—¿Qué va a pasar ahora, Diego? —preguntó José.
—Supongo que ya podemos dejar que el Nuestra Señora de las Vírgenes siga su camino —repuso este dirigiéndose hacia la cubierta.
—¿No deberíamos advertir a la hija de don Rodríguez que su barco zarpará en breve?
—A estas horas, ella puede considerarse prisionera del capitán Gregory —repuso, y al sentir la fresca caricia del viento nocturno remover sus ropas, respiró profundo el aroma que la tormenta había dejado tras de sí.
Se apoyó en la baranda y contempló el Nuestra Señora de las Vírgenes; la tripulación y sus pasajeros aún apiñados en torno al palo mayor. José cambió el peso de su cuerpo de pie y también dejó que su mirada se perdiese en aquel puñado de personas.
—Deberíamos subir a ese navío y regresar a casa.
—No sabía que estabas tan impaciente por morir. Recuerda que ellos saben que formamos parte de la tripulación de La Esmeralda.
—Ay, Diego, en qué nos hemos convertido.
Un destello de malhumor cruzó como un relámpago sus ojos. Exactamente no sabía en qué se habían convertido, ni si existía una respuesta a esa pregunta, porque todavía aspiraba a ser alguien diferente a la persona que la vida le había impuesto al nacer. Quería labrarse un nombre nuevo, una personalidad nueva y, lo que era más importante, otro futuro. Uno que tenía como meta bailar con la más fea del salón, con la muerte.
—Vete si quieres, yo me quedo —repuso sin desviar la mirada.
—Sabes que nunca me marcharía sin ti.
Diego esbozó una sonrisa irónica.
—¿Aunque te arrastre hacia la muerte? Porque es ahí hacia donde nos dirigimos.
José bajó la mirada hacia sus botas.
—Eres mi único amigo…
—Bendito amigo, entonces, el que te ha tocado en vida.
Durante una pausa, el silencio se vio interrumpido por el sonido de las jarcias y por el suave rumor de las olas. Una pausa en la que Diego creyó oír el paso de la brisa a través de los árboles de Puerto Ambición, la estridente algarabía de la selva, su canto nocturno… Torció la boca en una mueca de desprecio. ¿Por qué pensaba en esa mujer, desgastada por los continuos placeres del sexo? Era verdad que nunca había renunciado a yacer con mujer alguna por su edad. De alguna manera, le divertía ver lo apocadas que llegaban a mostrarse algunas, la poca experiencia que tenían pese a estar casadas. En cambio, otras, ya fuera porque sus maridos eran buenos amantes o porque habían buscado quien les enseñara los secretos de las sábanas, lo habían sorprendido agradablemente.
Sin embargo, esa mujer, Nela, se le aparecía como algo que no lograba desentrañar. Había algo en ella, en su silencio y sumisión, en el sorprendente hecho de que no sintiera lástima o desprecio ni esperase o deseara nada de él, que lo desconcertaba. Solo había un punto de curiosidad en sus ojos, la misma que tendría un niño al ver por primera vez una mariposa. Ese descubrir algo insólito, hermoso. Pero ¿qué podía tener él que no fuera su fortuna o posición?
Frunció las cejas.
—Creo que es hora de ponernos en movimiento.
—¿A qué te refieres? —preguntó José.
—A que Jenkins ya debería haber dado la orden de alejarnos del Nuestra Señora de las Vírgenes.
—¿No deberíamos esperar a ver qué dice el capitán?
Una fría sonrisa se apoderó de sus labios.
—Dudo mucho que sepamos algo de él esta noche. Además, ¿crees que va a matar a alguien con la hija de don Rodríguez a bordo?
—No, supongo que no. —Permaneció un instante en silencio, respirando la tranquila agitación que había a su alrededor con el botín que habían robado a los pasajeros del Nuestra Señora de las Vírgenes—. ¿Qué crees que pasará cuando don Rodríguez se entere de que el capitán Gregory ha secuestrado otra vez a su hija?
—No lo sé —musitó impaciente por saber cuál sería su reacción. Tal vez así tendría la oportunidad de enfrentarse a la dama de negro. Miró de reojo a su amigo y sonrió al imaginarse la expresión de desaprobación y temor que aparecería en su rostro cuando se enterase de que, ahora que sir William había muerto, pretendía regresar a Puerto Ambición para apoderarse del tesoro de Christopher Black.