Capítulo 39

 

 

 

 

 

El capitán Gregory le apartó un mechón de la mejilla y deslizó los nudillos por el rostro antes de volver a besarla y saborearla en profundidad. Deseaba oír otra vez sus suspiros de placer, explotar en una dulce agonía que le confirmara que aquel momento de intimidad había existido, que no había sido un sueño, el producto de un loco. Y también deseaba sentir que esta vez los cielos sí se habían apiadado de un demonio que había nacido para sembrar el terror, enviándole un ángel para que lo rescatara de ese pasado que se negaba a abandonarlo del todo.

Un pasado que, en ese momento, con la cadavérica luz de la luna filtrándose a través de las ventanas del camarote y el crujir de las maderas, se le antojaba como un fantasma, un cúmulo de humo que giraba a su alrededor para arrojarlo a las revueltas aguas de la locura. Sería tan fácil dejarse caer, ser la piedra a la que ninguna ola pudiera llegar, infligir su voluntad allá donde fuera y, sin embargo, él ansiaba la dulce caricia de su ángel, la tímida y asustadiza ola capaz de crear surcos de fuego donde antes solo había el frío de la venganza.

Volvió a besarla, pero esta vez con suavidad.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Sí, creo que sí.

Amanda parpadeó asombrada de que aquellos ojos que la observaban, severos y hasta fríos, pudieran alterarla tanto. Sabía que tendría que estar avergonzada por permitir que él la hubiera tocado de aquella manera, que siguiera haciéndolo, que eso la convertía a ojos de la sociedad en carne de burdel, pero por mucho que lo intentaba no lo conseguía. Bien al contrario, se sentía feliz.

—¿Qué va a pasar ahora?

—¿Qué te gustaría que pasara? —le preguntó él a su vez, perdiéndose en la sedosidad de su piel, acariciándole la curva del cuello, hasta que entrecerró los ojos al percibir una ausencia—. No llevas el collar…

Ella aprisionó la nada entre los dedos y se mordió el labio inferior al sentir un débil destello de tristeza. En un primer momento, cuando le había entregado el collar a don Rodríguez de la Huerta, había pensado que su exigencia solo le demostraba lo poco que ella le importaba. Pero ahora empezaba a ser consciente de que, donde solo debería haber existido el recuerdo del amor y de la ternura de su madre, ella lo había convertido en un pozo donde almacenar y alimentar sus miedos e inseguridades.

Y no pensaba ahogarse nunca más en ese pozo.

Así que, con una suave sonrisa, liberó el aire.

—Tuve que dárselo a mi padre. Fue la condición que me impuso para dejarme regresar junto a mi tía.

—¿Por eso estabas en el Nuestra Señora de las Vírgenes?

—Sí, sir William me hizo creer que ibas a casarte con su hija y yo no quería pasarme la vida esperando un imposible.

—Nunca me habría casado con ella, no podría. Es como una hermana para mí. —El Demonio de los Mares observó la luz que brillaba en los ojos de Amanda y, con una sonrisa, susurró—: ¿Te gustaría que decidiéramos el nombre que le pondremos a nuestro primer hijo?

Amanda parpadeó, confundida.

—¿Qué hijo?

Él bajó la mirada hacia sus cuerpos y después enarcó una ceja, divertido.

—¿Cómo piensas que vienen los niños?

—No… no lo sé —titubeó. Lo único que sabía de niños es que estos solían venir después del matrimonio. Aunque un recuerdo se abrió paso en su asustada mente y le pareció escuchar otra vez la voz de su tía explicándole a su marido cómo una amiga suya había tenido que despedir a su doncella por haberse quedado encinta sin estar casada, la muy desvergonzada—. Ay, no, eso quiere decir que estoy…

El Demonio de los Mares sonrió y, con delicadeza, le besó el cuello mientras deslizaba con una mano el camisón hombro abajo y descubría un pecho, un pezón rosáceo que se elevaba con cada agitada respiración. Lo acarició con tanta suavidad que, pese a lo confundida y asustada que estaba, ella suspiró.

No pudo decir mucho más. Él la silenció con un prolongado beso. Sabía que era muy pronto para tomarla otra vez, que con seguridad habría sangrado, pero no podía evitarlo, la deseaba y quería subyugarla con sus caricias, eliminar las últimas dudas o miedos para que se entregara a él y volver a arder en un único fuego.

Pero por encima de todo quería que fuera suya en todos los sentidos.

—Dime que te casarás conmigo, que te convertirás en mi mujer.

Ella parpadeó, trémula, al sentir cómo él acariciaba su pezón, los círculos que dibujaba en su piel.

—No puedo casarme contigo.

Esas palabras, su significado, actuaron como la hoja de un cuchillo en el corazón del Demonio de los Mares, lo abrieron hasta hacerlo sangrar.

Una breve pausa en la que él la miró con tanta intensidad que ella vio la brecha que había causado en su alma, el dolor que yacía ahí.

—Mi padre nunca lo permitiría —trató de explicarle.

Con un movimiento, el capitán se dejó caer sobre los almohadones y la atrajo hacia sí, la abrazó y enredó los dedos en su cabello para no ver el leve temblor de sus manos al saber que ella volvía a escaparse de él como si fuera humo.

—¿Solo por eso no puedes casarte conmigo?

—Mi padre está convencido de que el único futuro al que puede aspirar el Demonio de los Mares es a la horca.

¿Ni aunque su hija haya sido deshornada por él y esté esperando un hijo suyo? —La abrazó con más fuerza mientras sentía cómo la bruma volvía a él—. ¿Ni aunque el demonio estuviera en posesión de una gran fortuna, obtuviera el perdón real y se convirtiera en un hombre de bien?

Ella alzó la cabeza para mirarlo.

—¿Eso es posible?

Él la miró. Sus ojos relucientes de pasión y anhelo.

—Según tengo entendido, Woodes Rogers ha regresado con el perdón real para todos aquellos piratas que deseen abandonar esta vida. Si lo consiguiera, podría empezar una nueva vida lejos de estas tierras. —Permaneció un instante en silencio, imaginando una hermosa casa a orillas del mar mientras la espuma de las olas lamía los pies de la mujer recostada sobre la arena. Se perdió en aquella idílica imagen donde un demonio y un ángel se amaban—. Quizá compre una casa cerca del mar.

—¿Y qué pasará con tus hombres?

Él la miró con deseo antes de volver a besarla.

Ahora tú eres mi única preocupación, mi familia.

Amanda contuvo el aire un instante, asombrada de que él, su demonio de ojos azules, estuviera dispuesto a renunciar a su vida, a todo lo que conocía por ella. Pero ¿y ella? ¿Estaba dispuesta a renunciar a su mundo de seguridad por él? Unas ligeras cosquillas, un hilo de miedo, bailó en su estómago. Bueno, dudaba mucho que pudiera caer más bajo de lo que ya había caído al entregarse a un hombre que no era su marido y de quien podría estar esperando un hijo.

Sonrió, decidida a no perder a su demonio de ojos azules, un pirata que nunca hacía prisioneros, por más que se había adueñado de su corazón. Y para conseguirlo, emplearía un diminuto diamante que dependía de su voz para no terminar convertido en un trozo de carbón.

—Mañana le escribiré una carta a mi tía explicándole que nos gustaría que nos acompañara en nuestra boda; que me haría muy feliz recibir su bendición antes de que nazca nuestro primer hijo. Y también le escribiré a mi padre. Estoy convencida de que entenderá que, después de que nos atacara el terrible Demonio de los Mares, me enamoré perdidamente de él. Tanto así que no tuve más remedio que casarme con él antes de que se me notara el embarazo. —Después de todo, no le debía nada a su padre y, con o sin su autorización, pensaba casarse con él.

Una sonrisa desbordó el corazón del Demonio de los Mares mientras la bruma de su pasado dejaba paso a un nuevo sentimiento, algo extremadamente dulce y pasional, una necesidad física de proteger y amar al ángel que tenía entre sus brazos por toda la eternidad.

—No me dejes nunca, Amanda, no lo hagas. —Y, sin pensar en nada más, abrazó a su futura esposa y la besó apasionadamente.