Capítulo 35

 

 

 

 

 

Amanda contempló la rosa que estaba bordando y sonrió al imaginarse la cara de alegría que pondría su tía cuando recibiera el pañuelo. Levantó la mirada de la labor y el sol que se filtraba por la ventana del salón se adueñó de su rostro.

Cerró los ojos y durante un largo instante disfrutó de esa cálida bendición. Ya había transcurrido una semana de su regreso y todavía no había puesto un pie fuera de esa casa. No podía. Su padre no se lo permitía. Pero si solo pudiera salir y comprar una pieza de fruta de la que vendían en la calle, y saborearla mientras contemplaba el mar más allá de los muros que empezaban a constreñir la ciudad, su vida sería más amena, menos tediosa.

Respiró profundo para absorber la sensación de paz que le transmitía la calidez del sol y su pecho no tardó en desinflarse al sentir que este la abandonaba, llevándose con él sus precarias esperanzas de libertad; confinándola de nuevo a esas cuatro paredes.

Abatida, abrió los ojos y vio a contraluz la silueta de Eduardo Mendoza frente la ventana. Estaba tan quieto que parecía una estatua surgida de la nada, un capricho de los dioses recortado por un halo de luz divina.

¿Qué piensa de esta tierra? —le preguntó él sin despegar la mirada de la vida que se desarrollaba al otro lado de la ventana—. ¿Le gusta vivir aquí?

Algo confusa, Amanda reanudó la labor.

—Sí, supongo que sí.

—Ese supongo es muy ambiguo, ¿no le parece?

Un tenue rubor coloreó sus pálidas mejillas.

—Solo conozco esta casa.

Él se retiró de la ventana, apoyó los brazos en el respaldo de una silla y la observó durante una breve pausa antes de hablar:

—Debe de resultar difícil para alguien tan joven como usted permanecer entre estas cuatro paredes, lejos de los bailes y de los compromisos sociales.

Ella dejó caer la labor sobre su regazo. Sabía que él estaba esperando una respuesta, así lo dictaban las buenas costumbres, pero las palabras de una mentira educada se habían atascado en algún punto de su garganta y nada hacía presagiar que llegaran a su boca.

—Si me lo permite, me gustaría preguntarle por los insurgentes. ¿Quiénes son?

Eduardo Mendoza torció un poco la boca, disgustado.

—No me corresponde a mí hablarle de ellos. Sería mejor que se lo preguntara a su padre.

—Preferiría no tener que molestarlo con mi… —Y la palabra presencia quedó suspendida a un milímetro de sus labios—. Por una nimiedad. Está tan ocupado que no quisiera interrumpir su trabajo.

Él la miró con calma, dejando transcurrir una leve pausa, hasta que la curiosidad pudo más que el comedimiento.

¿Nunca se ha preguntado por qué su padre mandó a por usted, por qué le ordenó venir?

Ella ladeó ligeramente la cabeza.

—¿Qué quiere decir?

Eduardo Mendoza esbozó una suave sonrisa.

—No me haga caso, solo era curiosidad —se excusó—. Veamos, me ha preguntado sobre los insurgentes. —Entrelazó las manos—. Lo único que puedo decirle es que forman parte de un sector de la sociedad que quiere recuperar lo que la Corona Española les ha robado.

Amanda parpadeó, sorprendida.

¿Es que les hemos robado algo?

—Hay gente que así lo cree, sobre todo los indígenas, que quieren recuperar la soberanía del país, así como sus tierras. —Y, por más que sus labios seguían transmitiendo dulzura, en sus ojos despuntó un punto de severidad—. Y recuerde que todo hombre con un ideal es peligroso.

Sin saber por qué, Amanda sujetó con más fervor la aguja.

—¿Y usted piensa igual que ellos?

—Me temo que no importa lo que yo piense o sienta —repuso apartándose de la silla—. Mi madre era una indígena y mi padre un español que mandó a su hijo a formarse a Europa. Así que para mi gente yo solo soy un extranjero y para los españoles un nativo con el cual se pueden hacer negocios.

Por lo que parece, usted también lleva una vida más bien solitaria, ¿no?

—Tengo los amigos que necesito. Sin embargo, entiendo que para usted pueda resultar difícil vivir aquí, lejos de todo cuanto conoce.

—Me temo que para eso no hay solución.

—En eso se equivoca. —Avanzó unos pasos hacia ella e, hincando una rodilla en el suelo, tomó una de sus manos y la estrechó entre las suyas—. Usted solo necesita saber qué quiere hacer con su vida, dónde desea vivir, y después expresarlo. Le aseguro que su padre tiene dos orejas como todo el mundo. —Y su mirada se perdió más allá de la puerta abierta del salón, en la figura del mayordomo, que le recordaba que don Rodríguez lo estaba esperando—. Si me disculpa, ahora tengo que hablar con su padre.

Amanda le devolvió la leve inclinación de cabeza y escuchó sus pasos perdiéndose tras la puerta mientras un silencio roto, desgañitado por los vendedores de frutas al otro lado de la ventana, iba apoderándose de la estancia. ¿De verdad podía decidir dónde quería vivir? ¿No se esperaba de ella que obedeciera a su padre en cada uno de sus mandatos? Así por lo menos se lo había recomendado su tía antes de embarcar en el Santa Sofía.

Desconcertada por esas palabras, dejó la labor en el cesto, se levantó de la silla y se acercó a la ventana para contemplar la ajetreada, y a la vez tranquila, vida de aquella gente. La sola idea de que pudiera opinar sobre su vida se le antojaba como un diamante, algo que solo unos pocos afortunados llegaban a poseer. Aturdida por las palabras de Eduardo Mendoza, regresó a la silla, cogió el pañuelo y su mirada se posó en la aguja que sujetaba. Quieta. Esperando el momento justo para crear una hermosa flor. Así era su vida. Quieta. Serena. A la espera de que alguien dictara las directrices de su vida; que tomara las riendas y le dijera por dónde debía ir.

Y a pesar de todo sabía muy bien dónde deseaba vivir.

Desde que había puesto un pie en esa tierra, solo soñaba con regresar junto a su tía. Quería recuperar su vida, sus amistades y… ¡Ay, madre! Alarmada, se levantó de golpe de la silla sin importarle que el pañuelo que estaba bordando cayera al suelo. En su corazón ahora solo había espacio para una persona, para unos ojos tan fríos como el hierro y ardientes como la lava. Capaces de…

—No, no puede ser —susurró ante la avalancha de emociones que se precipitaban sobre su corazón—. El capitán Gregory es un pirata, un hombre prohibido para mí.

Se acercó otra vez a la ventana y observó una vez más el sinfín de rostros desconocidos que había en la calle sin permitir que ninguno de ellos penetrara en su conciencia. Perdida, como estaba, en sus propios temores. Dejó que sus dedos se aferraran a los barrotes de hierro y que el sol acariciara su rostro. ¿Qué hacía ahí, en aquella tierra que vibraba a solo un paso de su cárcel? Su padre había tejido una tupida red de seguridad a su alrededor, de la que él mismo se mantenía al margen y que terminaría por asfixiarla. ¿Por qué le había pedido que fuera a vivir con él, si nunca tenía tiempo para ella?

—No puedo quedarme aquí. Aquí no hago nada, solo soñar con imposibles —susurró convencida de que nunca más volvería a ver al capitán Gregory. Que sus besos robados ya no serían para ella, sino para su esposa, para la hija de sir William.

Encerró una vez más el collar en la mano y, para desconcierto de la servidumbre, salió corriendo del salón para dirigirse al despacho de su padre. Se detuvo frente a la puerta, tomó aire y abrió sin llamar.

—Señor —dijo tras una ligera inclinación de cabeza—. Me gustaría hablar con usted.

Don Rodríguez apartó la mirada de los papeles que tenía en las manos, con un suspiro de irritación.

—Como puedes ver, estoy ocupado.

—Puedo esperar hasta después de la comida.

No me habré desocupado.

—Si a su padre le parece bien —intervino Eduardo Mendoza, de pie en un rincón de la estancia—, me reuniré con ustedes después de la cena. Me gustaría tener la oportunidad de volver a hablar con usted.

Don Rodríguez clavó sus ojos en él.

—¿Hablar?

Señor —repuso Amanda con la mano en el pomo de la puerta—. Espero no me negará ese placer, el único que poseo en esta casa.

 

 

A lo mejor se había precipitado. Sí, con seguridad lo había hecho.

Amanda entrelazó las manos en el regazo y la dorada luz del candelabro que había junto a la silla que ocupaba esa mañana al bordar iluminó su sombrío rostro. No tenía miedo de estar enamorada del capitán Gregory, de los recuerdos que saboreaba como si fueran una taza de chocolate caliente en un frío día de invierno, pero sí que le temía al devenir de la vida, a su lento transcurrir en aquella casa, esperando el milagro que le permitiría volver a encontrarse con él. Una esperanza que se apagaría con el tiempo, que se marchitaría como una rosa sin agua y moriría cuando la soga de la horca se ciñera en la garganta del Demonio de los Mares.

Esa idea, esa sola idea, el vivir con ese temor, le desgarraba el alma.

Prefería regresar a Sevilla, junto a su tía, donde su secuestro se convertiría en una maravillosa historia que narrar a sus amigas. Ahí podría añorar y fantasear con el recuerdo del capitán mientras les describía cómo la había salvado de la serpiente y de las asquerosas manos de ese repulsivo sujeto. Ahí, lejos de él, la esperanza que la mantenía en un constante estado de tristeza y anhelo se esfumaría para dar paso a la fría realidad.

—No se preocupe —era la voz de Eduardo Mendoza, a escasos pasos de ella—. Su padre no tardará en venir.

Amanda levantó la mirada de sus manos y asintió con la cabeza, avergonzada por haberse olvidado de su presencia.

—Lamento no ser una buena anfitriona esta noche

—No se preocupe, yo en su lugar también tendría muchas cosas en las que pensar. —Se miró las manos y, como si no supiera qué hacer con ellas, se las agarró en la espalda—. Creo que ha decidido dejarnos, ¿no es así?

—¿Cómo lo ha adivinado?

Él esbozó una enigmática sonrisa.

—Aunque le parezca extraño, los hombres también tenemos corazonadas. ¿Puedo preguntarle qué le ha impulsado a tomar esta decisión?

—Esta mañana, usted me ha hecho replantearme ciertas cosas.

—¿Y puedo saber a qué conclusión le han llevado mis palabras?

Amanda se levantó de la silla con un suave suspiro y se dirigió hacia la ventana para ver su propio reflejo en el cristal, la desesperación que había en sus ojos, la vacilante llama de las velas y, después, el rostro de Eduardo Mendoza a su espalda. Acercándose un paso.

—No sé qué hago aquí —repuso observando esta vez la oscuridad exterior, las sombras que se movían por los rincones y que sin lugar a duda pertenecían a los hombres que su padre había apostado alrededor de la casa—. No sé qué futuro me espera entre estas cuatro paredes.

Eduardo Mendoza se acercó un par de pasos más.

—A veces, uno tiene que labrarse su propio futuro.

—Para usted resulta fácil decirlo, no depende de nadie que guíe sus pasos.

—Y, en su tierra, ¿hay alguna voz en especial que añore?

Sus miradas se encontraron en el reflejo del cristal.

—No le comprendo, ¿qué quiere decir?

—Solo me preguntaba si había dejado atrás a alguien de quien yo pudiera sentir cierta desventaja.

Amanda parpadeó, confundida por sus palabras, y se giró.

—De verdad que no logro comprenderlo.

—¿Qué es lo que le cuesta tanto entender? —Tomó su mano y se la llevó a los labios.

Amanda se quedó sin respiración, aturdida, al sentir su cálido aliento en la piel; al demorarse más del tiempo necesario. Un simple acto que logró irritar al dueño de la gruesa silueta que se perfilaba en el umbral.

—¿Se puede saber qué está pasando aquí? —profirió don Rodríguez.

El corazón de Amanda se sobresaltó y Eduardo Mendoza sonrió.

—¿Qué cree que debamos decirle a su padre?

Ella recuperó su mano con un fuerte tirón.

—No creo que debamos decirle nada —contestó bajo el severo escrutinio de su padre. Y, con una rápida inclinación de cabeza, murmuró—: Si me disculpa, debo retirarme.

Sin embargo, él no estaba dispuesto a dejarla marchar con tanta facilidad, así que se apoderó una vez más de su mano.

—Espero tener la oportunidad de hablar otra vez con usted. —Esta vez la besó—. Es un placer del cual no quería prescindir tan pronto.

Amanda miró un instante a su padre, de pie bajo el marco de la puerta, con las sombras de las velas convertidas en manchas de oscuridad que endurecían sus rasgos.

—Entonces, dejemos que sea el futuro quien determine si ha de haber otro encuentro. —Y sin más, se dirigió hacia la puerta, pasó junto a su padre sin dirigirle una mirada y se encaminó a sus aposentos.

Don Rodríguez miró a Eduardo Mendoza con expresión severa y cerró con un fuerte golpe la puerta del salón.

—Espero que puedas darme una explicación de todo este teatro.

—Solo quería verificar si tus suposiciones sobre la falta de carácter de tu hija ante una situación embarazosa eran, como creías, nulas. Y creo que ha quedado demostrado que sabe defenderse de sinvergüenzas como yo.

Don Rodríguez de la Huerta frunció las cejas.

—Pues yo prefiero no imaginarme qué habría pasado si no llego a entrar en este momento, hasta dónde habrías sido capaz de llegar para demostrarme algo que no he visto.

Eduardo Mendoza se acercó a la ventana.

—Supongo que hasta donde ella me lo hubiera permitido —repuso con un ligero encogimiento de hombros—. Recuerda que, aparte de ser tu amigo, soy un hombre libre para formar mi propia familia.

Un suave destello iluminó su rostro.

—¿Eso quiere decir que te gustaría casarte con mi hija?

Eduardo Mendoza miró la oscuridad de una noche sin estrellas.

—Me temo que no importa lo que yo desee, los dados del destino ya están en movimiento, y en esta partida yo no tengo ninguna silla.

 

 

Amanda dejó que su doncella la ayudara a desvestirse antes de despacharla. Se sentó en el taburete del tocador observando cómo la luz de las velas se reflejaba en sus ojos y en su pelo. Aún no sabía muy bien qué había pasado en el salón, y por más que intentaba encontrar el momento en que las cosas se habían torcido, este se le escapaba. Sin embargo, ese pequeño incidente había servido para reafirmarla en su convicción de que debía marcharse de esa tierra.

Unos inesperados golpes en la puerta la devolvieron al presente, antes de que la figura de don Rodríguez de la Huerta se enmarcara en el umbral.

Él se agarró las manos en la espalda antes de entrar, pensativo.

—¿Qué piensas de Eduardo Mendoza? —le preguntó.

—No sé muy bien qué responderle —contestó un tanto nerviosa, viendo venir el desastre. Pues por nada del mundo podía permitir que la casaran con un hombre al que apreciaba como amigo, y mucho menos quedarse en esa tierra, donde la esperanza de volver a ver al capitán Gregory planearía sobre su matrimonio como un fantasma—. Apenas le conozco.

—¿Y te gustaría disponer de más tiempo para remediarlo?

Ella apartó la mirada.

—De eso precisamente quería hablar con usted esta noche.

Él levantó una ceja.

—¿De Eduardo Mendoza?

Amanda negó con la cabeza.

—Me gustaría regresar a Sevilla.

—Así que quieres regresar junto a tu tía —musitó con cierta frialdad.

—Con todo mi corazón —murmuró encerrando el collar en el interior de la mano—. Esta vida no es para mí. Y me aterra pensar que, si me hubiera secuestrado cualquier otro pirata en vez del capitán Gregory, lo más seguro es que… No quiero vivir con el constante temor a que algún pirata asalte estas costas o preguntándome cada noche antes de acostarme si los insurgentes se levantarán en armas.

Un destello de irritación veló la mirada de su padre.

—¿Quién te ha hablado de los insurgentes? ¿Qué sabes de ellos?

Amanda negó con la cabeza.

—No mucha cosa. Eduardo Mendoza me recomendó que, si quería saber más cosas sobre ellos se lo preguntara a usted.

Don Rodríguez la observó durante un instante sin que la expresión de su rostro se suavizara. Las explicaciones que le había dado su amigo en el salón le habían parecido pobres e imprecisas ante el supuesto carácter de su hija, y sorprendentes y maravillosas ante el hecho de que él estuviera interesado en ella. Sin embargo, durante un efímero momento, en algún lugar de su interior, había sentido cierto alivio al pensar que su hija no era tan frágil de carácter como su tía creía, como él mismo creía, pero ahora, al observar el modo en que se aferraba al collar como si pudiera salvarla de un naufragio…

—Entonces, si he entendido bien, deseas regresar con tu tía por temor a un futuro incierto.

—El futuro siempre es incierto.

—¿Y si te pusiera una condición?

—¿Una condición? ¿Cuál?

—El collar que le regalé a tu madre. Quiero que me lo devuelvas.

De repente, Amanda abrió la boca sintiendo cómo todo a su alrededor desaparecía y solo quedaba la figura de su padre, severo y frío, a unos pasos de ella. ¿Cómo podía desprenderse de su posesión más querida, de lo único que poseía para enfrentarse al mundo? Cogió aire y lo soltó poco a poco. ¿Era ese el precio que tenía que pagar para huir del capitán Gregory, de los inconfesables sentimientos que su solo recuerdo generaba en ella? Abrió la mano y la luz de las velas pareció insuflar vida a la piedra, sombras que se arremolinaban en su interior y se amontonaban en los rincones, temerosas. ¿Sabría vivir sin el recuerdo de su madre? O, tal vez, como le había asegurado su tía en más de una ocasión, ¿no necesitaba del collar para sentir que su madre seguía a su lado, protegiéndola, que siempre estaría en su corazón, en los recuerdos que se agolpaban ahí?

—¿Y si rehúso? —preguntó.

—Sabes tan bien como yo que necesitas de mi consentimiento para regresar junto a tu tía, para cualquier cosa que decidas hacer.

Una profunda tristeza se abatió sobre ella, inmersa como estaba en la elección de dos recuerdos: uno del que debía huir y otro que ansiaba conservar.

—Me quedaría aquí y hasta me casaría con Eduardo Mendoza solo para complacerle, pero no puedo. —Miró la piedra que tantas veces había acunado, su ancla ante el miedo, y la besó antes de sacarse el collar por la cabeza. No podía arriesgarse a perder lo único que ahora poseía, un diminuto diamante convertido en voz.

Don Rodríguez frunció el ceño, quizá se había precipitado al juzgar a su hija.