Capítulo 2

 

 

 

 

 

Amanda dejó la palmatoria de plata en la mesa, apagó la vela y un hilillo de humo gris ascendió hasta disolverse en la oscuridad de su dormitorio. Se ayudó del escabel para subir a la cama y miró el balcón abierto de par en par; la oscuridad de un cielo estrellado. Hacía dos meses que había desembarcado en aquella tierra desconocida y extraña, y no había pasado ni un solo día en que no añorara su anterior vida en Sevilla. Extrañaba a su tía, que se había hecho cargo de ella tras la muerte de su madre, un año atrás. También a sus amigas y, para su propio desconcierto, hasta había empezado a añorar al marqués de Alcántara; quien últimamente se dejaba caer con demasiada frecuencia en el sofá de su tía para tomarse una copita de jerez mientras la devoraba con la mirada.

Bajó un instante la cabeza hacia la sombra que eran sus manos para borrar unas inesperadas lágrimas y sintió cómo una gota de sudor se deslizaba por su espalda.

Sofocada por los recuerdos y el calor que almacenaban las paredes de su alcoba, se acercó al balcón procurando que ninguna mirada ocasional pudiera descubrirla. Después de todo, así es como se sentía en esa enorme casa, como un fantasma. Pero hacía tanto calor en aquella tierra de voces pausadas y risueñas, voces como las que le llegaban en ese momento, difusas, vagas, cantarinas, que avanzó un trémulo paso esperando sentir la fresca brisa de la noche.

«Solo una racha de aire», suplicó en silencio. Un respiro para esa pegajosa sensación de sofoco que la acompañaba día y noche; como si el aire fuera un bien tan escaso en aquella tierra que tuviera que luchar para seguir respirando.

Una súplica que no obtuvo respuesta.

Así que regresó a la enorme cama, rodeada de ricos cortinajes recogidos en cuatro columnas de madera tallada. Se tumbó sobre la colcha y observó a través de la puerta del balcón una oscuridad plagada de puntitos brillantes, tantos como gotitas de sudor debía de tener en el cuerpo. Deshizo el lazo del camisón y aprisionó el colgante que llevaba, una piedra verde tan grande como el corazón de un melocotón, engarzada en una montura de oro. El único recuerdo que tenía de su madre en ese lugar.

Con un leve suspiro, cerró los ojos y la oscuridad comenzó a desdibujarse hasta convertirse en una neblinosa mancha que la arrastró al otro lado del mar, donde cruzó bosques y sembradíos, gruesas murallas e imponentes iglesias, para caer en otra cama. En otra oscuridad de voces que le producían un ligero cosquilleo de felicidad. Con seguridad, su tía se estaba quejando a su marido de las visitas del marqués de Alcántara, sobre la conveniencia de estas, pues en toda Sevilla no era ningún secreto su gran afición al juego y a las mujeres.

—Esto es inaudito —murmuró su tía sentándose en el diván—. Que tengamos que soportar su presencia solo porque ostenta el título de su abuelo.

—¿No querrás enemistarte con su familia, ¿verdad?

—¡Claro que no! Pero sigo viendo innecesaria su presencia. Creo haberle dejado claro que…

—Amanda hará lo que nosotros consideremos mejor para la familia. Recuérdalo.

—¿No estarás insinuando que lo mejor para ella es casarse con ese…? —Hizo un gesto vago con la mano, como si no encontrara ningún apelativo digno con que referirse al marqués.

—De momento es el único pretendiente que tiene.

—¡Porque el muy condenado está esparciendo ridículos rumores sobre su fortuna! Sabe que es la única manera de ahuyentar a otros posibles pretendientes.

—Por lo menos muestra algo de iniciativa.

—¿Iniciativa? —gritó, aunque Amanda no estaba segura de haber escuchado bien. Porque, de repente, le pareció notar cómo una mano áspera y robusta le cubría la boca.

A medio camino entre el sueño y una realidad demasiado aterradora, abrió los ojos para observar al hombre que se cernía sobre ella. Un extraño de complexión robusta y semblante rudo que la miraba con cierto pesar.

—No se asuste —dijo arrastrando un poco la voz debido a la bebida.

—¡Deja de hablarle como si fuera una princesa! —escupió una segunda voz de entre las sombras—. Solo es una perra que se cree alguien.

Por más que la noche no era cerrada como boca de lobo, Amanda tuvo que parpadear un par de veces para distinguir la figura del segundo hombre entre la oscuridad de la habitación, regordeta y bajita. Pero a medida que él se acercaba a la cama y sus rasgos empezaban a perfilarse, una oleada de terror recorrió su cuerpo al ver la cicatriz que cruzaba su mejilla izquierda y la manera en que la miraba; como si ella fuera el ser más repugnante de la faz de la tierra.

Con un grito atascado en la garganta, empezó a patalear y a arañar la mano que la amordazaba, pero su captor solo tuvo que incrementar la fuerza con que le tapaba la boca hasta el extremo de casi asfixiarla.

—Será mejor que se calme —le aconsejó—. Mi amigo no tiene mucha paciencia.

Ella emitido una especie de sollozo, al tiempo que se retorcía y daba unas patadas en el aire, justo antes de escuchar cómo la segunda sombra soltaba una maldición. Asustada, aprisionó la montura del colgante entre sus trémulos dedos, como si este simple gesto pudiera hacer desaparecer a ese hombre, pero este sacó un cuchillo de entre sus ropas y se lo puso en la garganta.

—¡Tranquilícese! —escupió—. Tenemos órdenes de llevarla con nosotros y lo haré, aunque tenga que matarla.

Amanda notó el frío cortante en la piel, tan pegado que una lágrima de sangre se perfiló en su cuello. Inmediatamente dejó de resistirse, casi hasta de respirar, como si ese simple acto pudiera ocasionarle la muerte. Entre lágrimas miró la oscuridad que era la puerta de su alcoba, deseando que esta se abriera de golpe y apareciera su padre con todos sus hombres.

Una mirada que el hombre interceptó con una mueca de irritación.

—No vendrá nadie a rescatarla. Su padre está encerrado en su despacho y, a estas horas, la servidumbre ya se ha retirado a sus cuartos.

Y lo peor de todo es que ella sabía que tenía razón. Ya podía gritar cuanto quisiera, que nadie acudiría en su ayuda. Primero porque su padre solía trabajar hasta muy tarde en su despacho y, segundo, porque su habitación quedaba aislada del centro de la vivienda. Es más, su única opción de socorro era su doncella, que dormía en la alcoba de al lado.

—Ahora voy a quitar mi mano de su boca —dijo arrastrando un poco las palabras el hombre que la amordazaba—, pero le aconsejo que no intente nada.

Amanda asintió antes de mirar al hombre de la cicatriz, convencida de que este no necesitaba ninguna provocación de su parte para terminar de hundirle el cuchillo en el cuello.

—Será mejor que se ponga algo encima del camisón —le dijo este—. Va a venir con nosotros.

Ella ni se lo pensó dos veces. Saltó de la cama y reculó unos pasos aferrada a la piedra verde como si fuera su salvación. Miró a los dos hombres con la visión turbia por el miedo y las lágrimas, y, temblorosa, se acercó al biombo. Necesitaba ganar algo de tiempo, encontrar la manera de poner sobre aviso a su doncella para que pidiera ayuda.

Necesito a mi doncella para que me ayude a vestirme —murmuró con un hálito de esperanza revoloteando en su pecho.

El hombre de la cicatriz esbozó una media sonrisa e hizo un ligero ademán con la mano para que se apresurara. Una invitación que ella no dudó en aprovechar. Se dirigió hacia la puerta que la separaba de su salvación y un repentino golpe en la cabeza hizo que la mancha de oscuridad que la había poseído antes volviera a engullirla. Solo que esta vez mucho más pesada.

Cayó inconsciente al suelo.

—No podemos correr ningún riesgo —murmuró él, con la palmatoria de plata en la mano.