Capítulo 4

 

 

 

 

 

El grito de Jenkins sonó en el vacío de la noche como un trueno, haciendo que los hombres de La Esmeralda corrieran descalzos por la cubierta, mirando a la luz de los fanales los desconocidos rostros que los acompañaban en la barca. Una profunda línea de desagrado se dibujó en sus frentes al percibir las redondeadas formas del bulto que subía en esos momentos sobre el hombro uno de esos desconocidos. Hasta algún que otro improperio, seguido de un rápido signo de la cruz sobre el pecho, se pudo ver y oír entre los piratas. Después de todo, de todos era sabido que las mujeres solo traían problemas.

Y mala suerte.

Muy mala suerte.

El capitán miró la negra bóveda sobre ellos y un destello de diversión bailó en sus ojos.

—Jenkins, haz que apaguen los fanales y que traten de hacer el menor ruido posible, quiero saber si los hombres de don Rodríguez saben hacia dónde nos dirigimos y si son capaces de seguirnos.

Un relámpago centelló sobre sus cabezas al tiempo que una fina cortina de lluvia se abría sobre ellos. Y por más que el capitán Gregory sabía que esa agua solo serviría para enfurecer el calor, levantó la cabeza para recibir esa bendición que libraría a sus ropas de algo de sal mientras evocaba a la mujer que, sin proponérselo, había secuestrado, en cómo el viento había moldeado el camisón sobre su cuerpo.

¡Maldita sea!

Se dirigió al camarote donde había ordenado que la dejaran y observó con el ceño fruncido a los tres hombres que había apiñados como buitres frente a la estrecha cama. El hombre de la cicatriz permanecía de pie junto a su compañero mientras Sigüenza lanzaba obscenas miradas a la mujer acurrucada en una punta de la cama. Ella trataba inútilmente de cubrirse con un trozo de tela, tan usado y viejo, que no conseguía tapar nada que ya no hubiera visto o intuido.

—¡Salgan! —ordenó con brusquedad.

—Capitán —murmuró Sigüenza humedeciéndose los labios—. Recuerde su promesa. —Estaba tan nervioso que le costaba hablar, coordinar sus pensamientos, llevarlos en otra dirección que no fuera hacia la parte eréctil de su cuerpo.

—Más tarde hablaremos, ahora no.

Sigüenza abrió la boca para protestar, pero una fuerte mano en su espalda, empujándolo hacia afuera, se lo impidió. El hombre de la cicatriz miró un momento de reojo a la mujer y, con una media sonrisa de despreció, siguió a su compañero.

Cuando la puerta del camarote se cerró, el capitán arrastró la única silla que había hasta la cama, se sentó y apoyó los antebrazos en las rodillas. Una gota de lluvia se deslizó por su sien hasta la mejilla. Entrelazó las manos y observó el miedo que había en su prisionera, en sus almendrados y oscuros ojos y el largo cabello negro recogido en una trenza.

—¿Qué voy a hacer con usted? —Fue más un pensamiento que una pregunta.

Amanda apretó con fuerza el colgante contra su pecho. De hecho, esas no eran las primeras palabras que había esperado oír. Aunque tampoco sabía cuales habrían sido exactamente, porque, desde que se había percatado de que ya no estaba en su cama y que tres pares de ojos la observaban como si ella fuera un bicho sumamente repulsivo o libidinoso, que el miedo había colapsado su cabeza y dejado de funcionar.

—¿Dónde estoy? —consiguió decir con voz temblorosa, mirando el reducido espacio en el que se encontraba. Una penumbra desprovista de cualquier lujo, con una portilla medio cubierta de verdín y una mesilla que hacia las funciones de escritorio donde reposaba una lámpara.

—Lo único que deseo de usted es su collar. Así que, tranquilícese.

Amanda oprimió la piedra verde contra el pecho observando con un punto de curiosidad la frialdad de los ojos que la miraban, tan gélidos como la muerte, mientras percibía el halo de oscuridad que emanaba de su captor. Un halo que no se veía acentuado por el color de su pelo, negro como su indumentaria, ni por el color de su piel, tostada por el sol. Era algo que parecía surgir de su interior, una sombra que lo envolvía.

—¿Me ha secuestrado por mi collar? —preguntó.

El capitán Gregory arqueó una ceja en un gesto de irritación.

—¿Cómo lo consiguió?

Amanda bajó la mirada y la perdió en la penumbra del jergón.

—Me lo dio mi madre en su lecho de muerte. Es el único recuerdo que me queda de ella.

—¿Me permite que lo vea de cerca? —Una sonrisa cargada de ironía se dibujó en sus labios al ver el miedo que oscurecía de repente sus ojos—. Si quisiera quitárselo, ya lo habría hecho.

Y realmente parecía ser capaz de ir al mismísimo inframundo para conseguir lo que deseaba, incluso de enfrentarse al monstruo de tres cabezas y cola de serpiente que franqueaba su puerta. Amanda apretó con más fuerza la piedra mientras evocaba el día, meses atrás, que había hecho el equipaje para reunirse con su padre en aquella tierra. Lo había dejado todo atrás. Los recuerdos que atesoraba en el baúl que había al pie de su cama. Las joyas de su madre. Todo, excepto el collar. Así se lo había aconsejado su tía y, aunque ella esperaba encontrar algo en esa tierra que le hablara de sus padres, no encontró nada; salvo muebles y una servidumbre sin memoria y muchas veces sin lengua, muda.

Ante su prolongado silencio, el capitán se levantó de la silla y se sentó en la estrecha cama. Había tanto temor en los ojos de ella que algo en su interior se estremeció; como si una suave brisa hubiera sido capaz de remover un recuerdo dormido, pero no olvidado.

Alargó el brazo y puso la mano sobre la de ella, aferrada a la piedra como si le fuera en ello la vida. Amanda levantó despacio la cabeza hacia él y, cuando sus miradas se encontraron, tuvo la absurda sensación de que el devastador sonido de un trueno quedaba contenido en un bostezo. Y, en ese preciso instante, supo con total claridad que ese hombre, el capitán de ese navío, sería capaz de cualquier cosa por conseguir lo que deseaba. Incluso matarla.

El capitán Gregory observó el colgante que tenía en la palma de la mano con una arruga de irritación. Maldita sea, ¿por qué esa piedra era necesaria para encontrar el tesoro de Christopher Black? Sopesó el peso, trató de descubrir alguna muesca o señal en ella, pero solo era una piedra verde. Y por más que le daba mil vueltas a esa pregunta, no lograba encontrarle ningún sentido ni explicación. A menos, claro, que se hubiera dejado engañar por una sucia y rastrera rata.

Se levantó y se acercó a la portilla. Entrelazó las manos en la espalda y se perdió en la oscuridad exterior.

—¿Puedo saber por qué le interesa mi collar?

La voz le sonó lejana. Una voz, por eso, que consiguió traerlo de vuelta del infierno que estaba planeando para una rata.

—¿Cómo consiguió su madre el collar? —inquirió él a su vez.

—Que yo recuerde, siempre lo tuvo.

El capitán giró la cabeza hacia ella; sus ojos tan fríos como el hierro.

—¿Esta segura de eso?

Ella asintió con un leve movimiento de cabeza. A la débil luz de la lámpara, él parecía un demonio surgido de las profundidades del mar, con la camisa arremangada por encima de los codos y la chupa húmeda por la lluvia. Una visión perturbadora para unos ojos virginales que solo habían contemplado a caballeros ociosos, blandos y acomodados a los placeres de la opulencia.

La mirada de él se oscureció ligeramente.

—¿Conoce a los hombres que trabajan para su padre?

—¿Se refiere a la servidumbre? —inquirió un tanto insegura.

—Mas bien a su secretario personal.

—Me temo que no —repuso y apartó la mirada—. Solo hace dos meses que estoy en esta tierra y apenas he salido de mis aposentos. —Permaneció un instante en silencio y alzó los ojos hacia él—. ¿Tiene algo que ver con mi collar?

El capitán la miró, su expresión fría, severa.

—¿Cuál es su nombre?

—Amanda.

—Muy bien, Amanda, hasta que no decida qué voy a hacer con usted, permanecerá en este camarote —dijo observando cómo el miedo danzaba en sus ojos—. Como comprenderá, mis hombres no están acostumbrados a ver mujeres medio desnudas paseándose por mi barco y no voy a perdonar ningún incidente en este sentido.