El día de su marcha amaneció gris. Tan gris como su alma.
A esa temprana hora, el puerto bullía de actividad y una infinidad de voces resonaban a su alrededor como si fuera el ensordecedor sonido de la selva, aunque una muy diferente a la de Puerto Ambición.
Buscó a su padre por entre el gentío y lo divisó a varios metros de donde ella se encontraba con el capitán del Nuestra Señora de las Vírgenes, el navío que la iba a llevar de regreso a Sevilla. Se llevó una mano al pecho y un dolor tangible la sacudió cuando esta se cerró en el aire. Había albergado la esperanza de que su padre le devolviese el collar en el último momento, que solo hubiera sido una especie de prueba para saber cuán desesperada estaba por regresar junto a su tía, pero en ese instante ya no estaba segura de nada.
Ni siquiera de que deseara marcharse.
—No parece muy feliz —dijo una voz a su lado.
Ella dio un suave respingo y se sonrojó.
—Pensé que, tal vez, mostraría un poco de tristeza ante mi partida.
Eduardo Mendoza siguió la dirección de su mirada.
—No lo juzgue tan a la ligera. Su padre es un hombre habituado a la soledad y no está acostumbrado a mostrar sus sentimientos. No debe tomarse su frialdad como algo personal. —Sonrió, por más que en su voz había cierto pesar—. Y también desearía que entendiera que no soy un hombre dado a las despedidas, que prefiero la agonía corta y el trago largo.
—No se preocupe, le comprendo. —Solo fue un susurro que se perdió en el mar de voces que flotaban a su alrededor. Voces que silenciaron los latidos de su corazón cuando sus miradas se encontraron y, despacio, como las alas de una mariposa antes de posarse sobre los pétalos de una flor, los labios de él acariciaron los de ella, antes de perderse entre el gentío.
Amanda apretó los puños en un intento de frenar las lágrimas que se agolpaban en sus ojos, agradecida por ese beso. Lo necesitaba. Necesitaba una demostración de afecto antes de alejarse de aquella tierra, algo que la ayudara a cerrar la herida que dejaba atrás.
A paso lento, encerrando el vacío en una mano, se acercó a su padre.
—Perdón que lo interrumpa, señor. Subiré al barco y ayudaré a mi doncella con mis cosas.
Durante una breve pausa los dos se miraron; guardaron y almacenaron el rostro que tenían enfrente en algún lugar de su cabeza.
—Como quieras. Que tengas buen viaje.
Amanda esperó, inmóvil como una estatua, un gesto de su padre, una sonrisa o una tímida caricia de despedida, sin embargo, subió al barco solo con el recuerdo del casto beso de Eduardo Mendoza. ¿Dónde podía esconderse para dar rienda suelta al dolor que representaba la falta de amor de su padre? Desde luego, no podía refugiarse en su camarote, donde su doncella estaría disponiendo sus cosas para el largo viaje que les aguardaba y, ahí, en medio del caos de la cubierta, solo era un bulto que no dejaba de apartarse del camino de la tripulación. Alzó la mirada y observó el muelle, el ir y venir de un sinfín de hombres escuálidos de piel bronceada, cargados con pesados sacos que ella imaginó serían de azúcar. Y un poco más allá, observó a vendedores ambulantes con sus frutas cortadas, listas para comer.
Una sonrisa se adueñó de sus labios. Con un poco de suerte conseguiría un trozo de piña antes de que su barco zarpara. Bajó la inestable pasarela de madera y se internó entre la muchedumbre sin perder de vista a su padre, que en ese momento le daba la espalda. Dejó atrás la mercancía que aún debía ser cargada en la bodega del barco y se dirigió con paso decidido hacia el primer vendedor de frutas que distinguió entre el gentío. Pero al acercarse a la carreta donde exhibía su mercancía, le pareció oír una voz que le resultaba familiar.
Se giró y el corazón le dio una fuerte sacudida.
—Ay, no, otra vez no —murmuró, al tiempo que su mano volaba hacia donde días antes reposaba su collar.
Solo Diego jugueteó un momento con el anillo que descansaba cómodamente en su bolsillo, antes de mirarlo con una sonrisa triunfal. No se trataba de ninguna pieza de valor, un simple posadero no podía permitirse esos lujos, y con seguridad ese anillo sería el pago o la fianza de algún huésped ante la imposibilidad de saldar su cuenta, pero para él representaba una pequeña y divertida victoria.
—¿A dónde vamos, Diego? —le preguntó José.
—Solo estamos dando una vuelta para asegurarnos de que todo está tranquilo.
José soltó un suspiro.
—Tendríamos que largarnos de aquí, no me fío del posadero.
Solo Diego esbozó una sonrisa al recordar la palidez de aquel hombre al verse arrastrado escaleras arriba hasta una habitación vacía. La expresión de su rostro cuando le había amenazado con cortarle una parte de su cuerpo, que en esos momentos no debía de ser más gruesa que su dedo meñique, si no les devolvía sus cosas.
—No sé de qué puede quejarse. Teniendo en cuenta que no es más que un ladrón que pretendía quedarse con nuestras pertenencias.
—Solo digo que te gusta demasiado tentar a la suerte.
Un veló de frustración enturbió su mirada.
—Sabes tan bien como yo que solo hay una dama con la que deseo batirme en duelo. Y hasta ahora se ha mostrado bastante esquiva conmigo.
El mundo se movió bajo sus pies.
O por lo menos así se lo pareció a Amanda cuando esos hombres pasaron frente a ella. Aguantó la respiración y aprisionó con todas sus fuerzas la nada, deseando que un repentino golpe de aire la depositara en la cubierta del barco que debía llevarla lejos de aquella tierra, de la palpitante esperanza que se había apoderado de su pecho y que le hacía buscar entre el gentío que la rodeaba un rostro en particular. Una esperanza que murió tan pronto ellos desaparecieron de su vista, una inequívoca señal de que su aventura terminaba como había comenzado, con sus secuestradores.
Una lágrima acarició su mejilla al ser consciente de esa gran verdad.
Su aventura en aquella tierra había llegado a su fin y nada la retenía ahí, ni siquiera su padre que ya se había marchado. Despacio, sin que su mano soltara la nada que mantenía cautiva, regresó al barco.
Los días que siguieron a su partida, con los fuertes vientos que revolvían las cálidas aguas y el constante mareo de su doncella, se convirtieron en un tormento, en un delirio de realidad y desesperación. Una realidad que a veces otorgaba al barco unas enormes alas blancas que lo impulsaban hacia su destino y otras, muchas otras veces, un ancla tan pesada que impedía que este se moviera.
Sin embargo, lo que más temía eran las noches, su oscuridad. La libertad que esta le concedía a sus fantasmas, a las esperanzas que durante el día sepultaba su conciencia. En esos momentos le asaltaban los recuerdos de un diminuto camarote, el suave y a la vez áspero roce de unas manos acostumbradas a empuñar la espada y al calor de la sangre. El inexplicable sabor de un beso y el aroma de un hombre que la envolvía entre sus brazos. En esos momentos una voz en su interior suplicaba a los cielos que las enormes alas blancas que la alejaban de aquella tierra cambiaran la trayectoria del barco y la llevaran a Puerto Ambición.
Soñaba con regresar al infierno hasta que este se apoderaba de ella y recordaba que el Demonio de los Mares era un hombre casado. Entonces, tumbada en la estrecha cama, dejaba que el crujir de las maderas y el sonido de las jarcias la acunaran hasta dormirse. Hasta que los espectros que velaban su sueño se convertían en apresurados pasos en el pasillo, en gritos sin sentido, y el olor de la pólvora y del fuego penetraban por los poros de las maderas, por los resquicios de la puerta y llenaba el camarote de humo.
Tosió.
Abrió somnolienta los ojos y volvió a toser.
Una especie de bruma le impedía ver los contornos de los objetos. Trató de levantarse, pero otro ataque de tos la detuvo en seco. Apenas podía respirar y las voces del pasillo se alejaban hacia cubierta. Se tapó la nariz con el camisón y, mareada, se apoyó en el tabique de madera para llegar a la puerta del camarote. La abrió y una bocanada de aire caliente le hizo retroceder unos pasos. Con el corazón bombeando con fuerza en su pecho, se asomó al pasillo y el infierno en llamas salió a su encuentro.
—¡Ay, no…! El barco se está quemando —exclamó aterrorizada.
Entró en el camarote y se abalanzó sobre su doncella, que seguía durmiendo, inmersa en el silencio del láudano.
—¡Por favor, despierta, por favor!
—¿Se puede saber qué hace aquí, señorita? —preguntó a sus espaldas la asustada voz de un marinero—. Tiene que subir a cubierta.
—No consigo despertarla.
—Usted suba, yo me encargo de ella.
Amanda no rechistó. Algo en su interior le decía que no malgastara el tiempo en estúpidas discusiones, que la vida de los tres pendía de un hilo que el fuego no tardaría mucho en carbonizar. Se hizo a un lado para que él pudiera salir con su inconsciente carga y se puso el salto de cama, los zapatos y salió tras el marinero para internarse en un pasillo de humo.
El fuerte viento la golpeó de lleno cuando salió a cubierta y los débiles rayos de la luna le mostraron los desencajados rostros de los demás pasajeros, así como los de la tripulación, cerca del palo mayor. Todos permanecían de pie, apretujados unos contra otros a medio vestir y en silencio, salvo por algún que otro sollozo por parte de alguna mujer. Ningún bote había sido arriado y no había ninguna señal del capitán y de sus órdenes. Parecía un sueño, algo irreal.
Sin saber quién, una mano, grande y fuerte, la empujó hacia el centro de la cubierta y varias manos, miembros de la tripulación, la convirtieron en uno más de aquellos rostros desencajados.
—Tú y alguno más, apaga el fuego y asegúrate de que no queda nadie en los camarotes —dijo una voz fría y conocida.
Amanda dirigió la mirada hacia el puente de mando y su corazón dio un fuerte latido; tan fuerte que hasta le dolió. Ahí, entre las sombras y la luz de un farol, estaba el Demonio de los Mares observándolos sin piedad, sin un atisbo de misericordia, solo eran un puñado de hombres y mujeres que iban a morir.
—Capitán —dijo otra voz familiar—. Ahí abajo está todo controlado.
Amanda observó al hombre de la cicatriz en la mejilla izquierda y a su inseparable amigo, surgiendo de las entrañas del barco. Hundida en una nube de irrealidad, deslizó la mirada como si fuera un sueño, una pesadilla de la que no conseguía despertar, hacia el demonio, hacia el hombre que se alzaba por encima de sus asustadas cabezas, para ver la sonrisa sardónica que despuntaba en sus labios.
Sus dedos se cerraron en torno a un imaginario collar.
Aturdida, desconcertada, sin saber qué hacía, comenzó a abrirse paso entre los pasajeros y algunos miembros de la tripulación demasiado jóvenes para intentar nada salvo rogar por sus vidas, hasta que el viento volvió a golpearla, a remover e inflar sus ropas blancas y su cabello.
—Capitán. —Solo fue un susurro, una súplica.
Un silencio grave, funesto, cayó sobre ella de la misma manera que la mirada del Demonio de los Mares, fría e inhumana. Lentamente, una sombra fue cubriendo el rostro del hombre mientras su mano se cerraba con fuerza en la barandilla. El silencio se prolongó tanto que le comenzaron a doler los oídos, que temió haberse quedado sorda. Sin embargo, oía el silbido del viento contra el velamen, el rugido del enfurecido mar y el sollozo de las mujeres. Y también oía el rápido y fuerte latido de su corazón y la súplica silenciada en sus apretados labios.
Incapaz de sostenerle por más tiempo la mirada, la crueldad que había en ella, Amanda bajó la cabeza y vislumbró el cuerpo de un marinero en medio de un charco de sangre fresca.
—Matadla —ordenó el Demonio de los Mares.