Quietud. Oscuridad. Era todo cuanto había en el camarote. Sombras que seguían el vaivén de las olas y que no arrojaban ninguna claridad sobre la ya confundida mente de Amanda.
Miró la sombra que su corazón ansiaba acariciar, sentada al borde de la cama con las manos entrelazadas y la cabeza gacha, hundido en unas tinieblas que solo él podía ver. Y no pudo evitar oír una voz recriminándole no haber pensado en otra cosa mientras estaba a salvo con su padre que no fuera en la boda del capitán Gregory con la hija de sir William. Víctima, quizá, de los celos y de la inexperiencia.
El fulgor de un rayo iluminó los cristales de las ventanas y arrojó un destello de luces tornasoladas sobre los muebles y las cortinas de la cama. Amanda inhaló una bocanada de aire para calmar el fuerte latido de su corazón y respiró el dolor que emanaba del capitán y que parecía adueñarse de todo cuanto le rodeaba, inclusive de sí misma.
De repente, como si el Demonio de los Mares hubiera percibido su presencia, alzó la mirada y descubrió a su fantasma en el centro del camarote. Un gemido de angustia y de dolor brotó de su garganta. Era la viva imagen de Amanda, aunque sabía que era imposible que fuera ella, sir William se había ocupado de eso.
—¿Por qué has regresado? —murmuró—. Ya sabes que esta noche no conseguirás nada más de mí.
Ella avanzó unos inestables pasos hasta la mesa.
—Me gustaría hablar con usted, capitán.
—¿De qué puede querer hablar un fantasma conmigo? —preguntó a la vez que un silencio tan revuelto como el mar iba apoderándose de las sombras que bañaban el camarote. Un silencio que se transformó en un suspiro de pesar—. No hay mucho de qué hablar, con gusto te regalaría mi alma si poseyera una.
—No quiero su alma.
—¿A no? —Sonrió, una sonrisa forzada—. Entonces, ¿qué es lo que deseas de mí? ¿Mi cordura, quizá?
La tristeza cayó sobre ella igual que una piedra, la ahogó y desgarró el corazón. ¿Realmente podía ser ella la causa de aquella locura? ¿Cómo podía serlo si solo había sido un pasatiempo para él? Bajó la mirada y trató de contener las lágrimas que le nublaban la visión al darse cuenta de que, de la misma manera que sir William le había mentido al capitán sobre su destino, le habría podido mentir a ella sobre su boda.
—Solo quiero hablar…
—¡Hablar! Y yo que pensé que… —Ni él mismo sabía qué pensaba—. No tengo ganas de hablar.
—Entonces, ¿qué desea hacer?
Un destello de ira veló la mirada del Demonio de los Mares. Un fogonazo que se apagó tras una cortina de oscuridad y bruma.
—¿Acaso puedes darme lo que deseo? —preguntó con la voz rota, rasgada. Hundió otra vez la cabeza entre los brazos y entrelazó las manos en la nuca—. ¡Dios! Si pudieras…
—Tal vez… Tal vez pueda darle lo que desea.
El Demonio de los Mares alzó la mirada hasta los ojos de su fantasma y encontró miedo, pasión e incertidumbre, una mezcolanza de sentimientos sin que ninguno de ellos llegara a dominar. No se movió. Permaneció en silencio, con la mirada fija en ella, evaluando aquella tentación, el precio que tendría que pagar a cambio de su cordura, de unos recuerdos que se negaban a abandonarlo y que no cesaban de recordarle que él era el tan temido Demonio de los Mares. Y que por su culpa Amanda había padecido el mismo terror del que él huía. Aquel terror que en su ingenuidad había intentado silenciar levantando un formidable muro, para descubrir que al final él era la personificación del miedo. Que en su camino de venganza había arrastrado consigo las cenizas de su pasado y había permitido que estas cayeran sobre Amanda hasta cubrirla.
Despacio, se levantó de la cama y trazó un círculo a su alrededor, observándola como si fuera un objeto único, fascinante, imposible de definir. Se paró frente a ella, cogió un mechón de su cabello, húmedo todavía por la lluvia, y lo acarició.
Amanda tragó un poco de saliva, turbada por su cercanía.
—Tendríamos que hablar, capitán —se aventuró a decir, desoyendo el fuerte y rápido latido de su corazón, que parecía a punto de explotar.
—Sí, podríamos hablar —repuso él, y le acarició la mejilla, suave, a pesar de las gotas de lluvia. ¿No eran los fantasmas seres incorpóreos, etéreos, incapaces de mojarse?
—Si hiciera el favor de escucharme.
—No quiero hablar —dijo, deslizando la mano hasta la comisura de su boca; acariciando el labio inferior—. Lo único que deseo es besarte.
En medio del fulgor de la tormenta y del crujir de las maderas, sus miradas se encontraron. El Demonio de los Mares puso con suavidad los labios sobre los de ella, temiendo que su fantasma de carne y huesos se esfumaría para despojarle de ese dulce e inesperado consuelo, pero sus labios se entreabrieron, entre tímidos y sedientos, y respondieron a su posesión.
Él la aprisionó entre sus brazos y trató de colmar su propia sed, pero era como querer llenar un pozo sin fondo y su cuerpo le imploraba más, quería más, necesitaba más. Profundizó el beso, se apoderó por completo de su boca, de sus labios y de su lengua y deslizó con suavidad la yema de los dedos por su cuello rozándole apenas la piel, logrando que ella anhelase un roce más duradero e intenso.
Bajo la precaria luz de luna, apretó el cuerpo de Amanda contra el suyo. Solo quería amarla, besarla hasta que desapareciera el mundo. Fundirse dentro de ella y escuchar los suaves gemidos de sorpresa que le causaban por ahora sus inocentes caricias. Bajó la mano abierta por su cuello hasta la ardiente piel de su escote y la acarició, esperando que ella pusiera un poco de cordura en ese caos, pero de sus labios solo salió un dulce gemido cuando le acarició por encima del camisón un pecho. Cuando dibujó en su base pequeños círculos, que le incendiaron aún más la sangre.
Con un gemido de rabia y de desesperación, se separó de ella como si fuera un animal acorralado, capaz de matar a cualquier persona que tuviera la desgracia de pasar ante él.
—¡Maldita sea! —exclamó barriendo con la mano parte de los pergaminos que había en la mesa, convencido de que la locura se había adueñado por completo de él. Amanda estaba muerta. Él la había matado. Y ante él solo había un fantasma, un espectro que pretendía reírse de su dolor. No podía ser de otra manera. Ninguna mujer soportaría, después de ser ultrajada, que ningún hombre la tocara, que la besara como él lo había hecho. Se giró hacia ella y la aferró con fuerza por los hombros—. ¡Dime que esto no es un sueño, que eres real!
Unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas.
—Soy tan real como usted, capitán.
—Maldita sea, maldita sea, no puede ser —repuso notando cómo la tormenta que azotaba La Esmeralda se desataba en su interior. Apoyó la frente sobre la de ella y cerró los ojos—. Solo eres un sueño que se desvanecerá tan pronto salga el sol y, entonces, ¿qué haré? —Cogió su rostro entre las manos y le acarició las mejillas con los pulgares—. Quédate conmigo, quédate conmigo, aunque seas un fantasma, el producto de un loco.
—Tiene que escucharme… —imploró sintiendo cómo sus palabras, la desesperación y la furia de su voz, le oprimían el corazón—. No soy ningún fantasma ni he venido a robarle el alma ni la cordura, lo único que deseo…
—¿Qué es lo que deseas? —Abrió los ojos; el fuego y la locura en ellos.
Amanda separó los labios y volvió a cerrarlos. Tantos años oyendo los consejos de su madre y de su tía, tantas dudas y miedos de los que debía huir para regresar al cauce sereno de su vida, al riachuelo de aguas cristalinas, en comparación al torbellino de emociones que se agitaban en su interior cada vez que estaba cerca de él.
—Quiero estar a tu lado. —Agachó la cabeza con la visión borrosa por las lágrimas, y después observó fascinada un rostro tan peligroso como el mar—. Pero no sé si tengo el valor suficiente para compartir tu destino. —Y, sin poder evitarlo, evocó al marinero que había visto en la cubierta del Nuestra Señora de las Vírgenes en medio de un charco de sangre, el instante en que el capitán hundía su espada en las entrañas de Sigüenza y, su peor temor, el terrible final que le aguardaba al Demonio de los Mares, la soga de la horca en torno al cuello del hombre que amaba.
—Dios. —Fue un sonido desgarrador. Un susurro que ella no supo interpretar. El Demonio de los Mares la atrajo hacia sí, abrazándola como si fuera una borra de algodón que una simple brisa pudiera arrebatarle de las manos. Permaneció en silencio, escuchando la furia del viento abandonar la batalla y las gotas de lluvia replicar ya sin fuerza.
Y una voz enfurecida abriéndose paso a través de la bruma.
Una voz que se convirtió en la de sir William:
«Eres igual que Christopher Black, eres su viva imagen».
Algo se resquebrajó dentro de él, un velo de tristeza, de miedo e incertidumbre se plasmó en su rostro. E, inconscientemente, suavizó el abrazo al darse cuenta de lo estúpido que había sido al creer que los cielos se habían apiadado de él… ¿Quién en su sano juicio estaría dispuesto a compartir su vida con un demonio? ¿Con un hombre que solo inspiraba temor y que vivía atormentado por los espectros de un pasado que no encontraban paz? Y, aun así, era incapaz de dejar de abrazarla, porque eso significaría hundirse de nuevo en la locura, en un pozo de oscuridad lleno de voces e imágenes que acabarían por hacerse realidad.
—No soy mejor que Christopher Black.
—No eres como él.
El Demonio de los Mares intensificó su abrazo mientras la bruma se removía en su interior, y su voz, convertida en la de sir William, resonaba en su cabeza: «Te está mintiendo… Tú siempre fuiste mi preferido porque eres igual que él». El demonio inclinó la cabeza hacia el cuello de ella. Los labios a escasos milímetros de la piel que deseaba besar.
—Te equivocas —susurró—. Yo soy como él.
—No —negó al tiempo que las lágrimas humedecían una vez más su piel—. Christopher Black solo era capaz de inspirar terror, nadie le quería ni apreciaba. En cambio, tus hombres te respetan y se preocupan por ti.
La bruma se retorció, colérica.
«¡Maldita estúpida, mátala! Deshazte de ella, solo es una mujer».
El Demonio de los Mares negó con la cabeza, deseaba aquella mujer de una manera que ni él mismo comprendía.
«Entonces, tómala a la fuerza. Las mujeres solo están en este mundo para darnos placer y descendencia. No sirven para otra cosa».
Sin embargo, él no movió ni un solo músculo. Sí, la deseaba, anhelaba el instante en que por fin podría acariciar lo que ahora sus manos intuían, hacerla suya, poseerla hasta el agotamiento, hasta que sus cuerpos fueran incapaces de moverse. La deseaba desde la primera vez que la había visto y su anhelo por ella había ido creciendo hasta convertirse en una necesidad física, en… ¡Maldita sea! Amaba aquella mujer. La amaba. Algo realmente inaudito para un demonio.
—Te enfrentaste a sir William para rescatarme —añadió ella, aferrada a su camisa—. Y Christopher Black no lo habría hecho nunca, por nadie.
—Por Dios, Amanda, habría dado cualquier cosa para impedir que sir William te pusiera una mano… —La voz se le quebró, incapaz de seguir. Cogió aire y lo expulsó en un suspiro cargado de rostros macilentos, gritos y suplicas, que exorcizó de su cabeza—. Habría dado cualquier cosa para sacarte de ese infierno. Y lo intenté, sabe Dios que lo intenté, pero al final no pude cumplir mi palabra y devolverte junto a tu padre.
—Alguien lo hizo por usted. A pesar de que Hernán Rodrigo me dijo que sir William me había vendido, vi cómo le entregaba al capitán de La Reina del Sur una pequeña bolsa. Estoy segura de que le pagó para que me llevara de regreso a casa, aunque no sé por qué lo hizo.
«¡Maldito espumarajo infesto! Vas a tener que ocuparte de ese miserable perro de Hernán, de ese traidor y de esta estúpida mujer».
El Demonio de los Mares sonrío sin prestar ninguna atención a la voz de su cabeza. Tenía una ligera idea de por qué el perro había traicionado al amo. Un perro que no tenía el valor suficiente para morder directamente la mano que lo golpeaba, pero sí para evitar que hundiese sus dientes en alguien más. Tal vez era su manera de hacer las paces con su pasado o una manera de resarcirse con él por haberle tendido aquella trampa.
—Amanda —susurró al caer en el significado de aquellas palabras, en el hecho de que la tripulación de La Reina del Sur no había abusado de ella. La apretó un poco más fuerte para asegurarse de que no estaba soñando, que aquel cuerpo que ceñía contra el suyo no se evaporaría para sumirlo en una pesadilla de la que no conseguiría despertar. Respiró su aroma, la humedad de la lluvia y del mar—. Todavía no puedo creer que realmente estés aquí, que te tenga entre mis brazos.
Ella sonrió antes de decir:
—Sir William no me violentó, te mintió.
Un silencio, una breve pausa que acabó en un gemido, en un trémulo y asfixiante abrazo. El Demonio de los Mares cerró los ojos y trató de controlar el loco latido de su corazón, la gigantesca ola de alegría que sacudía su pecho, mientras unas lágrimas humedecían sus pestañas.
Nada alteró el silencio, ni los habituales sonidos de un barco ni la lejana tormenta, hasta que la besó, apoderándose de su boca con desenfreno. No sabía por qué sir William le había hecho creer que la había tomado a la fuerza y vendido, pero tampoco deseaba saberlo. Ni siquiera le importaba que esas mentiras lo hubieran dejado a un paso de la locura. Lo único en lo que podía pensar era que por fin estaba entre sus brazos. Suspiró al sentirla tan cerca, sus pechos pegados a él, la suavidad de su piel y sus labios abriéndose a él aceleró el latido de su corazón, inflamó su cuerpo de pasión.
—No voy a dejarte marchar, no podría soportarlo —murmuró—. Haré cualquier cosa, lo que sea, para retenerte aquí, entre mis brazos, calentando mi cuerpo y mi corazón. Forjaré un destino donde no puedas ni quieras irte. —Hizo una breve pausa para recuperar el aliento y humedecer los labios que ansiaba devorar—. Necesito amarte, hacerte mía, sentir tu piel, acariciarte, besarte, enloquecer de verdad.
Y volvió a besarla, a saborearla hasta que, de repente, retrocedió un paso y algo vibró en el aire mientras la miraba a través de los débiles rayos de luna que rompían la oscuridad del camarote.
—No lograrás escapar de mí —murmuró antes de despojarse de la camisa por la cabeza.
Alargó el brazo, cogió la mano de ella y la apretó contra su propio pecho.
Amanda tomó una bocanada de aire y lo retuvo en los pulmones hasta que sus dedos se posaron sobre el torso del capitán. Entonces, lo soltó poco a poco. Calidez. Un calor que le hacía desear aquella piel.
—Déjame sentir tu corazón —susurró él.
Una ola de calor abrasó el rostro de la mujer. Bajó la mirada hasta el pecho del Demonio de los Mares y la duda se reflejó en su rostro. Permaneció en silencio, sin moverse, arropada por el suave vaivén del barco y confundida por las advertencias de su tía sobre la no conveniencia de quedarse a solas con ningún hombre. Charlas sobre los posibles peligros que podía entrañar. Un galimatías de palabras al que nunca le había logrado poner cara hasta ese momento.
El hombre observó el velo de la indecisión y se percató de que ella también tenía voces que marcaban las directrices de su vida, fantasmas que le prevenían contra él, contra un pirata. Era como si tuviera que pasar un montón de filtros antes de decidir si estaba dispuesta a ir más lejos, a permitir que él fuera más allá de donde la decencia permitía y, maldita sea, él temblaba por arrancarle la ropa. Pero si quería silenciar sus propias voces, cerrar los ojos de su hermana, dejar que descansara en paz, tenía que demostrarse a sí mismo que Amanda tenía razón, que él no era Christopher Black.
Aguardó.
Esperaría lo que hiciera falta. No pondría ninguna pesa en ningún platillo de la balanza. Que la moneda que acababa de lanzar al aire cayera en el lado de la entrega incondicional o en el de la prudencia. Que la desnivelara a su antojo. Al final la moneda cayó sin producir ningún ruido, solo una fisura en el poco autodominio que le quedaba mientras observaba cómo, sin levantar la mirada, ella deshacía el lazo de su camisón.
Una ola de fuego arrasó su estómago y lo incendió. Puso la mano sobre la rectangular abertura y sintió la suavidad de su piel y el fuerte latido de su corazón bajo la palma de la mano. Cerró los ojos. ¿Notaría ella el leve temblor de sus dedos, el grado de autocontrol que tenía que ejercer para no ceder a la tentación de tomarla ahí mismo?
Abrió los ojos, apartó la mano para asir la que todavía descansaba en su pecho y, con lentitud, recorrió un camino ya conocido para unos dedos tímidos hasta llegar a su pantalón. La soltó y esperó que la nueva moneda que acababa de echar en aquella oscuridad arañada por la plateada luz de la luna girara y cayera de nuevo.
Amanda permaneció quieta, en precario equilibrio la yema de los dedos en el borde del pantalón. Desconcertada y turbada por el halo de calor, entre cálido y mortificante, que se había adueñado de una parte de su cuerpo que no osaría nombrar, pero que deseaba arder en un fuego desconocido. Alzó la mirada hasta el rostro que simbolizaba el peligro, un demonio de una hermosura cruel, severo bajo la nebulosa luz de la luna, y sonrió al evocar la agonía que le había infligido en el burdel sin saber muy bien cómo. Quería ver otra vez esa expresión, sentir que se estremecía y moría, y que la abrazaba como si ella fuera el aire que respiraba.
Pero ¿cómo insinuar lo que no se atrevía a decir?
Bajó la mirada hasta la sombra de sus dedos y estos, como alas de mariposa, abandonaron el precario equilibrio y se posaron en el pecho del hombre acariciando la piel curtida por el sol. Rodearon un pezón y culminaron la cima al tiempo que ella besaba la leve cicatriz de bala que tenía en el hombro.
El Demonio de los Mares se estremeció al sentir sus labios, la timidez de sus caricias que ponían más pólvora en la mecha de su deseo. La cogió por la nuca y la atrajo hacía sí, mejilla contra mejilla, respirando de forma entrecortada.
—Tócame, por favor, no dejes de hacerlo.
—No sé qué tengo que hacer.
—Solo sigue tus instintos; no pienses.
Y, ella, despacio, deslizó la mano hacia abajo, por encima de la ropa, y notó la necesidad eréctil, marcada.
—¡Dios! —exclamó él en un susurro de placer. Cogió la mano de la mujer y la apretó contra la tela, contra su miembro que pedía sentir la caricia de esos dedos a su alrededor; un roce más cercano e íntimo. Y notó cómo el poco autodominio al que se aferraba como si fuera un trozo de hierro candente se esfumaba igual que un fantasma, sin dejar ninguna señal de haber existido.
La besó. Devoró con voracidad sus labios y su lengua hasta que un sonido, una especie de gruñido de rendición y posesión, se formó en su propia garganta. Maldita sea, no iba a permitir que ella se escapara de sus brazos. Utilizando su fuerza, la hizo retroceder hasta que se topó con la cama y se inclinó para hacerla caer. Amanda cayó sobre el suave lecho asombrada de la manera en que él utilizaba la fuerza para conseguir lo que quería, y respiró hondo al notar su peso hundiéndola en el lecho, su cálido aliento traspasar la fina tela del camisón por encima de un seno. Un suave suspiro de placer emergió de su garganta.
Un suspiró que fue coronado por otro más aterciopelado cuando el Demonio de los Mares apartó la tela y besó y lamió su pezón. Una bocanada de aire cálido en contraste con el fresco ambiente que había dejado la tormenta tras de sí. Un silencio desconocido para el hombre. Una quietud adornada con delicados suspiros que incendiaban su sangre y lograban enmudecer las voces de su pasado, confinarlas en un apartado rincón de su cabeza. Una paz en la que su cuerpo ansiaba explotar.
Víctima de la necesidad, comenzó a subir el largo camisón de Amanda hasta el nacimiento de sus nalgas y acarició la sedosa oquedad femenina.
—Di mi nombre. —Fue una orden, una súplica con voz entrecortada. Pero ella apenas podía hablar, subyugada por las nuevas sensaciones que la tenían al borde de un delicioso abismo—. Quiero oír cómo suena en tus labios, necesito oírlo —repitió mientras ella se arqueaba en un leve espasmo de placer, que solo sirvió para aumentar su propio desenfreno.
Deslizó la mano un poco más abajo. Húmeda y caliente. Terriblemente excitante. Hundió un dedo y notó que ella cerraba las piernas ante esa invasión desconocida. Pero, aun así, continuó explorando hasta que encontró la barrera intacta y retrocedió.
—Amanda, por favor. —El Demonio de los Mares necesitaba oír su voz, cambiar los gritos de su pasado por suspiros. Necesitaba saber que el fantasma de Christopher Black no estaba ahí, riéndose de él. Pero apenas podía pensar al sentir cómo un río de lava se deslizaba por su estómago, despacio y mortificante, acumulándose en su dureza masculina pidiendo explotar, liberarse de una vez del fuego que lo devoraba.
—Capitán… —imploró ella.
El Demonio de los Mares le concedió la clemencia que pedía. Solo un instante para liberar la presión de sus pantalones. Se apoyó en los brazos y notó con un gemido de placer su dureza a las puertas del placer. Rozando, acariciando, confiriendo una nueva tortura para los dos.
Amanda cogió aire y se aferró a la sábana cuando fue víctima de un ligero temblor. Avergonzada, cerró los ojos y deseó que aquella sensación tan maravillosa durase toda la eternidad.
—Necesito oír cómo pronuncias mi nombre. —La voz se le quebró. Apenas podía controlarse. Su cuerpo ardía a las puertas del cielo. Una oquedad que le invitaba a entrar, a poseerla. Soltó un gruñido, un gemido de rabia y placer cuando notó aquella deliciosa puerta acogiéndolo, cerrándose a su alrededor, rodeándolo de seda y calor.
Amanda tragó un poco de saliva ante esa nueva y sorprendente sensación. Una mezcla de incomodidad y placer. Un grado de dolor. Él se quedó quieto, tenso, con la respiración entrecortada. Y movió, como un ligero espasmo, la cabeza; como si quisiera alejar una imagen. Algo que veló su mirada y le confirió una severa expresión. No iba a permitir que el fantasma de Christopher Black, el recuerdo de sus gritos exigiendo placer a su hermana, se adueñara de él. Amanda le pertenecía y él no era Black.
—Capitán… —susurró ella, esta vez más fuerte, más sedoso, estremeciéndose de placer. Alargó las manos y se aferró a su espalda barnizada de sudor, notando su propia urgencia por algo que desconocía, pero que anhelaba—. Gregory
El corazón del Demonio de los Mares tembló y de su garganta brotó un sonido angustiado que se convirtió en un gemido de placer, en una llamarada de fuego que abrasó su cuerpo cuando Amanda movió ligeramente las caderas, envolviéndolo en una nube de embriagantes sensaciones.
Un placer que lo alejó de la bruma y de sus fantasmas, y lo sumió al borde de otro precipicio en el que deseaba caer; que iba a caer. Empezó a moverse, a acostumbrar aquella estrechez a su invasión, retrocediendo cada vez que se acercaba demasiado al punto de dolor. Suavizándolo con lentos roces en el centro del éxtasis, temiendo el momento en que inevitablemente le haría daño. Amanda gimió y se retorció, quería notarlo, sentirlo más adentro, su cuerpo se lo pedía y no sabía cómo conseguirlo sin que el dolor hiciera acto de presencia.
—Amanda. —Fue un susurro roto. La excitación apenas le dejaba respirar y lo impulsaba a hundirse en aquella estrechez de forma irremediable, sacando sonidos inconfundibles de placer.
Ella trató de decir su nombre, pero él la poseyó con fuerza y una mezcla de dolor y delirio se apoderó de su cuerpo. Dolía y estaba a punto de explotar. Una mezcla de sensaciones que él no paraba de aumentar con sus continuas caricias y las envestidas cada vez más fuertes, más apremiantes. Una locura que la llevó a retorcerse entre gemidos y a arquear la espalda ante la sorpresiva ola de éxtasis que la asaltó. Una veloz ola que barrió el cuerpo del Demonio de los Mares en el momento de la explosión, que le hizo apretar los dientes para no gritar. Al final, entre temblores, se dejó caer sobre ella abrazándola como si fuera el aire que necesitaba para respirar.