Amanda. Entreabrió los labios y tomó una bocanada de aire.
—Quizás, a que yo le brinde tu corazón —contestó.
Sir William frunció el ceño y miró el inexpresivo rostro de Hernán Rodrigo, la manera en que este le devolvía la mirada, y una monstruosa sombra cubrió su semblante.
—Maldito espumarajo infesto —susurró con el rostro violáceo por la cólera—. Tendría que haberte matado junto con el capitán.
El Demonio de los Mares avanzó dos pasos, cerró con fuerza la mano en la empuñadura del cuchillo y cogió aire. La sangre le martilleaba en los oídos y notaba el lento deslizarse de una gota de sudor por su espalda.
—¿Por qué me la has arrebatado?
Sir William lo observó en silencio, apretando los dientes.
—¿Cuántas veces tendré que enseñarte que no te conviene enfrentarme, Gregory? ¿Cuándo aceptarás que el tesoro de Christopher Black me pertenece? —Y como un acto reflejo, su mirada se deslizó hasta Hernán Rodrigo, que seguía apoyado en la pared, en una orden silenciosa que antes hubiera significado la muerte para el capitán, pero que en ese instante solo recibió el recuerdo de una traición.
La ira llameó en los ojos de sir William, ardió en lo más profundo de su ser mientras se recreaba imaginado el infierno que le haría revivir a Hernán. Las manos de los hombres que le haría probar hasta que sus gritos lo aburrieran y decidiera matarlo. En cuanto al capitán… Su boca se torció en una grotesca sonrisa. Iba a lamentar haber regresado de entre los muertos para enfrentarse a él. Lo hundiría en un pozo sin fin; lo hundiría en un infierno que ya comenzaba a arder.
—Dime, Gregory, ¿por qué no me preguntas cuántas veces tomé a esa zorra tuya antes de venderla?
La poca cordura que le quedaba al Demonio de los Mares desapareció de sus ojos, se licuó con la bruma hasta convertirse en ceniza, en un manto que enturbió su mirada, su corazón. Con un diestro movimiento cerró la mano en torno al cuello de sir William y lo empujó contra el mueble.
—¡Miserable! —tronó, aunque solo fue un susurro henchido de rabia.
Sir William abrió los ojos por completo en una sorprendente y tardía comprensión, antes de soltar una atronadora carcajada que fue perdiendo fuerza a medida que los dedos del capitán se cerraban en su garganta.
—Así que, después de to… do, esto es… por esa zorra —musitó desmenuzando la ira, el aire que apenas llegaba a sus pulmones. Y, con todas sus fuerzas, levantó de golpe la rodilla hiriendo las partes blandas del Demonio de los Mares, que se dobló por la cintura. A continuación, alzó los brazos y descargó un fuerte golpe con los codos en sus hombros, que hizo que el capitán hincara una rodilla al suelo.
No perdió tiempo, se alejó unos pasos masajeándose la lastimada garganta.
—Maldito necio —espetó—. ¿Cuándo entenderás que las mujeres solo están en este mundo para servirnos? —Miró a Hernán Rodrigo, su pasividad y traición, y luego volvió a centrar su atención en el halo de oscuridad que cubría los ojos del Demonio de los Mares—. Y, créeme, tu zorra me dio mucho placer.
Algo se removió en el interior del Demonio de los Mares, algo inhumano que él había intentado silenciar durante años y que ahora se mezclaba con la bruma como si de una orgía de demonios se tratase.
—No vuelvas a decirlo. —Se levantó del suelo.
Sir William echó una rápida y furtiva mirada hacia la puerta. Si quería darles su merecido a esos dos ingratos, tenía que ganar algo de tiempo para llegar a la puerta del salón y llamar a sus hombres. Con una especie de gruñido de malhumor, se masajeó una vez más el cuello y retrocedió unos pasos.
—Tendrías que haber oído a esa zorra tuya —dijo sin querer renunciar al deleite de la pronta venganza, al ver cómo sus palabras eran más mortíferas que la pistola que acabaría con su vida—. La primera vez que la tomé gritaba tu nombre como si estuviera poseída, como si pudieras hacer algo por ella.
—Cállate, ¡cállate de una maldita sea! —Abrió la boca para tomar una bocanada de aire y gotitas negras, carbonizadas, comenzaron a caer sobre él, a distorsionar su visión, a crear fantasmagóricas hidras de fuego que devastaban todo a su alrededor. ¿Por qué le costaba tanto respirar? Abrió y cerró la mano sudada en la empuñadura del largo cuchillo.
Sir William retrocedió otro paso, disfrutando del tormento que le infligía. Una tortura que solo había empezado.
—Pero, cuando dejó de gritar y de patalear, cuando ya no me divertía, la vendí al comerciante de esclavos para que la vendiera a un burdel.
«¿A un burdel…?», repitió una desconocida voz en el interior del Demonio de los Mares; una voz hueca, desangelada y aterradora a la misma vez. «Por Dios, Amanda…». Un grito de rabia salió de su garganta. Cogió aire y apretó los dientes mientras la bruma desdibujaba todo a su alrededor.
—¡Que Dios se apiade de ti, William! —Y con una rápida zancada, se abalanzó hacia él y hundió el filo del cuchillo en su estómago.
Sir William abrió los ojos de par en par, sorprendido a pesar de todo.
—¡Maldito… espumarajo infesto! —masculló apretando los dientes, ante el lacerante dolor que comenzaba a extenderse por sus entrañas.
El Demonio de los Mares sacó el cuchillo y sir William, tambaleante, se alejó unos pasos palpando la creciente humedad de sus ropas con un gruñido de rabia. Giró la cabeza para mirar la puerta del salón cerrada y, con la mano pegada a la herida y la otra en el mueble de caoba, comenzó a deslizarse hacia la puerta.
—Eres igual que él, Gregory —susurró con ira—. Eres su viva imagen.
El demonio avanzó hacia él; la hoja del cuchillo teñida de sangre.
—Lo único que quiero saber, antes de arrancarte el corazón, es el destino de La Reina del Sur. ¿Adónde se dirigía?
Sir William dio otro paso hacia la puerta y soltó una blasfemia al notar cómo las piernas comenzaban a fallarle. Se apoyó con las dos manos en el mueble de caoba y miró de reojo al demonio que se acercaba a él. Quería atormentarlo hasta destruirlo por completo, matarlo de la misma manera que él lo estaba haciendo, clavarle un cuchillo que le desgarrara las entrañas y las hiciera sangrar hasta que sus gritos se oyeran en el infierno.
—Eres igual que él… —repitió con un hilo de sangre deslizándose por la comisura de su boca, perdiendo las pocas fuerzas que le quedaban—. Eres igual que Christopher Black, por eso… siempre fuiste mi pre… preferido —murmuró antes de caer al suelo.
El Demonio de los Mares lo miró, y con un grito de impotencia y dolor, desenvainó la espada, la levantó con ambas manos y la hundió en su pecho.
¡Maldita sea! Él solo quería arrancarle el corazón, sentir el momento en que este dejaba de latir. En cambio, sir William le había arrancado el suyo. Cayó de rodillas al suelo con la cabeza gacha, sin soltar la empuñadura y con la bruma removiéndose en su interior.
«Eres igual que Christopher Black, Gregory, igual que él…».
—No, no lo soy —susurró en voz queda; rota.
La bruma se enroscó, juguetona, en su estómago.
«¿En qué te diferencias de él, Gregory?».
El Demonio de los Mares se humedeció los labios; vacilante.
—Yo no… yo no violo a las mujeres.
La carcajada de sir William volvió a vibrar en su interior.
«No, no lo haces, las respetas. Pero ¿a cuántas has enviudado? Querías venganza, Gregory, y para eso era necesario que te convirtieras en su igual. Era la única manera de lograrlo… Recuerda cuando eras un niño, un muchacho, y alguien te insinuó que Christopher Black había muerto… No le creíste y nunca dejaste que ese obstáculo insalvable frenara tus ansias de venganza. De algún modo, deseabas matarlo, destrozarlo por lo que te había hecho, y seguiste con tu absurda venganza».
—Tenía que hacerlo. Era la única manera de silenciar a…
La bruma volvió a reír, a burlarse de él.
«¿A tu hermana que no deja de mirarte, de implorarte ayuda?».
«Reconócelo, Gregory, tú eres Christopher Black».
Un gruñido contenido durante años hirió la garganta del Demonio de los Mares; la laceró. La verdad siempre había estado ahí, oculta en su interior, como una bruma que había aprendido a controlar a lo largo de los años, silenciándola tras un formidable muro. Un muro, por eso, ahora roto y resquebrajado por el tímido roce de una ola que había acariciado la roca abrupta que era él. Por su ausencia, porque nunca más volvería a sentirla, porque él la había condenado a una vida de sufrimiento, al no haber sido capaz de protegerla.
—Entonces, que así sea —murmuró levantándose del suelo y, con un brusco movimiento, sacó la espada del cuerpo de sir William
—La Esmeralda y tus hombres están bien —era la voz de Hernán Rodrigo, lejana y cercana a la vez—. Mis hombres han disparado los cañones de Perro Negro contra unos barriles.
El Demonio de los Mares le dedicó un ligero ademán de gratitud y abandonó el salón mientras solo Diego observaba el cuerpo sin vida de sir William. Se arrodilló a su lado y le quitó un anillo fascinado todavía por el sencillo, y a la vez, cruel baile que acababa de presenciar.