Los libros de texto que tratan sobre la historia de los Estados Unidos normalmente no recogen los episodios relativos a la lucha de clases en el siglo XIX. Esa confrontación a menudo queda oculta tras la cortina de humo que supuso el intenso conflicto que hubo entre los principales partidos políticos -aunque ambos partidos representaran a las mismas clases dominantes de la nación.
Andrew Jackson, que fue elegido presidente en 1828 y que ocupó el cargo durante dos mandatos, dijo que hablaba en nombre de “los miembros más humildes de la sociedad -el agricultor, los artesanos y los campesinos…” Lo que es seguro es que no hablaba en nombre de los indios a quienes estaban expulsando de sus tierras, ni en el de los esclavos. Y es que las tensiones suscitadas por el desarrollo del sistema industrial y la emigración creciente, obligaron al gobierno a ampliar su base de apoyo entre los blancos. Y eso es lo que hizo la “democracia de Jackson”.
Era la nueva política de la ambigüedad, que hablaba en nombre de las clases baja y media para obtener su apoyo en tiempos de rápido crecimiento y problemas potenciales. El hecho de dar a elegir a la gente entre dos partidos y permitirles -en un tiempo de rebelión- la opción de escoger el ligeramente más democrático, era un método ingenioso de ejercer el control.
La idea de Jackson era la de conseguir la estabilidad y el control a base de ganar para el partido Demócrata “el interés medio, y especialmente… la masa de pequeños terratenientes del país” con “reformas prudentes, juiciosas y bien meditadas”. Esto es, unas reformas que no cediesen demasiado. Esas eran las palabras de Robert Rantoul, reformista, abogado corporativo y demócrata jacksoniano y un anticipo de lo que sería el afortunado mensaje del partido Demócrata -y a veces del partido Republicano- en el siglo veinte.
América se estaba desarrollando a gran velocidad y vivía en gran ebullición. En 1790, vivían en las ciudades menos de un millón de americanos; en 1840 la cifra llegaba a los 11 millones. Nueva York tenía, en el año 1820, 130.000 habitantes, y un millón en 1860. Y a pesar de que el viajero Alexis de Tocqueville había expresado su asombro ante “la igualdad general de condición entre sus habitantes”, tal observación no coincidía con los hechos.
En Filadelfia, vivían cincuenta y cinco miembros de familias obreras por vivienda. Normalmente había una familia por habitación, y no tenían ni sistema de eliminación de desechos, ni lavabos, ni aire fresco, ni agua. Existía un nuevo sistema de bombeo de las aguas del río Schuylkill, pero iban destinadas a las casas de los ricos.
En Nueva York se podía ver a los pobres echados en las calles entre la basura. No había desagües en los barrios bajos, y el agua fecal se acumulaba en los patios y en los callejones, filtrándose a los sótanos donde vivían las familias más pobres y trayendo consigo las epidemias de fiebre tifoidea -en 1837- y la de tifus -en 1842. Durante la epidemia de cólera de 1832, los ricos huyeron de la ciudad; los pobres se quedaron y murieron.
El gobierno no podía contar con esos pobres como aliado político. Pero ahí estaban -como los esclavos o los indios-, normalmente invisibles. Sólo representaban una amenaza si se rebelaban. No obstante, existían ciudadanos con más peso que sí podían dar su apoyo estable al sistema: se trataba de los obreros mejor pagados y de los terratenientes agrícolas. También estaba el nuevo trabajador urbano de cuello blanco, nacido del creciente comercio del momento. Se le prestaba suficiente atención y se le pagaba lo bastante como para permitir que se considerase miembro de la clase burguesa, y para que diese su apoyo a esa clase en tiempos de crisis.
La construcción de carreteras, canales, ferrocarriles, y también del telégrafo, facilitaba la apertura del oeste. Las granjas se estaban mecanizando. Los arados de hierro trabajaban la tierra en la mitad de tiempo. En 1850 la compañía John Deere fabricaba diez mil arados al año. Cyrus McCormick construía mil segadoras mecánicas anuales en su fábrica de Chicago. Un hombre provisto de hoz podía segar medio acre de trigo en un día. Con una segadora mecánica podía cosechar diez acres.
En un sistema económico que no estaba planificado de forma sistemática según las necesidades humanas, sino que crecía de forma caótica y obsesionado por los beneficios, no parecía haber manera de evitar el ciclo de auge y recaída de la economía. Hubo una depresión en 1837, y otra en 1853. Una manera de conseguir la estabilidad contemplaba la reducción de la competencia, la mejor organización de las empresas, y la evolución hacia el monopolio. A mediados de la década de 1850–60, los acuerdos sobre los precios y las fusiones se generalizaron: El Ferrocarril Central de Nueva York fue el resultado de la fusión de muchas empresas. La Asociación Americana del Latón se formó “para hacer frente a una competencia ruinosa”, según se dijo. La Asociación de Tejedores del Algodón del Condado de Hampton se organizó para controlar los precios, al igual que la Asociación Americana del Hierro.
Con una industria que necesitaba grandes cantidades de capital, había que minimizar los riesgos. Las autoridades estatales dieron certificados a las corporaciones para otorgarles el derecho legal de hacer negocios y recaudar fondos, sin poner en peligro las fortunas personales de los propietarios y los directores. Entre 1790 y 1860, recibieron estos certificados unas 2.300 corporaciones.
El gobierno federal, con Alexander Hamilton y el primer Congreso a la cabeza, ya habían concedido ayudas importantes que beneficiaban a los intereses empresariales. Ahora iban a hacer lo mismo, sólo que a escala mucho mayor.
Los hombres del ferrocarril viajaban a Washington y a las capitales estatales cargados de dólares, acciones y pases gratuitos para el ferrocarril. Entre 1850 y 1857, obtuvieron 25 millones de acres de terreno público, sin cargo alguno, y millones de dólares en bonos -préstamos- de los parlamentos estatales. En Wisconsin, en el año 1856, el Ferrocarril LaCrosse y Milwaukee obtuvo un millón de acres con la distribución de unos $900.000 en acciones y bonos entre cincuenta y nueve asambleístas, trece senadores y el gobernador. Dos años después el ferrocarril estaba en la bancarrota y los bonos carecían de valor.
En el este, los propietarios de fábricas se habían convertido en personas poderosas y bien organizadas. En 1850, quince familias bostonianas, llamadas los “Asociados” controlaban el 20% de la producción de algodón de los Estados Unidos, el 39% del capital de los seguros en Massachusetts, y el 40% de los recursos banqueros de Boston.
En vísperas de la Guerra Civil, las primeras prioridades de los hombres que dirigían el país eran el dinero y los beneficios -y no el movimiento antiesclavista. En palabras de Thomas Cochran y William Miller (The Age of Enterprise):
Webster era el héroe del Norte, y no Emerson, Parker, Garrison y Phillips; Webster, el hombre de las tarifas, el especulador de tierras, el abogado corporativo, político de los Asociados de Boston, heredero de la corona de Hamilton. “El gran objeto del gobierno” dijo “es la protección de la propiedad dentro de la nación, y conseguir respeto y fama en el extranjero”. Era por estos factores que predicaba la unión; por ellos entregaba al esclavo fugitivo.
Cochran y Miller describieron a los ricos de Boston:
Estos hombres vivían con todo lujo en Beacon Hill, admirados por sus vecinos por la filantropía y el mecenazgo que ejercían hacia el arte y la cultura. Comerciaban en State Street mientras sus directores adjuntos dirigían sus fábricas, sus directores ferroviarios llevaban los ferrocarriles de su propiedad, y sus agentes vendían su energía hidráulica y su propiedad inmobiliaria.
Ralph Waldo Emerson describió al Boston de esos años: “Hay cierto olor rancio en todas sus calles, en Beacon Street y Mount Vernon, así como en los bufetes de los abogados y los muelles, y el mismo egoísmo, la misma esterilidad y sentido de desesperación que la que se encuentra en las fábricas de zapatos”. El predicador Theodore Parker dijo a sus parroquianos: “El dinero es hoy el poder más fuerte de la nación”.
Los intentos de conseguir una estabilidad política no funcionaron. El nuevo industrialismo, las concurridas ciudades, las largas horas de trabajo en las fábricas, las repentinas crisis económicas -que hacían subir los precios y perder empleos-, la falta de alimentos y agua, los helados inviernos, las asfixiantes viviendas en verano, las epidemias y las muertes infantiles, todo esto llevaba a los pobres a reaccionar esporádicamente. A veces había levantamientos espontáneos, no premeditados, contra los ricos. Otras, el enfado se desviaba hacia el odio racial contra los negros, hacia la guerra religiosa contra los católicos, o en forma de cólera localista en contra del inmigrante. A veces se canalizaba hacia las manifestaciones y las huelgas.
El pleno desarrollo de la conciencia obrera de ese período -como el de cualquier período- se pierde en la historia. Pero quedan fragmentos que nos hacen interrogarnos por el grado de conciencia que existía bajo el muy práctico silencio de la gente trabajadora. Ha quedado constancia de un “Discurso… ante las Clases Artesanal y Trabajadora… de Filadelfia” de 1827, escrito por un “artesano analfabeto”, seguramente un joven zapatero:
Nos vemos oprimidos en todos los frentes. Trabajamos duro para producir todas las comodidades de la vida para el disfrute de otras personas, mientras que nosotros sólo obtenemos una mísera porción, incluso dependiendo ello -en el actual estado de la sociedad- de la voluntad de los empresarios.
La escocesa Frances Wright, feminista precoz y socialista utópica, fue invitada por los obreros de Filadelfia para hablar, el Cuatro de Julio de 1829, ante una de las primeras asociaciones ciudadanas de sindicatos obreros de los Estados Unidos. Preguntó si la Revolución se había luchado “para aplastar a los hijos e hijas de la industria de vuestro país bajo… el olvido, la pobreza, el vicio, el hambre y la enfermedad…” Se preguntó si la nueva tecnología no rebajaba el valor del trabajo humano, convirtiendo a las personas en meros apéndices de las máquinas, deformando las mentes y los cuerpos de los niños obreros.
Unos meses después, George Henry Evans, impresor y director del Workingman’s Advocate, escribió “La Declaración de Independencia del Hombre Trabajador”. Entre la lista de “hechos” que sometía a la consideración de sus conciudadanos “sinceros e imparciales”, había los siguientes:
1. Las leyes para recaudar impuestos se están cebando de forma opresiva en una sola clase social…
2. Las leyes para la incorporación particular son parciales… porque favorecen a una clase social a expensas de la otra…
3. Las leyes… han privado al noventa por ciento de los miembros del cuerpo político -que no son ricos- de unos medios igualitarios para disfrutar de “la vida, la libertad, y la consecución de la felicidad”… La injusta ley en favor de los terratenientes perjudica a los inquilinos… y es un ejemplo más de los incontables que hay.
Evans creía que “todos los que llegan a la edad adulta tienen derecho a propiedades por igual”.
En 1834, una asamblea sindical en la ciudad de Boston, con presencia de artesanos de Charleston y zapateras de Lynn, se refirió a la Declaración de Independencia:
Consideramos… que las leyes que tienen tendencia a levantar una clase particular por encima de sus conciudadanos, a base de la concesión de privilegios especiales, desafían y son contrarias a esos primeros principios…
Nuestro sistema público de Educación, que de forma tan liberal financia a esos seminarios de la sabiduría… donde sólo tienen acceso los ricos, mientras que nuestras escuelas comunes… están tan mal equipadas… que incluso en la infancia, los pobres tienden a creerse inferiores…
Las historias tradicionales no han recogido los episodios contemporáneos de insurrección. Un ejemplo serían los disturbios de Baltimore durante el verano de 1835, cuando el Banco de Maryland se desplomó y sus clientes perdieron sus depósitos de ahorro. Convencidos de que se había producido un fraude, se reunió una muchedumbre que empezó a romper las ventanas de los delegados del banco. Cuando los alborotadores destruyeron una casa, intervino la milicia, matando a unas veinte personas e hiriendo a cien. A la tarde siguiente, la gente atacó más casas.
Durante esos años se estaban formando los sindicatos. Los tribunales los llamaban “conspiraciones para limitar el comercio” y los declararon ilegales. Un juez de Nueva York, imponiendo multas contra una “conspiración” de sastres, dijo: “En esta privilegiada tierra de leyes y libertad, el camino de la promoción está abierto a todos… Cada americano sabe que… no necesita ninguna combinación artificial para su protección. [Las conspiraciones] son de origen extranjero y tiendo a pensar que por lo general, están apoyadas por extranjeros”.
Entonces se distribuyó un panfleto por toda la ciudad:
¡LOS RICOS CONTRA LOS POBRES!:
El juez Edwards, ¡al servicio de la aristocracia contra el pueblo! ¡Artesanos y trabajadores! ¡Se ha asestado un golpe mortal contra nuestra libertad!… Han establecido el precedente de que los trabajadores no tengan derecho a regular el precio de la mano de obra o, dicho en otras palabras, los ricos son los únicos jueces de las necesidades del pobre.
Veintisiete mil personas se reunieron en el City Hall Park para denunciar el fallo del tribunal, y eligieron un Comité de Correspondencia que, tres meses después, organizó una convención de Artesanos, Agricultores y Trabajadores, elegida por agricultores y gente trabajadora en diversas ciudades del estado de Nueva York. La convención, celebrada en Utica, redactó una Declaración de Independencia respecto a los partidos políticos existentes, y se creó el partido de los Derechos Igualitarios.
Aunque concurrían a las elecciones con sus propios candidatos, no tenían mucha confianza en el sistema electoral como método para conseguir los cambios. Uno de los grandes oradores del movimiento, Seth Luther, dijo ante una concentración del Cuatro de Julio: “Primero intentaremos la vía de las urnas. Si eso no nos permite conseguir nuestros buenos propósitos, el próximo y último recurso será la caja de los cartuchos”.13
La crisis de 1837 desembocó en la celebración de concentraciones y mítines en muchas ciudades. Los bancos habían suspendido los pagos en efectivo, y se negaban a abonar en metálico los billetes de banco que habían expedido. Los trabajadores, que ya tenían dificultades para comprar comida, encontraron que los precios de la harina, la carne de cerdo y el carbón se habían disparado. En Filadelfia, se congregaron veinte mil personas, y alguien escribió al presidente Van Buren para contárselo:
Esta tarde se ha hecho la concentración pública más grande que jamás se haya visto en la Plaza de la Independencia. La convocatoria se hizo con pancartas distribuidas por la ciudad ayer y anoche. La planearon y la llevaron a cabo las clases trabajadoras; sin consultar ni cooperar con ninguno de los que normalmente tienen la iniciativa en este tipo de cuestiones. Los delegados y los oradores pertenecían a esas clases… Iba dirigido contra los bancos.
En Nueva York, unos miembros del partido de los Derechos Igualitarios (a menudo llamado los “Locofocos”) convocaron un mítin: “¡El pan, la carne, los alquileres, el combustible! ¡Sus precios deben bajar! La gente se reunirá en el parque, haga el tiempo que haga, a las 4 de la tarde del lunes… Se invita a todos los amigos de la humanidad dispuestos a plantar cara a los monopolistas y a los extorsionistas”. El periódico de Nueva York Commercial Register informó sobre el mítin y lo que le siguió:
A las 4 de la tarde, se habían concentrado varios miles de personas delante del Ayuntamiento… Uno de estos oradores… dirigió las iras populares contra el Sr. Eli Hart. “¡Conciudadanos!” exclamó, “el Sr. Hart ahora tiene 53.000 barriles de harina en su almacén; vayamos a ofrecerle ocho dólares el barril, y si no lo acepta…”
Una gran proporción de los concentrados se desplazó hacia el almacén del Sr. Hart… Por la puerta sacaron a la calle docenas, centenares de barriles de harina, y los lanzaron uno tras otro por las ventanas… Se destruyeron, de forma tan irresponsable como estúpida, unos treinta mil kilos de trigo, y cuatrocientos o quinientos barriles de harina. Los más activos de los gamberros eran extranjeros, pero seguramente había unos quinientos o mil más que contemplaban la hazaña y animaban sus incendiarias acciones.
En el lugar donde caían y reventaban los barriles y los sacos de trigo, había un grupo de mujeres que, como las harpías que desnudan a los muertos después de la batalla, llenaban de harina las cajas y las cestas que se les daban, y sus propios delantales, llevándosela a casa…
La noche había tendido su manto sobre la escena, pero la obra de destrucción no cesó hasta que llegaron fuertes contingentes de policía, seguidos, poco después, por destacamentos de tropas…
Esta fue la Revuelta de la Harina de 1837. Durante la crisis de ese año, 50.000 personas (una tercera parte de la clase obrera) estaban sin empleo sólo en Nueva York, y 200.000 (sobre una población de 500.000) vivían, en palabras de un observador, “en un estado de desesperación total”.
No existe ninguna relación completa de concentraciones, alborotos, acciones de protesta -organizadas o no, violentas o no- que tuvieran lugar a mediados del siglo diecinueve, con el crecimiento del país y el aumento de la población en las ciudades, con sus malas condiciones laborales y sus condiciones de vida intolerables y con la economía en manos de los banqueros, los especuladores, los terratenientes y los comerciantes.
En 1835, cincuenta gremios diferentes de Filadelfia se organizaron en sindicatos, y hubo una exitosa huelga general de obreros, trabajadores de fábrica, encuadernadores, joyeros, transportistas de carbón, carniceros y carpinteros, en favor de la jornada de diez horas.
Los tejedores de Filadelfia -la mayoría inmigrantes irlandeses que trabajaban en casa para los empresarios- a principios de la década 1840–50 hicieron una huelga para reclamar unos sueldos más altos. Atacaron las casas de los que se negaban a ir a la huelga, y destruyeron su trabajo. Un grupo de policías intentó arrestar a algunos huelguistas, pero el intento fue desbaratado por cuatrocientos tejedores armados con mosquetones y palos.
Sin embargo, pronto empezó a haber enfrentamientos de tipo religioso entre los tejedores irlandeses católicos y los trabajadores locales de origen protestante. En el mes de mayo de 1844 hubo disturbios entre protestantes y católicos en Kensington, un suburbio de Filadelfia. Los políticos de clase media no tardaron en orientar a cada grupo hacia un partido político diferente (los locales se apuntaban al partido Republicano Americano, los irlandeses al partido Demócrata), y la política de partido y la religión sustituyeron el conflicto de clase.
El resultado de todo esto, dice David Montgomery -historiador de los disturbios de Kensington- fue la fragmentación de la clase obrera de Filadelfia. Así, “se creaba para los historiadores la impresión de que era una sociedad sin conflicto de clase”, mientras que en realidad, los conflictos de clase de la América del siglo diecinueve “eran tan duros como cualquiera en el mundo industrial”.
Los inmigrantes de Irlanda huían de la hambruna que se había declarado en su país con la pérdida de las cosechas de patata. Venían a América amontonados en viejos veleros. Las historias de estos barcos sólo varían en los detalles respecto a las descripciones de las travesías de los barcos que antes habían traído a los esclavos negros, y luego a los inmigrantes alemanes, italianos y rusos. Hay una descripción contemporánea de un barco que llegó de Irlanda en el mes de mayo de 1847, y que había parado en la Isla Grosse, en la frontera con Canadá:
¿Quién podría imaginar los horrores -incluso en las travesías más cortas- de un barco de emigrantes cargado hasta los topes con seres infelices de todas las edades, muchos de ellos afectados por la fiebre …? La tripulación era tosca y agresiva debido a su propia desesperación, o paralizada del terror que tenían a contraer la peste… estando los miserables pasajeros afectados por grados diferentes de la enfermedad; muchos morían, otros yacían muertos, los gritos de los niños, los delirios de los enfermos, las lamentaciones y los gemidos de los que sufrían una agonía mortal.
Sin embargo, un zapatero blanco escribió en 1848 en el periódico Awl, publicación de los trabajadores de la fábrica de zapatos de Lynn:
… no somos nada más que un ejército que mantiene a tres millones de nuestros hermanos en la esclavitud… Vivimos bajo la sombra del monumento de Bunker Hill, y exigimos nuestro derecho en nombre de la humanidad ¡privando a los demás de esos derechos porque su piel es negra! ¿Puede extrañar a alguien que Dios en su legítimo enfado nos haya castigado, obligándonos a beber la amarga copa de la degradación?
En 1857 se produjo otra crisis económica. El auge de los ferrocarriles y la producción, el aumento de la inmigración, la cada vez mayor especulación de acciones, el robo, la corrupción y la manipulación, llevaron a una situación de crecimiento alocado, y luego, al descalabro. En octubre de ese mismo año, había 200.000 desempleados, y miles de inmigrantes recientes se agolpaban en los puertos del este, esperando poder trabajar para pagarse el pasaje de vuelta a Europa.
En Newark, Nueva Jersey, una manifestación de varios miles de personas exigía que la ciudad diera trabajo a los parados. En Nueva York, quince mil personas se reunieron en Tompkins Square, en el centro de Manhattan. De ahí fueron en manifestación hasta Wall Street y desfilaron frente al edificio de la Bolsa gritando: “¡Queremos trabajo!” Ese verano se produjeron alborotos en los barrios bajos de Nueva York. Un día, una multitud de quinientos hombres atacó a la policía con pistolas y ladrillos. Hubo manifestaciones de parados pidiendo pan y trabajo, y se saquearon algunas tiendas. En noviembre, una multitud de manifestantes ocupó el ayuntamiento; para desalojarlos acudieron los marines de los Estados Unidos.
De los seis millones de trabajadores que había en el país en 1850, medio millón eran mujeres: 330.000 trabajaban como criadas; 55.000 eran maestras. De las 181.000 trabajadoras de fábrica censadas, la mitad trabajaba en plantas textiles.
Se organizaron. Las mujeres hicieron su primera huelga en solitario en 1825. La protagonizó la Unión de Mujeres Sastre de Nueva York. Pedían sueldos más altos. En 1828 tuvo lugar la primera huelga en solitario de trabajadoras de la planta textil en Dover, Nueva Hampshire, cuando unos centenares de mujeres se manifestaron con pancartas y banderas. Las obligaron a volver a la planta, sin atender a sus peticiones, y sus líderes fueron despedidas e incluidas en la lista negra empresarial.
En Exeter, Nueva Hampshire, las trabajadoras se declararon en huelga porque el capataz retrasaba los relojes para explotarlas más tiempo. Su huelga tuvo el efecto positivo de arrancar la promesa de los empresarios de que los capataces pondrían bien sus relojes.
El “sistema Lowell”, según el cual las jóvenes trabajaban en las fábricas y vivían en dormitorios supervisados por matronas, de entrada parecía benévolo, sociable, una feliz manera de escapar de la rutina y el servicio domésticos. Lowell, Massachusetts, fue el primer pueblo creado para la industria del textil; tomaba el nombre de la rica e influyente familia Lowell. Pero los dormitorios cada día se parecían más a prisiones, y las chicas estaban controladas por reglas y reglamentos. La cena (servida después de que las mujeres se hubieran levantado a las cuatro de la mañana y hubieran trabajado hasta las siete y media de la tarde) a menudo sólo consistía en pan y salsa de carne.
Las chicas de Lowell se organizaron. Fundaron sus propios periódicos. Protestaron contra las condiciones de las salas en donde tejían: tenían poca luz y mala ventilación; igualmente, resultaban terriblemente calurosas en verano, y húmedas y frías en invierno.
Organizaron la Asociación de Chicas de Fábrica y en 1836 1.500 obreras fueron a la huelga contra una subida de las tarifas del internado. Harriet Hanson era una chiquilla de once años que trabajaba en la fábrica. Luego recordaría:
… cuando a las chicas de mi sala les atacaron las dudas, sin saber qué hacer… yo, que empezaba a pensar que, a pesar de todas sus charlas, no actuarían, me impacienté y, con ímpetu infantil, me lancé a decir: “A mí no me importa lo que hagáis, yo sí me planto, tanto si las demás me acompañáis como si no”, y salí de ahí con las demás detrás. Al mirar atrás y ver la larga cola que me seguía, sentí un orgullo que nunca más he vuelto a sentir…
Las huelguistas se manifestaron cantando por las calles de Lowell. Resistieron un mes, hasta que se les acabaron las reservas de dinero. Las echaron de los internados, y muchas volvieron al trabajo. Las líderes fueron despedidas, incluyendo a la madre viuda de Harriet Hanson, matrona del internado. La culparon de que su hija hubiera ido a la huelga.
La resistencia continuó. Mientras tanto, las chicas intentaban conservar vivos sus pensamientos de aire fresco, paisajes, y una vida menos ajetreada. Una de ellas recordaba lo siguiente: “Durante los dulces días de junio me asomaba a la ventana, todo lo que podía, e intentaba no oír el contínuo estruendo del interior”.
En 1835, veinte plantas textiles fueron a la huelga para pedir la reducción de la jornada laboral de trece horas y media a once horas, para obtener sueldos en metálico en vez de vales de la compañía, y para poner fin a las multas por falta de puntualidad. Llevaron esquiroles, y algunas de las trabajadoras volvieron al trabajo, pero las huelguistas consiguieron una jornada de doce horas y de nueve horas los sábados. Durante ese año y el siguiente, hubo 140 huelgas en la parte oriental de los Estados Unidos.
La crisis que siguió al pánico de 1837 estimuló la formación, en 1845, de la Asociación Femenina por la Reforma Laboral en Lowell, que envió miles de peticiones al parlamento de Massachusetts pidiendo la jornada de diez horas. Pero un representante del parlamento dio el siguiente informe: “El comité volvió plenamente convencido de que el orden, el decoro y la apariencia general de las cosas en la fábrica y su entorno no podían mejorarse con ninguna sugerencia suya… ni con ninguna ley del parlamento”. No se hizo nada para cambiar las condiciones de las fábricas. A finales de la década de 1840–50, las mujeres de las granjas de Nueva Inglaterra que trabajaban en las fábricas textiles empezaron a abandonarlas, ocupando su lugar las cada vez más numerosas inmigrantes llegadas de Irlanda.
En Paterson, Nueva Jersey, la primera de una serie de huelgas ocurridas en las fábricas textiles fue iniciada por niños. Cuando de repente la empresa cambió su hora de comida de doce a una, los niños abandonaron sus puestos, alentados por sus padres. Se unieron a ellos otros trabajadores de la ciudad: los ebanistas, los albañiles, los artesanos. Convirtieron la huelga en un conflicto de diez horas de duración. Sin embargo, al cabo de una semana, los niños volvieron al trabajo ante la amenaza de que la empresa iba a llamar a la milicia. Sus líderes fueron despedidos. Poco después, la empresa reprogramó la comida a las doce con el ánimo de evitar más problemas.
Fueron los zapateros de Lynn -un pueblo industrial de Massachusetts, al noreste de Boston- los que iniciaron la huelga más larga realizada en los Estados Unidos antes de la Guerra Civil. Lynn había sido una ciudad pionera en la incorporación del uso de las máquinas de coser en las fábricas que sustituían a los zapateros artesanos. Los obreros de las fábricas de Lynn, que empezaron a organizarse en la década 1830–40, fundaron más tarde un periódico militante llamado Awl. En 1844, cuatro años antes de la aparición del Manifiesto Comunista, salió an Awl el siguiente texto:
La división de la sociedad entre las clases productivas y las no-productivas, y la distribución desigual del valor entre las dos, nos lleva en seguida a otra distinción: la de capital y mano de obra… la mano de obra ahora se convierte en comodidad… el capital y la mano de obra están enfrentados.
La crisis económica de 1857 paralizó la industria del zapato, y muchos trabajadores de Lynn perdieron sus empleos. La sustitución de los zapateros por máquinas había creado un gran descontento. Los precios habían subido y los sueldos se recortaban continuamente. En el otoño de 1859, los hombres ganaban $3 a la semana, y las mujeres $1, trabajando dieciséis horas al día.
A principios de 1860, tres mil zapateros se juntaron en el Lyceum Hall de Lynn y el día del cumpleaños de Washington iniciaron una huelga. En una semana se declararon huelgas en todas las ciudades zapateras de Nueva Inglaterra: fueron a la huelga las Asociaciones de Artesanos de veinticinco ciudades -unos veinte mil zapateros. Los periódicos bautizaron el fenómeno como “la Revolución del Norte”, “la Revolución entre los Trabajadores de Nueva Inglaterra”, o “Inicios del Conflicto entre el Capital y la Mano de Obra”.
Mil mujeres y cinco mil hombres se manifestaron por las calles de Lynn durante una tormenta de nieve, portando pancartas y banderas americanas. Se organizó una Procesión de Damas, y las mujeres desfilaron por las calles con nieve acumulada en las aceras. Llevaban pancartas que rezaban: “Las Mujeres Americanas no quieren ser Esclavas”. Diez días más tarde, se realizó una manifestación de diez mil trabajadores, con la presencia de delegaciones de Salem, Marblehead y otras poblaciones, compuestas de hombres y mujeres. Se manifestaron por Lynn en lo que sería la manifestación de trabajadores más grande ocurrida hasta entonces en Nueva Inglaterra.
Las autoridades enviaron a la policía de Boston y a la milicia para asegurar que los huelguistas no interferirían los cargamentos de zapatos que se enviaban para ser acabados fuera del Estado. Las manifestaciones continuaron, mientras que los tenderos y comerciantes de comestibles de la ciudad proveían de comida a los huelguistas. La huelga continuó con la moral alta durante el mes de marzo, pero en abril ya estaba perdiendo empuje. Para que volvieran a las fábricas, los propietarios ofrecieron a los huelguistas sueldos más altos, pero no reconocieron a los sindicatos; así que los trabajadores tuvieron que seguir enfrentándose al empresario de forma individual.
El espíritu de clase estaba enardecido, pero, según la opinión de Alan Dawley, que ha estudiado la huelga de Lynn (Class and Community), la política electoral socavó las energías de los resistentes, dejándoles a merced del sistema.
La conciencia de clase se vio vapuleada durante la Guerra Civil, tanto en el Norte como en el Sur, por el unitarismo militar y político que exigía la situación de guerra. Esa unidad se veía estimulada con la retórica e impuesta por las armas. Se proclamaba que era una guerra por la libertad, pero los soldados atacaban a la gente trabajadora que se atrevía a hacer huelga; el ejército de los Estados Unidos exterminaba a los indios de Colorado; y se mandaba a la cárcel, sin juicio previo, a los que se atrevían a criticar la política de Lincoln. Había unos treinta mil prisioneros políticos.
No obstante, en ambos bandos hubo señales de disidencia respecto a ese unitarismo: hubo enfado de los pobres contra los ricos, y rebeliones contra las fuerzas políticas y económicas dominantes.
En el Norte, la guerra disparó los precios de la comida y de los productos de primera necesidad. Los empresarios se beneficiaban en exceso, mientras que los sueldos se mantenían bajos. Durante la guerra hubo huelgas en todo el país. El titular de la revista Fincher’s Trades’ Review del 21 de noviembre de 1863 fue: “Revolución en Nueva York”. Era una exageración, pero la lista de iniciativas obreristas que contiene es un testimonio elocuente del resentimiento que ocultaban los pobres durante la guerra:
El levantamiento de las masas trabajadoras en Nueva York ha aterrorizado a los capitalistas de esa ciudad y su área vecina…
Los trabajadores del hierro todavía resisten contra los empresarios. Los cristaleros exigen una subida del 15% en sus sueldos…
La revolución social que actualmente se está adueñando de nuestra tierra deberá tener éxito, siempre que los trabajadores mantengan la solidaridad entre sí.
Hasta 800 cocheros están en huelga…
Los trabajadores de Boston no se han quedado a la zaga… Además de la huelga en los Astilleros de la Marina en Charleston…
Los aparejadores están en huelga…
En el momento de cerrar, se rumorea -según dice el Post de Boston, que los obreros están pensando en una huelga general en las empresas siderúrgicas del sur de Boston, y otras partes de la ciudad.
La guerra hizo que muchas mujeres entraran a trabajar en tiendas y fábricas. En la ciudad de Nueva York, las chicas cosían los paraguas desde las seis de la mañana hasta la medianoche, y ganaban $3 a la semana. Hubo una huelga de trabajadoras de las fábricas de paraguas de Nueva York y Brooklyn. En Providence, Rhode Island, se organizó un Sindicato de Damas Productoras de Cigarros.
En el año 1864, había en total unos 200.000 obreros y obreras afiliados a los sindicatos que, en algunos gremios, formaban sindicatos nacionales. Se publicaban varios diarios obreristas.
Para romper las huelgas se utilizaban tropas unionistas. Se enviaron tropas federales a Cold Springs, Nueva York, para que pusieran fin a una huelga en una fábrica de armas en la que los trabajadores querían un aumento de sueldo. El ejército obligó a volver al trabajo a los maquinistas y sastres que estaban en huelga en Saint Louis.
El trabajador blanco del Norte no sentía entusiasmo por una guerra que aparentemente se luchaba en favor del esclavo negro, o en favor del capitalista: a favor de cualquiera menos de él mismo, que trabajaba en condiciones semiesclavas. Creía que la guerra estaba beneficiando a la nueva clase de millonarios.
Los trabajadores irlandeses de Nueva York, inmigrantes recién llegados y pobres -gente que los americanos “viejos” menospreciaban- no simpatizaban con la población negra de la ciudad que competía con ellos por obtener empleos como estibadores, barberos, camareros o criados domésticos. A menudo se usaba a los negros -que eran expulsados de estos empleos- como esquiroles en las huelgas. Luego vino la guerra, la llamada a filas, la posibilidad de morir. La Ley de Reclutamiento de 1863 establecía que los ricos podían evitar el servicio militar pagando $300 o comprando a un sustituto.
Cuando empezó el reclutamiento en el mes de julio de 1863, una muchedumbre destrozó la oficina principal de reclutamiento de Nueva York. Entonces, durante tres días, se manifestaron por la ciudad multitud de trabajadores blancos. Destrozaron edificios, fábricas, líneas de tranvía, y hogares particulares. Los alborotos causados por el reclutamiento tenían una tipología compleja: tenían componentes de sentimiento anti-negro, anti-rico y anti-Republicano. Después del ataque a la oficina de reclutamiento, los alborotadores procedieron a atacar casas de ricos y a asesinar negros. Quemaron el orfelinato municipal para niños negros. Mataron a tiros, quemaron y ahorcaron a los negros que encontraban por la calle. A muchas personas las tiraron al río, donde se ahogaban.
Al cuarto día, las tropas unionistas volvieron de la batalla de Gettysburg. Entraron en la ciudad y pusieron fin a los alborotos. Quizá habían muerto unas cuatrocientas personas, quizá mil. Nunca se han citado cifras, pero la cantidad de muertes producidas supera la de cualquier otro incidente de enfrentamiento civil en la historia de América.
En otras ciudades del Norte también hubo disturbios anti-reclutamiento, pero no fueron ni tan prolongados ni tan sangrientos: Newark, Troy, Toledo, Evansville. En Boston, unos trabajadores irlandeses que atacaron una armería, murieron tiroteados por los soldados.
En el Sur, bajo la aparente unidad de la Confederación blanca, también hubo conflictos. La mayoría de los blancos -las dos terceras partes- no tenía esclavos. La élite terrateniente estaba compuesta por unos cuantos millares de familias.
Millones de blancos sureños eran agricultores pobres. Vivían en cabañas o en dependencias rurales abandonadas. Justo antes de la Guerra Civil, los esclavos que trabajaban en una fábrica de algodón de Jackson (Mississippi), recibían veinte céntimos al día para pagar la comida, y los trabajadores blancos de la misma fábrica recibían treinta.
Tras los rebeldes gritos de guerra y tras el espíritu legendario del ejército confederado, había mucha reticencia a la lucha. La ley de reclutamiento de la Confederación también preveía que el rico pudiera evitar el servicio. ¿Empezaron los soldados confederados a sospechar que estaban luchando por los privilegios de una élite a la que nunca podrían pertenecer? En el mes de abril de 1863, hubo una revuelta del pan en Richmond. Ese verano, se produjeron revueltas contra el reclutamiento en varias ciudades sureñas. En septiembre hubo una revuelta del pan en Mobile, Alabama. Georgia Lee Tatum, en su estudio Disloyalty in the Confederacy, dice lo siguiente: “Antes del final de la guerra, hubo mucha desafección en cada estado, y muchos de los desleales crearon sus propias bandas, que en algunos estados llegaron a ser sociedades bien organizadas y activas”.
La Guerra Civil fue uno de los primeros exponentes mundiales de la guerra moderna: los mortíferos obuses de artillería, las armas automáticas tipo Gatling, las cargas con bayoneta. Era una combinación de las matanzas indiscriminadas que caracterizaban a la guerra mecanizada y los combates cara a cara. En una carga ante Petersburg, Virginia, un regimiento de 850 soldados de Maine perdió 632 hombres en media hora. Fue una terrible carnicería, con 623.000 muertos en los dos bandos, y 471.000 heridos: más de un millón de muertos y heridos en un país de 30 millones de habitantes. A nadie puede extrañar que, según avanzaba la guerra, crecieran las deserciones entre las tropas sureñas. En el lado unionista, al final de la guerra habían desertado unos 200.000 hombres.
Y eso que en 1861 el ejército confederado había acogido a 600.000 voluntarios, y que muchos de los soldados unionistas también lo habían sido al principio de la guerra. La psicología del patriotismo, el reclamo de la aventura, la aureola de cruzada moral que creaban los políticos, tuvieron un efecto muy potente a la hora de debilitar el resentimiento de clase contra los ricos y los poderosos, y pudo reorientar gran parte del enfado contra “el enemigo”. En palabras de Edmund Wilson, en su libro Patriotic Gore (Sangre Patriótica) -escrito antes de la II Guerra Mundial:
Hemos visto, en nuestras guerras más recientes, cómo de la noche a la mañana se puede convertir una opinión pública dividida y enfrentada en un bloque de una casi total unanimidad nacional, un flujo obediente de energía que llevará a los jóvenes a la destrucción y vencerá cualquier intento de cortarlo.
Arropados por el ruido ensordecedor de la guerra, el Congreso aprobaba y Lincoln ratificaba toda una serie de leyes para dar a los empresarios lo que querían -y que el Sur agrario había bloqueado antes de la secesión. La plataforma republicana de 1860 se posicionó claramente a favor de los empresarios. En 1861, el Congreso aprobó la Tarifa Morrill. Esta medida encarecía los comestibles, permitía una subida de precios a los productores americanos, y obligaba a los consumidores americanos a pagar más.
Al año siguiente, se aprobó la Ley de la Hacienda14. Concedía 160 acres de tierras desocupadas y públicas en el oeste a cualquiera que los cultivase durante cinco años. Cualquier persona dispuesta a pagar $1,25 por acre podía comprar una hacienda. Entre la gente humilde, pocas personas tenían los $200 necesarios para hacer esto, asi que entraron los especuladores y compraron gran parte de los terrenos. El territorio dispuesto para estas haciendas constaba de 50 millones de acres. Pero durante la Guerra Civil, el Congreso y el Presidente donaron más de 100 millones de acres a varias empresas ferroviarias, sin cargo alguno. Además, el Congreso creó un banco nacional, estableciendo una sociedad entre el gobierno y los intereses banqueros y garantizando sus beneficios.
Ante el aumento de las huelgas, los empresarios presionaron para obtener la ayuda del Congreso. La Ley de Contratación de Mano de Obra de 1864, posibilitaba el que las empresas firmaran contratos con trabajadores extranjeros siempre que los trabajadores acordasen entregar doce meses de sueldo para pagar el pasaje. Esto no sólo propició una mano de obra muy barata durante la Guerra Civil, sino que era una buena fuente de esquiroles.
En los treinta años que preceden a la Guerra Civil, los tribunales interpretaban la ley de modo que favoreciera cada vez más el desarrollo capitalista del país. A los propietarios de las fábricas se les concedió el derecho legal de destruir la propiedad de otras personas con inundaciones beneficiosas para su negocio. Se utilizó la Ley del Dominio Privilegiado15 para arrebatar tierras a los agricultores y dárselas como subvención a las empresas de canales y ferrocarriles.
Era una época en la que la ley ni siquiera pretendía proteger a la gente trabajadora, como ocurriría en el siglo siguiente. Las leyes de higiene y seguridad o no existían, o no se aplicaban. Un día del invierno de 1860, se derrumbó la fábrica Pemberton en Lawrence (Massachusetts), con novecientos trabajadores en el interior, la mayoría mujeres. Murieron ochenta y nueve, y por mucho que hubiera indicios de que la estructura no era la adecuada para soportar la carga de la pesada maquinaria de su interior -cosa que el ingeniero constructor sabía- el jurado no encontró “ningún indicio de criminalidad”.
Morton Horwitz, autor del libro The Transformation of American Law, resume lo que pasaba en los tribunales al acabar la Guerra Civil:
A mediados del siglo diecinueve, se había reorientado el sistema legal para beneficiar a los hombres del comercio y la industria, a expensas de los agricultores, los trabajadores, los consumidores, y otros grupos menos poderosos de la sociedad… promocionaba la redistribución legal de la riqueza en contra de los intereses de los grupos más endebles de la sociedad.
En los tiempos pre-modernos, la mala distribución de la riqueza se llevaba a cabo por la fuerza pura y dura. En los tiempos modernos, la explotación se disimula, gracias a las leyes, bajo una apariencia de neutralidad y justicia.
Cuando acabó la guerra, la urgencia de la unidad nacional se desvaneció, y la gente ordinaria pudo volver a sus vidas diarias, a sus problemas de supervivencia. Ahora los soldados licenciados estaban en las calles, buscando trabajo.
Las ciudades a las que volvieron los soldados eran nidos de tifus, tuberculosis, hambre y fuego. Cien mil personas vivían en los sótanos de los barrios bajos de Nueva York; 12.000 mujeres trabajaban en los prostíbulos para no morir de hambre; el medio metro de basura que se amontonaba en las calles estaba infestado de ratas. En Filadelfia, mientras los ricos obtenían el agua del río Schuylkill, los demás bebían del río Delaware, que recibía 13 millones de litros de aguas contaminadas al día. En el Gran Incendio de Chicago de 1871, las casas de alquiler se derrumbaron a tal velocidad que la gente decía que parecía un terremoto.
Después de la guerra, entre la gente trabajadora empezó un movimiento que reclamaba la jornada de ocho horas, favorecido por la formación de la primera federación de sindicatos nacionales, el Sindicato Nacional de los Trabajadores. En Nueva York, tras una huelga de 100.000 trabajadores durante tres meses, se consiguió la jornada de ocho horas. Para celebrar esa victoria, en el mes de junio de 1872, 150.000 trabajadores se manifestaron por la ciudad.
Las mujeres, que la guerra había incorporado a la industria, organizaron sus sindicatos: las cigarreras, las sastres, las cosedoras de paraguas, las sombrereras, las impresoras, las lavanderas, las zapateras. Formaron las Hijas de San Crispín, y consiguieron que el Sindicato de Fabricantes de Cigarros y el Sindicato Nacional de Tipografía admitieran a las mujeres por primera vez.
Los peligros del trabajo en las fábricas intensificaron los esfuerzos por organizarse. A menudo se trabajaban veinticuatro horas al día. En una fábrica de Providence (Rhode Island), se declaró un incendio durante una noche de 1866. Cundió el pánico entre los seiscientos trabajadores, la mayoría mujeres, y muchos encontraron la muerte saltando desde las ventanas de los pisos superiores.
En Fall River (Massachusetts), las tejedoras formaron un sindicato independiente del de los hombres. Se negaron a aceptar un recorte salarial del 10% que los hombres sí habían aceptado. Hicieron huelga en tres plantas, se ganaron el apoyo de los hombres, y paralizaron 3.500 telares y 156.000 husos. 3.200 trabajadores se sumaron a la huelga. Pero sus hijos necesitaban comer; tuvieron que volver al trabajo con la firma de un “juramento de hierro” (luego llamado “contrato de perro amarillo”) en el que juraban no afiliarse a un sindicato.
En esa época, los trabajadores negros se encontraron con las reticencias del Sindicato Nacional de Trabajadores para asumirles en su organización. Así que formaron sus propios sindicatos y llevaron a cabo sus propias huelgas, como la de los trabajadores del dique en Mobile, Alabama, en 1867, la de los estibadores negros en Charleston, o la de los trabajadores portuarios en Savannah. Esto probablemente actuó como estímulo para el Sindicato Nacional de Trabajadores, que en su convención de 1869 tomó la determinación de organizar a las mujeres y a los negros. Declararon reconocer que “ni el color ni el sexo son temas de los derechos de los trabajadores”. Un periodista escribió lo siguiente sobre las extraordinarias señales de unidad racial que hubo en esta convención:
Cuando un nativo de Mississippi y antiguo oficial confederado, al dirigirse a la convención, se refiere a un delegado de color que le ha precedido como “el caballero de Georgia”… cuando un ardiente militante Demócrata (de Nueva York, por más señas) declara en un marcado acento irlandés que no pide privilegios para sí mismo como artesano o ciudadano que no esté dispuesto a conceder a todo hombre, blanco o negro… uno puede afirmar con rotundidad que el tiempo provoca los cambios más curiosos…
Sin embargo, la mayoría de sindicatos seguían rechazando la afiliación a los negros, o les exigía que creasen sus propios locales.
El Sindicato Nacional de los Trabajadores empezó a invertir cada vez más energías en temas de tipo político, especialmente en la reforma de la moneda, pidiendo la expedición de billetes: los Greenbacks16. Pero al dejar de ser un sindicato organizador de luchas obreras, y convertirse en un grupo que ejercía presión sobre el Congreso, con intereses en los temas expuestos a votación, perdió vitalidad.
Por primera vez se estaban introduciendo leyes reformistas, y había grandes esperanzas. En 1869, el parlamento de Pennsylvania aprobó una ley de seguridad minera. Contemplaba la “regulación y ventilación de las minas, y la protección de las vidas de los mineros”. Esto calmó las iras, pero fue insuficiente.
En 1873, una nueva crisis económica devastó a la nación. La crisis era parte integrante de un sistema caótico de por sí, y en el que los ricos eran los únicos que gozaban de seguridad. Era un sistema de crisis periódicas -1837, 1857, 1873 (y luego: 1893, 1907, 1919, 1929)- que liquidó las pequeñas empresas y trajo frío, hambre y muerte a los trabajadores, mientras que las fortunas de los Astor, los Vanderbilt, los Rockefeller, y los Morgan seguían creciendo, hubiera paz o guerra, crisis o recuperación. Durante la crisis de 1873, Carnegie se ocupó de hacerse con el mercado siderúrgico, y Rockefeller borró del mapa a sus competidores petrolíferos.
“Depresión laboral en Brooklyn” rezaba el titular del Herald de Nueva York en noviembre de 1873. Incluía una lista de las empresas que cerraban y los despidos: una fábrica de faldas de ante, una fábrica de marcos, una cristalería, una acería. Respecto a los gremios de trabajo femenino hablaba de las sombrereras, las costureras, y las zapateras.
La depresión continuó a lo largo de la década de 1870–80. Durante los tres primeros meses de 1874, noventa mil trabajadores -casi la mitad de ellos mujeres- tuvieron que dormir en las comisarías de policía de Nueva York. En todo el país, la gente era desalojada de sus casas. Muchos vagaban por las ciudades en busca de comida. Trabajadores desesperados intentaban ir a Europa o a América del Sur. En 1878, el barco SS Metropolis, lleno a rebosar de trabajadores, zarpó de los Estados Unidos rumbo a América del Sur. Se hundió sin que hubieran supervivientes.
Se realizaron grandes mítines y manifestaciones de parados en todo el país. Se establecieron comités de parados. A finales de 1873 hubo una concentración en el Instituto Cooper de Nueva York que congregó grandes multitudes que inundaron las calles. La concentración pedía que antes de formalizar los proyectos de ley, éstos fueran aprobados con el sufragio público; que ningún individuo pudiera acumular más de $30.000; y también, una jornada laboral de ocho horas.
En Chicago veinte mil parados se manifestaron por las calles hasta el ayuntamiento pidiendo “pan para los necesitados, ropa para los desnudos, y casa para las personas sin hogar”. Este tipo de acciones desembocaron en ayudas para unas diez mil familias.
En enero del año 1874 hubo una gran manifestación de trabajadores en Nueva York. La policía impidió que se acercaran al ayuntamiento, y se desviaron hacia la plaza Tompkins, donde la policía avisó a los congregados de que ahí no se podía realizar un mítin. No se disolvieron, y la policía cargó. Un periódico dio el siguiente informe:
Las porras de la policía repartieron mucha leña. Salieron corriendo mujeres y niños en todas las direcciones. Muchos fueron pisoteados en la estampida que hubo por llegar a las puertas. En la calle, la policía embistió y apaleó sin piedad a los curiosos.
Era una época en la que los empresarios utilizaban a los recién inmigrados -que necesitaban trabajar desesperadamente y usaban un lenguaje y una cultura diferentes a los de los huelguistas- para romper las huelgas. En 1874 se importaron italianos a las minas de carbón bituminoso de Pittsburgh para sustituir a los mineros en huelga. Este hecho desembocó en la muerte de tres italianos y en unos juicios en los que los miembros del jurado de la comunidad exoneraron a los huelguistas, provocando así el enfrentamiento entre los italianos y los trabajadores organizados.
El año del centenario de 1876, que marcaba los cien años de la Declaración de Independencia, estuvo cargado de nuevas declaraciones. Los blancos y los negros expresaron, por separado, su desilusión. Una “Declaración Negra de Independencia” denunció al partido Republicano, que antes había merecido su confianza para obtener la plena libertad, y propuso entre los votantes de color la acción política independiente. El partido de los Trabajadores, en una celebración del 4 de julio organizada por los socialistas alemanes en Chicago, decía en su Declaración de Independencia:
El sistema actual ha permitido que los capitalistas hagan leyes en su propio interés, leyes que lesionan y oprimen a los trabajadores.
Ha convertido la palabra “Democracia”, por la cual nuestros antepasados lucharon y murieron, en una caricatura al dar a los propietarios una cantidad desproporcionada de representación y control en el Parlamento.
Ha permitido que los capitalistas… se aseguren la ayuda gubernamental, incentivos en forma de subvenciones en el interior y préstamos de dinero para los intereses de las corporaciones ferroviarias, quienes, con el monopolio de los medios de transporte, pueden engañar tanto al productor como al consumidor…
Ha presentado al mundo el absurdo espectáculo de una terrible guerra civil por la abolición de la esclavitud negra al tiempo que la mayoría de la población blanca -la que ha creado la riqueza de la nación- se ve obligada a sufrir una esclavitud mucho más hiriente y humillante…
Por lo tanto, los representantes de los trabajadores de Chicago, reunidos en una concentración multitudinaria, solemnemente hacemos público y declaramos…
Que nos desvinculamos de toda lealtad hacia los partidos políticos existentes de este país, y que, como trabajadores libres e independientes, procuraremos adquirir plenos poderes para establecer nuestras propias leyes, organizar nuestra propia producción, y gobernarnos nosotros mismos.
En 1877, el país estaba en lo más profundo de la depresión. Ese verano, en las calurosas ciudades donde las familias pobres vivían en sótanos y bebían aguas contaminadas, los niños enfermaron en gran número. El New York Times dijo: “… ya se empieza a oir el gemido de los niños moribundos… Pronto, si nos hemos de guiar por experiencias pasadas, habrá miles de muertes infantiles cada semana en la ciudad”. Esa primera semana de julio, en Baltimore -ciudad donde las aguas fecales discurrían por las calles- murieron 139 bebés.
Ese año, hubo una serie de dramáticas huelgas de los trabajadores ferroviarios en una docena de ciudades que sacudieron a la nación como no lo había hecho ningún conflicto laboral en la historia.
Empezó con recortes salariales en las diferentes compañías ferroviarias, lo que creó tensas situaciones, pues los sueldos ya eran bajos ($1,75 al día para los guardafrenos que trabajaban doce horas). Había maniobras sucias y un excesivo mercantilismo por parte de las compañías ferroviarias, abundaban las muertes y las bajas entre los trabajadores, con pérdida de manos, pies, dedos, el aplastamiento de hombres entre vagones etc.
En la estación de Baltimore & Ohio en Martinsburg, Virginia Occidental, los trabajadores tomaron la determinación de luchar contra el recorte salarial y fueron a la huelga, desconectaron las máquinas y las metieron en el depósito. Anunciaron que no saldrían más trenes de Martinsburg si no se suspendía el recorte del 10%.
En poco tiempo, se agolpaban en la estación de Martinsburg seiscientos trenes de mercancías. El gobernador de Virginia Occidental solicitó al recién elegido presidente Rutherford Hayes el envío de tropas federales. Pero gran parte del ejército estadounidense estaba ocupado en las batallas con los indios en el oeste y el Congreso todavía no tenía dispuesta una partida de dinero para el ejército. Así que J.P. Morgan, August Belmont y otros banqueros ofrecieron un préstamo de dinero para pagar a los oficiales (no a la tropa). Las tropas federales llegaron a Martinsburg, y los trenes de mercancías empezaron a rodar.
En Baltimore, una multitud de millares de simpatizantes de los huelguistas ferroviarios rodearon el polvorín de la Guardia Nacional. Echaron piedras, y los soldados salieron disparando. Las calles se convirtieron en el escenario de una cruenta batalla sin cuartel. Al caer la noche, había diez muertos, entre hombres y chicos, más heridos graves, y un soldado herido. La mitad de los 120 soldados desertaron y el resto fue al depósito ferroviario, en donde una multitud de doscientos manifestantes rompió la máquina de un tren de pasajeros, arrancó las vías, y se enfrentó de nuevo a la milicia en una batalla campal.
Entonces rodearon el depósito quince mil personas, y pronto empezaron a arder tres vagones de pasajeros, un anden de la estación y una locomotora. El gobernador pidió tropas federales, y Hayes accedió. Llegaron quinientas tropas y Baltimore se calmó de nuevo.
La rebelión de los ferroviarios empezó a extenderse. Joseph Dacus, entonces director del Republican de Saint Louis, escribió lo siguiente:
Las huelgas ocurrían casi cada hora. El gran Estado de Pennsylvania estaba todo alborotado; Nueva Jersey estaba preso de un miedo paralizante; Nueva York estaba reuniendo un ejército de milicianos; Ohio se veía sacudido desde el Lago Erie hasta el río Ohio; Indiana permanecía en un estado de terrible suspense. Illinois, y especialmente su gran metrópolis, Chicago, parecía colgar en el borde de un precipicio de confusión y alboroto. Saint Louis ya había sentido el efecto de las primeras sacudidas de la revuelta…
La huelga se extendió a Pittsburgh y a los ferrocarriles de Pennsylvania. Los directivos ferroviarios y las autoridades locales decidieron que la milicia de Pittsburgh no debía matar a sus conciudadanos, y exigieron que se llamara a las tropas de Filadelfia. Para entonces ya había parados en Pittsburgh dos mil vagones. Las tropas de Filadelfia llegaron y empezaron a despejar la vía. Volaron piedras. Hubo intercambio de fuego entre la multitud y las tropas. Murieron al menos diez personas, todos obreros, la mayoría de ellos no ferroviarios.
Ahora se levantó enfurecida toda la ciudad. Una multitud rodeó a las tropas, que se metieron en un depósito de locomotoras. Se incendiaron los coches de la compañía ferroviaria, edificios y, finalmente, el mismo depósito de locomotoras. Las tropas salieron para ponerse a salvo. Hubo más tiros, se incendió el Depósito de la Unión, y miles de personas saquearon los vagones de mercancías. Quemaron un enorme granero y una pequeña porción de la ciudad. En pocos días, habían muerto veinticuatro personas (entre ellos, cuatro soldados). Se habían quemado completamente setenta y nueve edificios. En Pittsburgh, se estaba preparando algo parecido a una huelga general, con la participación de los trabajadores de las plantas siderúrgicas y de las fábricas de vagones, los mineros, los jornaleros y los empleados de los altos hornos de Carnegie.
El cuerpo entero de la Guardia Nacional de Pennsylvania -nueve mil hombres- se había movilizado. Pero muchas de las empresas habían quedado paralizadas porque los huelguistas de otras ciudades retenían el tráfico. En Lebanon (Pennsylvania), una compañía de la Guardia Nacional se amotinó y desfiló por una ciudad alborotada. En Altoona, las tropas fueron rodeadas por los alborotadores e inmovilizadas mediante el sabotaje de las máquinas. Se rindieron, entregaron las armas y confraternizaron con la multitud. Luego se les permitió volver a casa al son de los cánticos de un cuarteto integrado en una compañía miliciana compuesta enteramente por negros.
En Reading, Pennsylvania, la compañía ferroviaria llevaba dos meses de retraso en el pago de los sueldos, y se manifestaron dos mil personas. Unos hombres que habían ennegrecido sus caras con polvo de carbón procedieron a arrancar las vías de forma sistemática, inutilizando las agujas, haciendo descarrilar los vagones e incendiando los furgones y un puente ferroviario.
Llegó una compañía de la Guardia Nacional. La multitud les echó piedras y disparó armas de fuego. Las tropas dispararon sobre la multitud, matando a seis hombres. La multitud se enfureció aún más, haciéndose cada vez más amenazadora su actitud. Un contingente de tropas anunció que no dispararía, y un soldado afirmó que preferiría disparar sobre el presidente de la compañía de Carbones & Hierros de Filadelfia & Reading.
Mientras tanto, los líderes de las grandes hermandades de ferroviarios, de la Orden de los Conductores de Trenes, de la Hermandad de Maquinistas y de la Hermandad de Ingenieros, desconvocaron la huelga. En la prensa se hablaba de “ideas comunistoides17… ampliamente apoyadas… por los trabajadores empleados en las minas y las fábricas y los ferrocarriles”.
En Chicago había un partido de Trabajadores, con varios miles de afiliados. Estaba vinculado a la Primera Internacional en Europa. La mayoría de sus miembros eran inmigrantes de Alemania y Bohemia. En medio de las huelgas de ferroviarios, durante el verano de 1877, el partido convocó una concentración y se juntaron seis mil personas para pedir la nacionalización de los ferrocarriles. Albert Parsons pronunció un discurso apasionado. Parsons era natural de Alabama, había luchado con la Confederación en la Guerra Civil y estaba casado con una mujer de piel morena de sangre española e india, trabajaba de cajista en un periódico, y era uno de los mejores oradores de habla inglesa en las filas del partido de los Trabajadores.
Al día siguiente, una multitud de jóvenes -sin ninguna vinculación especial con la concentración de la víspera- se desplazó por los depósitos ferroviarios, obstaculizando a los trenes de mercancías. Se acercó a las fábricas, llamando a la huelga a los trabajadores de las plantas siderúrgicas, a los trabajadores de los almacenes y a los miembros de las tripulaciones de los barcos que operaban en el Lago Michigan. Cerraron las fábricas de ladrillos y los aserraderos. Ese mismo día, Albert Parsons fue despedido de su trabajo en el Times de Chicago, y su nombre fue inscrito en la lista negra empresarial.
La policía atacó a la multitud y la prensa informó así: “De entrada, el sonido que hacían las porras al caer sobre las cabezas resultaba terrible, hasta que uno se acostumbraba. Parecía que caía un manifestante a cada garrotazo, porque el suelo estaba lleno de cuerpos”. A los guardias nacionales y a los veteranos de la Guerra Civil se les unieron dos compañías de infantería de los Estados Unidos. La policía disparó sobre la masa que se les echaba encima, y hubo tres muertos.
Al día siguiente, cinco mil personas armadas lucharon contra la policía, que disparó repetidas veces. Cuando todo hubo acabado, se contaron los muertos: había, como ya era habitual, trabajadores y chavales, dieciocho en total, con sus cabezas reventadas a porrazos y sus órganos vitales atravesados por los tiros.
La única ciudad en la que el partido de los Trabajadores estuvo claramente al frente de la rebelión fue Saint Louis, una ciudad de fábricas harineras, fundiciones, casas de embalaje, tiendas de maquinaria, plantas cerveceras y ferrocarriles. Aquí, como en otras partes, hubo recortes salariales en los ferrocarriles. En Saint Louis había unos mil militantes del partido de los Trabajadores, muchos de ellos panaderos, toneleros, ebanistas, fabricantes de cigarros y cerveceros. El partido estaba organizado en cuatro secciones, por nacionalidades: alemanes, ingleses, franceses y bohemios.
Las cuatro secciones cruzaron el Mississippi en el transbordador para participar en un mítin multitudinario de ferroviarios en la parte oriental de Saint Louis. Los ferroviarios de la parte oriental de Saint Louis se declararon en huelga. El alcalde de Saint Louis oriental era inmigrante europeo, y de joven había sido un revolucionario. Los votos de los ferroviarios eran mayoritarios en la ciudad.
En el mismo Saint Louis, el partido de los Trabajadores convocó una concentración a la cual acudieron cinco mil personas. Pidieron la nacionalización de los ferrocarriles, de las minas y de toda la industria.
En uno de estos mítines habló un negro en favor de los que trabajaban en los vapores y en los diques. Preguntó: “¿Os solidarizaréis con nosotros sin tener en cuenta el color de nuestra piel?” La multitud respondió con el grito: “¡Sí!”
Al poco rato circulaban panfletos que llamaban a la huelga general en toda la ciudad. Hubo una manifestación por el río de cuatrocientos hombres de color, trabajadores de los vapores y del puerto, y seiscientos obreros de las fábricas portaron una pancarta que rezaba: “¡Monopolios no! ¡Derechos de los obreros sí!” Una gran manifestación cruzó la ciudad y acabó con una concentración de diez mil personas que escucharon las palabras de los líderes comunistas.
En Nueva York, miles de personas se juntaron en la plaza Tompkins. El tono del mítin era moderado, y se hablaba de “una revolución política a través de las urnas”. “Si os unís, puede que en cinco años tengamos una república socialista…” Fue un mítin pacífico. Al acabar, las últimas palabras pronunciadas desde la presidencia fueron: “A nosotros los pobres nos faltan muchas cosas, pero sí tenemos el derecho a la libertad de expresión, y nadie nos lo puede arrebatar”. Acto seguido, la policía atacó con sus porras.
En Saint Louis, como en otros lugares, la dinámica popular, los mítines y el entusiasmo no pudieron sostenerse mucho tiempo. A medida que iban disminuyendo, se instalaban la policía, la milicia o las tropas federales y arrestaban a los líderes huelguistas para despedirlos de sus trabajos en el ferrocarril.
Al acabar las grandes huelgas ferroviarias de 1877, habían dejado un balance de cien muertos, mil encarcelados y 100.000 huelguistas. Además, las huelgas habían provocado el activismo de incontables parados en las ciudades. En el momento más álgido de las huelgas, estaban paralizadas más de la mitad de las mercancías acumuladas en las 75.000 millas del ferrocarril nacional.
Las compañías ferroviarias hicieron algunas concesiones y retiraron algunos recortes salariales, pero también reforzaron a su cuerpo de “policía del carbón y del acero”. En algunas grandes ciudades se construyeron polvorines para la Guardia Nacional, con aspilleras para disparar las armas.
En 1877, el mismo año en que los negros vieron que no tenían la suficiente fuerza como para hacer cumplir la promesa de igualdad que se les había hecho en la Guerra Civil, los trabajadores vieron que no estaban lo suficientemente unidos, que no eran lo suficientemente fuertes como para vencer a la coalición entre capital privado y poder gubernamental. Pero todavía tenían que ocurrir más cosas.