Capítulo 5

 

 

 

 

 

La lluvia seguía cayendo con insistencia sobre la cubierta de La Esmeralda, de la misma manera que el ardor que sentía Sigüenza seguía creciendo. Echó una furiosa mirada a la oscuridad que lo envolvía y tomó un trago de ron; uno de largo, mientras buscaba con la mirada al capitán Gregory. Se llevó otra vez la botella a los labios y escuchó a Jenkins describir a la tripulación las gruesas sogas que había visto al desembarcar y a las mujerzuelas de la taberna.

Unas palabras que le recordaron los turgentes pechos que los marineros habían manoseado en la penumbra y que hicieron que deslizara la mirada hacia los piratas que escuchaban a Jenkins. Ninguno de ellos parecía estar interesado en lo que podía estar sucediendo entre el capitán y su obsesión, es más, solo había descubierto o intuido alguna que otra mirada por su parte hacia el camarote donde ella se encontraba.

Bebió otro sorbo de ron y se distanció del grupo con un reniego paseándose por su boca. Por culpa de la lluvia tenía la ropa pegada al cuerpo y no quería que vieran su elevada excitación. Se apoyó en la barandilla de estribor y miró de reojo la oscuridad que se había convertido en parte de su obsesión. Hacia dos meses que esperaba ese instante, un delirio de extenuantes noches en las que nada conseguía aplacar el ardor que lo consumía, ni las febriles arremetidas contra las almohadas de su cama ni las mujerzuelas que tan bien describía Jenkins.

Tanto tiempo que apenas podía contenerse para no ofrecer a su cuerpo una breve liberación, algo que lo ayudara a pensar con más claridad.

Dejó que su mente siguiera navegando por los tenebrosos resquicios de su pasado y recordó las largas y calurosas noches después de su sorpresivo encuentro con el capitán Gregory. Tumbado en su cama, desnudo bajo la luz de una vela, observando la sombra que proyectaba su miembro en la pared, grande, potente, viendo cómo se transformaba y adquiría las delicadas curvas de su obsesión. Ni por un momento había contemplado la posibilidad de que su plan pudiera fallar. El Demonio de los Mares solo era un pirata que deseaba, como todo hombre, riquezas para tener a cuanta mujer se le antojase y no miraría a Amanda de ninguna otra manera que no fuera como una mera distracción antes de tirarla a los cerdos.

—A los cerdos —murmuró mirando de reojo a la tripulación. Ellos eran su único obstáculo.

Se llevó una vez más la botella a los labios y con otro reniego rozó por encima de la ropa su erección. Estaba hambriento y solo había una mano que pudiera apaciguar su ardor mientras esperaba el instante en que se vaciaría en el interior de su obsesión. Aprisionó su miembro y comenzó a moverla con brusquedad, con asco por lo que ella le estaba obligando a hacer. La tripulación de La Esmeralda era un peligro para sus insatisfechas ansias. Claro que, cuando el capitán le había puesto un cuchillo en el gaznate, en medio del temor que le provocaba traicionar a don Rodríguez de la Huerta, su cabeza solo le había señalado un camino, una senda que lo conduciría a la liberación total y plena.

Recordó que había murmurado algo, algo sin sentido que le había permitido marcar las pautas del camino que debería seguir. Fue entonces cuando se imaginó a los hombres de La Esmeralda. Sombras deshumanizadas, toscas, obscenas, acostumbradas a la sangre y a la traición. Cerdos peleando entre sí para ser el primero en desahogarse dentro de ella, arrebatándole así su venganza.

Por eso le había pedido al Demonio de los Mares que lo llevara con él a la búsqueda del tesoro, por eso le había pedido que le concediera el honor de ser el primero. Porque deseaba ver el brillo que aparecería en los ojos de la hija de don Rodríguez cuando lo viera desnudo, con su remo erecto y gigante, potente, hambriento de su candor.

Se encorvó ligeramente y reprimió un grito de rabia. Había llegado el tan esperado desahogo, un acto repulsivo que lo llenaba de vergüenza. Alzó la cabeza hacia el cielo esperando que el agua borrara cualquier rastro de su pecado.