Una de las cinco figuras que iban en el bote emitió una especie de gruñido. Se humedeció los labios y trató de seguir el ritmo de sus compañeros, pero tenía la sensación de que una oscuridad espesa, caliginosa, se pegaba a sus brazos y le dificultaba remar.
El bote siguió deslizándose por las negras y turbias olas hacia la costa hasta que dos siluetas saltaron al agua. Contemplaron la muralla en construcción (que serviría para proteger a la ciudad de los piratas), y empezaron a tirar del bote hacia la orilla. Otra silueta, mucho más delgada, frágil y temblorosa, se apresuró a pasar una pierna por encima de la borda y saltar a las aguas bajas. No perdió tiempo. No se giró para ver cómo esos hombres empujaban el bote hacia el mar, subían a él y se alejaban hundiendo los remos en las negras aguas.
Solo empezó a correr hacia la muralla, pasó por debajo de lo que sería con el tiempo una puerta y, temerosa de que la confundieran con una cualquiera, trató de alejarse de las fogatas donde unos centinelas velaban con mujeres y ron el sueño de sus compañeros.
Sus rápidos e inseguros pasos la llevaron a internarse por unas enfangadas callejuelas donde la luz de la luna oculta en su mayor parte por densas y grises nubes apenas rasgaba las sombras. Tenía tanto miedo, lo había sentido durante tantos días en el diminuto camarote donde la habían encerrado, que sentía que este formaba parte de ella. Se adentró en una amplia calle, donde el ocasional rayo de la luna recortaba las sombras de los rincones, y entrevió una construcción señorial de dos plantas con una enorme puerta de madera bellamente tallada enmarcada por columnas salomónicas y un frontón curvo, con el escudo de su familia.
Se abalanzó sobre la puerta y comenzó a aporrearla.
—¡Por favor, abran la puerta! —gritó desesperada—. ¡Abran!
Durante un agónico momento nada alteró el silencio y la quietud que la rodeada hasta que algunas insomnes cabezas se asomaron, cautelosas, en ventanas ajenas, y hubo un roce de pasos al otro lado de la puerta.
—¿Quién va a estas horas? —preguntó una precavida voz de mujer.
—¡Abre, por favor! —gritó Amanda sin dejar de golpear la madera.
Un revuelo de pasos al otro lado, un murmullo de voces apagadas, le anunció la llegada de varios criados.
—¿Se puede saber qué está pasando? —preguntó de pronto una irritada voz masculina—. ¿Quién da esos golpes?
—¡Soy yo! —gritó Amanda—. La hija de don Rodríguez.
En seguida se oyó el roce de varios cerrojos al descorrerse y el crujir de los goznes al abrirse una de las pesadas hojas de madera.
—Señorita Amanda, ¿es usted? —inquirió la sorprendida cara del mayordomo por la ranura de la puerta entreabierta.
—Sí, por amor a Dios, déjame entrar. —Y como si los demonios del inframundo estuvieran a punto de abalanzarse sobre ella, se internó en la casa.
—Su padre está en el estudio… —alcanzó a decirle él antes de verla desaparecer—. Con una visita.
Amanda cruzó el gran patio interior iluminado con teas y se internó en un pasillo en penumbras hasta que la sobriedad del estudio de don Rodrigo de la Huerta se abrió ante ella.
En ese momento, todo el miedo que había pasado y las desconcertantes emociones que la habían poseído, se manifestaron como un torrente de lágrimas que acariciaron sus temblorosas mejillas.
—Señor… —articuló al ver a su padre sentado al otro lado del escritorio.
Don Rodríguez deslizó la mirada del hombre que estaba sentado frente a él hacia la figura que se mordía el labio inferior para frenar el sollozo, y una sombra de incredulidad, y de algo más que ella no pudo descifrar, se cernió sobre su ojeroso rostro.
—Señor… —repitió ella desesperada.
El hombre sentado frente al escritorio se giró en su asiento y una cálida sonrisa de sorpresa apareció en su rostro.
—Ah, carajo, no me lo puedo creer, es su hija, ¿verdad?
Don Rodríguez apoyó la espalda en su asiento.
—Sí, así es —dijo en un susurro roto y severo a la vez.
El hombre, vestido con pulcritud y elegancia, se levantó de la silla y le dedicó una escrutadora mirada a Amanda, que terminó con el ceño fruncido.
—Preguntarle cómo se encuentra sería una obviedad más bien absurda, ¿no le parece? —murmuró dirigiéndose a don Rodríguez—. Tal vez deberíamos mandar a por el doctor.
«¿Al doctor, por qué?». Si ella lo único que quería era un abrazo, un pecho donde descargar el miedo; un bastión donde refugiarse. Bajó la mirada y, por primera vez, fue consciente del lamentable estado en el que se encontraba. El bajo de su vestido estaba roto, con manchas de hierba y tierra. Desgarrado y sucio por donde se veía una porción de sus tobillos, sucios también.
No pudo evitar sonrojarse.
—No hace falta que molesten a nadie —balbuceó—. Estoy bien.
—Ya me perdonará, pero debo insistir.
—Le aseguro que no es necesario.
Él suspiró.
—Entonces, será mejor que le preparen un baño —dijo dirigiéndose a alguien detrás de ella, con seguridad al ama de llaves—, y un vaso con unas gotas de láudano le ayudarán a dormir. —Su mirada se posó en Amanda—. Esta noche será mejor que descanse, mañana durante el desayuno podrá contarnos su aventura.
Amanda miró a su padre, tan pálido y quieto como un fantasma. Desconcertada, encerró el collar en la mano y musitó algo totalmente ininteligible. Algo parecido a un: «Sí, claro; como guste». Y, sin esperar alguna reacción por parte de su padre, se dio la vuelta y siguió a la mujer hasta su habitación, quien supervisó que sus órdenes se cumplieran con la mayor diligencia posible.
Amanda dejó que su doncella la desvistiera en silencio y frotara su cuerpo hasta enrojecerlo; que le lavara y peinara el cabello sin despegar los labios. Realmente, agradeció esa aparente afonía. Estaba tan desconcertada con el comportamiento de su padre, por su nula demostración de afecto, que había dejado de pensar.
Después, su doncella la ayudó a ponerse el camisón y, mientras Amanda se metía en la cama y bebía unos sorbos de leche con una gota de láudano, su doncella comprobó que la puerta del balcón estuviera cerrada; bien cerrada.
—¿Quiere que le deje la vela encendida? —le preguntó.
—No, gracias —repuso.
Y, de repente, se encontró sola. Sola con la oscuridad y con los pensamientos que volvían a ella como un río a punto de inundar las tierras que lo ceñían, mientras una extraña sensación de irrealidad se apoderaba de ella. ¿Había estado realmente en Puerto Ambición con el capitán Gregory, con el pirata más cruel que navegaba por esos mares? ¿Había conocido a sir William, la había golpeado y confinado en un apestoso camarote, para ver cómo su padre ni se inmutaba ante su regreso? Nuevas lágrimas acariciaron su piel. Todo se le antojaba como algo demasiado lejano para ser real, pero a la misma vez tan cercano que dolía.
La vida seguía a pesar de todo.
Amanda se dio cuenta de esta gran verdad apenas los primeros rayos de sol empezaron a colorear el suelo de su habitación. Dejó que su doncella la vistiera mientras confinaba sus miedos e inseguridades en algún rincón de su interior. Los engranajes de la casa se habían puesto en marcha y reclamaban su presencia.
Durante una breve pausa, el silencio se impuso en la mesa del desayuno, roto por los gritos de los vendedores de fruta que les llegaban a través de las ventanas abiertas.
—Así que quien la secuestró fue el secretario personal de su padre —inquirió el hombre sentado frente a ella, antes de llevarse a la boca un trozo de pastel de maíz—. He de confesarle que tanto su padre como yo creímos que habían sido los insurgentes, sobre todo después de oír las lamentables descripciones del capitán de la guardia al decirnos que la habían subido a un bote con Dios sabe que destino.
—¿Insurgentes? —preguntó Amanda, mirando a su padre sentado en una punta de la mesa, tras una taza de chocolate. No podía negar que estaba dolida y enfadada con él por su escandalosa falta de interés y, aunque sabía que debía darle una explicación de lo ocurrido, no dejaba de entristecerla ver que el único que trataba de sonsacarle algo era un completo desconocido.
—No me haga caso —se excusó Eduardo Mendoza con una sonrisa, el nombre que su padre había tenido la gentileza de informarle aquella mañana, así como que era el terrateniente más importante de esos contornos—. Pero síganos contando, ¿con qué fin la secuestro Sigüenza?
Amanda bajó la mirada hacia su plato, incómoda al tener que recordar.
—Él —comenzó a decir sin encontrar las palabras necesarias—, él intentó…
Eduardo Mendoza frunció el ceño.
—Espero que no lo haya logrado.
Ella negó con la cabeza.
—El capitán Gregory se lo impidió.
Un sorpresivo silencio se cernió sobre la mesa.
—Bendito sea —exclamó una voz apenas audible tras una taza de chocolate. Amanda miró a su padre con una mezcla de curiosidad y anhelo.
—¿El capitán Gregory? —preguntó Eduardo Mendoza, desconcertado—. ¿Cómo es posible? ¿Qué pinta él en esta historia?
Amanda se llevó a la boca un trozo de fruta al tiempo que un imperceptible suspiró acariciaba sus labios. ¿Se habría recuperado ya de sus heridas? De una manera que no sabría definir, extrañaba su presencia, el halo de oscuridad que parecía acompañarlo.
—Solo sé que ese repulsivo sujeto le hizo creer al capitán Gregory que necesitaba mi collar para encontrar el tesoro que mostraba el mapa que tenía mi padre de Christopher Black. Por eso me llevó con ellos a Puerto Ambición.
—Miserable traidor —murmuró una vez más la figura al otro extremo de la mesa, limpiándose con una servilleta el bigote ligeramente manchado de chocolate.
Eduardo Mendoza lo miró sin salir de su desconcierto.
—¿Tenías un mapa de Christopher Black?
Don Rodríguez se encogió de hombros.
—Se lo compré a un marinero hará cosa de unos siete u ocho meses. El muy estúpido iba pregonando a los cuatro vientos que tenía un mapa del mismísimo Black que mostraba dónde había enterrado su tesoro. Como puedes suponer, si no llego a comprárselo a ese pobre diablo, Dios sabe que en estos momentos solo quedarían los huesos de él. Además —dijo mirando un instante de reojo a su hija, la mano que encerraba la piedra—. Ese collar se lo regalé a tu madre el día que nos prometimos.
Amanda abrió los ojos por completo.
—No lo sabía. Ella nunca me lo dijo.
Un extraño silencio planeó sobre la mesa del desayuno mientras, quizás por primera vez desde la noche anterior, la mirada de Amanda coincidió con la de su padre. Aunque ella solo logró vislumbrar una heladora indiferencia marrón rodeada por unas largas y espesas pestañas negras. Lo único, según su tía, que había heredado de su padre.
Don Rodríguez apartó con rapidez la mirada, irritado por ese absurdo momento de debilidad, al tiempo que Eduardo Mendoza partía otro trozo de pastel de maíz.
—¿Y nunca reclamaste el tesoro de Black para la Corona Española?
Don Rodríguez dejó la servilleta encima de la mesa.
—Nunca tuve mucha fe en él. Ese pobre marinero no pudo darme ninguna respuesta convincente de dónde lo había sacado —repuso—. Así que supongo que vivía de eso, lo vendía al primer incauto que se cruzaba en su camino y después se lo robaba para volver a venderlo.
—¿Y usted qué tiene que decir a esto? —le preguntó el hombre a Amanda—. ¿Encontró el capitán Gregory el tesoro o no existe como asegura su padre?
—Me temo que es tal y como asegura mi padre —repuso con un escalofrío recorriéndole la columna vertebral, al recordar el esqueleto de la cueva y las serpientes.
—¡Qué pinche suerte! —Bebió un sorbo de café y sus labios mostraron una vez más su sonrisa—. Pero aún no nos ha dicho qué pasó con Sigüenza, dónde se encuentra en este momento.
Amanda jugueteó con los trozos de piña que había en su plato.
—El capitán Gregory lo mató.
Durante un momento, los dos hombres la observaron en silencio.
—Bueno —dijo al fin Eduardo Mendoza—, no puedo decir que lamente su muerte, y mucho menos después de saber la clase de alimaña que era.
—Sin embargo —añadió don Rodríguez, severo—, no podemos olvidar que estamos hablando del Demonio de los Mares, un pirata que algún día tendrá que saldar las deudas que tiene pendientes con la horca.
—¿La horca? —inquirió ella—. Pero lo mató para salvarme.
—Un acto que lo enorgullece, pero me temo que eso no lo va a salvar de la horca.
—Pero ese repulsivo sujeto le disparó, le hirió en un hombro y…
Don Rodríguez alzó una mano para detener lo que sin lugar a dudas iba a ser una muestra de excesiva generosidad hacia un pirata que lo único que había hecho era matar.
—Aunque tenga que estarle agradecido por haberte protegido de ese canalla, no podemos obviar el hecho de que el capitán Gregory tendría que haberlo entregado a la justicia. Una justicia que, sea dicho de paso, no puede ni debe olvidar las familias que piden justicia, aquellas a las que el Demonio de los Mares ha condenado a la indigencia al matar la mano que les aportaba estabilidad y protección.
Amanda abrió la boca y volvió a cerrarla, incapaz de rebatir las palabras de su padre. Ninguna muerte estaba justificada. Nadie tenía el poder de imponerla y, sin embargo, sentía que algo en su interior se rompía al pensar que… ¿De verdad ese era el destino que le esperaba al capitán? ¿Acaso existía otro posible para alguien que se jactaba de ser el Demonio de los Mares, un pirata que nunca hacía prisioneros?
—Dejemos que sea Dios quien imponga justicia, o en su defecto los jueces —terció Eduardo Mendoza—. Mientras, le agradecería que tuviera la bondad de despejar la oscuridad que representa para su padre y para mí su secuestro.
—Me temo que no hay mucho más que contar —dijo Amanda tratado de alejar los malos presagios que sobrevolaban su corazón igual que un puñado de buitres—. Una vez descubrimos que no había ningún tesoro, el capitán Gregory me trajo de vuelta a casa —mintió, pues no sería ella quien pusiera más lastre en sus botas si podía quitarle unos granos.
Un suave golpe en la puerta hizo que todos volvieran su atención hacia el mayordomo.
—Excelencia, acaba de llegar el doctor.
Amanda miró perpleja a su padre.
—Solo para asegurarnos de que estás bien.