«Matadla».
Esa única palabra se había convertido en el foco de sus pensamientos.
No había nada más. Solo la persistente bruma y los gritos de aquella lejana noche que, desde hacía unos días, meses o quizás toda la vida, lo acompañaban. Gritos que muy bien podían ser reales. En ese momento, en la soledad de su camarote, con la complicidad de las tinieblas, no era capaz de recordar si había dado la orden de matar a aquella gente en torno al palo mayor de Nuestra Señora de las Vírgenes o no.
Solo había esa palabra en sus labios, dulce y amarga. Y, aun así, no estaba seguro de que ese sonido hubiera abandonado su garganta, que alguien más, aparte de él, hubiera visto a su ángel vengador, al fantasma que se había presentado ante él para incrementar su tormento. Aunque si solo supiera cómo arrebatarle la libertad, obligarlo a permanecer a su lado, a yacer con él cada noche… Si supiera cómo convertirse en viento y, de la misma manera que había pasado en cubierta, remover su cabello, acariciar su piel a través de la ropa, besar aquellos etéreos labios, se daría por el hombre más afortunado del mundo.
Sin embargo, la visión de su ángel vengador era una inequívoca señal de una muerte mancillada por las manos del hombre. Una muerte como la de su hermana, la de su madre y un sinfín de mujeres. Los fantasmas de su cabeza, visiones de sangre y ron, de hombres desposeyendo de dignidad a sus víctimas, regresaron con toda su crudeza y un sinnúmero de voces gritaron y suplicaron hasta ensordecerlo. En medio de ese desgarrador sonido, se tapó los oídos y un dolor ya conocido abrasó su garganta, un grito que se mezcló con los que había en su cabeza.
Y, después, un silencio tan lacerante como un látigo; nada. Solo el lejano relámpago a través de la ventana, un haz de luz, un fulgor que no sabría decir si era producto de su mente o si era real. Un silencio que no duró mucho, destrozado por la voz de sir William como si fuera un trozo de cristal que se clavaba en su interior hasta hacerlo sangrar.
«Gritaba tu nombre como si estuviera poseída».
—¡Maldito! —susurró ante el sentimiento de culpa que devoraba sus entrañas hasta crear fantasmas de mirada angelical.
Unos golpes en la puerta, un tímido sonido a sus espaldas, y otra vez el silencio y la voz de sir William en su cabeza:
«Gritaba como si pudieras hacer algo por ella».
El Demonio de los Mares se tapó otra vez los oídos mientras reprimía el grito que pugnaba por salir de su garganta. La muerte de Amanda le pesaba más de lo que podía soportar y no quería recordar que todo lo que le había pasado era por su culpa, por no haber sido capaz de protegerla.
Esta vez los golpes fueron más fuertes, más insistentes, igual que el relámpago más cercano. Un sonido que no impidió que la voz de sir William siguiera en su cabeza:
«Y cuando dejó de gritar y de patalear, cuando ya no me divertía, la vendí».
El grito de su garganta se convirtió en un lamento.
«La vendí a un comerciante de esclavos para que la vendiera a su vez a un burdel».
El Demonio de los Mares observó su reflejo en el cristal de la ventana, la sed de sangre y muerte que había en sus ojos, y reconoció en ellos los de Christopher Black; eran los mismos. Pero también vio a su fantasma, la palidez de su rostro y el miedo y vacilación de su mirada.
—Capitán. —Solo fue un susurro.
Un silencio lóbrego se extendió por el camarote.
Amanda oprimió con fuerza la nada, el aire que sus dedos estrujaban a la altura del pecho, mientras trataba de controlar el leve temblor de sus huesos, el inquieto latido de su corazón. Todo había pasado de una forma tan rápida y desconcertante que aún no sabía qué hacía allí, en el camarote del capitán Gregory, mirando su reflejo en el cristal; contemplando un rostro amado y, a la misma vez, desconocido y feroz.
—Capitán —repitió en voz baja.
El Demonio de los Mares soltó un gruñido y, tras un instante de vacilación por parte de su fantasma, advirtió cómo este alargaba la mano y sus dedos rozaban la manga de su camisa. Se estremeció al sentir el leve, casi imperceptible, roce de esos dedos. Aun así, asió con fuerza la muñeca de su fantasma esperando que se evaporara como el fruto de la desesperación que era.
Sin embargo, se encontró ante unos ojos llenos de temor.
—Me está haciendo daño, capitán.
—¿Qué eres? —preguntó él con rabia—. ¿Qué quieres de mí?
—Por favor, capitán —suplicó ella, tratando de recuperar su mano.
Una sardónica sonrisa se dibujó en la comisura de su boca mientras ejercía más presión en la ya lastimada piel.
—¿Desde cuándo los fantasmas sienten dolor? —murmuró con un deje de fría ironía—. ¿Acaso no estás aquí para infligirme tu dolor? ¿Para robarme la poca cordura que me queda? —Y, despacio, quizá por temor a que se desvaneciera en el aire, le acarició con el reverso de la mano la mejilla. Cálida. Suave. Un gruñido de desesperación abrazó su garganta mientras un destelló de rabia se desataba en su interior. En un arrebato de furia, enredó la larga melena del fantasma en su mano libre y, con un violento tirón le echó la cabeza hacia atrás, que sacó un leve grito de dolor de su garganta—. No sé lo que eres, pero no lo vas a tener tan fácil conmigo.
El silencio se hizo a su alrededor, turbio como el agua del embravecido mar que comenzaba a caer sobre la cubierta, y durante una breve pausa sus miradas se rozaron, titubearon, antes de que él la soltara.
—Vete —le dijo con frialdad—. ¡Maldita sea, vete! Esta noche no lograrás nada más de mí. —Un relámpago iluminó el rostro de su fantasma, el desconcierto y el temor que había en su mirada. Enfadado, le dio la espalda y el trueno consiguiente se le antojó como si fuera un grito de rabia y frustración; el grito de un espectro al no salirse con la suya—. No lograrás nada más de mí.
El Demonio de los Mares se acercó a la mesa llena de cartas de navegación, apoyó las manos en el único espacio virgen que había y hundió la cabeza entre los brazos. Gritos, gritos y más gritos resonaban en su cabeza. Voces sofocadas por la fuerte lluvia que caía sobre La Esmeralda y que esperaban el momento de hacerse realidad. De regresar de la tumba para convertirse en su propio horror de sangre, de ron y mujeres desposeídas de virtud; de dignidad.
Un grito de rabia y desesperación asoló su pecho. Caía, caía y no había nada que detuviese su descenso a los infiernos, a la locura. ¿Qué clase de ser era aquel que se había presentado ante él, un fantasma de carne y huesos que se había apropiado del cuerpo de Amanda para arrebatarle el poco juicio que le quedaba? Y con gusto se lo hubiera entregado, eso, todo, cualquier cosa, pero temía que, sí lo hacía, aquel ángel vengador ya no regresaría, y entonces sí que enloquecería.
Las fuertes ráfagas de viento y lluvia que azotaban las revueltas aguas conferían un aspecto borroso a las olas que arrojaban su espuma sobre la cubierta de La Esmeralda. Unas embravecidas olas que dejaban en los labios de Amanda un sabor salino. Se aferró con fuerza a la puerta de la cubierta para no perder el esquivo equilibrio, y respiró hondo para reunir el valor suficiente para salir al lóbrego exterior. No tuvo que esperar mucho, pues en el preciso momento en que su mente la obligó a moverse, un rostro señalado con una cicatriz en la mejilla izquierda se interpuso en su camino.
—¿Y bien? —le preguntó el hombre mientras la lluvia se deslizaba por su rostro, acentuando el desprecio de sus ojos.
Ella negó con la cabeza, desconcertada ante la actitud del capitán.
—No me reconoce —dijo alzando la voz para hacerse oír por encima de la tormenta—. No deja de repetir que soy un fantasma.
—No me extraña —exclamó solo Diego, sombrío—. Yo pensé lo mismo cuando la vi. Después de todo, estábamos seguros de que estaba en un burdel o muerta.
Amanda lo miró sin entender sus palabras, tratando de mantener el precario equilibrio.
—¿Por qué debería estar muerta? Usted y su amigo vieron cómo Hernán Rodrigo me sacaba del burdel de madame Rose Marie.
—Y lo siguiente que supimos fue que sir William la había violentado y vendido para que terminara sus días en un burdel.
Amanda parpadeó, doblemente confusa.
—No sé quién pudo decirles tal cosa, pero…
—El propio sir William —la atajó apoyándose en la puerta de cubierta, impasible ante la furia del mar, que parecían batirse en duelo a su espalda.
—Pues, puedo asegurarle que él solo quería saber sobre el tesoro de Christopher Black.
Solo Diego frunció levemente las cejas.
—Entonces, ¿cómo diablos logró salir de la isla?
Amanda se recogió detrás de la oreja un mechón de su alborotado cabello y titubeó.
—No lo sé muy bien. —Hizo una pausa mientras el viento no cesaba de lanzarle gotas de lluvia y de remover su ropa—: Hernán Rodrigo me aseguró que sir William me había vendido al capitán de La Reina del Sur, pero vi cómo él le entregaba una bolsa de monedas —dijo dubitativa—. Puede que le pagara para que me regresara con mi padre.
Solo Diego enarcó una ceja, escéptico.
—Y si estaba con su padre, ¿qué hacía en el Nuestra Señora de las Vírgenes?
—Volvía a casa, junto a mi tía.
Él soltó un bufido y dirigió la mirada hacia estribor, hacia la oscuridad que se cernía más allá de La Esmeralda, hasta posarse en las sombras y luces que arrojaban los faroles de Nuestra Señora de las Vírgenes sobre los hombres y mujeres reunidos en la cubierta bajo la intemperie.
—Los vi —dijo Amanda de pronto—. A usted y a su amigo en el muelle, antes de que zarpara mi barco.
Él le devolvió la mirada, oscura.
—Entonces me alegro de no haberla visto, porque no sé cómo habría reaccionado el capitán si le llegó a decir que usted viajaba en el barco que pensábamos asaltar.
—¿Puedo preguntarle qué hacían ahí?
—¿Después de recuperar nuestras pertenencias? —preguntó burlón, al pensar en el mito que había leído de pequeño—. Hacíamos nuestra propia versión del caballo de Troya. José y yo teníamos que asegurarnos de que, llegado el momento, el capitán del Nuestra Señora de las Vírgenes, ante las repentinas deserciones por parte de unos cuantos hombres de su tripulación, contrataba a los del capitán Gregory. —Un destello de diversión asomó en sus ojos—. Y, puedo decirle que han hecho un magnífico trabajo durmiendo a la mayoría de la tripulación antes de que pudieran dar el grito de alarma.
Ella se quedó atónita, recordando con cierta tristeza y aprensión al marinero que había visto en la cubierta. Su sangre manchando sus ropas, los tablones de madera… Sacudió con suavidad la cabeza para borrar esa imagen y otra más benigna pero más acuciante apareció en su lugar.
—Tengo que regresar al Nuestra Señora de las Vírgenes —dijo de pronto paralizada por un repentino temor, pero Diego no movió ni un solo músculo para permitirle el paso.
—Me parece que no me ha entendido.
—Es usted quien no lo entiende. Mi doncella está dormida por el láudano que se tomó antes de acostarse para combatir el mareo, y pueden tirarla al mar creyendo que está muerta.
—Y yo le repito que me parece que usted no ha entendido muy bien cuál es su situación en este momento.
—¿A qué se refiere?
—Supongo que se habrá percatado de la naturaleza de la tripulación de La Esmeralda. Hombres, si usted quiere, sin escrúpulos, pero con ciertos valores como la lealtad hacia su capitán.
—No sé qué pretende decirme, pero no dispongo de tiempo para…
—En eso tiene razón, no dispone de tiempo —dijo sin mostrar ningún signo de incomodidad ante las violentas ráfagas de viento y las olas que chocaban en el casco del barco—. Precisamente por eso le aconsejó que no lo pierda con ruegos absurdos, porque le aseguro que ninguno de esos hombres moverá un solo dedo por usted, a menos que sea para acatar la orden de su capitán.
Amanda estrujó el encaje húmedo por las gotas de lluvia que el viento no cesaba de arrastrar de un lado a otro de la cubierta. Solo Diego le dedicó una intensa mirada cargada de desprecio.
—Dígame, ¿pensó alguna vez en cuál sería la reacción del capitán cuando descubriera que Hernán Rodrigo se la había llevado del burdel, para entregársela a sir William?
—No, ¿por qué debería de haberlo hecho?
—Yo no me hubiera expresado mejor —murmuró con una elevada nota de sarcasmo al tiempo que observaba la oscuridad de estribor, la vacilante luz de los faroles de Nuestra Señora de las Vírgenes, y cómo las cortinas de agua borraban su presencia como si de un barco fantasma se tratara—. No puedo explicarle en qué términos se llevó a cabo la entrevista entre el capitán Gregory y sir William, ya que en ese momento mi amigo y yo nos encontrábamos en una celda, pero sí puedo explicarle cómo sir William lo azotó hasta dejarlo a un paso de la muerte.
Amanda abrió los ojos de par en par y solo Diego volvió la mirada hacia ella.
—Tardó dos días en regresar de la muerte, y estoy convencido de que solo lo hizo para salvarla de su destino. —Su voz era tan fría y desalmada como el viento que no cesaba de blandir su furia tras ellos—. Un detalle que no creo le importe; visto su afán por abandonar estas tierras. Sin embargo, creo que debe saber que una vez se hubo recuperado, el capitán se enfrentó a sir William para exigirle saber su paradero. —El retumbar de un trueno cortó su voz, la silenció un instante, en el cual se dedicó a mirarla—. Como le he dicho antes, sir William le hizo creer que había abusado de usted y vendido a un comerciante de esclavos para que la entregara a un burdel. Y eso solo quería decir que la había precipitado a la muerte, pues los tripulantes de La Reina del Sur no dejarían pasar la oportunidad de saciar sus más primitivos anhelos con usted, antes de venderla a algún burdel, si es que sobrevivía. —Se encogió de hombros—. Así que el capitán Gregory mató a sir William.
Amanda se llevó la mano a la boca para sofocar el grito que acabó por salir.
—No me importa lo que piense de él —continuó Diego—, si este acto le causa repulsión o no. Lo único que quiero es que le haga ver que la culpa que siente por creerse el responsable de su muerte, porque no pudo salvarla de sir William, solo es una pesadilla de la que ya puede despertar. —La miró severo y añadió sin un ápice de calor—: Como puede ver, ahora su propia vida depende exclusivamente de usted, de si logra convencer al capitán o no.