Cada vez que soplaba una brizna de aire por entre las laberínticas calles en torno al puerto, los marineros que deambulaban por ellas escupían al suelo como si creyeran que esa lengua de fuego surgía de las mismas entrañas del inframundo. Como si pudieran contener con ese simple acto a los demonios que trataban de apoderarse de sus almas. Claro que no todos seguían este ritual, algunos, envalentonados por el alcohol, miraban divertidos a las mujerzuelas que increpaban a aquellos con escasos recursos para ganarse sus favores, mientras otros se dedicaban al noble oficio de romper narices ajenas. Una manera como otra cualquiera de pasar la noche antes de volver a embarcar.
En medio de esta maraña de ebriedad y desenfreno, se encontraba la desvencijada taberna que había cobijado momentos antes al secretario del gobernador de aquella tierra. De sus ventanas aún surgían las risas y los comentarios subidos de tono que le habían hecho mirar con deseo a aquellas mujerzuelas que vendían su carne por poco más que un trago. Y, aunque ese oscuro deseo seguía agazapado en algún lugar de su interior, en ese momento caminaba pegado a las paredes de las casas, esquivando a algún que otro borracho, mientras el capitán Gregory y Jenkins le pisaban los talones.
Era como llevar dos sombras adicionales. Solo que estas podían ser mucho más mortífera que las consecuencias de sus anhelos.
Sigüenza miró las sombras que iban dejando atrás, atento a cualquier ruido o movimiento que pudiera indicarle que don Rodríguez de la Huerta había descubierto por fin su osadía. Una parte de él lo deseaba. Deseaba saborear las cosquillas de la venganza, ver la desesperación que habría en su rostro cuando descubriera hasta dónde había sido capaz de llegar. Sin embargo, otra parte, la más cobarde de su ser, le apremiaba para que impusiera más ritmo a sus piernas, pues sabía que cuanto antes se alejaran de aquella tierra más tiempo conservaría el cuello en su sitio.
—Es por aquí —murmuró al internarse en una callejuela estrecha y poco transitada.
—Por su bien, así lo espero —repuso el capitán, al tiempo que una repentina ráfaga de aire le arrancaba el sombrero de tres picos de la cabeza y lo enviaba unos pasos por delante.
No le dio ninguna importancia. No hizo ningún gesto para recuperarlo. Sus dedos seguían sobrevolando la empuñadura de su espada como si fueran cinco aves rapaces. Estaba seguro de que no se había equivocado al comparar al secretario del gobernador con una rata. Sus asustadizos ojos se lo confirmaban cada vez que se movían, como si estuvieran buscando un escondrijo desde donde poder observar los desvaríos más pecaminosos. Un cobarde que había reunido el valor suficiente para traicionar al hombre más poderoso de aquella tierra, para, después, buscar cobijo en La Esmeralda, en un barco pirata. Pero ¿qué había motivado ese valor? Lo desconocía. Sigüenza solo le había pedido dos cosas a cambio de conseguirle el pergamino: que lo llevara con él y que le concediera el honor de ser el primero.
Lanzó una maldición al tórrido viento que esa noche parecía querer ahogarlos. Sabía que tendría que haberlo obligado a decirle exactamente en qué quería ser el primero (aun cuando esto no le suponía un gran quebradero de cabeza), pero cuando días atrás lo había acorralado entre las sombras del callejón, la impaciencia por tener el pergamino del tesoro de Christopher Black le había hecho prometer algo que no sabía si sería capaz de cumplir.
—Es aquí —susurró Sigüenza, se apartó el escaso flequillo de la frente y tuvo la extraña sensación de que el suelo temblaba, que alguien había soltado a los perros tras él. Se paró en seco y palideció al oír el pesado eco de unos pasos acercándose con rapidez hacia ellos—. Es aquí donde tenemos que esperar.
El capitán Gregory frunció el ceño al oír ese paulatino rumor volverse cada vez más fuerte, al tiempo que Jenkins empujaba al secretario contra la pared.
—¡Maldita rata mugrienta! —estalló Jenkins—. Más vale que no nos hayas traicionado, porque si no…
Sigüenza miró desesperado la oscuridad que habían dejado atrás, y a continuación deslizó la mirada hacia el otro extremo del callejón, hacia el trozo de muralla que estaba en plena construcción, una abertura que daba a una oscuridad revuelta, espumosa, que iba a morir en la playa.
—Ellos ya tendrían que estar aquí —susurró.
Jenkins apretó con más fuerza el delicado cuello del secretario.
—Capitán, sería todo un placer rebanarte el cuello ahora mismo.
El rostro del secretario comenzó a congestionarse. Apenas podía respirar y tenía que decirle al capitán que él no los había traicionado; que el hambre de su entrepierna no iba a desperdiciar la única oportunidad que tenía de saciarse con el más exquisito de los manjares. Pero, al ver el haz de luz muerto que capturaba el filo del cuchillo de Jenkins, de su boca solo salió una especie de susurro ahogado.
—Ahí —consiguió articular, señalando con un tembloroso dedo a dos sombras que corrían hacia ellos.
El capitán Gregory frunció el ceño al ver a esos dos hombres y oír los rápidos pasos de los que parecían perseguirlos; hasta los gritos de quien los comandaba, fríos y amenazantes, llegaron con claridad a sus oídos.
—Tendríamos que alejarnos de aquí —dijo de pronto uno de esos hombres, con una fea cicatriz en la mejilla izquierda, mirando hacia atrás—. La guardia de don Rodríguez nos pisa los talones.
—¿Y el maldito collar? —estalló el capitán—. ¿Dónde está?
Sigüenza se humedeció los labios. Oía la sangre martillar en sus oídos, sentía la excitación de los hombres que los buscaban, el eco de sus pasos y, aun así, ahogó un grito de lujuria al descubrir el bulto que cargaba el segundo hombre en el hombro. El hambre de su entrepierna despertó, exigente.
—El collar —musitó en voz baja antes que sus ojos se abrieran desmesuradamente al distinguir una figura en la penumbra.
—¡Aquí están! —gritó uno de los soldados del gobernador, desenvainado su espada.
—¡Rápido, al bote! —indicó el capitán, antes de mirar a Jenkins—. Y por nada del mundo pierdas de vista a esta rata.
—¿Qué piensa hacer, capitán?
Una media sonrisa floreció en su rostro.
—Divertirme —dijo a la vez que esquivaba la hoja del soldado, que a punto estuvo de atravesarle el corazón. Se echó hacia atrás para sortear otra estocada mientras cuatro sombras corrían hacia la muralla y atravesaban lo que sería con el tiempo una puerta. A la siguiente acometida, el Demonio de los Mares amartilló la pistola y disparó—. Espero que estés en paz con Dios, amigo.
El capitán Gregory fue el último en subir al bote. Tras él venía parte de la guardia de don Rodríguez de la Huerta con las espadas desenfundadas y las pistolas amartilladas. Jenkins cerró la boca para no proferir ninguna sarta de amenazas y juramentos contra Sigüenza (el culpable de aquel contratiempo), y junto a los hombres que los esperaban en la playa, comenzó a remar con el ensordecedor sonido de las balas y el olor de la pólvora explotando a su alrededor; haciendo saltar varias astillas del bote que volaban peligrosamente hacia sus cuerpos mientras los gritos y los juramentos de los hombres de don Rodríguez se perdían a cada golpe de remo.
El capitán miró al secretario hundido en la bancada de popa, temblando como la rata que era, y sus labios se curvaron en una desagradable sonrisa; demasiado tentado de echarlo al agua como carnaza para los tiburones. Después de todo, estaba convencido de que el mundo se lo agradecería. A continuación, observó a los dos hombres que habían aparecido en el callejón y una sombra de malhumor se cernió sobre su rostro al contemplar a la frágil criatura que parecía dormir en los brazos del más alto y fornido como si fuera un ángel. Un rictus, entre la diversión más pura y la ira más violenta, se profundizó en sus labios al sentir una cálida ondulación en el pecho, semejante a la caricia de una ola sobre la piedra desnuda. Un sentimiento que se convirtió en algo más profundo, carnal, al ver cómo el viento mecía el camisón que llevaba como única prenda, marcando sus delicadas y sugerentes curvas.
—¡Sigüenza! —rugió—. Creo que me debe una explicación.
Este miró de reojo a su obsesión, el delirio de su entrepierna, y se humedeció los labios. Estaba tan cerca de culminar su venganza que apenas podía controlar el hambre.
—El collar —balbuceó con la garganta seca—, ella tiene el collar.
El capitán Gregory paseó una vez más la mirada por aquel cuerpo que incendiaba el suyo, hasta que descubrió la joya que yacía sobre su pecho, un colgante con una piedra verde.
—¿Quién es ella?
El hombre de la cicatriz medio sonrió. ¿Qué haría ese hombre, que tenía pinta de todo menos de ser un buen samaritano, cuando descubriera quién era esa perra?
—La hija de don Rodríguez de la Huerta —repuso.