El coronel Ethan Allen Hitchcock, un soldado profesional graduado en la Academia Militar, comandante del tercer Regimiento de Infantería, lector de Shakespeare, Chaucer, Hegel y Spinoza, escribió en su diario:
Fuerte Jesup, La., 30 junio, 1845. Llegaron órdenes urgentes anoche desde Washington City que indicaban al general Taylor que debía desplazarse sin demora a… para ocupar posiciones en la ribera o cerca del Río Grande. Debe expulsar cualquier fuerza armada de mejicanos que pueda cruzar el río. Bliss me leyó rápidamente las órdenes ayer por la tarde a la hora de la retreta. Apenas he dormido pensando en los arduos preparativos… La violencia lleva a la violencia y, o mucho me equivoco o este movimiento nuestro provocará otras acciones violentas y el derramamiento de más sangre.
Hitchcock no estaba equivocado. La compra de Louisiana por parte de Jefferson había doblado el territorio de los Estados Unidos, llegando sus límites hasta las montañas Rocosas. Al suroeste estaba México, que había ganado su independencia en una guerra revolucionaria contra España en 1821. México era un país enorme que incluía Texas y lo que hoy conocemos como Nuevo México, Utah, Nevada, Arizona, California y una parte de Colorado. Después de una campaña de agitación, y con la ayuda de Estados Unidos, Texas rompió con México en 1836 y se declaró como la “República de la Estrella Solitaria”. En 1845, el Congreso estadounidense la incorporó como nuevo estado de la Unión.
Ahora estaba en la Casa Blanca James Polk, del partido Demócrata. Era un expansionista que, en la noche de su toma de posesión del cargo, confió al Secretario de la Marina que uno de sus principales objetivos era la adquisición de California. La orden que mandó al general Taylor para que acercara sus tropas al Río Grande era un reto a los mexicanos. No quedaba nada claro que el Río Grande fuese la frontera del sur de Texas, aunque Texas había obligado al vencido general mejicano Santa Anna -a quien tenían preso- a que así lo declarara. La frontera tradicional entre Texas y México había sido el Río Nueces, unas 150 millas más al norte, y tanto México como los Estados Unidos lo habían reconocido como frontera. Sin embargo, Polk, al animar a los tejanos a que aceptaran la anexión, les había asegurado que apoyaría su reivindicación del Río Grande.
El hecho de mandar tropas al Río Grande, un territorio habitado por mexicanos, era una clara provocación. El ejército de Taylor marchó en columnas paralelas a través de la pradera, con guías muy adelantados y en los flancos, y con un tren en la retaguardia. Entonces, el 28 de marzo de 1846, por una carretera estrecha y atravesando un chaparral espeso, llegaron a unos campos cultivados y unas chozas de tejados de paja que sus moradores mejicanos habían abandonado con prisas, huyendo por el río hacia la ciudad de Matamoros. Taylor montó su campamento, empezó la construcción de un fuerte y colocó sus cañones frente a las blancas casas de Matamoros, cuyos habitantes observaban con curiosidad el despliegue de todo un ejército en la ribera de un tranquilo río.
El Union de Washington, un periódico que reflejaba la posición del presidente Polk y del partido Demócrata, había hablado, a principios de 1845, del significado de la anexión tejana:
Que se lleve a término la gran medida de la anexión, y con ello, el tema de la frontera y las reivindicaciones. ¿Quién podrá detener el torrente que invadirá el Oeste? Tendremos abierta la carretera hacia California. ¿Quién parará los pies a nuestra gente del oeste?
Poco después, en el verano de 1845, John O’Sullivan, director de Democratic Review, usó una frase que se hizo famosa, diciendo que era “nuestro destino manifiesto llenar el continente otorgado por la Providencia para el libre desarrollo de nuestra cada vez más numerosa gente”. Así pues, se trataba de un “destino-manifiesto”.
Lo único que hacía falta en la primavera de 1846 para hacer estallar la guerra que buscaba Polk era un incidente militar. Llegó en abril, cuando desapareció el intendente del general Taylor, el coronel Cross, mientras subía por el Río Grande a caballo. Once días después encontraron su cadáver, con la calavera destrozada por un fuerte golpe. Se dio por hecho que lo habían matado guerrilleros mexicanos venidos del otro lado del río.
Al día siguiente (25 de abril), una patrulla de los soldados de Taylor se vio rodeada y atacada por mexicanos, siendo exterminada: hubo dieciséis muertos, otros resultaron heridos y el resto fueron capturados. Taylor envió un despacho a Polk: “Se pueden considerar abiertas las hostilidades”.
Los mexicanos habían disparado la primera bala. Pero según el coronel Hitchcock, habían hecho lo que deseaba el gobierno americano. Escribió en su diario, incluso antes de los primeros incidentes:
He mantenido desde el principio que los Estados Unidos son los agresores… No tenemos el más mínimo derecho a estar aquí… Parece que el gobierno envió un pequeño destacamiento aposta para provocar la guerra, para tener un pretexto para tomar California y todo el territorio que se le antoje… Mi corazón no está metido en este asunto… pero como militar, debo cumplir las órdenes.
El 9 de mayo, antes de recibirse noticias de las acciones bélicas, Polk recomendó a su gabinete una declaración de guerra. Polk dejó constancia en su diario de lo que había dicho en el consejo de ministros:
Dije… que hasta ese momento, por lo que sabíamos, no habíamos recibido noticia de ninguna agresión por parte del ejército mejicano, pero que el peligro de que se produjeran tales actos era inminente. Dije que en mi opinión teníamos amplias razones para hacer la guerra, y que era imposible… permanecer en silencio mucho tiempo más… que el país estaba excitado e impaciente por este tema…
El país distaba de estar “excitado e impaciente”. Pero el presidente sí que lo estaba. Cuando llegaron los despachos del general Taylor hablando de las bajas causadas por el ataque mejicano, Polk reunió su gabinete para oir la noticia, y por unanimidad acordaron que se debía pedir una declaración de guerra. El mensaje de Polk al Congreso fue de indignación: “México ha vulnerado las fronteras de Estados Unidos, ha invadido nuestro territorio y ha derramado sangre americana en territorio americano…”
El Congreso se apresuró a aprobar el mensaje de guerra. No se examinaron los montones de documentos oficiales que acompañaban el mensaje de guerra -supuestamente pruebas que explicaban la declaración de Polk-, sino que fueron inmediatamente aprobados por la Cámara. El debate sobre la ley, que proponía proveer voluntarios y fondos para la guerra, no pasó de las dos horas, y la mayor parte de ese tiempo se consumió en la lectura de extractos seleccionados de los documentos aprobados, así que apenas sobró media hora para la discusión de los temas.
El partido Whig también quería California, pero prefería adueñarse de él sin guerra. Sin embargo, no se negaron a proporcionar hombres y dinero para la operación y se unieron a los demócratas en una votación masiva -174 contra 14- a favor de la guerra.
En el Senado hubo debate, pero se limitó a un día, y se aprobó la moción a favor de la guerra por 40 a 2, con la unión entre whigs y demócratas. John Quincy Adams, de Massachusetts, que de entrada había votado con los “catorce testarudos”, finalmente votó por las asignaciones de guerra.
Abraham Lincoln de Illinois todavía no estaba en el Congreso cuando empezó la guerra, pero después de su elección en 1846 tuvo ocasión de votar y opinar sobre ella. Sus “resoluciones inmediatas” se hicieron famosas, pues retó a Polk para que especificara el punto exacto en donde se había derramado sangre americana “en territorio americano”. Pero no intentó acabar la guerra frenando los fondos destinados a hombres y abastecimientos. Hablando en la Cámara el 27 de julio de 1848, dijo:
Si decir que “la guerra la ha declarado el Presidente sin necesidad ni respetando las vías constitucionales” es una oposición a la guerra, entonces los whigs se han opuesto a ella de forma manifiesta… El hecho de enviar un ejército a un pacífico poblado mejicano, ahuyentando a sus moradores, exponiendo sus cultivos y demás propiedades a la destrucción, puede que a Ud. le parezca un comportamiento perfectamente amistoso y pacífico, libre de provocación; pero a nosotros no nos lo parece… Pero si, al estallar la guerra, y al convertirse en la causa de nuestro país, la provisión de nuestro dinero y nuestra sangre, junto con la vuestra, era un apoyo a la guerra, entonces no es verdad que siempre nos hayamos opuesto a la guerra. Con pocas excepciones, siempre habéis contado con nuestros votos para todas las provisiones necesarias…
Un puñado de congresistas abolicionistas votaron en contra de toda medida marcial, al ver la campaña de México como una manera de extender el territorio negrero del Sur. Entre estos congresistas se encontraba Joshua Giddings de Ohio, un orador apasionado, de gran poderío físico, que la llamó “una guerra agresiva, terrible e injusta”.
Después de la aprobación de la guerra en el Congreso, en mayo de 1846, hubo concentraciones y manifestaciones de apoyo a la guerra en Nueva York, Baltimore, Indianapolis, Filadelfia y muchos sitios más. Miles de personas se alistaron como voluntarios en el ejército. En los primeros días de la guerra, el poeta Walt Whitman escribió en el Eagle de Brooklyn: “Sí, ¡a México hay que castigarlo severamente!… Que ahora se lleven nuestras armas con un espíritu que enseñe al mundo que, mientras no nos perdemos en discusiones, América sí sabe aplastar, como también extender sus fronteras!”
Junto a esta agresividad existía la idea de que los Estados Unidos regalaban bendiciones de libertad y democracia a más gente. Esto se entremezclaba con ideas de superioridad racial, de codicia por las bellas tierras de Nuevo México y California, y sueños de empresas comerciales por el Pacífico. El Herald de Nueva York dijo, en 1847: “La nación universal Yankee puede regenerarse y sobreponerse a la gente de México en unos pocos años; y creemos que es parte de nuestro destino civilizar ese bello país”.
El Congressman Globe del 11 de febrero de 1847 informaba así:
El Sr. Giles de Maryland: -Doy por hecho que ganaremos territorio, y que debemos ganar territorio, antes de cerrar las puertas del templo de Jano… Debemos marchar de océano en océano… Debemos marchar de Texas, directos hacia el Océano Pacífico, y sólo tener sus terribles olas como frontera… Es el destino de la raza blanca, es el destino de la raza anglo-sajona…
Por el contrario, la Sociedad Americana Abolicionista dijo que la guerra “se hace sólo con el propósito detestable y horrible de extender y perpetuar el régimen esclavista por el vasto territorio de México”. Un poeta y abolicionista bostoniano de veintisiete años, James Russell Lowell, empezó a escribir poemas satíricos en el Courier de Boston (luego serían conocidos como los Biglow Papers). En ellos, un granjero de Nueva Inglaterra, Hosea Biglow, hablaba de la guerra en su propio dialecto:
¿Y la guerra? Yo la llamo asesinato.
No hay forma más clara de decirlo
No quiero ir más allá
De mi testimonio sobre este hecho.
Sólo quieren esa California
Para amontonar más esclavos allí
Para abusar de ellos y maltratarlos
Y para aprovecharse como el demonio.
Apenas había empezado la guerra, en el verano de 1846, cuando un escritor, Henry David Thoreau, que vivía en Concord, Massachusetts, se negó a pagar el impuesto ciudadano, denunciando así la guerra de México. Fue encarcelado y pasó una noche en la prisión. Sus amigos, sin su consentimiento, pagaron sus impuestos, y fue liberado. Dos años después dio una conferencia, “La Resistencia al Gobierno Civil”, que luego fue impresa en forma de ensayo, “La Desobediencia Civil”:
No es deseable cultivar un respeto por la ley, sino por el derecho… La Ley nunca hizo a los hombres más justos; y, a través de su respeto por ella, se convierte incluso a los bien intencionados en agentes de la injusticia. Un resultado común y natural del respeto indebido por la ley es que puedas ver una fila de soldados… desfilando en perfecto orden por la campiña hacia la guerra, contra su voluntad, sí, contra su sentido común y sus conciencias, lo que hace muy difícil la marcha, y produce una palpitación del corazón.
Su amigo y también colega autor Ralph Waldo Emerson, estaba de acuerdo con él, pero pensaba que protestar era perder el tiempo. Cuando Emerson visitó a Thoreau en la cárcel le pidió: “¿Qué estás haciendo ahí dentro?” Se dice que Thoreau le replicó: “¿Qué estás haciendo ahí afuera?”
Las iglesias, en su mayoría, o estaban totalmente a favor de la guerra o guardaban un silencio temeroso. El reverendo Theodore Parker, ministro unitario en Boston, combinaba una crítica elocuente de la guerra con un menosprecio por el pueblo mejicano, a quien llamaba “un pueblo miserable; miserable en su origen, su historia y su personalidad”, que finalmente debía ceder como los indios. Sí, los Estados Unidos debían extenderse, dijo, pero no por la guerra, sino más bien por la fuerza de sus ideas, por la presión de su comercio y por “el avance irreprimible de una raza superior, con ideas superiores y una civilización mejor…”
El racismo de Parker estaba muy extendido. El congresista Delano de Ohio, un whig abolicionista, se opuso a la guerra porque tenía miedo de que los americanos se entremezclaran con una gente inferior, que “abrazan toda la gama de los colores… un triste compuesto de sangre española, inglesa, india y negra… que tiene como resultado, según se dice, la producción de una raza de seres ignorantes y perezosos”.
A medida que avanzaba la guerra, crecía la oposición. La Sociedad Americana por la Paz editaba un periódico, el Advocate of Peace, que publicaba versos, discursos, peticiones, y sermones contrarios a la guerra, con testimonios directos de la degradación que representaba la vida militar y los horrores de la batalla. Teniendo en cuenta los terribles esfuerzos de los líderes de la nación por conseguir apoyos patrióticos, el grado de oposición y crítica abierta que circulaba era significativo. Se celebraron mítines contra la guerra a pesar de los ataques de las turbas patrioteras.
A medida que el ejército se aproximaba a la Ciudad de México, el periódico abolicionista The Liberator se atrevió a exponer sus deseos de que las fuerzas americanas fueran vencidas: “Todo amante de la libertad y de la humanidad, en todo el mundo, debe desear que consigan [los mexicanos] las victorias más sonadas…”
El 21 de enero de 1848 Frederick Douglass, antiguo esclavo, orador y escritor extraordinario, escribió (en su periódico de Rochester, el North Star) sobre “la guerra actual -desgraciada, cruel e inocua- contra nuestra república hermana. México parece una víctima propiciatoria de la codicia anglosajona y del amor al dominio”. Douglass criticaba la falta de voluntad de los opositores a la guerra a la hora de actuar (incluso los abolicionistas seguían pagando sus impuestos):
Ningún político distinguido o eminente parecía dispuesto a sacrificar su popularidad en el partido… con una desaprobación de la guerra abierta y sin paliativos. Ninguno parecía dispuesto a posicionarse por la paz a toda costa; y todos parecían dispuestos a permitir que la guerra continuara de una manera u otra.
¿Cuál era la opinión del pueblo? Es difícil decirlo. Después de un primer entusiasmo, las prisas por alistarse empezaron a decaer.
Los historiadores de la guerra mejicana han hablado sin tapujos del “pueblo” y de la “opinión pública”. Sus testimonios, sin embargo, no vienen directamente “del pueblo”, sino más bien de los periódicos, que se proclaman “voz del pueblo”. El Herald de Nueva York informaba en agosto de 1845: “Las multitudes piden la guerra a gritos”. El Morning News de Nueva York dijo: “Los espíritus jóvenes y ardientes que pululan en las ciudades… sólo buscan un destino para su energía incontenible, y su atención ya está fijada en México”.
Es imposible conocer hasta dónde llegaba el apoyo popular a la guerra. Pero existen pruebas de que muchos obreros se opusieron a ella.
Hubo manifestaciones de trabajadores irlandeses contra la anexión de Texas en Nueva York, Boston y Lowell. En mayo, cuando empezó la guerra contra México, algunos trabajadores de Nueva York convocaron un mítin en oposición a la guerra, y acudieron muchos trabajadores irlandeses. En el mítin se dijo que la guerra era una estrategia de los negreros y se pidió la retirada de las tropas americanas del territorio en disputa. Ese año, una convención de la Asociación de Trabajadores de Nueva Inglaterra condenó la guerra y anunció que no “tomarían las armas para apoyar al negrero sureño a robar la quinta parte del jornal de nuestros compatriotas”.
Algunos periódicos protestaron nada más empezar la guerra. El día 12 de mayo de 1846, Horace Greeley escribió en el Tribune de Nueva York:
Podemos vencer con facilidad a los ejércitos de México, machacarlos a millares… ¿Quién cree que un puñado de victorias contra México y la “anexión” de la mitad de sus provincias, nos darán más libertad, una moralidad más pura, una industria más próspera que las que tenemos hoy?… ¿No es lo bastante miserable la vida, no nos llega la muerte lo suficientemente pronto sin necesidad de recurrir a la temible ingeniería de la guerra?
Y, ¿qué decir de los que lucharon en la guerra, de los soldados que marcharon, sudaron, enfermaron y murieron? ¿De los soldados mexicanos? ¿De los soldados americanos? Sabemos poca cosa de las reacciones de los soldados mexicanos.
Del ejército americano sabemos mucho más: sabemos que eran voluntarios, no reclutas, atraídos por el reclamo pecuniario y la oportunidad de promocionarse socialmente gracias al ascenso en las fuerzas armadas. Y sabemos que la mitad del ejército del general Taylor eran inmigrantes recientes, la mayoría irlandeses y alemanes, y que su patriotismo no era muy agudo. De hecho, muchos desertaron al bando mejicano, seducidos por las recompensas en dinero. Algunos se alistaron en el ejército mejicano y formaron su propio batallón, el de San Patricio.
Al inicio de la guerra, parecía haber entusiasmo en el ejército, estimulado por la paga y el patriotismo. El espíritu guerrero campeaba en Nueva York, donde el parlamento autorizó al gobernador a llamar a cincuenta mil voluntarios. En la calle, las pancartas rezaban: “México o muerte”. En Filadelfia hubo una concentración multitudinaria de veinte mil personas, y en Ohio hubo tres mil voluntarios.
Pronto se desvaneció este espíritu inicial. Un joven escribió anónimamente al Cambridge Chronicle:
Tampoco siento el más mínimo interés por alistarme en vuestro ejército, ni por apoyar las actividades bélicas en México. No tengo ningún interés por participar en las matanzas de mujeres y niños como las que se vieron en la captura de Monterey, etc. Tampoco tengo ningún deseo de someterme a las órdenes de un pequeño tirano militar, a cuyos caprichos debería de rendir una obediencia implícita. ¡Ni loco! Esas cosas no son para mí… Los tiempos de las carnicerías humanas ya pasaron… Y con rapidez se está acercando el día en que al soldado profesional se le colocará en el mismo rango que a los bandidos, los beduínos y los matones.
Se hicieron promesas extravagantes y se dijeron mentiras sin igual para ensanchar las unidades de voluntarios. Un hombre que escribió una historia de los Voluntarios de Nueva York declaró:
Muchos se alistaron pensando en sus familias, no teniendo empleo y habiendo oído promesas de “tres meses [de sueldo] por adelantado”. Se les prometió que podían dejar una parte de su paga para que sus familias pudieran disponer de ella en su ausencia… Declaro con rotundidad que se reclutó a todo el Regimiento de forma fraudulenta.
A finales de 1846 el reclutamiento caía en picado. Entonces se rebajaron las exigencias físicas y se anunció que a los que trajeran reclutas aceptables, se les pagaría $2 la “pieza”. Ni siquiera esto funcionó. A principios de 1847, el Congreso autorizó la creación de diez nuevos regimientos de tropas regulares que debían servir durante el tiempo que durase la guerra. Les prometieron 100 acres de tierra pública al licenciarse con honor. Pero la insatisfacción continuaba…
Pronto, la dura realidad de la batalla se impuso a la gloria y a las promesas. Cuando en el Río Grande, ante Matamoros, un ejército mejicano a las órdenes del general Arista se enfrentó al ejército -de tres mil soldados- de Taylor, las balas empezaron a volar. El artillero Samuel French vio su primera muerte en combate. Lo describe John Weems:
Se dio el caso de que estaba observando a un jinete cercano cuando vio como una bala rompía la perilla de la silla, penetraba en el cuerpo del hombre, y explotaba con una nube de color carmín al otro extremo.
Cuando acabó la contienda, quinientos mexicanos yacían muertos o heridos. Quizás hubo unas cincuenta bajas americanas. Weems describe las secuelas de la batalla: “La noche envolvió a los hombres exhaustos que se dormían en el mismo lugar donde caían sobre la aplastada hierba de la pradera, mientras que a su alrededor hombres caídos de ambos ejércitos chillaban y gemían con el dolor producido por las heridas. Con la misteriosa luz de las antorchas, la sierra del cirujano trabajó toda la santa noche”.
En los campamentos militares que estaban lejos del campo de batalla se olvidó con rapidez el romanticismo de los carteles de la campaña de reclutamiento.
Cuando el 2° Regimiento de Carabinas del Mississippi entraba en Nueva Orleans, fue atacado por el frío y la enfermedad. El cirujano del regimiento dio el siguiente informe: “Seis meses después de que nuestro regimiento hubiera entrado en servicio, habíamos sufrido unas pérdidas de 167 muertos, y 134 bajas por licencia”. El regimiento fue enjaulado en las bodegas de los transportes: ochocientos hombres en tres barcos. El cirujano continuó informando:
La oscura nube de la enfermedad aún se cernía sobre nosotros. Las bodegas de los barcos… estaban llenas de enfermos. El efluvio era intolerable… El mar empezó a crecerse… Durante la larga noche oscura el barco se balanceaba, echando a los enfermos de un lado para el otro, quedando marcada su piel en las ásperas esquinas de la litera. Los terribles gritos de los que deliraban, los lamentos de los enfermos y los melancólicos gemidos de los moribundos creaban una escena de confusión incesante… Durante cuatro semanas nos vimos confinados a esos horribles barcos y antes de que hubiéramos desembarcado en Brasos, habíamos depositado a veintiocho de los nuestros en las oscuras olas.
Mientras tanto, por tierra y por mar, las fuerzas anglo-americanas estaban penetrando en California. Después del largo viaje alrededor de la punta meridional de América del Sur y por la costa hasta Monterey, en California, un joven oficial de la marina escribió en su diario:
Asia… quedará en nuestra misma puerta trasera. Entrará población en las regiones fértiles de California. Se desarrollarán… los recursos del país entero… Las tierras públicas que bordean la ruta [de los ferrocarriles] dejarán de ser desiertos para convertirse en vergeles, y se establecerá allí una numerosa población…
En California tenía lugar una guerra muy diferente. Los anglo-americanos atacaron a los poblados españoles, robaron caballos y declararon que California ya no formaba parte de México. Ahora era la “República con un Oso en la Bandera”. Y como allí vivían indios, el oficial naval Revere reunió a sus jefes y les habló así (como recordaría tiempo después):
Os he convocado aquí para celebrar una charla. El país que habitáis ya no pertenece a México, sino a una poderosa nación cuyo territorio se extiende desde el gran océano que todos habéis visto u oído nombrar, a otro gran océano a miles de millas en dirección hacia el sol naciente… Nuestros ejércitos están ahora en México, y pronto conquistarán todo el país. Pero no tenéis nada que temer de nosotros, si lo que hacéis está bien… si sois fieles a vuestros nuevos jefes… Espero que alteraréis vuestros hábitos, y que seréis laboriosos y frugales, y que abandonaréis todos los bajos vicios que practicáis… Os vigilaremos y os daremos una libertad verdadera; pero tened cuidado con la sedición, la anarquía, y otros crímenes, porque el ejército que ahora os protege también sabe castigar, y llegará hasta vosotros en los escondites más recónditos.
El general Kearney entró sin dificultades en Nuevo México, y Santa Fe cayó sin dispararse una sola bala. Un oficial americano describió la reacción de la población mejicana al entrar el ejército estadounidense en la capital:
Nuestra entrada en la ciudad… se hizo con tintes muy agresivos, con las espadas en alto y con cara de pocos amigos… Al izarse la bandera americana, y al disparar el cañón las salvas de honor desde lo alto de la colina, muchas de las mujeres no pudieron contener sus tensas emociones… Se levantó el gemido de dolor por encima del ruido de nuestros caballos y llegó a nuestros oídos desde el fondo de las miserables chozas que había a ambos lados.
Eso fue en agosto. En diciembre, los mexicanos de Taos, Nuevo México, se rebelaron contra el dominio americano. La rebelión fue aplastada, y arrestaron a algunos rebeldes. Pero muchos huyeron, y continuaron realizando ataques esporádicos, matando a algunos americanos para luego esconderse en los montes. Allí les siguió el ejército americano, y en una última y desesperada batalla -en la que tomaron parte entre seiscientos y setecientos rebeldes -murieron 150. Parecía que la rebelión se estaba acabando.
En Los Angeles también hubo una revuelta. En septiembre de 1846 los mexicanos forzaron la rendición de la guarnición americana. Los estadounidenses no retomaron Los Angeles hasta el mes de enero, después de duros combates.
El general Taylor había cruzado el Río Grande, había ocupado Matamoros y ahora se desplazaba hacia el sur a través de México. Pero en territorio mejicano sus voluntarios se hicieron más indisciplinados, y las tropas, en estado de embriaguez, se dedicaron al pillaje de los poblados mexicanos, empezando a multiplicarse los casos de violación.
Al subir por el Río Grande hacia Camargo, el calor empezó a hacerse insoportable y el agua impura; las enfermedades se multiplicaron -diarrea, disentería y otras epidemias. La cifra de muertos se elevó a mil. Inicialmente, a los muertos se les había enterrado al son de la “Marcha Fúnebre”, tocada por una banda militar. Pero cuando la cifra de muertes se hizo excesiva, cesaron los funerales militares formales. Más al sur, hacia Monterey, hubo otra batalla en la que murieron, de forma agónica, hombres y caballos. Un oficial describió el suelo como “resbaladizo de… espuma y sangre”.
La marina estadounidense bombardeó Vera Cruz causando la muerte indiscriminada de civiles. Uno de los obuses lanzados dio en el edificio de correos, y otro en un hospital.
En dos días se lanzaron 1.300 obuses sobre la ciudad, hasta que se rindió. Un reportero del Delta de Nueva Orleans escribió: “Los mexicanos dan diferentes estimaciones de pérdidas, entre 500 y 1.000 muertos y heridos, pero todos están de acuerdo en que las bajas entre militares son relativamente menores y que la destrucción producida entre mujeres y niños es muy grande”.
Al entrar en la ciudad, el coronel Hitchcock escribió lo siguiente: “Nunca olvidaré el terrible fuego de nuestros morteros… disparando con espantosa certeza… a menudo dando en el centro de habitáculos privados fue horrendo. Tiemblo al pensar en ello”. No obstante, el fiel soldado Hitchcock escribió para el general Scott “una especie de discurso al pueblo mejicano” que luego se imprimió a millares en inglés y castellano. Decía: “… no tenemos la más leve animadversión hacia vosotros… no estamos aquí por ninguna otra razón mundana que para obtener la paz”.
Era una guerra entre la élite americana y la élite mejicana. Cada bando rivalizaba a la hora de animar, usar y matar a su propia gente. El comandante mejicano, Santa Anna, había aplastado rebeliones, una tras otra, y sus tropas prodigaban las violaciones y el pillaje después de las victorias. Cuando el coronel Hitchcock y el general Winfield Scott entraron en la finca de Santa Anna, encontraron sus paredes llenas de pinturas ornamentales. Pero la mitad de los hombres de su ejército yacían muertos o heridos.
El general Winfield Scott se desplazó hacia la última batalla -por la ciudad de México- con diez mil soldados que no tenían ganas de luchar. A tres días de marcha de Ciudad de México, en Jalapa, siete de sus once regimientos se evaporaron, al haber vencido su tiempo de servicio. La perspectiva de la batalla y el efecto de las enfermedades habían podido con ellos.
Los ejércitos mexicano y americano chocaron durante tres horas a las afueras de Ciudad de México, en Churubusco, y murieron miles de personas en ambos lados. Entre los presos mexicanos se identificaron sesenta y nueve desertores del ejército estadounidense.
Como tantas veces ocurre en la guerra, se luchaban batallas sin ningún propósito. Después de un incidente similar en las inmediaciones de Ciudad de México, en el que hubo terribles bajas, un teniente de la marina culpó al general Scott: “Lo había emplazado por error, y mandó que se luchara, sin suficientes fuerzas, por un objetivo que no existía”.
En la batalla final por la Ciudad de México, las tropas anglo-americanas tomaron el alto de Chapultepec y entraron en la ciudad, de 200.000 habitantes, cuando el general Santa Anna se había desplazado hacia el norte. Era el mes de septiembre de 1847. Un comerciante mexicano escribió a un amigo sobre el bombardeo de la ciudad: “En algunos casos se destruyeron bloques enteros y grandes cantidades de hombres, mujeres y niños murieron o sufrieron heridas”.
El general Santa Anna huyó a Huamantla, donde se libró otra batalla, y tuvo que huir de nuevo. Un teniente de infantería escribió a sus padres sobre lo que pasó después de que muriera un oficial llamado Walker en la batalla.
El general Lane… nos dijo que vengáramos la muerte del bravo Walker… primero irrumpieron en las tiendas de ron, y luego, borrachos perdidos, se cometieron toda suerte de atrocidades. Se desnudaron a las viejas y a las jóvenes -y otras muchas sufrieron suplicios aún peores. Se fusilaron hombres por docenas… sus propiedades, las iglesias, tiendas, y viviendas fueron saqueadas… Por primera vez sentí vergüenza de mi país.
Un voluntario de Pennsylvania con destino en Matamoros escribió a finales de la guerra: “Aquí tenemos una disciplina muy férrea. Algunos de nuestros oficiales son hombres buenos pero la mayoría son unos tiranos que tratan a sus hombres con brutalidad… esta noche, durante la instrucción, un oficial le abrió la cabeza a un soldado… Pero puede que llegue la hora, y pronto, de que los oficiales y la tropa estemos a la par… La vida de un soldado es asquerosa”.
La noche del 15 de agosto de 1847 unos regimientos de voluntarios de Virginia, Mississippi y Carolina del Norte se rebelaron en el norte de México contra el coronel Robert Treat Paine. Paine mató a un amotinado, pero dos de sus tenientes se negaron a ayudarle a sofocar el motín. Los rebeldes finalmente fueron rehabilitados en un intento de apaciguar la situación.
Las deserciones iban en aumento. En marzo de 1847 el ejército daba cifras de más de mil desertores. La cifra total de desertores durante la guerra fue de 9.207: 5.331 entre las tropas regulares y 3.876 entre los voluntarios. Los que no desertaron resultaban cada vez más difíciles de manejar. El general Cushing se refirió a sesenta y cinco hombres del primer Regimiento de Infantería de Massachusetts como “incorregiblemente tendentes al motín y a la insubordinación”.
La gloria de la victoria era para el presidente y los generales, no para los desertores, los muertos ni los heridos. Los Voluntarios de Massachusetts habían partido de casa con 630 efectivos. Volvieron con trescientos muertos, la mayoría por enfermedad, y en la cena de bienvenida a casa, su comandante, el general Cushing, fue abucheado por sus hombres.
Cuando los veteranos volvieron a casa, inmediatamente aparecieron especuladores para comprar las garantías de tierra que les había dado el gobierno. Muchos de los soldados, desesperados por obtener algo de dinero, vendieron sus 160 acres por menos de $50.
México se rindió. Entre los americanos hubo llamamientos favorables a apoderarse de todo el país. Pero con el Tratado de Guadalupe Hidalgo, firmado en febrero de 1848, sólo se quedaron con la mitad. La frontera de México se estableció en el Río Grande; se les cedió Nuevo México y California. Por todo ello, Los Estados Unidos pagaron a México $15 millones, lo cual llevó al periódico Whig Intelligencer a concluir que “no tomamos nada por conquista… gracias a Dios”.