Hacia el año 1776, algunas personas importantes de las colonias inglesas descubrieron algo que resultaría enormemente útil durante los doscientos próximos años. El hallazgo fue el pensar que si creaban una nación, un símbolo, una entidad legal llamada Estados Unidos, podrían arrebatarles las tierras, los beneficios y el poder político a los favoritos del Imperio Británico. Y que además, en este proceso, podrían desactivar una serie de rebeliones potenciales y crear un consenso de apoyo popular para la andadura de un nuevo y privilegiado liderazgo.
Vista así, la Revolución Americana fue una operación genial y los Padres de la Patria se merecen el respetuoso tributo que han recibido a lo largo de los siglos. Crearon el sistema más efectivo de control nacional diseñado en la edad moderna y demostraron a las futuras generaciones de líderes las ventajas que surgen de la combinación del paternalismo y del autoritarismo.
Después de la virginiana Rebelión de Bacon, en 1760, se produjeron dieciocho nuevos intentos de derrocar los gobiernos coloniales. También hubo ocho revueltas de negros en Carolina del Sur y Nueva York, y cuarenta algaradas de diferente naturaleza.
Entonces también surgieron, según Jack Greene, “élites políticas y sociales locales de carácter estable, coherente, efectivo y respetado”. En 1760, este liderazgo local vio la posibilidad de dirigir a una gran parte de las energías rebeldes contra Inglaterra y sus representantes oficiales locales. No fue un complot conspicuo, sino un cúmulo de respuestas tácticas.
Después de 1763, con la victoria de Inglaterra sobre Francia en la Guerra de los Siete Años (que en América se conoce como la Guerra de los Franceses y los Indios) -la cual conllevó la expulsión de los franceses- los ambiciosos líderes coloniales ya no sentían la amenaza francesa. Ahora sólo les quedaban dos rivales: los ingleses y los indios. Los británicos, con el afán de ganarse a los indios, habían declarado zona prohibida las tierras indias más allá de los montes Apalaches (Proclamación de 1763). Una vez despachados los ingleses, quizás podrían ir a por los indios. De nuevo no estamos hablando de una estrategia premeditada de la élite colonial, sino de un proceso de concienciación a medida que se producían los acontecimientos.
Tras la derrota de los franceses, el gobierno británico pudo dedicarse a apretar las tuercas a las colonias. Necesitaba dinero para pagar la guerra, y para ello contaba con las colonias. Además el comercio colonial tenía cada vez más importancia y era más provechoso para la economía británica: en 1700 equivalía a unas 500.000 libras, y en 1770 ya ascendía a 2.800.000 libras.
Por lo tanto, mientras que los ingleses necesitaban cada vez más la riqueza colonial, los líderes americanos estaban cada vez más desencantados con el mando inglés. Estaban sembradas las semillas del conflicto.
La guerra con Francia había traído gloria para los generales, muerte a los soldados rasos, riqueza para los comerciantes y desempleo para los pobres. Al acabar la guerra, vivían 25.000 personas en Nueva York (en 1720 había 7.000). Un director de diario escribió acerca de la cifra cada vez mayor de “mendigos y pobres vagabundos” en las calles de la ciudad. Salían cartas en la prensa que cuestionaban la distribución de la riqueza: “¿Cuándo habíamos visto nuestras calles tan repletas de miles de barriles de harina para el comercio mientras nuestros más inmediatos vecinos a duras penas pueden ganarse un pastelito para satisfacer su hambre?”
El estudio de Gary Nash sobre los listados de impuestos municipales demuestra que al inicio de la década de 1770, el 5% más potente de los contribuyentes bostonianos controlaba el 49% de los bienes imponibles de la ciudad. En Filadelfia y Nueva York, la riqueza estaba cada día más concentrada. Los testamentos documentados en los juzgados demuestran que en 1750 los habitantes más ricos de las ciudades ya legaban 20.000 libras (el equivalente a $2,5M de hoy).
En Boston las clases populares empezaban a usar las reuniones municipales para dar salida a sus quejas. El gobernador de Massachusetts había escrito que en estas reuniones, “los habitantes más viles… debido a su constante presencia, normalmente están en mayoría y sus votos cuentan más que los de los caballeros, los comerciantes, los negociantes y la parte más noble de la ciudadanía”.
Lo que parece haber pasado en Boston es que ciertos abogados, directores de prensa y comerciantes de las clases privilegiadas, pero excluidos de los círculos dirigentes cercanos a Inglaterra -hombres como James Otis y Samuel Adams- organizaron un “caucus político en Boston” y a través de su oratoria y sus escritos “moldearon la opinión de la clase trabajadora, llamaron a las turbas a la acción, e influyeron en su comportamiento”. Esta es la descripción que hizo Gary Nash de Otis, quien, según dice, “reflejaba y también formaba la opinión popular, consciente de la pérdida de las fortunas y del resentimiento de los ciudadanos de a pie”.
Aquí queda trazado el talante de la larga historia de la política americana: la dinamización de la energía de las clases populares -por parte de los políticos de la casta dirigente- para su propio beneficio. No se trataba de pura y simple decepción. En parte se trataba de un reconocimiento genuino de las quejas de las clases populares. Esto ayuda a explicar su efectividad como táctica a lo largo de los siglos.
En 1762, hablando en contra de los dirigentes conservadores de la colonia de Massachusetts -representados por Thomas Hutchison- Otis dio un ejemplo de la clase de retórica que podía usar un abogado a la hora de movilizar a los trabajadores artesanales de la ciudad:
Como la mayoría de vosotros me veo obligado a ganarme la vida con el trabajo de mis manos y el sudor de mi frente. Me veo obligado a pasar por malos tragos para ganarme el amargo pan bajo las miradas de desprecio de gente que no tiene derechos naturales ni divinos para considerarse superiores a mí, y que deben toda su grandeza y honor al hecho de haber machacado a los pobres…
En ese tiempo parece que Boston estuvo lleno de conflictos de clase. En el Gazette de Boston, alguien escribió en 1763 que “unas personas que están en el poder” estaban promocionando proyectos políticos “para mantener pobre a la gente para que fuera humilde”.
Este sentimiento acumulado de protesta contra los ricos de Boston puede que explique la pasión de las acciones de la turba en contra del Stamp Act, una ley de 1765 que creaba nuevos impuestos. Con esta ley los británicos pretendían que los colonos pagaran la guerra francesa con sus impuestos, cuando esa guerra había servido para extender los límites del Imperio Británico. Ese verano, un zapatero llamado Ebenezer MacIntosh encabezó la multitud en la destrucción de la casa de un rico comerciante bostoniano llamado Andrew Oliver. Al cabo de dos semanas, la turba se abalanzó sobre la casa de Thomas Hutchison, símbolo de la élite de ricos que mandaban en las colonias en nombre de Inglaterra. Destrozaron su casa a hachazos, se bebieron el vino de su bodega, y saquearon las dependencias, llevándose muebles y otros objetos. Un informe realizado por las autoridades y enviado a Inglaterra apuntaba que esto formaba parte de un plan más extenso en el que se debían destrozar las casas de quince ricos como parte de “una guerra de saqueo, pillaje generalizado e intentos de eliminar la distinción entre ricos y pobres”.
Fue uno de esos momentos en que la furia contra los ricos sobrepasaba la voluntad de líderes como Otis. ¿Se podría concentrar el odio de clase en la élite pro-británica, y dejar intacta a la élite nacionalista? En Nueva York, el mismo año de los ataques a casas en Boston, alguien escribió en la Gazette de Nueva York: “¿Es justo que 99, y no 999, sufran por las extravagancias y la grandeza de uno, sobre todo cuando se considera que los hombres a menudo deben su riqueza al empobrecimiento de sus vecinos?” Los líderes de la Revolución se ocuparían de mantener tales sentimientos bajo control.
Los trabajadores artesanales exigían democracia política en las ciudades coloniales: querían reuniones abiertas de las asambleas representativas, galerías públicas en las cámaras legislativas y la publicación de los resultados de las votaciones nominales para que los electores pudieran controlar a sus representantes. Querían mítines al aire libre, donde la población pudiera participar en la elaboración de las políticas, impuestos más equitativos, control de los precios y la elección de trabajadores artesanales y otra gente normal a los puestos de gobierno.
Durante las elecciones para la convención de 1776, en que se había de preparar una constitución para Pennsylvania, un comité de particulares (Privates Committee) animaba a los electores a oponerse a “los ricos y a los ricachones… que siempre están marcando diferencias en la sociedad”. El Comité de particulares elaboró un manifiesto de derechos para la convención que contenía la siguiente declaración: “Una proporción enorme de la propiedad en manos de unos pocos individuos es un peligro para los derechos, y destructivo para la común felicidad de los hombres; por lo tanto cada estado libre tiene el derecho a limitar la posesión de tales propiedades con su legislación”.
En las zonas rurales, donde vivía la mayor parte de la gente, había un conflicto similar de los pobres contra los ricos. Esta circunstancia fue utilizada por los líderes políticos para movilizar a la población en contra de Inglaterra. Otorgaban algunos beneficios a los rebeldes pobres, y se quedaban ellos mismos con la parte mayor. Las revueltas protagonizadas por los arrendatarios de Nueva Jersey en la década de 1740–1750, las ocurridas en el valle del Hudson neoyorquino en el período 1750–1770 y la rebelión que estalló en el noreste de Nueva York y que desembocó en la separación de Vermont del Estado de Nueva York eran algo más que esporádicas protestas. Eran movimientos sociales de largo alcance, bien organizados, que contemplaban la creación de gobiernos paralelos.
Entre 1766 y 1771 se organizó en Carolina del Norte un “Movimiento Regulador” de agricultores blancos para oponerse a las autoridades ricas y corruptas. Coincidía perfectamente en el tiempo con los años en que crecía la agitación anti-británica en las ciudades del noreste y se marginaban los asuntos de clase. Los reguladores se referían a sí mismos como “campesinos pobres y trabajadores”, o como “campesinos”, “pobres miserables”, “oprimidos” por los “ricos y poderosos… los monstruos mal intencionados”.
Se oponían al sistema impositivo, que resultaba especialmente duro para los pobres, y a la combinación de comerciantes y abogados que trabajaban en los juzgados para recaudar las deudas de los acosados agricultores. Los reguladores no representaban ni a los criados ni a los esclavos, pero sí tenían en cuenta a los pequeños propietarios, a los “ocupas” y a los arrendatarios.
En la década 1760–1770, los reguladores de Orange County, se organizaron para impedir la recaudación de impuestos y la confiscación de las propiedades de los que infringían el pago de los mismos. Las autoridades dijeron: “Se ha declarado una insurrección de tendencias peligrosas en Orange County”, e hicieron planes para reprimirla. En uno de los episodios, setecientos campesinos armados liberaron por la fuerza a dos líderes reguladores. En otro condado, Anson, un coronel de la milicia local se quejó de “los tumultos sin igual, las insurrecciones y los disturbios que están afectando nuestro condado”. En otro episodio, cien hombres interrumpieron una vista en el juzgado del condado.
El resultado de esto fue que la asamblea introdujo algunas reformas legislativas suaves, pero también una ley para “impedir las revueltas y los tumultos”, y que el gobernador se preparara para aplastarlos por la vía militar. En mayo de 1771, hubo una batalla decisiva en la que un ejército disciplinado derrotó a cañonazos a varios miles de campesinos. Fueron ahorcados seis reguladores.
Una consecuencia de este amargo conflicto es que tan sólo parecía haber participado en la Guerra Revolucionaria una minoría de los habitantes de los condados con implantación reguladora. La mayoría, probablemente, se mantuvo en la neutralidad.
Afortunadamente para el movimiento revolucionario, las principales batallas se estaban librando en el norte, en cuyas ciudades los líderes coloniales habían dividido a la población blanca; podían ganarse a los trabajadores artesanales -una especie de clase media-, que, al tener que competir con los industriales ingleses, tenían intereses creados en la lucha contra Inglaterra. El problema principal era el control de la gente sin propiedades que estaba sin empleo y sufría del hambre que nacía de la crisis posterior a la guerra francesa.
En Boston las quejas económicas de las clases más marginadas se mezclaron con el enfado que había contra los británicos. Esto hizo estallar la violencia de las turbas. Los líderes del movimiento independentista querían usar la energía callejera contra Inglaterra, pero también querían contenerla para que no se les exigiera demasiado a ellos mismos.
Un grupo político bostoniano llamado Loyal Nine (Nueve Leales) -compuesto por mercaderes, destiladores, armadores y maestros artesanos opuestos al Stamp Act- organizaron, en agosto de 1765, una procesión de protesta. Colocaron a cincuenta maestros artesanos en la cabecera, pero necesitaron movilizar a los trabajadores portuarios del norte y a los trabajadores artesanales y aprendices del sur de la ciudad. En la procesión hubo dos o tres mil personas (excluyeron a los negros). Desfilaron hasta la casa del jefe del servicio de impuestos y quemaron su efigie. Pero cuando se fueron los gentlemen -los caballeros- que habían organizado la manifestación, la multitud prosiguó la protesta destruyendo una parte de las propiedades del alto funcionario.
Entonces se convocó una reunión del pueblo y los mismos líderes que habían planeado la manifestación denunciaron la violencia desatada y desautorizaron las acciones de la multitud. Cuando se retiró el Stamp Act, debido al aplastante rechazo que suscitaba, los líderes conservadores cortaron su relación con los alborotadores. Y cada año en que celebraban el aniversario de la primera manifestación contra el Stamp Act, no invitaron a los alborotadores, sino -según Dirk Hoerder- “mayoritariamente a los bostonianos de clase alta y media, que viajaban en carruajes y coches a Roxbury o Dorchester para celebrar opulentos festejos”.
Cuando el Parlamento Británico hizo un nuevo intento para recaudar fondos en las colonias con una serie de impuestos -diseñados esta vez para no levantar tanta oposición-, los líderes coloniales organizaron actos de boicot. Pero insistían en que no hubieran “ni multitudes ni tumultos para que no peligren las personas y las propiedades de vuestros enemigos más irreconciliables”. Samuel Adams dio los siguientes consejos: “Nada de multitudes - Nada de alborotos - Nada de tumultos”. Y James Otis dijo que “ninguna circunstancia, por muy opresiva que fuera, podía considerarse suficientemente seria como para justificar los alborotos y desórdenes de tipo privado…”
El acuartelamiento de tropas por parte de los británicos resultaba especialmente negativo para los marineros y demás gente trabajadora. Después de 1768 se acuartelaron dos mil soldados en Boston y la tensión entre las multitudes y los soldados creció. Los soldados empezaron a arrebatarles los empleos -que ya eran escasos- a la gente trabajadora. El 5 de marzo de 1770 las quejas de los cordeleros contra el hecho de que los soldados británicos les arrebatasen los empleos desembocó en una lucha.
Delante de la casa de las aduanas se reunió una muchedumbre profiriendo insultos contra los soldados. Estos dispararon, y en un primer momento mataron a Crispus Attucks, un trabajador mulato, y después a otros. Este incidente pasó a conocerse como la “Masacre de Boston”. Los sentimientos anti-británicos crecieron rápidamente cuando absolvieron a seis de los soldados británicos (a dos les marcaron los pulgares con un hierro candente y les expulsaron del ejército). John Adams, abogado defensor de los soldados británicos, describió a la muchedumbre presente en la Masacre como “una banda de indeseables, negros y mulatos, vagabundos irlandeses y gamberros marineruchos”. Del total de dieciséis mil habitantes que tenía Boston, quizá fueron unas diez mil las que se juntaron en el cortejo fúnebre por las víctimas de la Masacre. Esto hizo que los ingleses retirasen a las tropas de Boston e intentasen apaciguar la situación.
En el trasfondo de la Masacre estaba el reclutamiento forzoso de los colonos para el servicio militar (conocido como Impressment). Se habían producido alborotos por este tema a lo largo de la década 1760–70 en Nueva York y en Newport, Rhode Island. En este último lugar se manifestaron quinientas personas, entre marineros, jovenes y negros. Seis semanas antes de la Masacre de Boston, en Nueva York había habido una batalla campal entre marineros y soldados británicos que les quitaban los puestos de trabajo, con el resultado de un marinero muerto.
En el Tea Party2 de Boston de 1773, se cogió el té de los navíos para echarlo a las aguas del puerto. Según Dirk Hoerder, el Comité de Correspondencia de Boston -formado hacía un año para organizar acciones anti-británicas- “controló desde un inicio las acciones multitudinarias contra el té”. El Tea Party provocó las Leyes Coercitivas del Parlamento, las cuales establecían virtualmente la ley marcial en Massachusetts, con la disolución del gobierno colonial, la clausura del puerto de Boston y el envío de tropas. A pesar de ello, se hicieron mítines multitudinarios de oposición.
Pauline Maier, que estudió el desarrollo del movimiento de oposición a Gran Bretaña en la década anterior a 1776 en su libro From Resistance to Revolution, subraya la moderación de los líderes y cómo, a pesar de su deseo de resistir, tenían una “predisposición al orden y a la contención”. Maier apunta: “Los dirigentes y los miembros del comité de los Hijos de la Libertad se nutrían casi exclusivamente de las clases medias y altas de la sociedad colonial”. Sin embargo, su objetivo era extender la organización y ampliarla con una gran base de asalariados.
En Virginia, los terratenientes educados veían con claridad que tenían que hacer algo para persuadir a las clases bajas a unirse a la causa revolucionaria para así reorientar su furia y dirigirla contra Inglaterra.
Era un tema para el cual las habilidades retóricas de Patrick Henry estaban estupendamente adaptadas. Encontró un lenguaje que inspiraba a todas las clases. Era lo suficientemente específico en su enumeración de quejas como para enardecer las iras populares contra los británicos, pero lo suficientemente impreciso como para evitar el conflicto de clase entre los rebeldes y lo suficientemente apasionado como para tocar la fibra patriótica y aumentar así el movimiento de resistencia.
Este efecto es el que iba a conseguir el panfleto Common Sense, de Tom Paine. Aparecido en 1776, llegaría a ser el más popular en las colonias americanas. Planteó el primer argumento audaz en favor de la independencia en palabras que cualquier persona mínimamente educada pudiera entender: “La sociedad es una bendición en todo estado, pero el Gobierno, en el mejor de los casos, no es más que un mal necesario…”
Paine descartó la idea del derecho divino de los reyes con una historia mordaz de la monarquía británica remontándose a la conquista normanda de 1066, cuando Guillermo el Conquistador vino de Francia para establecerse en el trono británico: “Para expresarlo en términos claros, un bastardo francés que desembarcó con un ejército de bandidos y se estableció como rey de Inglaterra contra la volundad de sus nativos es un origen muy poco noble; lo seguro es que de divino no tiene nada”.
Paine contrastó las ventajas prácticas de mantenerse unidos a Inglaterra con las de separarse de ella:
Reto al partidario más apasionado de la reconciliación que muestre una sola ventaja que este continente pueda derivar de su vinculación a Gran Bretaña. Repito el reto; no se deriva ni una sola ventaja. Nuestro trigo encontrará su precio en cualquier mercado europeo, y nuestras importaciones deben ser pagadas por ellos allá donde…
Respecto a los efectos negativos de la vinculación con Inglaterra, Paine apeló a la memoria de los colonos respecto a las guerras en que Inglaterra les había involucrado, guerras caras en vidas y dinero. Poco a poco iba subiendo el tono emocional:
Todo lo que sea correcto o razonable pide la separación. La sangre de los muertos, la voz llorosa de la naturaleza llama: ES HORA DE LA SEPARACION.
En 1776 se hicieron veinticinco ediciones de Common Sense y se vendieron cientos de miles de copias. Es probable que casi todo colono alfabetizado lo leyera o conociera su contenido. En esta época el arte del panfleto se había convertido en el principal foro de debate sobre las relaciones con Inglaterra. Entre 1750 y 1776 aparecieron cuatrocientos panfletos con argumentos a favor y en contra de las partes implicadas en el Stamp Act, la Masacre de Boston, el Tea Party de 1773 o las cuestiones generales de la desobediencia a la ley, la lealtad hacia el gobierno, los derechos y las obligaciones.
El panfleto de Paine agradó a un amplio espectro de la opinión colonial molesta con Inglaterra. Pero causó cierta preocupación en los aristócratas como John Adams, que a pesar de estar con la causa patriota, querían asegurarse de que no habría excesos democráticos. Había que controlar las asambleas populares, pensaba Adams, porque “producían resultados precipitados y juicios absurdos”.
El mismo Paine era un inglés de extracto “inferior”, un pasante, inspector de hacienda, maestro, o sea, un emigrante pobre en América. Pero una vez en marcha la Revolución, Paine dejó cada vez más claro que no estaba a favor de las acciones de la turba que protagonizaban las clases subalternas - como esos milicianos que en 1779 atacaron la casa de James Wilson, un líder revolucionario opuesto a los controles de los precios que quería un gobierno más conservador que el que había establecido la Constitución de Pennsylvania en 1776. Paine llegó a ser el socio de uno de los hombres más ricos de Pennsylvania, Robert Morris, prestándole su apoyo cuando éste creó el Banco de Norte América.
Después, durante la polémica suscitada en torno a la adopción de la Constitución, Paine representó de nuevo a los artesanos urbanos que estaban a favor de un gobierno central poderoso. Parecía creer que un gobierno así podía ser de un gran interés común. En este sentido, él mismo se prestó a la perfección al mito de la Revolución -que se llevaba a cabo para unir al pueblo.
La Declaración de Independencia hizo que ese mito llegara al más alto grado de la elocuencia. Al aumentar la dureza de cada medida de control británico -la Proclamación de 1763, que prohibía la colonización más allá de los montes Apalaches, el Stamp Act, los impuestos de Townshend, incluido el del té, el acuartelamiento de tropas y la Masacre de Boston, la clausura del puerto de Boston y la disolución del parlamento de Massachusetts- hizo que la rebelión colonial creciera hasta desembocar en la Revolución. Los colonos habían respondido mediante el Congreso del Stamp Act, los Hijos de la Libertad, los Comités de Correspondencia, el Tea Party de Boston, y, finalmente, en 1774, estableciendo un Congreso Continental -una entidad clandestina, precursora de un gobierno independiente.
Fue después de la escaramuza de Lexington y Concord de abril de 1775 entre los Minutemen coloniales y las tropas británicas, cuando el Congreso Continental se decidió por la separación. Organizaron un pequeño comité para redactar la Declaración de Independencia, que escribió Thomas Jefferson y que finalmente fue adoptada por el Congreso el 2 de julio y proclamada con carácter solemne el día 4 de julio de 1776.
Para entonces ya existía un importante sentimiento en favor de la independencia. Las resoluciones adoptadas en Carolina del Norte en mayo de 1776 -y después enviadas al Congreso Continental- declaraban la independencia con respecto a Inglaterra, establecían la nulidad de toda ley británica, y abogaban por los preparativos militares. Por aquel entonces, se habían reunido los habitantes de la ciudad de Malden, Massachusetts (en respuesta a la petición hecha por la Casa de Representantes de Massachusetts en el sentido de que todos los pueblos del estado expresaran su postura respecto a la independencia), y se habían posicionado a favor de ella: “… por lo tanto renunciamos con desdén a nuestra asociación con un reino de esclavos; lanzamos nuestro adiós final a Gran Bretaña”.
“Cuando en el curso de los acontecimientos humanos se hace necesario que un pueblo disuelva los vínculos políticos… deben declararse las causas…” Así empezaba la Declaración de Independencia. Entonces, en el párrafo segundo, llegaba la poderosa declaración filosófica:
Consideramos patentes estas verdades, que todos los hombres son creados iguales, que su Creador les da ciertos derechos inalienables, entre otros el de la Vida, el de la Libertad y el de la Felicidad. Que para asegurar estos derechos, se instauran gobiernos entre los hombres, derivando sus justos poderes del consentimiento de los gobernados, que cuando cualquier forma de gobierno sea destructiva respecto a estos fines, el pueblo tenga derecho a alterar o abolirla, y a constituir un nuevo gobierno…
Acto seguido enumeraba las quejas contra el rey, “una historia de repetidos perjuicios y usurpaciones, todos ellos con el objeto de establecer una Tiranía absoluta en estos Estados”. La lista acusaba al rey de disolver los gobiernos coloniales, de controlar a los jueces, de enviar “un montón de funcionarios para hostigar a nuestra gente”, de enviar ejércitos de ocupación, de interrumpir el comercio colonial con otras zonas del mundo, de recaudar impuestos entre los colonos sin su consentimiento, y de declararles la guerra, “transportando grandes ejércitos de mercenarios extranjeros para llevar a cabo actos de muerte, desolación y tiranía”.
Todo esto -el lenguaje del control popular sobre los gobiernos, el derecho a la rebelión y a la revolución, la indignación ante la tiranía política, las cargas económicas, los ataques militares- era una jerga que se utilizaba para unir a un gran número de colonos, y persuadir incluso a los que tenían conflictos entre sí para que se unieran en la causa común contra Inglaterra.
Algunos americanos fueron claramente excluidos de este círculo de intereses que significaba la Declaración de Independencia, como fue el caso de los indios, de los esclavos negros y de las mujeres. De hecho, un párrafo de la Declaración acusaba al rey de incitar las rebeliones de los esclavos y los ataques indios:
Ha provocado insurrecciones domésticas entre nosotros, y ha pretendido echarnos encima los habitantes de nuestras fronteras, los indios salvajes inmisericordes, cuyo dominio del arte de la guerra consiste en la destrucción indiscriminada de toda persona, no importando su edad, sexo o condición.
Veinte años antes de la Declaración, una proclamación del parlamento de Massachusetts, del 3 de noviembre de 1755, declaraba a los indios Penobscot “rebeldes, enemigos y traidores” y ofrecía una recompensa “por cada cabellera de indio macho traído… de cuarenta libras. Por cada cabellera de cada mujer india o joven macho de menos de doce años que se matase… veinte libras…”
Thomas Jefferson había escrito un párrafo de la Declaración acusando al rey de transportar esclavos de África a las colonias y de “suprimir todo intento legislativo de prohibir o restringir este comercio execrable”. Esto parecía expresar una reprobación indignada contra la esclavitud y el comercio de esclavos (la actitud de Jefferson hacia la esclavitud hay que contrastarla con el hecho de que tuvo centenares de esclavos hasta el día que murió). Pero tras esta actitud existía el temor cada vez más agudo entre los virginianos y algunos otros sureños por la creciente cantidad de esclavos negros que había en las colonias (el 20% de la población total) y la amenaza de las revueltas de esclavos a medida que crecía su número.
El Congreso Continental eliminó el párrafo de Jefferson porque los propietarios de esclavos no querían acabar con el comercio de esclavos. En el gran manifiesto libertador de la Revolución Americana no se incluyó ni ese mínimo gesto hacia el esclavo negro.
El uso de la frase “todos los hombres son creados iguales” seguramente no pretendía referirse a las mujeres. Su inclusión no era ni remotamente posible. Eran políticamente invisibles. Y aunque las necesidades prácticas conferían a las mujeres cierta autoridad en el hogar, ni siquiera se las tomaba en cuenta a la hora de otorgar derechos políticos y nociones de igualdad cívica.
El hecho de decir que la Declaración de Independencia, incluso en su propio enunciado, estaba limitada al concepto de “vida, libertad y felicidad para los machos blancos” no significa denunciar a los creadores y firmantes de la Declaración, que tomaron las ideas de los machos privilegiados del siglo dieciocho. Muchas veces se les acusa a los reformistas y a los radicales, con su observación descontenta de la historia, de esperar demasiado de un período político pretérito, cosa que a veces hacen. Pero el hecho de citar a los marginados de los derechos humanos, tal como los contempló la Declaración, no significa -siglos más tarde y sin objeto- denunciar las limitaciones morales de esa época. Sirve para intentar entender la manera en que funcionó la Declaración en el sentido de movilizar a ciertos grupos de americanos e ignorar a otros. Seguramente, el lenguaje que la inspiró para crear un consenso seguro todavía se utiliza hoy, en nuestros días, para encubrir importantes conflictos de intereses, y también para disimular la omisión de grandes sectores de la raza humana.
La realidad que yacía en las palabras de la Declaración de Independencia era que una clase emergente de gente importante necesitaba alistar en su bando a los suficientes americanos como para vencer a Inglaterra, sin perturbar demasiado las relaciones entre riqueza y poder que se habían desarrollado durante 150 años de historia colonial. De hecho, el 69% de los signatarios de la Declaración de Independencia habían ocupado puestos en la administración colonial inglesa.
Cuando se proclamó la Declaración de Independencia -con toda su jerga incendiaria y radical- desde el balcón del Ayuntamiento de Boston, fue leída por Thomas Crafts, miembro del grupo Loyal Nine (Los Nueve Leales), conservadores que se habían opuesto a la acción militante contra los británicos. Cuatro días después de esa lectura, el Comité de Correspondencia de Boston ordenó a los ciudadanos que se presentaran en el Common (espacio abierto central) de la ciudad para incorporarse a filas. Pero lo cierto es que los ricos podían evitar el servicio militar si pagaban a unos substitutos, mientras que los pobres tenían que apechugar. Esto provocó disturbios y el grito de “la tiranía es la tiranía, venga de donde venga”.
2. La Fiesta del té de Boston