Capítulo 11

LOS BARONES LADRONES Y LOS REBELDES

El año 1877 marcó la pauta para el resto del siglo: pondrían a los negros en su sitio; no se tolerarían las huelgas de trabajadores blancos; las élites industriales y políticas del Norte y del Sur se harían con el control del país y organizarían el mayor ritmo de crecimiento económico de la historia de la humanidad. Y lo harían con la ayuda -y a expensas- de los trabajadores negros, blancos y chinos, de los inmigrantes europeos, y del trabajo de las mujeres. Les recompensarían de forma diferente según su raza, sexo, nacionalidad y clase social, de tal forma que crearían diferentes niveles de opresión -un hábil escalonamiento para estabilizar la pirámide de la riqueza.

En la época comprendida entre la Guerra Civil y 1900, el vapor y la electricidad sustituyeron al trabajo del hombre; el hierro sustituyó a la madera y el acero sustituyó al hierro (antes de la invención del proceso Bessemer, fabricaban acero a partir del hierro a un ritmo de producción de 3 a 5 toneladas diarias. Con dicho proceso, se podía obtener la misma cantidad de acero en 15 minutos). En esta época, las máquinas podían accionar herramientas de acero y el aceite podía lubricar las máquinas e iluminar los hogares, las calles y las fábricas. Las personas y las mercancías podían desplazarse en ferrocarriles propulsados a vapor por railes de acero. En 1900, había ya 193.000 millas de vía férrea. El teléfono, la máquina de escribir y la calculadora aceleraron el ritmo de los negocios.

Las máquinas transformaron la agricultura. Antes de la Guerra Civil de 1861, producir un acre de trigo costaba 61 horas de trabajo. En 1900, tan sólo costaba 3 horas y 19 minutos. El hielo industrial hacía posible el transporte de alimentos en distancias largas. Había nacido la industria de la carne envasada.

En las fábricas textiles, el vapor accionaba los husos y las máquinas de coser. El vapor procedía del carbón y ahora las taladradoras neumáticas que buscaban el carbón perforaban la tierra a mayor profundidad. En 1860 se extrajeron 14 millones de toneladas de carbón, y en 1884 ya se extraían 100 millones de toneladas. A más carbón, más acero, porque los hornos de carbón convertían el hierro en acero. En 1880, la producción de acero ascendía a 1 millón de toneladas. En 1910 ya se había pasado a 25 millones de toneladas. Para entonces, la electricidad comenzaba a reemplazar al vapor. Los cables eléctricos requerían cobre, y si en 1880 se produjeron 30.000 toneladas, en 1910 ya se producían 500.000.

Para lograr todo esto se requerían ingeniosos inventores de nuevos procesos y nuevas máquinas, gerentes y administradores preparados para las nuevas corporaciones, un país rico en tierra y minerales y una enorme cantidad de seres humanos para realizar el trabajo, que era matador, poco higiénico y peligroso. Llegaron inmigrantes de Europa y de China, que sirvieron como nueva mano de obra, mientras los granjeros, que no podían comprar la nueva maquinaria ni pagar la tarifa de los nuevos ferrocarriles, se trasladaban a las ciudades. Entre 1860 y 1914, Nueva York creció de 850.000 a 4 millones de habitantes; Chicago de 110.000 a 2 millones y Filadelfia de 650.000 a 1 millón y medio de habitantes.

En algunos casos, el propio inventor pasaba a organizar negocios. Sería el caso de Thomas Edison, inventor de aparatos eléctricos. En otros casos, el hombre de negocios combinaba los inventos de otras personas. Es el caso de Gustavus Swift, un carnicero de Chicago que se sirvió del vagón de ferrocarril refrigerado y del almacén refrigerado para crear, en 1885, la primera compañía nacional de empaquetado de carne. James Duke utilizó una nueva máquina para liar cigarrillos -que podía enrollar, pegar y cortar cilindros de tabaco-para producir 100.000 cigarrillos diarios. En 1890, fusionó a los cuatro mayores productores de cigarrillos y fundó la Compañía de Tabaco Americana.

Aunque algunos multimillonarios empezaron de cero, en la inmensa mayoría de los casos no era así. Un estudio sobre los orígenes de 303 ejecutivos de las industrias textil, ferroviaria y siderúrgica -en la década de 1870- mostraba que el 90% procedía de familias de clase media o alta. Historias como las descritas en el libro “De los harapos a la riqueza”, de Horatio Alger, eran ciertas en algunos casos, pero por lo general eran un mito -un mito útil para ejercer el control.

La mayoría de las fortunas se amasaban legalmente, con la colaboración del gobierno y de los tribunales. A veces había que pagar por dicha colaboración. Thomas Edison prometió a varios políticos de Nueva Jersey 1.000 dólares para cada uno a cambio de una legislación favorable. Daniel Drew y Jay Gould gastaron un millón de dólares en sobornar a la legislatura de Nueva York para que legalizase su emisión de “acciones infladas” (que no representan su valor real) de la Compañía de Ferrocarril Erie.

La primera línea de ferrocarril transcontinental -resultado de la unión de las líneas de ferrocarril de la Union Pacific y la Central Pacific- se construyó a costa de sangre, sudor, politiqueo y estafas. La Central Pacific partió de la costa oeste hacia el este; gastó en Washington 200.000 dólares en sobornos para conseguir 9 millones de acres de terreno sin construir y 24 millones de dólares en bonos, y pagó 79 millones de dólares -36 millones más de la cuenta- a una compañía constructora que de hecho era suya. La construcción se hizo con tres mil irlandeses y diez mil chinos, que durante cuatro años trabajaron por uno o dos dólares diarios.

La Union Pacific partió de Nebraska en dirección al oeste. Le habían asignado 12 millones de acres de terreno sin edificar y 27 millones de dólares en bonos del gobierno. Fundó la compañía Credit Mobilier, a quien entregó 94 millones de dólares para su construcción, cuando el coste real era de 44 millones. Para evitar una investigación, vendieron acciones a bajo precio a unos congresistas, a propuesta del congresista de Massachusetts, Oakes Ames, fabricante de excavadoras y director de Credit Mobilier, que dijo: “No hay ninguna dificultad en hacer que unos hombres cuiden de su propia propiedad”. La Union Pacific empleó 20.000 trabajadores -veteranos de guerra e inmigrantes irlandeses, que instalaban 5 millas de vía férrea al día y morían a centenares por el calor, el frío y las batallas contra los indios, que se oponían a la invasión de su territorio.

Ambas compañías de ferrocarril utilizaban rutas más largas y zigzageantes para obtener subsidios de las ciudades por las que pasaban. En 1869, entre música y discursos, las dos serpenteantes líneas se encontraron en Utah.

El tremendo fraude de los ferrocarriles llevó a un mayor control de las finanzas ferroviarias por parte de los banqueros, que querían una mayor estabilidad. Para la década de 1890, la mayor parte del recorrido ferroviario del país se concentraba en seis enormes sistemas. De estos seis, cuatro eran controlados, total o parcialmente, por los banqueros Kuhn, Loeb y compañía.

Esta interesante historia de perspicacia financiera tuvo su coste en vidas humanas. En el año 1889, los archivos de la Interstate Commerce Commission (Comisión de Comercio Interestatal) mostraban que habían resultado muertos o heridos 22.000 trabajadores del ferrocarril.

J.P. Morgan había comenzado su carrera profesional antes de la guerra. Era hijo de un banquero que comenzó vendiendo acciones del ferrocarril a cambio de buenas comisiones. Durante la Guerra Civil, compró a un arsenal del ejército cinco mil rifles por 3,50 dólares cada uno y los vendió a un general en el campo de batalla a 22 dólares cada uno. Los rifles estaban defectuosos y arrancaban de cuajo los pulgares de los soldados que los disparaban. Un comité del Congreso anotó ésto con letra pequeña y en un oscuro informe, pero un juez federal apoyó el trato, considerándolo como el cumplimiento de un contrato legal válido.

Morgan se había librado del servicio militar durante la Guerra Civil, pagando 300 dólares a un sustituto. Lo mismo hicieron John D. Rockefeller, Andrew Carnegie, Philip Armour, Jay Gould y James Mellon. El padre de Mellon le escribió a su hijo diciendo: “Un hombre puede ser un patriota sin arriesgar su propia vida o sin sacrificar su salud. Hay montones de vidas menos valiosas”.

Mientras amasaba su fortuna, Morgan aportó racionalidad y gestión a la economía nacional. Mantuvo estable al Sistema. “No queremos convulsiones financieras -dijo- y tener un día una cosa y otro día otra cosa”. Vinculó a unos ferrocarriles con otros, a todos ellos con los bancos y a los bancos con las compañías de seguros. En 1900, ya controlaba 100.000 millas de ferrocarril (de las 200.000 que tenía el país).

John D. Rockefeller empezó como contable en Cleveland; se hizo comerciante y acumuló dinero. Estaba convencido de que, en la nueva industria petrolífera, quien controlaba las refinerías de petróleo, dominaba la industria. Compró su primera refinería de petróleo en 1862 y, para el año 1870, fundó la compañía Standard Oil de Ohio y pactó acuerdos secretos con algunos ferrocarriles para que transportaran su petróleo si le hacían descuentos. De esta forma, eliminó a sus competidores.

El dueño de una refinería independiente dijo: “Si no liquidábamos nuestra mercancía, nos aplastaban. Sólo había un comprador en el mercado y teníamos que vender según sus condiciones”.

Andrew Carnegie era, a los 17 años, un empleado de telégrafos. Después pasó a ser secretario del director de la Compañía de Ferrocarril de Pennsylvania y más tarde, fue agente de la bolsa en Wall Street, donde vendía acciones del ferrocarril a cambio de enormes comisiones. Pronto se convirtió en un millonario. En 1872 fue a Londres, vio el método Bessemer para la producción de acero y volvió a Estados Unidos para construir una acería de un millón de dólares. Mediante un enorme arancel, establecido convenientemente por el Congreso, mantuvieron a raya a la competencia extranjera. En 1900, Carnegie ganaba ya 40 millones de dólares anuales. Ese mismo año, estando en un banquete, acordó vender su acería a J.P. Morgan. Carnegie garabateó el precio en un papel: 492 millones de dólares.

Más tarde, Morgan formó la U.S. Steel Corporation (Corporación de Acero Norteamericana), fusionando la corporación de Carnegie con otras corporaciones. Por llevar a cabo la consolidación cobró unos honorarios de 150 millones. ¿Cómo podían pagar dividendos a todos aquellos accionistas y obligacionistas? Asegurándose de que el Congreso aprobaba aranceles que mantuvieran fuera de juego al acero extranjero; liquidando a la competencia, manteniendo el precio de la tonelada a 28 dólares y haciendo trabajar 12 horas diarias a 200.000 hombres por salarios que apenas podían mantener con vida a sus familias.

Y así ocurrió, en una industria tras otra: astutos y eficientes hombres de negocios construían imperios asfixiando a la competencia, manteniendo los precios altos, los salarios bajos y utilizando subsidios del gobierno. Estas industrias fueron las primeras beneficiarias del llamado “Estado del Bienestar”. A finales de siglo, la empresa Americana de Teléfonos y Telégrafos tenía el monopolio del sistema telefónico nacional; International Harvester fabricaba el 85% de toda la maquinaria agrícola y en todas las demás industrias, se concentraron y dominaron los recursos.

Los bancos tenían intereses en tantos de estos monopolios, que crearon una red de conexiones entre los poderosos directores de las corporaciones, cada uno de los cuales pertenecía a la junta directiva de muchas otras corporaciones. Según un informe del Senado de comienzos del siglo XX, Morgan -en la cúspide de su carrera profesional- pertenecía a las juntas directivas de 48 corporaciones y Rockefeller, a 37.

Mientras tanto, el gobierno de Estados Unidos se estaba comportando casi igual a como describió Karl Marx que se comportaba un estado capitalista: simulando neutralidad para mantener el orden, pero sirviendo a los intereses de los ricos. No es que los ricos estuviesen de acuerdo entre ellos; tenían disputas sobre las distintas políticas a seguir. Pero el propósito del Estado era apaciguar las disputas de la clase alta, controlar la rebelión de la clase baja y adoptar políticas que favorecieran una amplia estabilidad del Sistema. El acuerdo entre demócratas y republicanos para elegir a Rutherford Hayes en 1877 marcó la pauta. Ganasen los demócratas o los republicanos, la política nacional ya no volvería a sufrir cambios significativos.

Cuando el demócrata Grover Cleveland se presentó para presidente en 1884, la impresión general del país era que se oponía al poder de los monopolios y de las corporaciones, y que el partido Republicano -cuyo candidato era James Blaine- estaba de parte de los ricos. Pero cuando Cleveland derrotó a Blaine, Jay Gould le telegrafió: “Pienso que los grandes intereses financieros del país estarán enteramente a salvo en sus manos”. Y no se equivocaba. El propio Cleveland aseguró a los industriales que no debían asustarse por el hecho de que hubiese salido elegido: “Mientras yo sea presidente, la política administrativa no dañará ningún interés financiero. La transferencia del control ejecutivo de un partido a otro no implica ninguna perturbación seria de las condiciones existentes”.

Las mismas elecciones presidenciales habían evitado tocar cuestiones relevantes. Tomaron la forma habitual de las campañas electorales, ocultando la esencial similitud de los partidos y centrándose en personalidades, chismorreos y trivialidades. Un perspicaz comentarista literario de la época, Henry Adams, escribió a un amigo sobre las elecciones:

Aquí estamos sumergidos en una política divertidísima. Están en juego cuestiones muy importantes, pero lo gracioso es que nadie habla sobre esos temas relevantes. De común acuerdo, se dejan de lado. En vez de tratarlos, la prensa se ocupa de una controversia de lo más divertida en torno a si el Sr. Cleveland tuvo un hijo ilegítimo y si vivía o no con más de una amante.

En 1887, y aún disponiendo de un enorme superávit en el Tesoro, Cleveland vetó un proyecto de ley que asignaba 100.000 dólares a los granjeros tejanos para auxiliarles y ayudarles a comprar simiente durante una sequía. Cleveland dijo: “En tales casos, la ayuda federal alienta el que se espere ayuda paternal por parte del Gobierno y debilita la firmeza de nuestro carácter nacional”. Pero ese mismo año, Cleveland utilizó su excedencia de oro para saldar las deudas con ricos obligacionistas, pagándoles 28 dólares más de los 100 que valía cada bono -un regalo de 45 millones de dólares.

La reforma principal de la administración Cleveland revela el secreto de las reformas legislativas en América. Se suponía que la Ley de Comercio Interestatal de 1887 regularía los ferrocarriles en beneficio de los consumidores. Pero Richard Olney -un abogado de la Boston & Maine y otras compañías de ferrocarril, y que pronto pasaría a ser ministro de Justicia de Cleveland- les dijo a los funcionarios ferroviarios que se quejaban de la Comisión de Comercio Interestatal, que no era sensato abolir la Comisión “desde el punto de vista del ferrocarril”. Les explicó:

La Comisión es, o se puede hacer que sea, de gran ayuda para las compañías de ferrocarril. Satisface el clamor popular que pide que el Gobierno supervise las compañías de ferrocarril y, al mismo tiempo, esa supervisión es casi enteramente nominal. Lo sensato no es destruir la Comisión sino utilizarla.

El republicano Benjamin Harrison -que sucedió como presidente a Cleveland de 1889 a 1893- había sido abogado para las compañías de ferrocarril y también había encabezado una compañía de soldados durante la huelga de 1877.

El mandato de Harrison también tuvo un gesto hacia la reforma. La Ley Anti- Trust de Sherman, aprobada en 1890, ilegalizó la formación de una “asociación o conspiración” que restringía el comercio interestatal o exterior. El senador John Sherman, autor de la ley, explicaba la necesidad de reconciliar a los críticos del monopolio: “Deben hacer caso a su petición o prepararse para los socialistas, los comunistas y los nihilistas. En estos momentos, fuerzas jamás vistas desorientan a la sociedad”.

Cleveland, reelegido en 1892, se enfrentó a la agitación del país -provocada por el pánico y la depresión de 1893-, utilizando al ejército. Así dispersó al “Ejército de Coxey” -una manifestación de parados que había marchado hasta Washington- y así acabó, al año siguiente, con la huelga nacional de ferrocarriles.

Mientras tanto, el Tribunal Supremo, a pesar de su apariencia de discreta imparcialidad, ponía su granito de arena a favor de la élite gobernante. ¿Cómo iba a ser independiente si sus miembros eran elegidos por el presidente y ratificados por el Senado? ¿Cómo podía ser neutral entre ricos y pobres, si sus miembros solían ser ricos abogados y procedían casi siempre de la clase alta? A comienzos del siglo XIX, el Tribunal había establecido la base legal para una economía nacional regulada estableciendo el control federal sobre el comercio interestatal y sentando la base legal para un capitalismo corporativo, haciendo que el contrato fuera sagrado.

En 1895, el Tribunal interpretó la Ley Sherman de tal manera que la dejaba sin efecto.

Poco después de que la Decimocuarta Enmienda pasara a ser ley, el Tribunal Supremo comenzó a echarla por tierra como una protección para los negros, y a desarrollarla como una protección de las corporaciones. En 1886, el Tribunal suprimió 230 leyes estatales que habían sido aprobadas para regularlas y declaró que las corporaciones eran “personas” y que su dinero era propiedad protegida por la “cláusula del proceso debido” de la Decimocuarta Enmienda. De los casos concernientes a la Decimocuarta Enmienda que se llevaron al Tribunal Supremo entre 1890 y 1910, diecinueve trataban de los negros y 288 de las corporaciones.

En 1893, el juez del Tribunal Supremo, David J. Brewer, dirigiéndose al colegio de abogados del estado de Nueva York dijo:

Es una ley invariable que la riqueza de la comunidad esté en manos de unos pocos.

Esto no era un mero capricho de las décadas de 1880 y 1890. Se remontaba a los Fundadores de la Constitución, que habían aprendido Derecho en la época de Blackstone’s Commentaries, que decía: “Es tan grande la consideración que tiene la ley por la propiedad privada, que no permitirá la menor violación de ésta; no, ni siquiera por el bien común de toda la comunidad”.

El control, en los tiempos modernos, requiere algo más que la fuerza y la ley. Requiere que a una población peligrosamente concentrada en ciudades y fábricas, y cuyas vidas están llenas de motivos para rebelarse, se le enseñe que todo está bien como está. Así que las escuelas, las iglesias y la literatura popular enseñaban que ser rico era señal de superioridad, que ser pobre era señal de fracaso personal y que la única manera de progresar que tenía una persona pobre era escalar hacia las filas de los ricos, mediante un esfuerzo y una suerte extraordinarios.

A los ricos, que daban parte de sus enormes beneficios a instituciones educativas, se les llamaba filántropos. Rockefeller hacía donaciones a universidades de todo el país y ayudó a fundar la Universidad de Chicago. Huntington, de la Central Pacific, donó dinero a dos universidades para negros, Hampton Institute y Tuskegee Institute. Carnegie dio dinero a universidades y bibliotecas. Un comerciante multimillonario fundó la Universidad Johns Hopkins y millonarios como Cornelius Vanderbilt, Ezra Cornell, James Duke y Leland Stanford fundaron universidades que llevaban sus nombres.

Estas instituciones educativas no alentaban la disidencia: adiestraban a los intermediarios a ser leales al sistema americano -profesores, médicos, abogados, administradores, ingenieros, técnicos y políticos: todos aquellos a quienes pagarían para mantener en marcha el sistema y para amortiguar legalmente los problemas.

Mientras tanto, la difusión de la educación pública hizo posible que toda una generación de trabajadores, cualificados y semicualificados, aprendiese lectura, escritura y aritmética, pasando a ser la mano de obra alfabetizada de la nueva era industrial. Era importante que estas personas aprendiesen obediencia a la autoridad. Un periodista, observador de las escuelas en la década de 1890, escribió: “Llama la atención el tono severo de la maestra; los alumnos, quietos y silenciosos, están completamente subyugados a su voluntad. El ambiente espiritual de la clase es de desánimo y frialdad”.

Este estado de cosas continuó en el siglo XX, cuando el libro de William Bagley Classroom Management (La gestión en el aula), con treinta ediciones, se convirtió en un texto clásico de formación de profesores. Decía Bagley: “Aquel que estudia con propiedad la teoría educacional puede observar, en la rutina mecánica del aula, las fuerzas educativas que transforman lentamente al niño, de un pequeño salvaje a una criatura que respeta la ley y el orden, preparado para la vida en una sociedad civilizada”.

Fue a mediados y finales del siglo diecinueve cuando los institutos se desarrollaron para ayudar al sistema industrial. En los programas escolares se hacía mucho hincapié en la asignatura de historia, para fomentar el patriotismo. Se introdujeron juramentos de lealtad, el certificado de profesor y el requisito de ciudadanía para controlar la calidad, tanto docente como política, de los profesores. También a finales de siglo, se dio el control de los libros de texto a los funcionarios, no a los profesores. Los estados aprobaban leyes que prohibían ciertos tipos de libros de texto. Idaho y Montana, por ejemplo, prohibieron libros de texto que propagaran doctrinas “políticas”.

Contra esta enorme organización del conocimiento y de la educación para la ortodoxia y la obediencia, surgieron escritos disidentes y de protesta, que tenían que ir abriéndose camino, lector a lector, con grandes obstáculos. Henry George, un obrero autodidacta procedente de una familia pobre de Filadelfia que llegó a ser periodista y economista, escribió un libro, publicado en 1879 y del que vendió millones de ejemplares no sólo en Estados Unidos sino en todo el mundo, titulado Progress and Poverty. En él afirmaba que la base de la riqueza era la tierra; que ésta se estaba monopolizando y que un sólo impuesto sobre la tierra que aboliese todos los demás produciría ingresos suficientes para solucionar el problema de la pobreza e igualar la riqueza de la nación.

Edward Bellamy, un abogado y escritor del oeste de Massachusetts, desafió de manera diferente al sistema económico y social. Escribió, con un estilo simple e intrigante, una novela titulada Looking Backward, en la que el narrador se duerme y despierta en el año 2000 para encontrarse con una sociedad socialista donde la gente trabaja y vive de forma cooperativa. Looking Backward, que describe el socialismo de forma vivida y maravillosa, vendió en pocos años un millón de ejemplares, y se organizaron más de cien grupos en todo el país para tratar de hacer realidad esa utopía.

Parecía que, a pesar de los intensos esfuerzos del gobierno, de las empresas, de la Iglesia y de las escuelas para controlar su pensamiento, millones de americanos estaban preparados para criticar duramente al sistema vigente y para considerar otras formas de vida alternativas. Les ayudaron en esta tarea los grandes movimientos obreros y campesinos, que se extendían por todo el país en las décadas de 1880 y 1890. Estos movimientos iban más allá de las huelgas ocasionales y de las luchas de los arrendatarios del período 1830–1877. Eran movimientos de ámbito nacional y resultaban más amenazantes que antes para la élite gobernante, más peligrosamente sugerentes. Era una época en la que las ciudades americanas más importantes contaban con organizaciones revolucionarias y el ambiente bullía con estas ideas.

En las décadas de 1880 y 1890, los inmigrantes europeos entraban a raudales, a un ritmo más rápido que antes. Todos ellos sufrían el angustioso viaje oceánico de los pobres. Ya no se trataba tanto de irlandeses y alemanes como de italianos, judíos y griegos. Eran personas de Europa del sur y del este, más ajenos aún para los anglosajones nativos que los inmigrantes que les precedieron.

La inmigración de estos grupos étnicos diferentes contribuyó a la fragmentación de la clase obrera. Los irlandeses -que todavía recordaban el odio hacia ellos cuando llegaron- comenzaron a conseguir empleos debido a las nuevas maquinaciones políticas de los que necesitaban su voto. Los irlandeses que se hicieron policías se enfrentaron con los nuevos inmigrantes judíos. El 30 de julio de 1902, la comunidad judía de Nueva York celebró un funeral multitudinario en memoria de un importante rabino, y se produjeron una serie de disturbios encabezados por irlandeses -resentidos porque los judíos entraran en su barrio.

Entre los recién llegados había una desesperada competencia económica. En 1880, en California los inmigrantes chinos -que las compañías de ferrocarril habían traído para hacer un trabajo deslomador por unos salarios despreciables- ya ascendían a 75.000, casi la décima parte de la población. Se convirtieron en las víctimas de una violencia continua. El novelista Bret Harte escribió una necrológica para un chino llamado Wan Lee:

Muerto, queridos amigos, muerto. Apedreado hasta la muerte en las calles de San Francisco, en el año de gracia de 1869, a manos de una turba de adolescentes y colegiales cristianos.

El verano de 1885, en Rock Springs (Wyoming), unos blancos atacaron a quinientos mineros chinos, asesinando a veintiocho a sangre fría.

Se desarrolló un tráfico de trabajadores infantiles inmigrantes, ya fuera mediante un contrato con unos padres desesperados en su país de origen, o bien mediante secuestro. Unos “padrones” supervisaban a los niños como durante la esclavitud y a veces los mandaban a trabajar de músicos mendigos. Cientos de estos niños vagaban por las calles de Nueva York y Filadelfia.

Cuando los inmigrantes llegaron a ser ciudadanos naturalizados, se les metió en el sistema americano del bipartidismo, y se les pidió que fuesen leales a uno u otro partido, de forma que su energía política se encauzaba en las elecciones. En noviembre de 1894, un artículo en L’Italia exhortaba a los italianos a apoyar al partido Republicano. Los líderes irlandeses y judíos apoyaban a los demócratas.

En la década de 1880, hubo 5 millones y medio de inmigrantes; en la década de 1890, 4 millones, lo que producía un excedente laboral que mantenía los salarios bajos. Los inmigrantes estaban más desvalidos que los trabajadores del país, y eran controlados mejor; se encontraban desplazados culturalmente, enemistados los unos con los otros y, por tanto, eran útiles como esquiroles. Sus hijos a menudo trabajaban, intensificando el problema del desempleo y de una mano de obra demasiado numerosa; en 1880, había 1.118.000 niños menores de dieciséis años trabajando en Estados Unidos (uno de cada seis niños).

Las mujeres inmigrantes se hacían sirvientas, prostitutas, amas de casa, obreras en fábricas y a veces rebeldes.

En 1884, las asambleas de trabajadoras textiles y de fabricantes de sombreros se declararon en huelga. Al año siguiente, en Nueva York, los fabricantes de capas y camisas, tanto hombres como mujeres (que mantenían mítines separados pero actuaban juntos) fueron a la huelga. El diario World de Nueva York lo llamó “una revuelta por las habichuelas”. Consiguieron mejores salarios y menos horas de trabajo. En Yonkers, ese mismo invierno, varias tejedoras de alfombras fueron despedidas por afiliarse a la Knights of Labor (la Orden del Trabajo) y, en aquel frío febrero, 2.500 mujeres se declararon en huelga y formaron una línea de piquetes alrededor de la fábrica. La policía atacó la línea de piquetes y las arrestó, pero un jurado las declaró inocentes. Trabajadores de Nueva York dieron un banquete en su honor, al que asistieron dos mil delegados sindicales provenientes de toda la ciudad. La huelga duró seis meses. Las mujeres consiguieron algunas de sus reivindicaciones y recuperaron sus empleos, aunque sin el reconocimiento de sus sindicatos.

Lo sorprendente en tantas de estas contiendas no era que los huelguistas no consiguieran todo lo que querían, sino que osaran resistirse contra las enormes fuerzas en su contra y no fueran aniquilados.

Quizá lo que estimuló el auge de los movimientos revolucionarios de la época fue el admitir que no bastaba el combate del día a día y que era necesario un cambio fundamental.

En 1883, se celebró en Pittsburgh un congreso anarquista, en el que se redactó un manifiesto:

Todas las leyes están dirigidas contra la clase trabajadora. Por tanto, en su lucha contra el sistema vigente, los obreros no han de esperar ayuda de ningún partido capitalista. Deben lograr su liberación por sus propios medios.

El manifiesto pedía “igualdad de derechos para todos, sin distinción de sexo o raza”. Citaba el Manifiesto Comunista: “Trabajadores del mundo entero, ¡uniros! No tenéis nada que perder, excepto vuestras cadenas. ¡Y tenéis todo que ganar!”

En Chicago, la nueva International Working People’s Association (Asociación Obrera Internacional) contaba con cinco mil miembros, publicaba periódicos en cinco idiomas, organizaba manifestaciones multitudinarias y desfiles y, debido a su liderazgo en las huelgas, era una poderosa influencia en los veinticinco sindicatos que constituían el Central Labor Union (Sindicato Central Obrero) de Chicago. Había diferencias teóricas entre todos estos grupos revolucionarios, pero las necesidades prácticas de las luchas obreras -y hubo muchas a mediados de la década de 1880- a menudo concillaban a los teóricos.

En la primavera de 1886, ya había crecido el movimiento a favor de la jornada de ocho horas. El 1 de mayo, la American Federation of Labor (Federación Laboral Americana), que llevaba funcionando cinco años, exhortaba a las huelgas nacionales en cualquier lugar donde se negaran a la jornada de ocho horas. Terence Powderly, presidente de la Orden del Trabajo, se opuso a la huelga, alegando que había que educar primero tanto a los patrones como a los empleados a esa jornada de ocho horas. Pero las asambleas de la Orden planearon hacer huelga. El presidente de la Brotherhood of Locomotive Engineers (Hermandad de Ingenieros de Ferrocarril), se opuso a la jornada de ocho horas alegando que “dos horas menos de trabajo significa dos horas más de holgazanear por las esquinas y dos horas más de beber”. Pero los trabajadores del ferrocarril no estaban de acuerdo y apoyaron el movimiento a favor de la jornada de ocho horas.

De esta manera, 350.000 trabajadores de 11.562 establecimientos de todo el país fueron a la huelga. En Detroit, marcharon 11.000 trabajadores en una manifestación que duró ocho horas. En Nueva York, 25.000 trabajadores formaron una procesión de antorchas a lo largo de Broadway. En Chicago, 40.000 trabajadores hicieron huelga y a otros 45.000 se les concedió una jornada más corta para impedir que fuesen a la huelga. En Chicago se pararon todos los ferrocarriles, se paralizaron la mayoría de las industrias y se cerraron los corrales de ganado.

Un Citizen’s Committee (Comité ciudadano) de hombres de negocios se reunía diariamente para planear la estrategia a seguir en Chicago. Hicieron intervenir a la milicia estatal, la policía estaba preparada y el Chicago Mail del 1 de mayo pedía que se vigilase a Albert Parsons y a August Spies, los dirigentes anarquistas de la Asociación Internacional de los Trabajadores: “Manténganlos vigilados, considérenlos responsables de cualquier problema que ocurra. Si hay algún problema, que sirvan de escarmiento”.

Bajo el liderazgo de Parsons y Spies, el Sindicato Central Obrero, compuesto de veintidós sindicatos, había adoptado, en otoño de 1885, una acalorada resolución:

Queda decidido, apelamos urgentemente a la clase asalariada a que se arme, para poder emplear contra sus explotadores el único argumento que puede ser efectivo: la violencia. Y también queda decidido que, a pesar de que esperamos muy poco de la puesta en vigor de la jornada de ocho horas, prometemos firmemente ayudar a nuestros hermanos más remisos en esta lucha de clases con todos nuestros medios y toda la fuerza a nuestra disposición, siempre que continúen mostrando una respuesta clara y firme frente a nuestros opresores comunes, los aristocráticos vagos y explotadores. Nuestro grito de guerra es: “Muerte a los enemigos de la humanidad”.

El 3 de mayo, tuvieron lugar una serie de acontecimientos que pondrían a Parsons y a Spies en exactamente la misma posición que el Mail de Chicago había sugerido (“si surge algún problema, hagan un escarmiento de ellos”). Ese día, frente al McCormick Harvester Works, donde huelguistas y simpatizantes se peleaban con los esquiroles, la policía disparó a una muchedumbre de huelguistas, que huían del lugar. Hirieron a muchos de ellos y mataron a cuatro. Enfurecido, Spies fue a la imprenta del diario Arbeiter-Zeitung e imprimió una circular en inglés y alemán:

¡ Venganza!

¡¡¡Trabajadores, a las armas!!! Durante años, habéis soportado las más abyectas humillaciones; habéis trabajado hasta la muerte; habéis sacrificado a vuestros hijos al señor de la fábrica; en resumen, habéis sido miserables y obedientes esclavos todos estos años: ¿Por qué? ¿Para llenar los cofres de vuestro amo, vago y ladrón, para satisfacer su insaciable avaricia? Cuando ahora les pedís que aminoren vuestra carga, ¡envía a sus policías para que os disparen, para que os maten! ¡Os llamamos a las armas, a las armas!

Se convocó un mítin en la plaza de Haymarket para la noche del 4 de mayo y se reunieron unas tres mil personas. Fue un mítin tranquilo y, como acechaban nubes tormentosas y se hacía tarde, la muchedumbre se quedó en unos pocos cientos. Apareció un destacamiento de 180 policías que avanzaron hasta la plataforma del orador y ordenaron a la muchedumbre que se dispersara. El orador dijo que el mítin casi había concluido. En ese momento explotó una bomba en medio de los policías, hiriendo a sesenta y seis de ellos y de los que más tarde murieron siete. La policía disparó a la multitud, matando a varias personas e hiriendo a doscientas.

Sin tener ninguna prueba sobre quién lanzó la bomba, la policía arrestó en Chicago a ocho dirigentes anarquistas. El Journal de Chicago escribió: “La Justicia debería actuar rápidamente con estos anarquistas arrestados. En este estado, la ley concerniente a cómplices de asesinato es tan clara que sus juicios serán cortos”. La ley de Illinois decía que cualquiera que incitara al asesinato era culpable de ese asesinato. Las únicas pruebas contra esos ocho anarquistas eran sus ideas y sus escritos. Ninguno había estado en Haymarket ese día, excepto Fielden, que estaba hablando cuando explotó la bomba. Un Jurado los declaró culpables y se les sentenció a muerte. Sus apelaciones fueron denegadas. El Tribunal Supremo dijo que no tenía ninguna jurisdicción.

Este hecho provocó una agitación internacional. Se hicieron mítines en Francia, Holanda, Rusia, Italia y España. En Londres, George Bernard Shaw, William Morris y Peter Kropotkin, entre otros, apoyaron un mítin de protesta. Shaw había respondido, con su estilo característico, al rechazo de la apelación por parte de los ocho miembros del Tribunal Supremo de Illinois: “Si el mundo ha de perder a ocho personas, se puede permitir mejor el perder a los ocho miembros del Tribunal Supremo de Illinois”.

Un año después del juicio, ahorcaron a cuatro de los anarquistas convictos: Albert Parsons, impresor; August Spies, tapicero; Adolph Fischer y George Engel. Louis Lingg, un carpintero de veintiún años, se suicidó en su celda, haciendo que un cartucho de dinamita le explotara en la boca. Tres permanecieron en prisión.

Las ejecuciones conmocionaron a la gente de todo el país. En Chicago, hubo un desfile fúnebre de 25.000 personas.

Mientras que el resultado inmediato fue la supresión del movimiento radical, el efecto a largo plazo fue el de mantener encendida la ira de los trabajadores y el mover a otros a tomar parte en causas revolucionarias, especialmente a los jóvenes de esa generación. Seis mil personas firmaron peticiones al nuevo gobernador de Illinois, John Peter Altgeld -que investigaba los hechos- denunciando lo que había sucedido, y para que indultara a los tres presos restantes. Año tras año, se celebraron por todo el país mítines en memoria de los mártires de Haymarket. Es imposible precisar el número de personas cuyo despertar político se originó por el caso Haymarket, como fue el caso de Emma Goldman y Alexander Berkman, de la siguiente generación, durante largo tiempo partidarios acérrimos de la revolución.

Parte de la energía provocada por el resentimiento a finales de 1886 se encauzó en la campaña electoral para la alcaldía de Nueva York de ese otoño. Los sindicatos fundaron el Independent Labor Party (Partido Laborista Independiente) y propusieron la candidatura de Henry George, el economista radical cuyo libro Progress and Poverty había sido leído por decenas de miles de trabajadores.

Los demócratas propusieron a Abram Hewitt, de la industria del hierro, y los republicanos designaron como candidato a Theodore Roosevelt. Tras una campaña de coherción y sobornos, resultó elegido Hewitt, con un 41% de los votos, y George resultó segundo con más votos que Roosevelt, quien quedó tercero, con un 27% de los votos. El diario World de Nueva York vio esto como una señal:

La clara protesta expresada en los 67.000 votos para Henry George, contra el poder conjunto de ambos partidos políticos, de Wall Street, de los intereses financieros y de la prensa pública, debería ser una señal de aviso para que la comunidad tenga en cuenta las peticiones del Partido Laboral, siempre que éstas sean justas y razonables.

También se presentaron candidatos laboristas en otras ciudades del país. En Milwaukee salió vencedor un alcalde laborista, al igual que varios delegados locales en Fort Worth, Texas, Eaton, Ohio y Leadville (Colorado).

Parecía que el peso de Haymarket no había aplastado al movimiento laborista. El año 1886 llegó a ser conocido en la época como “el año del gran alzamiento del laborismo”. De 1881 a 1885 había habido una media de unas 500 huelgas anuales, que afectaban a unos 150.000 trabajadores cada año. En 1886, hubo más de 1.400 huelgas, en las que estuvieron involucrados 500.000 trabajadores. John Commons, en su libro History of the Labor Movement in the United States (Historia del movimiento laborista en Estados Unidos) vio en esos hechos “los signos de un gran movimiento de la clase no-cualificada, que finalmente se había alzado en rebelión”. El movimiento se asemejaba en todos los aspectos a una guerra social. En cada huelga importante, el laborismo mostraba un odio acérrimo hacia el capital. En todas las acciones de la Orden del Trabajo se manifestaba una amargura extrema hacia el capital y, en aquellos lugares donde los líderes se proponían mantenerse dentro de unos límites, generalmente eran abandonados por sus seguidores. Incluso entre los negros de los estados del sur -donde todas las fuerzas militares, políticas y económicas, con el consentimiento del gobierno nacional, se concentraban en mantenerlos dóciles y trabajadores- había rebeliones esporádicas. En los campos de algodón, los negros trabajaban dispersos, pero en los campos de caña de azúcar el trabajo se hacía en equipo, así que había oportunidades para la acción organizada.

En 1886, la Orden del Trabajo ya se estaba organizando en los campos de caña de azúcar. Los trabajadores negros, que con sus salarios no podían alimentar ni vestir a sus familias -a menudo se les pagaba con vales para comprar en un almacén- pedían un dolar diario. En otoño del año siguiente, cerca de diez mil trabajadores del azúcar -de los que un 90% eran negros y miembros de la Orden- hicieron huelga. Llegó la milicia y empezaron las batallas armadas.

Cuando en la ciudad de Thibodaux se reunieron cientos de huelguistas -a quienes habían desalojado de sus cabañas de la plantación-, cubiertos con harapos, sin un penique y llevando consigo su ropa de cama y sus hijos pequeños-, la violencia estalló. Su negativa a trabajar amenazaba toda la cosecha de azúcar y se declaró la ley marcial. Henry y George Cox, dos hermanos negros líderes de la Orden del Trabajo, fueron arrestados y encerrados; después les sacaron de sus celdas y nunca se volvió a saber de ellos. La noche del 22 de noviembre comenzó el tiroteo; cada bando aseguraba que era el otro el que tenía la culpa. El día siguiente al mediodía, había treinta negros muertos o moribundos y cientos de heridos, por tan sólo dos blancos heridos. En Nueva Orleans, un periódico dirigido a negros escribía:

Dispararon a hombres cojos y a mujeres ciegas; ¡derribaron sin piedad a niños y a ancianos de pelo blanco! Los negros no ofrecieron ninguna resistencia; no pudieron hacerlo, ya que la matanza fue inesperada. Aquellos a quienes no asesinaron se echaron a los bosques y la mayoría encontró refugio en esta ciudad…

Ciudadanos estadounidenses asesinados por una turba dirigida por un juez estatal… A los trabajadores que pedían una mejora de sus salarios ¡se les trató como a perros!

Tampoco les iban bien las cosas a los blancos pobres oriundos del lugar. En el sur, eran granjeros arrendatarios más que terratenientes. En las ciudades sureñas, eran inquilinos y no propietarios. Los suburbios de las ciudades del sur eran de los peores; los blancos pobres vivían como los negros, en sucias calles sin asfaltar, “a rebosar de basura, barro y porquería”, según el informe de un comité estatal para la salud.

En 1891, a los mineros de la Compañía Minera de Carbón de Tennessee se les pidió que firmasen un “contrato riguroso”, mediante el cual se comprometían a no hacer huelgas, consentían que les pagasen con papel moneda de menos de un dólar y renunciaban al derecho de comprobar el peso del carbón que extraían (les pagaban a peso). Se negaron a firmarlo y fueron desalojados de sus viviendas. Llevaron presidiarios para reemplazarlos.

La noche del 31 de octubre de 1891, un millar de mineros armados se hicieron con el control del área minera, liberaron a quinientos presos e incendiaron las empalizadas en donde los habían encerrado. Las compañías se rindieron, acordaron no usar presidiarios, no exigir el “contrato riguroso” y permitir que los mineros comprobasen el peso del carbón que extraían.

En Tennessee hubo más insurrecciones al año siguiente. Los mineros vencieron a los guardas de la Compañía del Carbón y del Hierro de Tennessee, incendiaron las empalizadas y trasladaron a los presos a Nashville. Otros sindicatos de Tennessee fueron a ayudarles. Un testigo informó a la Federación de Comercios de Chattanooga:

Toda la región se ha propuesto que los presidiarios deben irse. El lunes, mientras pasaban los mineros, conté 840 rifles… blancos y negros están hombro con hombro.

Ese mismo año, en Nueva Orleans, cuarenta y dos sindicatos locales con más de veinte mil afiliados -blancos en su mayoría pero también algunos negros (había un negro en el comité de huelga)- convocaron una huelga general en la que participaron la mitad de los habitantes de la ciudad. En Nueva Orleans se paralizó el trabajo. Después de tres días -en los que llevaron esquiroles, impusieron la ley marcial y amenazaron con llevar a la milicia- la huelga concluyó con un compromiso. Consiguieron menos horas de trabajo y mejores salarios, pero sin que se reconociera a los sindicatos como intermediarios en las negociaciones.

El año 1892 fue testigo de luchas y huelgas por todo el país: además de la huelga general en Nueva Orleans y de la huelga de los mineros de carbón en Tennessee, hubo una huelga de guardagujas en Buffalo (Nueva York) y una huelga de mineros de cobre en Coeur d’Alene (Idaho). La huelga de Coeur d’Alene se caracterizó porque hubo batallas armadas entre huelguistas y esquiroles, y muchas muertes.

A comienzos de 1892, mientras Carnegie se encontraba en Europa, Henry Clay Frick gestionaba la Acería Carnegie en Homestead (Pennsylvania), justo a las afueras de Pittsburgh. Frick decidió reducir los salarios de los obreros y cerrarles su sindicato. Construyó una verja de 3 millas de longitud y 12 pies de altura alrededor de las fundiciones, rematada con alambre de espino y agujeros para los rifles. Cuando los obreros no aceptaron el recorte salarial, Frick los despidió a todos y contrató los servicios de la agencia de seguridad Pinkerton para proteger a los esquiroles.

La noche del 5 de julio de 1892, cientos de guardias de la agencia Pinkerton montaron en unas barcazas situadas en el río 5 millas al sur de Homestead, y se dirigieron a la fábrica, donde les esperaban diez mil huelguistas y sus simpatizantes. La multitud advirtió a los pinkertons que no saliesen de las gabarras. Un huelguista se tumbó en la plancha y, cuando un agente intentó empujarle, disparó, hiriendo al detective en el muslo. Siguió un tiroteo por ambas partes y murieron siete obreros. Los pinkertons tuvieron que retroceder a las barcazas. Les atacaron por todos los flancos, les ordenaron que se rindiesen y luego fueron golpeados por una multitud enfurecida. Hubo muertos en ambos lados. Durante los días siguientes, los huelguistas controlaron la zona. El estado pasó a la acción: el gobernador hizo que fuese la milicia, armada con los últimos rifles y armas de la marca Gatling, para proteger a los esquiroles que llegaban.

Los líderes de la huelga fueron acusados de asesinato y otros 160 huelguistas fueron juzgados por otros delitos. Pero los jurados fueron amistosos y los absolvieron a todos. La guerra continuó durante cuatro meses, pero la fábrica estaba produciendo acero con la ayuda de esquiroles, a quienes a menudo llevaban en trenes cerrados con llave, sin informarles de su destino y de que había una huelga. Los huelguistas, que ya no tenían recursos, acordaron volver al trabajo y sus líderes entraron en la lista negra.

En plena huelga de Homestead, un joven anarquista de Nueva York llamado Alexander Berkman -siguiendo un plan preparado por sus amigos anarquistas de Nueva York, incluida su amante Emma Goldman- llegó a Pittsburgh y entró en el despacho de Henry Clay Frick, dispuesto a matarle. Berkman tuvo mala puntería: hirió a Frick y se quedó abrumado. Después, le juzgaron y le declararon culpable de intento de asesinato.

Cumplió catorce años en la penitenciaría del estado. Su libro Prison Memoirs of an Anarchist ofrecía una gráfica descripción del intento de asesinato y de sus años en la cárcel, donde cambió de opinión sobre la utilidad de los asesinatos, pero continuó siendo un revolucionario convencido. La autobiografía de Emma Goldman Living my Life refleja la ira, la sensación de injusticia y el deseo que creció entre los jóvenes radicales de la época por una nueva clase de vida.

El año 1893 fue testigo de la mayor crisis económica de la historia del país. Tras varias décadas de un crecimiento industrial salvaje, manejos financieros, una especulación incontrolada y ganancias excesivas, todo se vino abajo: quebraron 642 bancos y cerraron 16.000 negocios. De una mano de obra de 15 millones, 3 millones estaban en el paro. Ningún gobierno estatal propuso ayudas, pero las manifestaciones multitudinarias que hubo en todo el país, obligaron a los ayuntamientos a establecer comedores de beneficencia y a dar trabajo a la gente en las calles o en los parques.

En la ciudad de Nueva York, en Union Square, Emma Goldman se dirigió a un enorme mítin de parados y exhortó a aquellos cuyos hijos necesitaban alimentos a ir a las tiendas y coger la comida. Arrestaron a Goldman por “incitar a los disturbios” y la condenaron a dos años de cárcel. Se calculó que en Chicago había unas 200.000 personas en el paro; los suelos y escaleras del ayuntamiento y de la oficina de policía se llenaban cada noche de hombres sin techo que trataban de dormir.

La depresión continuó durante años y provocó una oleada de huelgas por todo el país. La mayor fue la huelga nacional de trabajadores del ferrocarril, en 1894, que comenzó en la compañía Pullman en Illinois, justo en las afueras de Chicago.

El trabajo en el ferrocarril era uno de los oficios más peligrosos de América; cada año morían más de dos mil trabajadores del ferrocarril y resultaban heridos treinta mil. La Locomotive Firemen’s Magazine (Revista de los fogoneros del ferrocarril) escribía: “En resumen: los gestores del ferrocarril reducen la fuerza de trabajo y exigen a los trabajadores que desempeñen el doble de funciones, con la consiguiente falta de sueño y descanso. La avaricia de la corporación es la responsable de los accidentes”.

Fue la depresión de 1893 la que impulsó a Eugene Debs a una vida de acción a favor del sindicalismo y el socialismo. Debs había trabajado en los ferrocarriles durante cuatro años hasta la edad de diecinueve, pero dejó el trabajo cuando un amigo suyo murió tras caer bajo una locomotora. Debs leyó el libro Looking Backward de Edward Bellamy y le afectó profundamente.

En plena crisis económica de 1893, un pequeño grupo de trabajadores del ferrocarril -en el que estaba Debs- fundó el American Railway Union (Sindicato Americano del Ferrocarril) para unir a todos los empleados del ferrocarril. Dijo Debs:

El deseo de toda mi vida ha sido unir a los empleados de ferrocarril, eliminar la aristocracia en el trabajo y organizarles de manera que todos estén en una posición de igualdad.

Debs quería incluir a todo el mundo, pero quedaron excluidos los negros: en una convención de 1894, la medida constitucional que excluía a los negros fue confirmada en una votación por 112 votos contra 100. Más tarde, Debs pensó que esto pudo haber tenido una importancia crucial en el resultado de la huelga de Pullman, ya que los trabajadores negros no estaban de ánimo como para cooperar con los huelguistas.

En junio de 1894, los trabajadores de la Pullman Palace Car Company fueron a la huelga y recibieron el apoyo inmediato de otros sindicatos del área de Chicago. Los huelguistas de la Pullman pidieron apoyo en una convención del Sindicato Americano del Ferrocarril:

Señor presidente y camaradas del Sindicato Americano del Ferrocarril. Hemos hecho huelga en Pullman porque no teníamos ninguna esperanza. Nos afiliamos al Sindicato Americano del Ferrocarril porque nos ofrecía un atisbo de esperanza. Veinte mil almas -hombres, mujeres y niños- están pendientes hoy de esta convención, esforzándose con todas sus fuerzas por vencer el desaliento y vislumbrar ese mensaje del cielo que sólo vosotros podéis darnos en este mundo.

Todos debéis saber que la causa inmediata de nuestra huelga fue el despido de dos miembros de nuestro comité de agravios; también hubo cinco reducciones salariales. Pullman, tanto el hombre como la ciudad, es una úlcera en la comunidad. Es dueño de las casas, de las escuelas, de las iglesias de la ciudad a la que diera lo que por aquel entonces era su humilde nombre.

El Sindicato Americano del Ferrocarril respondió, pidiendo a sus miembros de todo el país que no utilizaran vagones Pullman. Como casi todos los trenes de pasajeros tenían vagones Pullman, eso equivalía a boicotear a todos los trenes -una huelga nacional. Pronto se paralizó todo el tráfico de las veinticuatro líneas de ferrocarril que salían de Chicago. Los trabajadores hacían descarrilar vagones de mercancías, bloquearon las vías, y a los ingenieros que se negaban a cooperar les sacaban de los trenes a empujones.

La General Managers Association (Asociación General de Gestores), que representaba a los dueños de los ferrocarriles, acordó pagar a dos mil sustitutos, a quienes enviaron para reventar la huelga. Pero la huelga continuó. Entonces, el ministro de Justicia de los Estados Unidos, Richard Olney -un antiguo abogado de los ferrocarriles- consiguió una orden judicial contra el bloqueo de trenes, alegando el motivo legal de que se interfería en el correo federal. Cuando los huelguistas ignoraron la orden, el presidente Cleveland mandó tropas federales a Chicago. El 6 de julio, los huelguistas quemaron cientos de vagones.

Al día siguiente, llegó la milicia estatal y les dieron la orden de abrir fuego. El Chicago Times relataba:

Dieron la orden de cargar. Desde ese momento, sólo usaron bayonetas. Una docena de hombres de la primera línea de alborotadores recibieron heridas de bayoneta. La policía no estaba dispuesta a ser clemente y, empujando a la multitud contra los alambres de espino, los aporrearon despiadadamente. El terreno donde ocurrió la lucha era como un campo de batalla. Las tropas disparaban a los huelguistas y la policía repartiendo golpes a diestro y siniestro como perros.

Ese día murieron en Chicago trece personas, hubo cincuenta y tres heridos de gravedad y arrestaron a setecientas. Antes de que concluyera la huelga, habían resultado muertas alrededor de treinta y cuatro personas.

La huelga de Chicago fue aplastada por catorce mil policías, milicianos y soldados. Debs fue arrestado por desacato al tribunal y por violar la orden que decía que no podía hacer ni decir nada para que prosiguiera la huelga. En el juicio, Debs negó que fuera socialista. Pero durante los seis meses que estuvo en la cárcel, estudió el socialismo y habló con presos que eran socialistas. Más tarde escribió: “Iba a ser bautizado en el socialismo en el fragor del conflicto, en el destello de cada bayoneta y el fogonazo de cada rifle que la lucha de clases había puesto de manifiesto”.

Dos años después de salir de la cárcel, Debs escribió en el Railway Times:

La cuestión es socialismo contra capitalismo. Yo estoy a favor del socialismo porque estoy a favor de la humanidad. Hemos estado bajo la maldición del reinado del oro demasiado tiempo. El dinero no constituye la base adecuada de la civilización. Ha llegado la hora de regenerar la sociedad: estamos en la víspera de un cambio universal.

Así, las décadas de los ochenta y de los noventa fueron testigos de explosiones de insurrección laborista, mejor organizadas que las huelgas espontáneas de 1877. Ahora había movimientos revolucionarios que influenciaban a las luchas laboristas e ideas socialistas que influían en sus líderes. Estaban apareciendo escritos radicales que hablaban de cambios fundamentales y de nuevas posibilidades de vida.

En esta misma época, aquellos que trabajaban las tierras -granjeros del norte y del sur, blancos y negros- estaban yendo más allá de las aisladas protestas de los arrendatarios de los años previos a la Guerra Civil. Estaban creando el mayor movimiento de rebelión agraria que jamás había presenciado el país.

A pesar de la desesperación -tan a menudo reflejada en la literatura granjera de la época-, de vez en cuando surgían visiones sobre un modo diferente de vivir, como en la novela de Hamlin Garland A Spoil of Office, en donde la heroína habla en una comida campestre de granjeros:

Veo una época en la que el granjero no tendrá que vivir en una cabaña de una granja solitaria. Veo a los granjeros que vienen juntos en grupos. Los veo con tiempo para leer y para visitar a sus compañeros. Los veo disfrutando de las conferencias en bonitos salones que habría en cada aldea. Los veo reunidos, como los sajones de antaño, en el campo al atardecer, cantando y bailando. Veo erigirse ciudades cerca de ellos, con escuelas, iglesias, salas para conciertos y teatros. Veo el día en el que el granjero ya no será un esclavo y su esposa una esclava, sino hombres y mujeres felices, que irán cantando a sus agradables tareas en sus granjas frutícolas.

Entre 1860 y 1910, el ejército estadounidense preparó el terreno -destruyendo los poblados indios de las Grandes Llanuras-, para que los ferrocarriles llegaran y se adueñaran de las mejores tierras. Después llegaron los granjeros para apoderarse de lo que quedaba. Entre 1860 a 1900, la población de Estados Unidos creció de 31 a 75 millones de habitantes. Las atestadas ciudades del este necesitaban comida y el número de granjas aumentó de 2 a 6 millones.

La agricultura se mecanizó; había arados de acero, cortacéspedes, segadoras, cosechadoras, mejores desmontadoras para separar la fibra de la semilla y, a finales de siglo, segadoras y trilladoras gigantes que cortaban el grano, lo trillaban y lo metían en sacos. En 1830, producir 35.237 litros de trigo costaba tres horas. En 1900, costaba diez minutos.

Se desarrolló una especialización por regiones: en el sur, algodón y tabaco; en el medio oeste, trigo y maíz.

Pero la tierra y la maquinaria costaban dinero, así que los granjeros tenían que pedirlo prestado, confiando en que el precio de sus cosechas se mantuviese alto para poder pagar el crédito bancario, el transporte ferroviario, al comerciante en granos por comerciar con su grano y al depósito por almacenarlo. Pero se encontraron con que los precios de sus productos disminuían y los del transporte y los créditos subían, y que eso se debía a que el granjero individual no podía controlar el precio del grano, mientras que los monopolios bancarios y ferroviarios podían cobrar lo que quisieran.

Los granjeros que no podían pagar vieron cómo les embargaban sus casas y sus tierras. Se convirtieron en arrendatarios. En 1880, el 25% de las granjas estaban alquiladas por arrendatarios, y el número iba en aumento. Muchos ni siquiera disponían del dinero para el alquiler y pasaban a ser peones. En 1900, ya había en el país 4 millones de peones. Era el destino que le esperaba a todo granjero que no podía pagar sus deudas.

¿Podía el granjero, exprimido y desesperado, pedir ayuda al gobierno?

El gobierno estaba ayudando a los banqueros y perjudicando a los granjeros; mantenía invariable la cantidad de dinero -basada en los suministros de oro- mientras que la población iba en aumento, de modo que cada vez había menos dinero en circulación. El granjero tenía que saldar sus deudas en dólares, que cada vez eran más difíciles de conseguir. Los banqueros, al recuperar los préstamos, conseguían dólares que valían más que cuando los prestaron, con una especie de interés añadido. Por eso hubo tantas discusiones en los movimientos agrarios de la época, que hablaban de poner más dinero en circulación: imprimiendo papiros (papel moneda que no tenía su equivalente en oro en el Tesoro) o haciendo que la plata fuese una base para emitir dinero.

En el sur, el sistema de derecho de retención de la cosecha fue más brutal. Mediante dicho sistema, el granjero conseguía del negociante lo que necesitaba: utilizar la desmontadora en época de cosecha o cualquier suministro que fuese necesario. Pero el granjero no tenía dinero para pagar, de modo que el comerciante conseguía el derecho de retención, una hipoteca sobre la cosecha con la que el granjero podía pagar un 25% de intereses. Cada año, el granjero debía más dinero, hasta que al final le embargaban la granja y pasaba a ser arrendatario.

Durante los peores días de la depresión de 1877, un grupo de granjeros blancos se reunieron en una granja en Texas y fundaron la primera Alianza de Granjeros. Al cabo de unos pocos años, la Alianza estaba por todo el estado. En 1886, ya se habían afiliado 100.000 granjeros en 200 alianzas menores. Empezaron a ofrecer alternativas al sistema tradicional, como unirse a la Alianza y formar cooperativas para comprar las cosas todos juntos y conseguir conseguir precios más bajos. Empezaron a juntar su algodón y a venderlo cooperativamente. Lo llamaron “amontonar”.

En algunos estados, se desarrolló el llamado movimiento Grange; consiguió que aprobasen leyes que beneficiaban a los granjeros. Pero dicho movimiento, como decía uno de sus periódicos, “es en esencia conservador”. Pero era una época de crisis, y el movimiento Grange, que estaba haciendo demasiado poco, perdía afiliados, mientras que la Alianza de Granjeros continuaba creciendo.

Desde el principio, la Alianza de Granjeros mostró simpatía por el creciente movimiento laborista. Cuando la Orden del Trabajo llevó a cabo una huelga contra una línea naviera en Galveston (Texas), un grupo de personas de la Alianza aprobó una resolución:

Mientras presenciamos los injustos abusos que los capitalistas están perpetrando en las diferentes secciones del laborismo, ofrecemos a la Orden del Trabajo nuestro cordial apoyo en su valiente lucha contra la opresión de los monopolios y proponemos estar del lado de la Orden.

En el verano de 1886, la Alianza se reunió en la ciudad de Cleburne, cerca de Dallas, y redactó el primer documento del movimiento populista, que pedía “una legislación que libre a nuestro pueblo de los onerosos y vergonzosos abusos que las clases obreras están sufriendo ahora por parte de arrogantes capitalistas y poderosas corporaciones”. Convocaron una conferencia nacional de todas las organizaciones laboristas y propusieron una regulación de las tarifas de ferrocarril; que hubiera fuertes impuestos sobre la tierra mantenida sólo con propósitos especulativos, y un aumento en el suministro de dinero.

La Alianza continuó creciendo. A comienzos de 1887, ya contaba con 200.000 afiliados en tres mil alianzas menores. En 1892, los conferenciantes agrarios ya habían entrado en cuarenta y tres estados y habían llegado a 2 millones de familias granjeras. Era una campaña basada en la idea de la cooperación y en que los granjeros crearan una cultura propia y sus propios partidos políticos.

A Georgia llegaron -para formar alianzas- organizadores de Texas. En tres años, Georgia pasó a tener 100.000 afiliados en 134 de los 137 condados. En Tennessee pronto habría 125.000 afiliados y 3.600 alianzas menores en noventa y dos de los noventa y seis condados del estado.

La Alianza entró en Mississippi “como un ciclón” (como alguien señaló), así como en Luisiana y en Carolina del Norte. Después continuó hacia el norte, en Kansas, Dakota del Norte y del Sur, donde establecieron treinta y cinco almacenes cooperativistas. Por esa época, la Alianza Nacional de Granjeros contaba con 400.000 afiliados y las condiciones que impulsaban a la lucha de la Alianza empeoraron. El maíz, que en 1870 daba 45 centavos por cada saco, daba tan sólo 10 centavos en 1889. En el sur, donde la situación era peor que en ningún otro sitio, el 90% de los granjeros vivían del crédito.

Pero también hubo alguna victoria. A los granjeros se les cobraba demasiado por los sacos de yute (en donde metían el algodón), controlados por un trust. Los granjeros de la Alianza organizaron un boicot al yute, hicieron sus propios sacos de algodón y obligaron a los fabricantes de yute a empezar a vender sus sacos a 5 centavos la yarda en vez de a 14 centavos.

La Alianza hizo experimentos. En las dos Dakotas, un gran plan cooperativista de seguros para granjeros los aseguraba contra la pérdida de sus cosechas. Mientras las grandes compañías de seguros pedían 50 centavos por acre, la cooperativa pedía 25 centavos o menos. Hizo treinta mil pólizas, que aseguraban 2 millones de acres.

Charles Macune, un importante líder populista de Texas, ejemplificó la complejidad de las creencias populistas. En cuanto a la economía, era radical, anti-trust y anticapitalista; en política, era conservador (contrario a un nuevo partido independiente de los Demócratas) y racista. Macune presentó un plan que pasaría a ser parte prioritaria para la plataforma populista: el plan del Tesoro subsidiario. El gobierno tendría sus propios almacenes, donde los granjeros guardarían sus productos y tendrían certificados de este Tesoro subsidiario en forma de billetes bancarios, de modo que habría mucho más dinero disponible, que no dependería del oro o de la plata, sino de la cantidad de productos agrícolas.

El plan del Tesoro subsidiario de Macune dependía del gobierno. Como ninguno de los dos partidos principales lo aceptaba, eso significaba (contra las propias creencias de Macune) organizar un tercer partido. Las Alianzas se pusieron a trabajar. En 1890 eligieron para el Congreso a treinta y ocho miembros de la Alianza. En el sur, la Alianza eligió gobernadores en Georgia y en Texas. En Georgia, se hizo con el partido Demócrata y ganó tres cuartos de los escaños en la legislatura de Georgia, seis de los diez congresistas de dicho estado.

El poder de las corporaciones aún dominaba la estructura política, pero las Alianzas propagaban nuevas ideas y un nuevo espíritu. En esos momentos, ya como partido político, pasaron a ser el Partido Popular (o Partido Populista) y, en 1890, se reunieron en una convención en Topeka (Kansas). Mary Ellen Lease -gran oradora populista del estado- se dirigió a una muchedumbre entusiasta:

Wall Street controla el país. Ya no es un gobierno de la gente, por la gente y para la gente, sino un gobierno de Wall Street, por Wall Street y para Wall Street. Queremos la posibilidad de pedir créditos directamente del gobierno. Queremos que se erradique el maldito sistema de ejecución de hipotecas. Nos mantendremos en nuestras casas y en nuestros hogares, por la fuerza si es necesario, y no pagaremos nuestras deudas a los tiburones de las compañías prestamistas, hasta que el gobierno nos pague sus deudas.

La gente está acorralada. Que tengan cuidado los sabuesos del dinero que nos han acosado hasta ahora.

En la convención nacional del Partido Popular de 1892 en Saint Louis, elaboraron un programa político. Ignatius Donnelly, otro de los grandes oradores del movimiento, escribió el preámbulo y lo leyó a los allí reunidos:

Estamos aquí reunidos en medio de una nación al borde de la ruina moral, política y material. La corrupción domina las urnas, las legislaturas, el Congreso y toca incluso el armiño de las togas del tribunal. La gente está desmoralizada; los periódicos, subvencionados o amordazados; la opinión pública silenciada; los negocios están de capa caída; nuestras casas, hipotecadas; el trabajo, empobrecido y la tierra se concentra en manos de los capitalistas.

Una convención electoral del Partido Popular, reunida en Omaha en julio de 1892, propuso como candidato a presidente a James Weaver, un populista de Iowa y antiguo general del ejército de la Unión. Ahora, el movimiento populista estaba sujeto al sistema electoral. Weaver consiguió más de un millón de votos, pero perdió.

El Partido Popular tenía la tarea de unir a grupos diversos -republicanos del norte con demócratas del sur, trabajadores urbanos con granjeros y negros con blancos. En el sur, se desarrolló una Alianza Nacional de Granjeros de Color, que contaba aproximadamente con un millón de afiliados, pero estaba organizada y dirigida por blancos. También había organizadores negros, pero no les resultaba fácil convencer a los granjeros negros de que, incluso si se consiguieran reformas económicas, los negros tendrían el mismo acceso a ellas que los blancos. Los negros se habían vinculado al partido Republicano, el partido de Lincoln y de las leyes de derechos civiles.

Había blancos que veían la necesidad de una unidad racial. Un periódico de Alabama escribió:

La Alianza blanca y la de color están unidas en su guerra contra los trusts.

Algunos negros de la Alianza hacían similares llamamientos a la unidad. Un líder de la Alianza de Color de Florida dijo: “Somos conscientes del hecho de que el trabajador de color y el trabajador blanco tienen los mismos intereses comunes”.

Cuando en el verano de 1891 se fundó en Dallas el Partido Popular de Texas, éste era interracial y radical. Había francos y vigorosos debates entre blancos y negros. Un delegado negro, activista de la Orden del Trabajo, insatisfecho con las vagas afirmaciones sobre la “igualdad”, dijo:

Si somos iguales, ¿por qué el sheriff no nombra a negros en los Jurados? ¿Y por qué ponen el cartel de “negro” en los vagones de pasajeros? Quiero decir a mi gente lo que va a hacer el Partido Popular. Quiero informarles sobre si van a poner a negros y blancos en los mismos puestos.

Un líder blanco contestó, alegando que había un delegado negro de cada distrito del estado: “Están en la trinchera, igual que nosotros”.

Pero los negros y los blancos se encontraban en situaciones distintas. Los negros eran en su mayoría peones, mientras que la mayoría de los blancos de la Alianza poseían granjas. Cuando, en 1891, la Alianza de Color declaró una huelga en los campos de algodón para conseguir salarios de un dólar diario para los recogedores de algodón, Leonidas Polk, presidente de la Alianza blanca, la criticó como algo dañino para los granjeros de la Alianza, que tendrían que pagar ese salario.

En el sur hubo alguna unidad entre blancos y negros en las urnas, que desembocó en la elección de unos pocos negros en los comicios locales de Carolina del Norte. Un granjero blanco de Alabama escribió en un periódico en 1892: “Ojalá el Tío Sam pudiera rodear las urnas con bayonetas en la zona de los negros para que los negros consiguieran una votación justa”. En Georgia, hubo delegados negros en las convenciones del tercer partido: dos en 1892, veinticuatro en 1894. La plataforma del Partido Popular de Arkansas se dirigió a los “oprimidos, sin tener en cuenta su raza”.

Sin embargo, había mucho racismo, y el partido Demócrata jugaba con eso, ganándose a muchos granjeros del Partido Popular. Cuando a los arrendatarios blancos que fracasaban en el sistema de derecho de retención de las cosechas, los desahuciaban de sus tierras y los reemplazaban con negros, el odio racista se intensificaba. Los estados del sur -comenzando con Mississippi, en 1890- estaban redactando nuevas constituciones para impedir, mediante diversos procedimientos, que los negros votasen y para mantener una segregación rigurosa en todos los ámbitos de la vida.

Las leyes que quitaban el voto a los negros -impuestos electorales, pruebas de alfabetización o requisitos de propiedad- a menudo también impedían votar a los blancos pobres. Y los líderes políticos del sur lo sabían. En la convención constitucional de Alabama, uno de los líderes dijo que quería quitar el voto “a todos los que no están capacitados o no cumplen los requisitos, y si esa ley afecta a un blanco igual que a un negro, pues que se vaya”.

Tom Watson, el líder populista de Georgia, defendía la unidad racial:

Os mantienen separados para que os puedan desplumar por separado de vuestros ahorros. Hacen que os odiéis mutuamente porque sobre ese odio se apoya la piedra angular del arco del despotismo financiero que os esclaviza a ambos.

Watson necesitaba el apoyo de los negros para un partido de blancos, y cuando más tarde vio que dicho apoyo ya no era útil sino embarazoso, se hizo tan elocuente a la hora de apoyar el racismo como lo había sido para oponerse a él.

Esta época ilustraba las complejidades del conflicto de clase y de raza. Durante la campaña electoral de Watson, lincharon a quince negros. Después de 1891, la legislatura de Georgia, controlada por la Alianza -señala Allen-, “adoptó el mayor número de proyectos de ley antinegros decretados jamás en un sólo año en la historia de Georgia”. Y sin embargo, en 1896, la plataforma del estado de Georgia del Partido Popular denunció los linchamientos y el terrorismo, y pidió la abolición del sistema de arriendo de reos.

C. Vann Woodward subraya la cualidad única de la experiencia populista en el sur: “Nunca antes o después se juntaron tanto las dos razas del sur como lo hicieron durante las luchas populistas”.

El movimiento populista hizo también un intento notable para crear una cultura nueva e independiente para los granjeros del país. La Alliance Lecture Bureau (Oficina de Conferencias de la Alianza) se extendió por todo el país; contaba con 35.000 conferenciantes. Los populistas imprimían a raudales libros y panfletos en sus imprentas. Su objetivo era educar a los granjeros, revisando las teorías ortodoxas sobre la historia, la economía y la política.

Una revista populista, la National Economist, contaba con 100.000 lectores. En la década de 1890, había más de mil periódicos populistas.

Los libros escritos por líderes populistas -como el libro de Henry Demarest Lloyd Wealth Against Commonwealth (La riqueza contra el bien público), o el de William Harvey Coin Financial School- fueron muy leídos. El movimiento populista influyó profundamente en la vida del sur.

Sólo había conexiones irregulares y ocasionales entre el movimiento agrario y el laborista. Ninguno habló con suficiente elocuencia sobre las necesidades del otro. Y, sin embargo, había signos de una conciencia común que, en diferentes circunstancias, podía dar lugar a un movimiento unificado y progresivo.

No hay duda de que los populistas, como la mayoría de los americanos blancos, tenían racismo y nativismo en su mentalidad, aunque en parte era simplemente que no consideraban el tema de la raza tan importante como el sistema económico. El Farmers’ Alliance dijo: “El Partido Popular ha surgido no para liberar a los negros sino para emancipar a todos los hombres… para conseguir libertad industrial para todos, sin la cual no puede haber libertad política”.

Al final, el movimiento populista no consiguió unir a blancos y negros, ni a trabajadores urbanos con granjeros. Ese hecho, combinado con el atractivo de la política electoral, destruyeron el movimiento populista. Una vez aliado con el Partido Demócrata para apoyar la candidatura a presidente de William Jennings Bryan en 1896, el populismo se ahogó en un mar de políticas democráticas. La presión para la victoria electoral hizo que el populismo pactara con los partidos mayoritarios en una ciudad tras otra. Si ganaban los demócratas, el populismo sería absorbido. Si perdían los demócratas, se desintegraría. La estrategia electoral puso en la cúpula a los agentes políticos, en lugar de poner a los radicales agrarios.

No faltaron populistas radicales que se percataron de esto. Decían que una fusión con los demócratas para intentar “ganar”, les haría perder lo que realmente necesitaban: un movimiento político independiente. Decían que la tan cacareada “plata libre” no cambiaría nada fundamental del sistema capitalista.

Henry Demarest Lloyd se fijó en que la candidatura de Bryan estaba subvencionada en parte por Marcus Daly (de la Compañía de Cobre Anaconda) y por William Randolph Hearst (de los intereses de plata del oeste). Lloyd vio las intenciones que se escondían tras la retórica de Bryan, que exaltaba a una multitud de veinte mil personas en la Convención Demócrata y escribió amargamente:

Esa pobre gente está lanzando sus sombreros al aire por los que prometen sacarles del atolladero por la ruta de las divisas. Van a tener a esa gente vagando durante cuarenta años en el laberinto de las divisas, igual que les han mareado durante cuarenta años con el proyecto de ley de tarifas.

En las elecciones de 1896, con el movimiento populista fusionado con el partido Demócrata, Bryan, el candidato demócrata, fue derrotado por William McKinley, por el que se movilizaron las corporaciones y la prensa en lo que sería el primer uso masivo de dinero en una campaña electoral. Parecía que no se podía tolerar ni siquiera una pizca de populismo en el partido Demócrata, así que, para asegurarse, los grandes cañones del Establishment lanzaron toda su munición. Era una época -como lo han sido a menudo las épocas electorales en Estados Unidos- que servía para consolidar el sistema tras años de protesta y rebelión. En el sur, tenían a los negros bajo control. Estaban expulsando a los indios de las planicies del oeste para siempre. Un frío día de invierno en 1890, soldados del ejército de los Estados Unidos atacaron a los indios acampados en Wounded Knee (Dakota del Sur) y asesinaron a trescientos hombres, mujeres y niños. Era el punto culminante de cuatrocientos años de violencia, que empezó con Colón y que dejaban claro que este continente pertenecía al hombre blanco. Pero sólo a algunos blancos, ya que para 1896 era evidente que el Estado se hallaba presto para aplastar las huelgas laborales, legalmente si fuera posible o por la fuerza si fuera necesario. Y donde se desarrollaba un amenazante movimiento masivo, el sistema de dos partidos se apresuraba a mandar a una de sus columnas para rodear al movimiento y dejarlo sin vitalidad. Y siempre se podía recurrir al patriotismo como un modo de ahogar el resentimiento de clase, con un torrente de eslóganes para la unidad nacional. McKinley, en una rara conexión retórica entre el dinero y la bandera, había dicho:

Este año va a ser un año de patriotismo y de devoción al país. Me alegra saber que la gente en todos los sitios del país quiere ser devota a una bandera, las gloriosas rayas y estrellas; que la gente de este país quiere mantener el honor financiero del país con tanta devoción como mantienen el honor de la bandera.

El acto supremo del patriotismo era la guerra. Dos años después de que McKinley fuera presidente, Estados Unidos declaró la guerra a España.