Capítulo 7

 

 

 

 

 

A la mañana siguiente el sol brillaba con tanta crudeza que secaba los gaznates de la tripulación de La Esmeralda como si fueran uvas. El capitán Gregory apoyó una mano en la barandilla y observó desde el puente de mando a Sigüenza echar cubos de agua salada sobre la cubierta. Limpiar la cubierta de La Esmeralda solo era una ínfima parte del infierno que había diseñado para él, después de llegar a la conclusión de que había secuestrado a la hija de don Rodríguez para, llegado el momento, detener la furia de sus cañones sobre ellos. ¿Por qué otra cosa si no lo habría hecho? Solo era una manera como otra cualquiera de salvar el pellejo hasta que obtuviera su parte del botín. Entonces, como la rata que era, huiría a algún lugar donde la ira de don Rodríguez no pudiera alcanzarle.

—Todavía no hemos avistado ningún barco, capitán —dijo Jenkins a su lado.

—Es cuestión de tiempo —repuso observando la vastedad azul que los rodeaba—. Don Rodríguez no se quedará de brazos cruzados, y cuando se dé cuenta de que el pergamino también ha desaparecido, no tardará en atar cabos. —Su mirada cayó de nuevo sobre la espalda de Sigüenza—. Y a estas horas ya debe de saber que ha sido traicionado.

—¿No sería mejor deshacernos de ella? —tanteó secándose el sudor de la frente con un trozo de tela—. Podríamos dejarla en un bote con agua y comida para unos días; no la necesitamos para nada.

—Te equivocas, Jenkins, sí que la necesitamos.

Miró el horizonte azul difuminándose con el cielo y después las maniobras de la tripulación. Por fin había vislumbrado el plan maquiavélico que había trazado algún dios sobre él o por lo menos intuido el principio. Estaba seguro de que los últimos acontecimientos no podían ser una simple coincidencia, y durante la noche no había hecho otra cosa que buscar la conexión hasta que la había encontrado.

Él la necesitaba para regresar al infierno.

Un infierno que había jurado no pisar en mucho tiempo.

Bajó a cubierta y se dirigió al camarote donde estaba Amanda mientras se imaginaba la cara que pondría sir William cuando se enterara de que La Esmeralda había regresado a Puerto Ambición; la sonrisa que aparecería en el rostro de madame Rose Marie, desdibujándose en un rictus de irritación cuando descubriera que una mujer lo acompañaba; en Flanagan… Sí, estaba preparado para volver al infierno, pero no para contemplar la imagen que capturó todos sus sentidos y lo dejó sin aliento; sin habla.

Esa mañana, después de un insulso y parco desayuno, Amanda le había pedido a Jenkins un barreño donde poder asearse y, ahora, sentada en la cama con el largo camisón hasta las rodillas y los pies en el barreño, se mojaba las piernas con movimientos suaves. Había tanta sensualidad en sus gestos, en cómo sus manos se deslizaban y dejaban una estela de seda en la piel, que el cuerpo del capitán reaccionó al instante.

Despacio, por temor a que cualquier alteración pudiera romper el hechizo, se apoyó en la puerta, sin llegar a creer que esa simple visión pudiera causarle semejante efecto. A lo largo de su vida había visto a muchas mujeres desnudas, todas diferentes y únicas a su manera, pero ninguna de ellas había despertado en él el fuego que en ese momento quemaba su piel, sus huesos. Un fuego que se propagaba con voracidad por todo su cuerpo.

Amanda se recogió un ondulado mechón de pelo detrás de la oreja y le pareció percibir por el rabillo del ojo una sombra, una presencia. Giró la cabeza hacia la puerta y durante dos latidos de corazón se quedó quieta, ruborizada, perdida en la intensidad de su mirada. La figura del capitán Gregory, oscura y misteriosa, con la pistola y el largo cuchillo en el cinto, irradiaba tanta fuerza que ella era capaz de sentirla en cada poro.

Turbada por las desconcertantes emociones que él le causaba, apartó la mirada y una señal de alarma se disparó en su interior al percatarse de la desnudez de sus piernas. Con un respingo se apresuró a cubrirlas y el agua del barreño caló el bajo de la tela.

Una media sonrisa floreció en los labios del capitán. Entró en el camarote, hincó una rodilla en el suelo ante ella, hundió una mano en el barreño y, con suavidad, le cogió un pie y lo besó; apenas rozó con los labios. Inmediatamente después, un gemido encubierto como una maldición vibró en su pecho y recorrió su garganta. Quería más, mucho más. Apartó la tela mojada que se pegaba al tobillo de la mujer mientras sus labios y su lengua se apoderaban de cada una de las gotas de agua; de la estela que dejaban en su piel.

Amanda tiró la pierna hacia atrás para liberarse de sus caricias, pero él no estaba dispuesto a soltarla con tanta facilidad. Apenas había comenzado y cada parte de su cuerpo ardía en deseo. Le subió con una mano el camisón hasta las rodillas y el dolor palpitante de su entrepierna creció. Volvió a hundir la mano en el barreño y con movimientos suaves acarició la blanca y sedosa piel. Parecía un náufrago recorriendo por primera vez la isla que lo había salvado de la muerte, explorando sus rincones, deleitándose por estar vivo y poseer esa tierra solo para él.

Amanda apretó con fuerza los dientes al oír cómo un suspiro, casi imperceptible, se escapaba de su boca. Demasiado avergonzada y asombrada al mismo tiempo de su reacción, apartó la mirada para que el capitán no pudiera ver los estremecimientos de placer que le causaban sus caricias. Pero sus dedos se aferraban con fuerza en la sábana como si no supieran qué otra cosa hacer, al tiempo que ella entreabría los labios para coger una nueva bocanada de aire. Era la primera vez en su vida que un hombre la tocaba más allá de la mano, y no sabía qué tenía que hacer ni sentir. En un principio había reaccionado por instinto, por miedo a lo desconocido, a lo que su tía, sin lugar a duda, tacharía de inmoral. Pero en ese instante su piel parecía haber contraído algún tipo de fiebre que le hacía desear que las turbadoras caricias abarcaran cada centímetro de su cuerpo, y ella deseaba poder cerrar los ojos y abandonarse a esas sensaciones.

Sin embargo, hizo todo lo contrario.

Esta vez tiró con más fuerza hasta lograr su objetivo y, sintiéndose ultrajada, se refugió contra la pared. Acurrucada, con el largo camisón cubriéndole las piernas, se abrazó las rodillas.

—Esto que ha hecho no está bien, capitán —musitó.

Él la miró fijamente, el azul de sus ojos presagiaba tormenta, un vendaval capaz de llevarse por delante a cualquier persona que se interpusiera en su camino.

Despacio, se levantó.

—¿Y qué es eso tan grave que, a su parecer, he hecho?

Ella enrojeció. Aún sentía el ardor de sus labios, las sensuales caricias de su lengua abriendo, predisponiendo su cuerpo a sensaciones prohibidas, excitantes. Inconscientemente, escondió los dedos de los pies.

—Usted ya sabe a qué me refiero.

Hubo un instante de silencio, turbio, incomodo; cargado de tensión.

Como quiera —dijo al final con brusquedad. Aunque no conseguía apartar la mirada de sus labios que pedían a gritos ser besados, mordidos. Cogió aire y lo expulsó de golpe, tratando de congelar el fuego que corría por sus venas—. Si he venido a verla es porque he pensado que tal vez pueda ayudarme.

—¿Ayudarle?

Le dio la espalda y se acercó a la portilla.

—Como debe suponer, y dadas las circunstancias, su presencia en este barco ya no es necesaria. Así que solo tengo dos opciones: o la meto en un bote y la dejo a merced de la intemperie con agua y comida para unos días o… —Su mirada se oscureció—, la llevó conmigo al infierno.

Amanda parpadeó, desconcertada.

—¿Qué… qué circunstancias son esas?

Él le dirigió una mirada de reojo.

—Como le dije, solo necesito su collar —repuso con indiferencia, disfrutando del tormento que le infligía. Una pequeña venganza por lo que le había impedido hacer. Acercó la silla a la cama, se sentó y apoyó una bota en el borde del lecho—. La elección es simple. ¿Cuál de las dos prefiere?

Ella enderezó la espalda y lo miró con desdén.

—No le voy a entregar mi collar —dijo apretándolo con fuerza.

—No necesito que me lo dé. —La amenaza quedó suspendida en el aire, tan glacial como su mirada. Es más, no necesitaba su consentimiento para llevarla a donde él quisiera, era su prisionera, podía hacer con ella lo que le viniera en gana. Pero, para sus planes, era necesario que ella estuviera dispuesta a secundarlos—. Se lo voy a plantear de otra manera. Si decidiera tentar a la suerte y lanzarse a la aventura del mar en solitario, su vida y su… —un destello de excitación iluminó sus ojos— integridad, correrían peligro. Estas aguas están infestadas de piratas, corsarios y tratantes de esclavos, y estoy seguro de que puede llegar a hacerse una idea de lo que le pasaría si la descubrieran. —Deslizó la mirada, incendiada aún por la necesidad, por su cuerpo—. Por otro lado, puede venir conmigo al infierno y conservar el collar.

Amanda encerró con más fuerza la piedra en la mano.

—Y después, capitán, ¿qué pasaría conmigo si decido ir con usted?

—La devolveré a su casa, sana y salva. —Y se perdió un instante entre sus tupidas pestañas y en el ligero temblor de sus labios—. Pero antes de que tome una decisión, debo explicarle por qué en este momento nos dirigimos hacia allí. —Hizo una breve pausa, se levantó y dio unos pasos por el camarote—. La noche que la secuestraron, usted no fue lo único que desapareció de su casa.

—La noche que sus hombres me secuestraron, querrá decir.

Una sonrisa despuntó en los labios de él, indescifrable.

—No sé qué decirle. Supongo que alguien se aseguró de que usted cayera en mis manos y, sinceramente, poco me importa saber el motivo que le impulsó a hacerlo; me basta con que esté aquí. —Después de regalarle una misteriosa sonrisa, reanudó sus pasos—. Como le decía, esa noche también desapareció de su casa el mapa que tenía su padre para encontrar el tesoro de Christopher Black.

—El mapa de… —Un escalofrío de auténtico pavor recorrió su columna vertebral al recordar las cuatro palabras que de manera casual había oído una mañana en la cubierta del Santa Sofía, el barco que la había alejado de su tía y de todo cuanto había querido—. Durante la larga travesía de Sevilla hasta aquí, una mañana escuché a dos marineros hablar de él. Decían que había matado a toda su tripulación para que ninguno de ellos pudiera señalar el lugar dónde había escondido su tesoro. Que había sido el pirata más sanguinario y cruel en navegar por estas aguas; que había sido despiadado con sus víctimas…

Una sombra veló el rostro del capitán Gregory.

—Le aseguro que esos hombres se quedaron cortos al hablar de él.

—Pero ¿por qué mi padre tenía su mapa? ¿Cómo lo consiguió?

—Lo único que puedo decirle es que ahora lo tengo yo.

Amanda lo miró. ¿Por qué no le sorprendía nada lo que le decía? Después de todo, alguien capaz de secuestrar a una mujer por su collar, también era capaz de robar el mapa de un tesoro.

—Pero, no acabo de comprenderlo. ¿Qué tiene que ver mi collar con todo esto?

El capitán Gregory se encogió de hombros.

—Eso es algo que tendremos que averiguar si decide acompañarme.

Amanda separó los labios dispuesta a explicarle que era imposible que su collar pudiera estar relacionado de alguna manera con Christopher Black, aunque no salió ningún sonido de su garganta. ¿Qué iba a conseguir si lo hacía? ¿Un viaje a la muerte o, en el mejor de los casos, a la esclavitud? Él acababa de decírselo. En cambio, si seguía creyendo que la necesitaba para encontrar el tesoro, podría conservar el collar y, con algo de suerte, regresar junto a su padre. Él se lo había prometido, ¿no?

—Está bien, iré con usted.

—Perfecto, pero hay otra cosa que debe saber antes de que lleguemos a nuestro destino. A ojos de todo el mundo, usted será mi prometida. —Amanda parpadeó; era lo máximo que podía hacer en ese momento, pues su cerebro se había quedado atascado en sus últimas palabras—. Es necesario que acepte si quiere conservar su integridad intacta —le recordó divertido—. No olvide cuál es nuestro destino.

Un nudo de angustia se formó en el pecho de ella al tratar de imaginarse cómo sería el lugar que Christopher Black habría escogido para enterrar su tesoro.

—¿Qué entiende usted por infierno, capitán?

Una sonrisa se perfiló en sus labios; fría y sensual.

—Prefiero que lo vea usted misma. El infierno nunca se presenta igual para dos personas. Por cierto —dijo antes de abrir la puerta del camarote—, por si quiere practicar un poco, ver cómo suena mi nombre en sus labios: Gregory, capitán Gregory.

Los ojos de Amanda se abrieron como dos soles oscuros.

—El Demonio de los Mares —susurró sintiendo cómo un escalofrío de miedo ascendía por su columna.