La guerra y la patriotismo podían posponer, pero no suprimir del todo, la ira de clase generada por las realidades de la vida cotidiana. Cuando comenzó el siglo XX, esa ira emergió de nuevo. Emma Goldman, anarquista y feminista, forjó su conciencia política con el trabajo en las fábricas, las ejecuciones de Haymarket, la huelga en Homestead, la larga condena en prisión de su amante y camarada Alexander Berkman, la depresión de la década de 1890, las jornadas de huelga en Nueva York y su propio confinamiento en la isla de Blackwell. Algunos años después de la guerra hispano-americana habló en un mítin:
¡Cómo bullían de indignación nuestros corazones contra los malvados españoles! Pero cuando se hubo disipado el humo, enterraron a los muertos y pasaron la factura de la guerra a la gente con un aumento del precio de los productos y los alquileres -es decir, cuando se nos pasó la embriaguez de nuestra juerga patriótica- de repente caímos en la cuenta de que la causa de la guerra hispano-americana era el precio del azúcar… que las vidas, la sangre y el dinero del pueblo americano se usaron para proteger los intereses de los capitalistas americanos.
Mark Twain no era ni anarquista ni radical. En 1900, a la edad de sesenta y cinco años, ya era un escritor de fama mundial de historias tragicómicas y americanas hasta la médula. Observó cómo Estados Unidos y otros países occidentales andaban por el mundo y, a comienzos de siglo, escribió en el Herald de Nueva York: “Os traigo esta majestuosa matrona llamada cristiandad, que vuelve manchada, mancillada y deshonrada de sus incursiones piratas en Kiao-Chou, Manchuria, Sudáfrica y Filipinas; con el alma llena de mezquindades, el bolsillo lleno de “boodle” y la boca llena de piadosas hipocresías”.
A comienzos del siglo XX, había escritores que hablaban a favor del socialismo y que criticaban duramente el sistema capitalista. Y no eran oscuros panfletistas, sino que se encontraban entre las más famosas figuras literarias americanas: Upton Sinclair, Jack London, Theodore Dreiser y Frank Norris.
La novela de Upton Sinclair The Jungle, publicada en 1906, llamó la atención sobre las condiciones de las fábricas empaquetadoras de carne en Chicago, que impresionaron a todo el país y provocaron peticiones de leyes que regulasen la industria cárnica. Narrando la historia de un trabajador inmigrante, esta novela hablaba también de socialismo, de lo maravillosa que podría ser la vida si la gente poseyera, trabajara y compartiera de modo cooperativo las riquezas de la Tierra. The Jungle se publicó por primera vez en el periódico socialista Appeal to Reason; luego lo leyeron millones de personas en forma de libro y se tradujo a diecisiete idiomas.
Una de las influencias en el pensamiento de Upton Sinclair fue un libro de Jack London, People of the Abyss. London era un miembro del Partido Socialista. Hijo de madre soltera, procedía de una barriada de San Francisco. Había sido repartidor de periódicos, trabajador en una fábrica de conservas, marinero, pescador, había trabajado en una fábrica de yute y en una lavandería. Viajaba sin pagar en trenes que iban a la costa este; un policía le aporreó en las calles de Nueva York; le arrestaron por vagabundeo en las cataratas del Niágara; en la cárcel, vio cómo golpeaban y torturaban a los presos; cogía ostras furtivamente en la bahía de San Francisco. Leyó a Flaubert, Tolstoy, Melville y el Manifiesto Comunista; predicó el socialismo en los campamentos de buscadores de oro de Alaska durante el invierno de 1896; regresó navegando 2.000 millas por el mar de Bering y se convirtió en un escritor de novelas de aventuras de fama mundial.
En 1906 escribió la novela The Iron Heel (El talón de hierro), con su advertencia sobre una América fascista y su ideal sobre una hermandad socialista. A lo largo de la novela y a través de sus personajes, acusa al sistema.
En vista del hecho de que el hombre moderno vive de forma más desgraciada que el hombre de las cavernas y de que su capacidad de producción es mil veces mayor que la del hombre de las cavernas, no cabe más conclusión que la de que la clase capitalista ha hecho una mala gestión, criminal y egoístamente.
Y, junto con este ataque, una visión:
No destruyamos esas maravillosas máquinas que producen de manera eficiente y barata. Controlémoslas. Beneficiémonos de su eficiencia y economía. Manejémoslas en interés propio. Eso, caballeros, es el socialismo…
Era una época en la que hasta una figura literaria autoexiliada en Europa y poco propensa a hacer declaraciones políticas, Henry James, visitó Estados Unidos en 1904 y vio el país “como un jardín de Rappacini, en el que se encontraban todas las variedades de las venenosas plantas de la pasión por el dinero”.
Los “reveladores de escándalos”, que sacaban a la luz el lodo y la porquería, contribuyeron al ambiente de disidencia, diciendo simplemente lo que veían. Algunas de las nuevas revistas de masas publicaron -irónicamente, para sacar beneficios- artículos como “Denuncia de la compañía petrolífera Standard Oil, por Ida Tarbell”, o “Historias de corrupción en las ciudades americanas más importantes, por Lincoln Steffens”.
En 1900, ni el patriotismo de la guerra, ni la canalización de la energía en las elecciones podían disfrazar los problemas del sistema. Salió a la luz el proceso de concentración empresarial; se veía más claramente el control de los banqueros. Como la tecnología se desarrollaba y las corporaciones crecían, necesitaban un mayor capital y eran los banqueros quienes tenían ese capital. En 1904, ya se habían consolidado más de mil líneas de ferrocarril en seis grandes asociaciones, cada una de ellas aliada con los intereses de Morgan y Rockefeller.
A Morgan siempre le había gustado la regularidad, la estabilidad y la capacidad de predicción.
Pero ni siquiera Morgan y sus socios tenían el control completo de un sistema así. En 1907, hubo un pánico, un colapso financiero y una crisis. Es cierto que las corporaciones muy grandes no sufrieron, pero después de 1907, los beneficios no eran tan grandes como querían los capitalistas, la industria no crecía tan rápido como podía hacerlo y los empresarios comenzaron a buscar formas de reducir costes.
Una de esas formas era el taylorismo. Frederick W. Taylor había sido capataz en una compañía siderúrgica y analizó concienzudamente cada empleo en la fábrica. Ideó un sistema bien detallado de división del trabajo y acrecentó la mecanización y los sistemas salariales a destajo para incrementar la producción y los beneficios. El propósito del taylorismo era hacer a los trabajadores intercambiables, capaces de hacer las tareas sencillas que requería la nueva división del trabajo, como si fueran piezas standard, despojadas de individualidad y humanidad, comprados y vendidos como mercancías.
Era un sistema muy adecuado para la nueva industria del automóvil. En 1909, Ford vendió 10.607 coches; en 1913, 168.000; en 1914, 248.000 (el 45% del total de los coches producidos). Los beneficios: 30 millones de dólares.
Ahora que los inmigrantes componían una gran parte de la mano de obra, el taylorismo -con sus sencillos trabajos no cualificados- se hizo más factible. En la ciudad de Nueva York, los nuevos inmigrantes iban a trabajar a fábricas que les explotaban. El poeta Edwin Markham escribió, en enero de 1907, en la revista Cosmopolitan:
En habitaciones sin ventilación, las madres y los padres cosen día y noche. Los que trabajan en las casas explotadoras deben trabajar por menos dinero que los que trabajan en las fábricas explotadoras… y a los niños que están jugando, les llaman para trabajar junto a sus padres…
¿No es cruel una civilización que permite que se agoten esos pequeños corazones y se aplasten los hombros bajo las responsabilidades de los adultos, mientras en los bonitos bulevares de esa misma ciudad, una dama luce a un perro engalanado y lo mima en su regazo de terciopelo?
La ciudad se convirtió en un campo de batalla. El 10 de agosto de 1905, el Tribune de Nueva York informó de que una huelga en la panadería de Federman, en el Lower East Side, acabó violentamente cuando Federman utilizó a esquiroles para continuar produciendo:
Ayer noche temprano, los huelguistas o sus simpatizantes destrozaron la panadería de Philip Federman en el número 183 de la calle Orchard, entre escenas del más tumultuoso alboroto. Los policías rompieron cabezas a diestro y siniestro con sus porras, después de que la muchedumbre zarandeara a dos de los policías…
En Nueva York había quinientas fábricas de ropa. Una mujer recordaba más tarde las condiciones de trabajo:
En esos agujeros malsanos, todos nosotros, hombres, mujeres y jóvenes ¡trabajábamos entre setenta y ochenta horas semanales, incluidos los sábados y domingos! El sábado a la tarde, colgaban un cartel que decía: “Si no venís el domingo, no hace falta que vengáis el lunes”. Los sueños infantiles de un día de fiesta se hicieron añicos. Nosotros llorábamos porque, después de todo, éramos sólo unos niños…
En el invierno de 1909, las mujeres de la Compañía de Blusas Triángulo se organizaron y decidieron ir a la huelga. Pronto marcharon en la manifestación de piquetes, bajo el frío y sabiendo que no podían vencer mientras continuasen funcionando las demás fábricas. Convocaron un mítin masivo junto a los trabajadores de las otras empresas. Una adolescente, Clara Lemlich -una oradora elocuente a quien aún se le veían las señales de una paliza recibida recientemente en la marcha de piquetes- se puso en pie: “Propongo que se declare una huelga general ahora mismo”. La asamblea se puso frenética y votaron ir a la huelga.
Una de las huelguistas, Pauline Newman, recordaba años después el comienzo de la huelga general:
Miles y miles de obreras abandonaban todas las fábricas, todas bajando hacia la plaza Unión. Era noviembre y el frío invierno estaba ya a la vuelta de la esquina. No teníamos abrigos de pieles para calentarnos, pero teníamos un ánimo que nos impulsaba hacia adelante hasta que llegásemos a alguna sala…
Aún puedo ver a la gente joven, mujeres en su mayoría, caminando sin importarles lo que pudiera pasar… hambre, frío, soledad… ese día concreto no les importaba; había llegado su día.
El sindicato había esperado que se uniesen a la huelga tres mil personas. Pero se declararon en huelga veinte mil. Cada día se afiliaban mil nuevos miembros al International Ladies Garment Workers Union (Sindicato Internacional de Trabajadoras de la Ropa), que, anteriormente, había contado con pocas mujeres. Las mujeres de color participaron activamente en la huelga, que se prolongó durante todo el invierno, a pesar de la policía, los esquiroles, los arrestos y la cárcel. Las trabajadoras consiguieron sus peticiones en más de trescientas fábricas. Ahora, las mujeres se convirtieron en funcionarias dentro del sindicato. Pauline Newman recuerda:
Tratábamos de educarnos a nosotras mismas. Yo invitaba a las chicas a mis habitaciones y nos turnábamos para leer poesía en inglés, para mejorar nuestra comprensión del idioma. Uno de nuestros poemas favoritos era “La máscara de la anarquía” de Percy Bysshe Shelley:
“Rise like lions after slumber
In unvanquishable number!
Shake your chains to earth, like dew
Which in sleep had fallen on you-
Ye are many, they are few!”18
Las condiciones en la fábricas no cambiaron mucho. La tarde del 25 de marzo de 1911, un fuego en la Compañía de Blusas Triángulo, que empezó en un cubo de trapos, se extendió por las plantas octava, novena y décima, demasiado alto para que pudiesen llegar las escaleras de los bomberos. El jefe de bomberos de Nueva York había dicho que las escaleras sólo podían llegar al séptimo piso. Pero la mitad de los 500.000 trabajadores de Nueva York pasaban todo el día, quizá doce horas, por encima de la planta séptima. Las leyes requerían que las puertas de las fábricas se abriesen hacia fuera. Pero en la Compañía Triángulo se abrían hacia dentro. La ley decía que no debían cerrarse las puertas con pestillo durante la jornada laboral, pero en la Compañía Triángulo normalmente cerraban las puertas con pestillo, para que la compañía pudiera controlar a los empleados. Así que, atrapadas, las jóvenes murieron quemadas en sus mesas de trabajo o aplastadas contra la puerta de salida cerrada con llave, o tirándose por los huecos de los ascensores, donde morían. El World de Nueva York informaba:
Hombres, mujeres, muchachos y muchachas se amontonaban en las repisas de las ventanas gritando, y se arrojaban desde lo alto a las calles. Saltaban con sus ropas en llamas… Las chicas se abrazaban y saltaban -lastimoso compañerismo nacido al borde de la muerte.
Cuando hubo terminado el incendio, 146 trabajadores de la Compañía Triángulo, mujeres en su mayoría, habían muerto quemadas o aplastadas. En Broadway, hubo un desfile en su memoria en el que marcharon 100.000 personas.
Hubo más incendios y más accidentes. Según un informe de la Commission on Industrial Relations (Comité de Relaciones Industriales), en 1914 murieron 35.000 trabajadores en accidentes industriales y 700.000 resultaron heridos.
La sindicalización iba en aumento, pero un 80% estaba en la American Federation of Labor (AFL, Federación Laborista Americana), un sindicato exclusivo -casi todos hombres, blancos y trabajadores cualificados. En 1910, a pesar de constituir una quinta parte del total de la mano de obra, tan sólo una de cada cien mujeres pertenecía a un sindicato.
En 1910, los trabajadores negros ganaban un tercio de lo que ganaban los blancos. También ellos estaban excluidos de la American Federation of Labor.
Pero en la realidad de la lucha, los trabajadores normales y corrientes a veces superaban tales separaciones. Mary McDowell narraba la formación de un sindicato femenino en los corrales de ganado de Chicago:
Esa noche ocurrió algo emocionante cuando una joven irlandesa gritó desde la puerta: “Una hermana de color pide que la admitamos, ¿qué le digo?” Otra joven irlandesa que estaba sentada en una silla respondió: “¡Admítela, por supuesto, y todas vosotras dadle una calurosa bienvenida!”
En 1907, durante una huelga general en los diques de Nueva Orleans que implicó a diez mil trabajadores (estibadores, camioneros y cargadores), los blancos y los negros lucharon hombro con hombro a lo largo de veinte días.
Pero esas eran las excepciones. En general, el negro era excluido del movimiento sindical. En 1913, W.E.B. Du Bois escribía: “El resultado de todo esto ha sido que el negro americano se ha convencido de que su peor enemigo no es el patrón que le roba, sino su compañero blanco”.
Para la Federación Laborista Americana el racismo resultaba práctico. La exclusión de mujeres y extranjeros también lo era, porque éstos eran en su mayoría trabajadores no cualificados, y la AFL, monopolizando la oferta de trabajadores cualificados, podía obtener mejores condiciones para ellos, dejando a la mayoría de los trabajadores en la estacada.
Los empleados de la AFL ganaban buenos sueldos, se codeaban con los patrones y hasta alternaban en la alta sociedad. Estaban a salvo de la crítica mediante asambleas estrechamente controladas, y por escuadrones de gorilas -matones a sueldo- que al principio se usaron contra los esquiroles, pero que al cabo de un tiempo sirvieron para intimidar y golpear a los oponentes dentro del sindicato.
Ante esta situación -terribles condiciones de trabajo y exclusivismo en la organización sindical- los trabajadores necesitaban un cambio radical. Dándose cuenta de que las raíces de su miseria estaban en el sistema capitalista, empezaron a trabajar por un nuevo tipo de sindicato. Una mañana de junio de 1905 se reunió en un local de Chicago una convención de doscientos socialistas, anarquistas y sindicalistas radicales de todos los Estados Unidos. Estaban fundando el sindicato IWW -Industrial Workers of the World (Trabajadores Industriales del Mundo). Big Bill Haywood, un líder de la Federación de Mineros del Oeste, recordaba en su autobiografía cómo cogió un trozo de madera que había sobre la tarima y la usó de martillo para abrir la convención:
Camaradas trabajadores… Esto es el Congreso Continental de la Clase Obrera. Estamos aquí para unir a los trabajadores de este país en un movimiento obrero que tendrá como propósito la emancipación de la clase obrera de la esclavitud del capitalismo…
Además de Haywood, en la tarima de los oradores estaban Eugene Debs -líder del Partido Socialista- y Madre Mary Jones -una mujer de pelo blanco de setenta y cinco años, que era organizadora de Mineros Unidos de América. La convención redactó una constitución, cuyo preámbulo decía:
La clase obrera y los empresarios no tienen nada en común. No puede haber paz mientras millones de trabajadores padezcan hambre y necesidad, y los pocos que componen la clase empresarial disfrutan de todas las comodidades de la vida.
La lucha entre estas dos clases debe continuar hasta que todos los trabajadores se unan en el campo político, así como en el industrial y tomen lo que producen con su trabajo, mediante una organización económica de clase obrera sin afiliación a ningún partido político…
Los del IWW (o los Wobblies19, como se acabarían conociendo por razones que no están del todo claras) aspiraban a organizar a todos los trabajadores de cualquier sector en “Un Gran Sindicato”, sin divisiones por sexo, raza o habilidades. Eran contrarios a hacer contratos con el patrón, porque esto había evitado muy a menudo el que los trabajadores hiciesen huelga por su cuenta o en solidaridad con otros trabajadores, convirtiendo a los afiliados de los sindicatos en esquiroles. Los Wobblies creían que las negociaciones que llevaban a cabo los líderes sustituían a la lucha continua de la gente común.
Hablaban de una “acción directa”:
Acción directa significa acción industrial directamente por, para y de los propios trabajadores, sin la ayuda traicionera de falsos líderes sindicales o de políticos intrigantes. Una huelga iniciada, controlada y solucionada por los trabajadores directamente afectados es acción directa… acción directa es democracia industrial.
La gente de la IWW era militante, valiente. En McKees Rocks (Pennsylvania), lideraron en 1909 una huelga de seis mil trabajadores contra una filial de la Compañía Siderúrgica Americana, desafiando a los soldados de caballería del Estado. Prometieron matar a un soldado por cada trabajador asesinado (en un enfrentamiento armado, murieron cuatro huelguistas y tres soldados de caballería) y se las arreglaron para mantener tomadas las fábricas hasta que ganaron la huelga.
En esta época las ideas anarco-sindicalistas se estaban desarrollando con fuerza en España, Italia y Francia. Según ellas, los trabajadores no se harían con el poder o con la maquinaria estatal mediante una rebelión armada, sino paralizando el sistema mediante una huelga general; y una vez tomado el poder, lo usarían para el bien general. Un organizador del IWW, Joseph Ettor, dijo:
Si los trabajadores del mundo quieren vencer, lo único que tienen que hacer es reconocer su propia solidaridad. Sólo tienen que cruzarse de brazos y el mundo se parará. Son más peligrosos los trabajadores con las manos en los bolsillos que todas las propiedades de los capitalistas…
Era una idea inmensamente poderosa. En los diez apasionantes años que siguieron a su fundación, el IWW llegó a ser una amenaza para la clase capitalista, justo cuando el crecimiento capitalista era gigantesco y los beneficios enormes. El IWW nunca tuvo más de cinco mil o diez mil afiliados a la vez; la gente entraba y salía, y pasaron por él unos cien mil miembros. Pero su energía, su persistencia, lo que inspiraban, su habilidad para movilizar a miles de personas en un lugar y en un momento determinado, les hizo tener una influencia en el país que iba mucho más allá del número de afiliados. Viajaban a todas partes (muchos estaban en el paro o eran trabajadores que se trasladaban de un lugar a otro), organizaban, escribían, hablaban, cantaban y difundían su mensaje y su espíritu.
El sistema les atacó con todas las armas que podía reunir: los periódicos, los tribunales, la policía, el ejército y la violencia callejera. Las autoridades locales aprobaban leyes para impedirles hablar. El IWW desafió esas leyes. En Missoula (Montana) -un área minera y maderera- cientos de Wobblies llegaron en furgones, después de que a algunos se les hubiera impedido hablar. Fueron arrestados uno tras otro, hasta que abarrotaron las cárceles y los juzgados y, finalmente, obligaron a la ciudad a revocar su ordenanza anti-discursos.
En 1909 aprobaron en Spokane (Washington), una ordenanza contra los mítines callejeros y arrestaron a un organizador del IWW que insistía en dar un discurso. Miles de Wobblies fueron en manifestación hasta el centro de la ciudad para hablar. Uno por uno dieron su discurso y uno por uno fueron arrestados hasta que seiscientos de ellos acabaron en la cárcel. Las condiciones en prisión eran brutales, y varios hombres murieron en sus celdas, pero el IWW consiguió su derecho a manifestarse.
En San Diego, un Tribunal preguntó a Jack White -un Wobbly arrestado en 1912 en una lucha por la libertad de expresión y sentenciado a seis meses en la cárcel del condado a un régimen de pan y agua- si tenía algo que decir. Un taquígrafo anotó lo que dijo:
He estado sentado día tras día en su sala, y he visto a miembros de mi clase pasar ante este supuesto tribunal de Justicia. Le he visto, juez Sloane, y a otros como usted, mandarles a prisión porque se atrevieron a violar los sagrados derechos de la propiedad. Usted está ciego y sordo a los derechos del hombre a perseguir la felicidad y la vida, y ha aplastado esos derechos para preservar el sagrado derecho de propiedad. Luego me dice que respete la ley. No lo hago. Infringí la ley, como infringiré cada una de sus leyes y todavía vendré ante usted y diré: “Al infierno los tribunales”.
También hubo palizas, personas alquitranadas y emplumadas, derrotas. Un miembro del IWW, John Stone, cuenta cómo él y otro hombre salieron libres de la cárcel de San Diego a medianoche y fueron obligados a entrar a un automóvil, sacados de la ciudad y golpeados con porras. En 1917 -el año en que Estados Unidos entró en la I Guerra Mundial-, unos vigilantes cogieron al organizador del IWW en Montana, Frank Little, lo torturaron y lo ahorcaron, dejando su cadáver balanceándose en un caballete de ferrocarril.
Joe Hill, un organizador del IWW, escribió docenas de canciones. Eran mordaces, divertidas, con conciencia de clase y estimulantes. Se convirtió en una leyenda, tanto en su época como más tarde. Su canción The Preacher and the slave apuntaba a un blanco favorito del IWW: la Iglesia:
Long-haired preachers come out every night,
Try to tell you what’s wrong and what’s right;
But when asked how ’bout something to eat
They will answer with voices so sweet:
You will eat, bye and bye,
In that glorious land above the sky;
Work and pray, live on hay,
You’II get pie in the sky when you die.20
Para su canción Rebel Girl, Joe Hill se inspiró en la huelga de mujeres en las fábricas textiles de Lawrence (Massachusetts), y concretamente en la líder del IWW durante esa huelga, Elizabeth Gurley Flynn:
There are blue-blooded queens and princesses,
Who have charms made of diamonds and pearl,
But the only and Thoroughbred Lady
Is the Rebel Girl.21
En noviembre de 1915, acusaron a Joe Hill de haber matado a un tendero en la ciudad de Salt Lake (Utah) en un atraco. No presentaron ante el tribunal ninguna prueba directa que probara que él hubiera cometido el asesinato, pero había indicios parciales suficientes como para que el jurado le considerara culpable. Este caso se hizo famoso en todo el mundo y el gobernador recibió diez mil cartas de protesta. Pero, con ametralladoras custodiando la puerta de la prisión, un pelotón de fusilamiento ejecutó a Joe Hill. Justo un poco antes, Hill había escrito a Bill Haywood: “No pierdas tiempo en lamentaciones. Organiza”.
En 1912, el IWW se vio envuelto en una serie de dramáticos acontecimientos en Lawrence (Massachusetts), donde la Compañía de Lana Americana poseía cuatro fábricas. La mano de obra estaba compuesta por familias de emigrantes -portugueses, franco-canadienses, ingleses, irlandeses, rusos, italianos, sirios, lituanos, alemanes, polacos y belgas- que vivían en atestadas viviendas de madera inflamable. Su salario medio era de 8,76 dólares semanales. Una doctora de Lawrence, Elizabeth Shapleigh, escribió:
Un número considerable de chicos y chicas mueren en los primeros dos o tres años de trabajo. De cada cien hombres y mujeres que trabajan en la fábrica, treinta y seis mueren a los veinticinco años o antes.
Fue a mediados del invierno, en enero, cuando las tejedoras de una de las fábricas -compuesta por mujeres polacas- vieron, por los sobres que les distribuían, que habían reducido sus salarios. Unos salarios que, antes de eso, ya eran tan bajos que no podían alimentar a sus familias. Pararon los telares y salieron de la fábrica. Al día siguiente, cinco mil trabajadores de otra fábrica abandonaron su trabajo, fueron a otra fábrica, forzaron las puertas, desconectaron los telares y exhortaron a salir a los empleados. Pronto estuvieron en huelga diez mil trabajadores.
Enviaron un telegrama a Joseph Ettor -un italiano de veintiséis años y líder del IWW en Nueva York- para que acudiese a Lawrence y les ayudara a dirigir la huelga. Para las decisiones importantes, establecieron un comité de cincuenta personas, en el que estaban representadas todas las nacionalidades de los trabajadores.
El IWW organizó congregaciones multitudinarias y manifestaciones. Los huelguistas tenían que proveer de alimento y combustible a 50.000 personas (Lawrence tenía 86.000 habitantes); establecieron comedores públicos y empezó a llegar dinero de todo el país, de sindicatos, de IWW regionales, de grupos socialistas y de particulares. El alcalde mandó salir a la milicia local. El gobernador ordenó que saliera la policía estatal. Pocas semanas después de que empezara la huelga, la policía atacó una manifestación de huelguistas, lo que originó disturbios durante todo el día. Por la noche, dispararon a una huelguista, Anna Lo Pizzo, matándola. Los testigos aseguraron que el crimen lo cometió un policía, pero las autoridades arrestaron a Joseph Ettor y a otro organizador del IWW que había acudido a Lawrence, un poeta llamado Arturo Giovanitti. Ninguno de los dos estuvo en la escena del crimen, pero la acusación decía que “Joseph Ettor y Arturo Giovanitti incitaron, consiguieron y aconsejaron o mandaron cometer dicho crimen a una persona cuyo nombre se desconoce…”
Declararon la ley marcial y prohibieron a los ciudadanos hablar en la calle. Arrestaron a treinta y seis huelguistas y muchos fueron condenados a un año de cárcel. Un martes, 30 de enero, pasaron por la bayoneta a un joven huelguista sirio, John Ramy, que murió. Pero los huelguistas aún estaban en la calle, y las fábricas seguían paradas. Ettor dijo: “Las bayonetas no pueden tejer la ropa”.
En febrero, los huelguistas comenzaron a tomar las fábricas en masa, de siete mil a diez mil piquetes en una cadena interminable. Pero se estaban quedando sin comida y sus hijos tenían hambre. Un periódico socialista, el Call de Nueva York, propuso que mandasen a los hijos de los huelguistas a familias solidarias de otras ciudades para que les cuidaran mientras durase la huelga. El IWW y el Partido Socialista comenzaron a organizar el éxodo de los niños, examinando solicitudes de familias que los querían y planeando exámenes médicos para los pequeños.
El 10 de febrero, más de cien niños, de edades comprendidas entre los cuatro y los catorce años, salieron de Lawrence hacia Nueva York. Cinco mil socialistas italianos les recibieron en la Gran Estación Central, cantando la Marsellesa y la Internacional. La semana siguiente llegaron a Nueva York otros cien niños y treinta y cinco a Barre (Vermont). Era evidente que si cuidaban a los niños, los huelguistas podrían continuar la huelga, porque su ánimo era grande. Los funcionarios de Lawrence, citando un estatuto sobre negligencia infantil, dijeron que no permitirían salir de Lawrence a más niños. A pesar del edicto, el 24 de febrero, reunieron a un grupo de cuarenta niños para ir a Filadelfia. La estación de ferrocarril estaba llena de policías. Un miembro del Comité de Mujeres de Filadelfia describió a los congresistas la escena que siguió:
Cuando se acercaba la hora de partir, los niños -que formaban de dos en dos en una larga y ordenada procesión- estaban a punto de subir al tren cuando los policías nos rodearon con sus porras, pegando a diestro y siniestro…
Una semana después, la policía rodeó a unas mujeres que volvían de un mítin y las aporrearon. Llevaron inconsciente al hospital a una mujer embarazada que dio a luz a un niño muerto. Pero las huelguistas resistieron y continuaron desfilando y cantando.
La Compañía de Lana Americana decidió darse por vencida. Ofreció aumentos del 5 al 11% (los huelguistas insistieron en que los mayores aumentos fueran para los peor pagados), que cada hora extraordinaria contase como una hora y cuarto, y no discriminar a los que habían hecho huelga. El 14 de marzo de 1912, se reunieron diez mil huelguistas en el ayuntamiento de Lawrence y con Bill Haywood presidiendo el acto, votaron dar por concluida la huelga.
Ettor y Giovanitti fueron a juicio. Por todo el país les apoyaban cada vez más. Hubo manifestaciones en Nueva York y Boston; el 30 de septiembre, quince mil trabajadores de Lawrence hicieron huelga para mostrar su apoyo a los dos hombres. Un Jurado declaró inocentes a Ettor y Giovanitti, y esa tarde se reunieron en Lawrence diez mil personas para celebrarlo. El IWW se tomó en serio su eslogan “Un Gran Sindicato”. Cuando organizaban una fábrica o una mina, incluían a las mujeres, a los extranjeros, a los trabajadores negros y a los trabajadores más humildes y peor cualificados.
En 1900, había 500.000 mujeres oficinistas, cuando en 1870 había 19.000. Muchas mujeres trabajaban de telefonistas, dependientas o enfermeras. Medio millón eran profesoras. Las maestras fundaron una Liga de Profesoras, que luchaba contra el despido automático de las mujeres que quedaban embarazadas. En una ciudad de Massachusetts se pusieron junto al consejo escolar las siguientes “Reglas para Profesoras”:
2. No salga de la ciudad en ningún momento sin el permiso del consejo escolar.
3. No frecuente la compañía de hombres.
4. Esté en casa entre las 20h y las 6h.
5. No pierda el tiempo en las heladerías del centro. 6. No fume.
7. No suba a un coche con ningún hombre que no sea su padre o su hermano.
8. No se vista con colores llamativos.
9. No se tiña el pelo.
10. No se ponga ningún vestido que quede a más de dos pulgadas por encima del tobillo.
En 1909, la Guía de la Liga Industrial del Sindicato de Mujeres escribía sobre las mujeres en las lavanderías:
¿Qué os parecería planchar una camisa cada minuto? ¡Imaginaros estar junto a una máquina de planchar justo encima de los servicios, con el vapor caliente subiendo por las rendijas del suelo, durante 10, 12, 14 y a veces 17 horas diarias! El Sindicato de Lavanderías… de una ciudad redujo esta larga jornada a 9 horas y ha aumentado los salarios un 50%.
Hacia finales de siglo, se multiplicaron las luchas huelguísticas. En la década de 1890, había habido unas mil huelgas al año. Hacia 1904, ya había cuatro mil huelgas anuales. Una y otra vez, la ley y el ejército se pusieron de parte del rico. En esa época, cientos de miles de americanos empezaron a pensar en el socialismo.
En 1904, tres años después de la fundación del Partido Socialista, Eugene Debs escribía:
El sindicato “puro y simple” del pasado no responde a las necesidades de hoy… Habría que enseñar a los miembros de un sindicato que el movimiento laborista significa más, infinitamente más, que un ínfimo aumento salarial y la huelga necesaria para asegurarlo; que su objetivo más alto es despojar al sistema capitalista de la propiedad privada de las herramientas de trabajo, abolir la esclavitud salarial y conseguir la libertad de toda la clase trabajadora y, de hecho, de toda la humanidad…
Debs se había hecho socialista estando en prisión durante la huelga de Pullman. Ahora, era el portavoz de un partido que le había nominado cinco veces como su candidato presidencial. Hubo un momento en el que el partido contó con 100.000 afiliados y 1.200 funcionarios en 340 municipios. El periódico principal del partido, Appeal to Reason, en el que escribía Debs, contaba con medio millón de suscriptores, y había muchos otros periódicos socialistas por todo el país, así que, en total, alrededor de un millón de personas leía la prensa socialista.
El socialismo salió de los pequeños círculos de inmigrantes urbanos-socialistas judíos y alemanes que hablaban sus propios idiomas- y se hizo americano. La organización estatal socialista más poderosa estaba en Oklahoma, que, en 1914, contaba con doce mil afiliados que pagaban sus cuotas (más que en el estado de Nueva York), y eligió a más de cien socialistas para los ayuntamientos, incluyendo seis en la legislatura del estado de Oklahoma.
Había cincuenta y cinco semanarios socialistas en Oklahoma, Texas, Luisiana, Arkansas, y campamentos de verano que atraían a miles de personas.
Las mujeres socialistas formaban parte del movimiento feminista de comienzos de la primera década del siglo. Según Kate Richards O’Hare líder socialista de Oklahoma- las socialistas neoyorquinas estaban maravillosamente organizadas. En 1915, durante la primera campaña en Nueva York para lograr un referéndum sobre el sufragio femenino, un día, en la cúspide de la campaña, distribuyeron 60.000 folletos en inglés y 50.000 en judeoalemán; vendieron 2.500 libros de un centavo y 1.500 de cinco centavos; pusieron 40.000 pegatinas y celebraron 100 mítines.
Pero ¿no tenían las mujeres problemas que iban más allá de los políticos y económicos y que no se solucionarían automáticamente con un sistema socialista? Una vez que se corrigiera la base económica de la opresión sexual ¿se daría la igualdad? ¿Tenía sentido luchar por el voto o por algo que no fuera el cambio revolucionario? A medida que crecía el movimiento feminista -a comienzos del siglo XX-, y a medida que las mujeres podían expresarse más y se organizaban, protestaban, hacían manifestaciones por el voto y por el reconocimiento de igualdad en todas las esferas -incluidos el matrimonio y las relaciones sexuales-, la discusión se hizo más peliaguda.
Cuando, a los ochenta años, Susan Anthony fue a escuchar a Eugene Debs (veinticinco años antes, él había ido a escucharla a ella y no se habían encontrado desde entonces) se dieron un cálido apretón de manos y sostuvieron una breve conversación. Ella le dijo, riéndose: “Dadnos el sufragio y os daremos el socialismo”. Debs respondió: “Dadnos el socialismo y os daremos el sufragio”.
Hubo mujeres que insistían en unir los objetivos del socialismo y del feminismo, como Crystal Eastman, que imaginaron nuevas formas alternativas al matrimonio tradicional, en las que los hombres y las mujeres conviviesen y mantuvieran su independencia. Eastman era socialista, pero una vez escribió que una mujer “sabe que toda la esclavitud de la mujer no se resume en el sistema mercantil, ni la caída del capitalismo asegura su completa emancipación”.
En los primeros quince años del siglo XX, había más mujeres que componían la mano de obra y con más experiencia en las luchas laboristas. Algunas mujeres de clase media, conscientes de la opresión hacia las mujeres y deseosas de hacer algo, estaban yendo a la universidad y tomando conciencia de sí mismas como algo más que amas de casa.
Estaban desafiando la cultura de las revistas de masas, que difundían el mensaje de la mujer como compañera, esposa y ama de casa. Algunas de estas feministas se casaron; otras no. Pero todas luchaban contra el problema de las relaciones con los hombres, como Margaret Sanger -pionera en la educación del control de la natalidad- que sufrió un colapso nervioso dentro de un matrimonio aparentemente feliz pero opresivo. Tuvo que abandonar marido e hijos para seguir su carrera profesional y sentirse plena otra vez. En su libro Woman and the New Race, Sanger había escrito: “Ninguna mujer puede considerarse libre si no posee y controla su propio cuerpo. Ninguna mujer puede considerarse libre hasta que pueda elegir conscientemente si será madre o no”.
Era un problema complicado. Por ejemplo, Kate Richards O’Hare creía en el hogar pero pensaba que el socialismo lo mejoraría. Por otro lado, Elizabeth Gurley Flynn escribió en su autobiografía Rebel Girl (La chica rebelde):
La vida doméstica y posiblemente una familia numerosa no tenían atractivo para mí… quería hablar y escribir, viajar, conocer gente, ver lugares, organizar para el IWW. No veía ninguna razón por la que yo como mujer tenía que renunciar a mi trabajo para hacer todo esto.
Aunque algunas mujeres de esta época eran radicales, socialistas o anarquistas, aún era mayor el número de mujeres que estaban metidas en la campaña en favor del sufragio. Al movimiento sufragista se unieron veteranas de las luchas sindicales, como Rose Schneiderman, de los Trabajadores de la Ropa. En un mítin del Sindicato del Cobre en Nueva York, Rose respondió a un político que dijo que si se les daba el voto a las mujeres, perderían su feminidad:
En las lavanderías, las mujeres están de pie durante trece o catorce horas, rodeadas de vapor, con un calor terrible y sus manos llenas de almidón caliente. Seguramente, estas mujeres, por meter una papeleta en una urna una vez al año, no perderán ni un ápice más de su belleza y encanto de lo que lo harán estando de pie en fundiciones o lavanderías durante todo el año.
En Nueva York, cada primavera aumentaba el número de personas que acudían a las manifestaciones en favor del sufragio femenino. Un informe de prensa de 1912 decía:
Miles de hombres y mujeres de Nueva York se reunieron a lo largo de toda la Quinta Avenida desde Washington Square -donde se formó la manifestación-hasta la Calle 57, donde se disolvió. Bloquearon todas las intersecciones que había en el trayecto de la marcha. Muchos estaban dispuestos a reírse y burlarse, pero nadie lo hizo. La imagen de la impresionante columna de mujeres dando grandes zancadas en filas de a cinco por el medio de la carretera disipó cualquier intención de burla… había doctoras, abogadas, mujeres arquitecto, artistas, actrices y escultoras, camareras, sirvientas, un enorme grupo de trabajadoras industriales… Todas marchaban con una decisión y propósito que dejó boquiabiertas a las multitudes que se alineaban para verlas pasar.
Algunas mujeres radicales eran escépticas. La anarquista y feminista Emma Goldman dijo lo que pensaba -contundentemente, como siempre- sobre el tema del sufragio femenino:
Nuestro fetiche moderno es el sufragio universal… No hay ninguna razón en absoluto para creer que el voto ha ayudado o ayudará a la mujer en su ascenso hacia la emancipación… El desarrollo de la mujer, su libertad y su independencia deben surgir de sí misma. Primero, reafirmando su personalidad. Segundo, negando a cualquiera el derecho sobre su cuerpo; negándose a tener hijos a menos que lo desee; negándose a ser una sirvienta de Dios, del Estado, de la sociedad, de su marido, de su familia, etc; haciendo su vida más sencilla pero más rica y profunda… Sólo eso, y no el voto, liberará a la mujer…
Helen Keller escribía en 1911 a una sufragista en Inglaterra:
Nuestra democracia no es más que un nombre. ¿ Votamos? ¿qué significa eso? Significa que elegimos entre dos facciones de verdaderos autócratas, aunque no lo reconozcan. Elegimos entre Fulano y Mengano… pedís el voto para la mujer… pero vuestros hombres, con sus millones de votos ¿se han liberado de esta injusticia?
Ciega y sorda, Helen Keller luchó con su espíritu y con su pluma. Cuando se hizo socialista abierta y activamente, el Eagle de Brooklyn -que anteriormente la había tratado como a una heroína- escribió que “sus errores surgen de las evidentes limitaciones de su desarrollo”. El Eagle no aceptó su respuesta, pero el Call de Nueva York la publicó. Contaba que cuando una vez se reunió con el director del Eagle de Brooklyn, él la felicitó mucho. “Pero ahora que me he declarado socialista nos recuerda a mí y al público que soy ciega y sorda y especialmente susceptible de error…” Y añade:
¡Ah, el ridículo Eagle de Brooklyn! ¡Qué pájaro tan poco galante! Es socialmente ciego y sordo, defiende un sistema intolerable, un sistema que es la causa de mucha de la ceguera y sordera físicas que estamos intentando evitar. El Eagle y yo estamos en guerra. Odio el sistema que representa… cuando contraataque, que pelee limpiamente… no es una lucha justa o un buen argumento recordarnos a mí y a los demás que no puedo ver ni oír. Puedo leer. Si tengo tiempo, puedo leer todos los libros socialistas en inglés, alemán y francés. Si el director del Eagle de Brooklyn leyese algunos, sería un hombre más sabio y haría un periódico mejor. Si algún día contribuyo al movimiento socialista con el libro con el que a veces sueño, sé cómo lo titularé: Ceguera Industrial y Sordera Social.
La Madre Jones no parecía especialmente interesada en el movimiento feminista, pero organizaba a trabajadores textiles y mineros, así como a sus esposas e hijos. Una de sus muchas proezas fue la de organizar una marcha de niños a Washington para exigir el fin del trabajo infantil (a comienzos del siglo XX 284.000 niños de edades comprendidas entre los diez y los quince años trabajaban en las minas, en las fábricas y en las industrias. Jones describía esto:
En la primavera de 1903, fui a Kensington (Pennsylvania) donde setenta y cinco mil trabajadores textiles estaban en huelga. De éstos, al menos diez mil eran niños pequeños. Los trabajadores estaban en huelga para conseguir una paga mejor y menos horas de trabajo. Cada día iban niños pequeños a la sede del sindicato. A algunos les faltaban las manos; a otros el pulgar; a otros, los dedos hasta los nudillos. Eran criaturitas encorvadas, cargadas de espaldas, flacas…
Les pregunté a algunos de los padres si me dejarían tener a sus hijos e hijas durante una semana o diez días, y prometí devolvérselos sanos y salvos… Un hombre llamado Sweeny era jefe de policía… Un puñado de hombres y mujeres vinieron conmigo… Los niños llevaban en la espalda mochilas que contenían un cuchillo, un tenedor, una taza de hojalata y un plato… Uno de los pequeños tenía un tambor y otro un pífano… Portábamos pancartas que decían: “Queremos tiempo para jugar”.
Las mujeres negras se enfrentaban a una doble opresión. En 1912, una enfermera negra escribió a un periódico:
Nosotras, las pobres negras asalariadas del sur, estamos librando una terrible batalla. Para empezar, los negros -que deberían ser nuestros defensores naturales- nos atacan; y, ya estemos en la cocina, lavando ropa, en la máquina de coser, tras el carrito del bebé o con la tabla de planchar, no somos más que caballos de tiro, bestias de carga, ¡esclavas!
En los primeros años del siglo XX -llamados por generaciones de estudiosos blancos “el período progresista”- se denunciaban linchamientos cada semana; era el punto más bajo para los negros, del norte y del sur, “el nadir”, como lo llama el historiador negro Rayford Logan. En 1910, había en Estados Unidos 10 millones de negros, de los que 9 millones vivían en el sur.
El gobierno de Estados Unidos (entre 1901 y 1921, los presidentes fueron Theodore Roosevelt, William Howard Taft y Woodrow Wilson) -ya fuera republicano o demócrata- miró cómo linchaban a los negros, observó disturbios criminales contra los negros en Statesboro, Georgia, Brownsville, Texas y Atlanta, y no hizo nada.
En el Partido Socialista había negros, pero este partido no se desvió mucho de su camino al tratar la cuestión racial. Los negros comenzaron a organizarse. En 1905, W.E.B. Du Bois -que daba clases en Atlanta (Georgia)- envió una carta a líderes negros de todo el país pidiéndoles que acudieran a un Congreso, cerca de las cataratas del Niágara, justo cruzando la frontera de Buffalo con Canadá. Era el comienzo del “Movimiento Niágara”.
Nacido en Massachusetts, Du Bois -el primer negro que recibió un doctorado de la Universidad de Harvard (1895)- acababa de escribir y publicar su libro The Souls of Black Folk, lleno de fuerza poética. Du Bois era un simpatizante socialista, aunque sólo se afilió al partido por poco tiempo.
Una de las personas que le ayudaron a convocar la asamblea del Niágara fue un joven negro que vivía en Boston, William Monroe Trotter, de ideas militantes, que publicaba un periódico semanal, el Guardian, en el que atacaba las ideas moderadas de Booker T. Washington. Cuando, en el verano de 1903, Washington habló ante una audiencia de dos mil personas en una iglesia de Boston, Trotter y sus partidarios prepararon nueve preguntas provocativas que conmocionaron y desembocaron en peleas. Arrestaron a Trotter y a un amigo suyo, lo que aumentó el espíritu de indignación que llevó a Du Bois a encabezar la asamblea de Niágara. El tono del grupo de Niágara era duro:
Nos negamos a permitir que continúe la impresión de que el negro americano asiente cuando le dicen que es inferior, es sumiso bajo la opresión y se excusa cuando le insultan. Puede que nos sometamos por nuestra impotencia, pero el grito de protesta de diez millones de americanos no debe dejar de llegar a oídos de sus compatriotas, mientras América sea injusta.
Un disturbio racial en Springfield (Illinois) impulsó la formación, en 1910, de la NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color). Los blancos tenían el liderazgo de la nueva organización; Du Bois era el único dignatario negro. Fue también el primer director del periódico de la NAACP, The Crisis. La NAACP se centraba en acciones legales y en la educación, pero Du Bois representó en esta asociación el espíritu encarnado en la declaración del movimiento del Niágara: “La persistente agitación viril es el camino a la libertad”.
En este período, lo que estaba claro para los negros, las feministas, los organizadores laboristas y los socialistas era que no podían contar con el gobierno nacional.
Es cierto que éste era el “Período Progresista”, el comienzo de la era reformista, pero se trataba de una reforma reacia, cuyo fin era aplacar las sublevaciones populares, no llevar a cabo cambios fundamentales.
Lo que dio a este período el apelativo de “progresista” era el hecho de que se aprobaban nuevas leyes. Bajo el mandato de Theodore Roosevelt, aprobaron la Ley de Inspección de Carnes, la Ley Hepburn para regular los ferrocarriles y oleoductos, y una Ley de Alimentos y Medicamentos Puros. Con el Presidente Taft, la Ley Mann-Elkins hizo que la Comisión de Comercio Interestatal regulara el sistema telefónico y telegráfico. Durante la presidencia de Woodrow Wilson, introdujeron la Comisión de Comercio Federal para limitar el crecimiento de los monopolios y la Ley de la Reserva Federal para regular el sistema financiero y bancario del país. Con Taft, propusieron la Decimosexta Enmienda de la Constitución que haría posible una graduación de impuestos y la Decimoséptima Enmienda permitía la elección de senadores directamente, mediante el voto popular, en lugar de mediante las legislaturas de los estados, como estipulaba la Constitución original. También en esta época, una serie de estados aprobaron leyes que regulaban los salarios y las jornadas laborales, y proporcionaban inspecciones para comprobar la seguridad en las fábricas y compensaciones para los trabajadores que tuviesen accidentes laborales.
Sin duda, la gente ordinaria se benefició hasta cierto punto de estos cambios. El sistema era rico, productivo y complejo. Podía dar lo bastante de sus riquezas a los suficientes miembros de la clase obrera como para crear un escudo protector entre las capas más bajas de la sociedad y las más altas. Un estudio sobre los inmigrantes en Nueva York entre 1905 y 1915, muestra que el 32% de los italianos y judíos ascendieron, de trabajos manuales a niveles más altos (aunque no mucho más altos).
Pero también era cierto que muchos inmigrantes italianos no consideraban que las oportunidades fuesen lo suficientemente atractivas como para quedarse. En un período de cuatro años, por cada cien italianos que llegaban a Nueva York, sesenta y tres se iban. Sin embargo, los italianos que se hicieron obreros de la construcción, y los judíos que llegaron a ser negociantes y profesionales, constituían una clase media que amortiguaba los conflictos de clases.
Pero las condiciones fundamentales no cambiaron para la inmensa mayoría de los granjeros arrendatarios, los obreros de las fábricas, los habitantes de los suburbios, los mineros, los labriegos, los trabajadores y trabajadoras, blancos o negros.
El nuevo énfasis en un gobierno fuerte tenía como objetivo estabilizar un sistema que beneficiaba a las clases altas. Theodore Roosevelt, por ejemplo, se creó una reputación de “destroza-trusts”, pero dos hombres de J.P. Morgan -Elbert Gary, presidente de U.S. Steel, y George Perkins, que más tarde sería consejero de Roosevelt en las elecciones- concertaron negociaciones privadas con el presidente, para asegurarse de que el “destrozo de trusts” no fuera demasiado lejos.
En 1901, la Bankers’ Magazine escribía: “A medida que las finanzas del país han aprendido el secreto de la asociación, están corrompiendo gradualmente el poder de los políticos y los hacen serviles a sus propósitos…”
En 1904, 318 trusts -con un capital de más de siete mil millones de dólares- controlaban el 40% de la industria norteamericana.
Los consejeros de Roosevelt eran industriales y banqueros. Roosevelt, respondiendo a su preocupado cuñado que le escribía de Wall Street, dijo: “Tengo intención de ser de lo más conservador, pero en interés de las propias corporaciones, y sobre todo en interés del país”.
Roosevelt apoyó la reformista Ley Hepburn porque tenía miedo de algo peor. Escribió a Henry Cabot Lodge que en el lobby de los ferrocarriles que se oponía al proyecto de ley “son muy miopes por no entender que el rechazarla significa incrementar el movimiento a favor de que los ferrocarriles sean propiedad del gobierno”.
Los controles de la ideología se construían hábilmente. En 1900, un profesor y periodista republicano y conservador, organizó la National Civic Federation (NCF, Federación Nacional Cívica) cuyo objetivo consistía en mejorar las relaciones entre el capital y el laborismo. Los funcionarios del NCF eran en su mayoría grandes empresarios e importantes políticos nacionales, pero su primer vicepresidente fue, durante mucho tiempo, Samuel Gompers, de la American Federation of Labor.
El NCF buscaba un enfoque más sofisticado con los sindicatos, considerándolos como una realidad inevitable. Preferían, por tanto, llegar a acuerdos con ellos, antes que luchar contra ellos: mejor tratar con un sindicato conservador que enfrentarse a uno militante.
Muchos empresarios ni siquiera admitían las insignificantes reformas propuestas por la Federación Cívica, pero el enfoque de la Federación representaba la sofisticación y autoridad del Estado moderno, dispuesto a hacer lo mejor para la clase capitalista en general, aunque esto irritara a algunos capitalistas. La nueva perspectiva se ocupaba de la estabilidad global del sistema, aunque a veces esto fuese en perjuicio de los beneficios a corto plazo.
Así, en 1910, la Federación elaboró una propuesta de ley modelo para dar compensaciones a los trabajadores y, al año siguiente, doce estados aprobaron leyes de indemnización o seguros de accidentes. Theodore Roosevelt se enojó cuando ese año el Tribunal Supremo dijo que la ley de indemnización de trabajadores de Nueva York era inconstitucional porque privaba de propiedades a las corporaciones sin el debido proceso legal. Dijo que tales decisiones daban “una inmensa fuerza al Partido Socialista”. En 1920, cuarenta y dos estados ya tenían leyes de indemnización laboral.
Durante este período, también las ciudades aprobaron reformas, muchas de las cuales daban poder a los ayuntamientos, en vez de a los alcaldes, o contrataban a gerentes urbanos. Se trataba de lograr una mayor eficiencia y estabilidad.
El movimiento progresista -ya estuviese liderado por reformadores honestos, como el senador de Wisconsin Robert La Follette o por conservadores disfrazados como Roosevelt (que, en 1912, fue candidato a presidente por el Partido Progresista)- parecía darse cuenta de que estaba parando al socialismo. El Journal de Milwaukee -un órgano progresista- dijo que los conservadores “luchaban ciegamente contra el socialismo… mientras que los progresistas luchaban contra él de forma inteligente, y trataban de remediar los abusos y condiciones que le hacen prosperar”.
El movimiento socialista estaba creciendo. Easley hablaba de “la amenaza del socialismo, como muestra su crecimiento en las universidades, iglesias y periódicos”. En 1910, Victor Berger llegó a ser el primer afiliado al Partido Socialista elegido para el Congreso. En 1911, eligieron a setenta y tres alcaldes socialistas y a mil doscientos funcionarios menores en 340 ciudades y pueblos. La prensa habló de “la creciente marea del socialismo”.
¿Lograron las reformas progresistas conseguir lo que se proponían: estabilizar el sistema capitalista remediando sus peores defectos, quitarle fuerza al movimiento socialista y restaurar algo de paz entre las clases en una época de choques cada vez peores entre el capital y el laborismo? Hasta cierto punto, quizá sí. Pero el Partido Socialista continuó creciendo. Los IWW continuaban con sus agitaciones. Poco después de que Woodrow Wilson llegara a la presidencia, empezó en Colorado una de las luchas entre los trabajadores y el capital corporativo más encarnizadas y violentas de la historia del país.
Se trataba de la huelga del carbón de Colorado, que comenzó en septiembre de 1913 y culminó con la “Masacre de Ludlow” de abril de 1914. Once mil mineros del sur de Colorado, nacidos en su mayoría en el extranjero -griegos, italianos, serbios- trabajaban para la Colorado Fuel & Iron Corporation, que pertenecía a la familia Rockefeller. Exaltados por el asesinato de uno de sus organizadores, los mineros fueron a la huelga en protesta por los bajos salarios, las condiciones peligrosas y el dominio feudal sobre sus vidas en pueblos completamente controlados por las compañías mineras.
La Madre Jones -en esta época, organizadora de los United Mine Workers-acudió a la zona, exaltó a los mineros con su oratoria y les ayudó en esos primeros meses críticos de la huelga, hasta que la arrestaron, la encerraron en una celda que era como una mazmorra y después la echaron del estado a la fuerza.
Cuando empezó la huelga, desalojaron inmediatamente a los mineros de sus chozas y de los pueblos mineros. Ayudados por el United Mine Workers Union (Sindicato de Mineros Unidos), montaron tiendas de campaña en las colinas cercanas y continuaron desde esas colonias de tiendas con la huelga y la ocupación de las minas. Los pistoleros contratados por las industrias Rockefeller -la agencia de detectives Baldwin-Felts-, usando armas de la marca Gatling y rifles, atacaron por sorpresa a las colonias de tiendas.
La lista de los mineros muertos aumentó, pero se mantuvieron firmes, hicieron retroceder a un tren blindado en una batalla armada, y lucharon por mantener alejados a los esquiroles.
Como los mineros resistían y se negaban a rendirse, las minas no podían funcionar. El gobernador de Colorado (a quien un gerente de las minas de Rockefeller llamaba “nuestro pequeño gobernador vaquero”) hizo salir a la Guardia Nacional, y los Rockefeller pagaron los sueldos de la Guardia.
Al principio, los mineros pensaban que mandaban a la Guardia para protegerles y le dieron la bienvenida con banderas y vítores. Pronto descubrieron que estaba allí para acabar con la huelga. En la oscuridad de la noche, la Guardia llevó esquiroles, sin decirles que había una huelga. Los guardias golpearon a los mineros, arrestaron a cientos de ellos y, montados a caballo, arremetieron contra manifestaciones de mujeres en las calles de Trinidad, el pueblo principal de la zona. Pero aún así los mineros se negaban a rendirse. Tras aguantar el frío invierno de 1913–1914, se hizo evidente que habría que tomar medidas extraordinarias para acabar con la huelga.
En abril de 1914, dos compañías de la Guardia Nacional estaban apostadas en las colinas que dominaban la mayor colonia de tiendas de los mineros, la de Ludlow, que albergaba a un millar de hombres, mujeres y niños. La mañana del 20 de abril, comenzaron a atacar las tiendas de campaña con ametralladoras. Los mineros respondieron disparando. Convencieron a su dirigente -un griego llamado Lou Tikas- para que subiera a las colinas con el fin de negociar una tregua y una compañía de guardias nacionales le mató de un disparo. Las mujeres y los niños cavaron hoyos debajo de las tiendas para evitar el tiroteo. Al anochecer, los guardias bajaron de las colinas con antorchas y dieron fuego a las tiendas. Las familias huyeron hacia las colinas. Los guardias mataron con armas de fuego a trece personas de la colonia minera.
Al día siguiente, un instalador de líneas telefónicas que atravesaba las ruinas de la colonia de Ludlow, levantó un catre de hierro que cubría un foso en una de las tiendas y encontró los cuerpos carbonizados y retorcidos de once niños y dos mujeres. Este episodio recibió el nombre de la Masacre de Ludlow.
La noticia se difundió rápidamente por todo el país. En Denver, los Mineros Unidos publicaron un “Llamamiento a las armas”: “Reúnan, con propósitos defensivos, todas las armas y munición legalmente disponibles”. Trescientos huelguistas armados marcharon desde otras colonias de tiendas de campaña al área de Ludlow, cortaron cables de teléfono y de telégrafos y se prepararon para la batalla. Los trabajadores del ferrocarril se negaron a llevar soldados de Trinidad a Ludlow. En Colorado Springs, trescientos miembros del Sindicato de Mineros dejaron el trabajo y se dirigieron al distrito de Trinidad, armados con revólveres, rifles y escopetas.
En el mismo Trinidad, los mineros asistieron al funeral por los veintiséis muertos de Ludlow. Después fueron a un edificio cercano donde había armas apiladas para ellos. Cogieron los rifles y se dirigieron a las colinas, destruyendo minas, matando a los guardias de las minas y provocando la explosión de pozos mineros. La prensa dijo que “de repente las colinas parecían estar vivas con tantos hombres que venían de todas las direcciones”.
En Denver, ochenta y dos soldados de una compañía que iba a ir a Trinidad en un tren militar, se negaron a ir. La prensa dijo: “Los soldados declararon que no se implicarían en una matanza de mujeres y niños. Silbaron e insultaron a los 350 hombres que se pusieron en marcha”.
Cinco mil personas se manifestaron bajo la lluvia sobre el césped frente al gobierno del Estado de Denver pidiendo que se juzgara por asesinato a los agentes de la Guardia Nacional en Ludlow y denunciando la complicidad del gobernador. El Sindicato de Cigarreros de Denver hizo una votación y mandaron quinientos hombres armados a Ludlow y Trinidad. En Denver, las mujeres del Sindicato de Fabricantes de Ropa anunciaron que 400 de sus afiliadas se habían ofrecido voluntarias como enfermeras para ayudar a los huelguistas.
Hubo asambleas y manifestaciones por todo el país. Unos piquetes marcharon frente al edificio Rockefeller en el 26 de Broadway, en Nueva York. Un cura protestó frente a la iglesia donde a veces daba sermones Rockefeller y la policía le aporreó.
El New York Times publicó un editorial sobre los acontecimientos de Colorado, que en esos momentos estaban atrayendo la atención internacional. El Times enfatizaba no la atrocidad que había tenido lugar, sino el error táctico que habían cometido. El editorial sobre la masacre de Ludlow comenzaba: “Alguien cometió un error…” Dos días después, cuando los mineros estaban armados en las colinas del distrito minero, el Times dijo: “Con las armas más mortíferas que se han fabricado, en manos de esos salvajes, vayan a saber hasta dónde llegará la guerra en Colorado a menos que se reprima por la fuerza… el presidente debería olvidarse de México el tiempo suficiente para tomar serias medidas en Colorado”.
El gobernador de Colorado pidió tropas federales para restaurar el orden y Woodrow Wilson accedió. Una vez que se logró esto, la huelga se quedó en agua de borrajas. Llegaron comités del Congreso y escribieron miles de páginas de testimonios. El sindicato no había ganado reconocimiento. Habían matado a sesenta y seis hombres, mujeres y niños y no habían acusado de asesinato a ningún soldado o guardia minero.
Sin embargo, Colorado había sido escenario de un feroz conflicto de clase que había provocado respuestas emocionales por todo el país. Sea cual fuere la legislación que hubieran aprobado, sean cuales fueran las reformas liberales, escritas en los libros o las investigaciones llevadas a cabo, o las palabras de disculpa y reconciliación pronunciadas, era evidente que la amenaza de una rebelión de clase estaba aún ahí, en las condiciones industriales de Estados Unidos, en el indomable espíritu de rebeldía de la clase obrera.
El Times había hecho alusión a México. La mañana en que se habían descubierto los cadáveres en el hoyo de la tienda de campaña de Ludlow, los barcos de guerra americanos estaban atacando Veracruz, una ciudad en la costa de México. La bombardearon, la ocuparon y mataron a cien mexicanos porque México había arrestado a unos marineros americanos y se negaba a disculparse ante Estados Unidos con una salva de veintiún cañonazos.
Pero ¿podían el fervor patriótico y el espíritu militar eclipsar a la lucha de clases? En 1914, el desempleo iba en aumento y los tiempos eran cada vez más difíciles. ¿Podían las armas distraer la atención y crear un consenso nacional contra un enemigo externo?
La simultaneidad del ataque a la colonia de Ludlow y el bombardeo de Veracruz, era quizá una mera coincidencia; o quizá una “selección natural de accidentes”, como una vez describió un autor la historia de la humanidad.
Tal vez lo sucedido en México era una respuesta instintiva del sistema para su propia supervivencia, para crear una unidad de propósito bélico en un pueblo desgarrado por conflictos internos.
El bombardeo de Veracruz fue un pequeño incidente. Pero cuatro meses después estallaría en Europa la I Guerra Mundial.
18. ¡Alzaos como leones tras el sueño/ en cantidades invencibles!/ Tirad las cadenas al suelo, como si fuese rocío/ que os cayó cuando dormíais/ ¡Vosotros sois muchos, ellos pocos!
19. Tambaleantes.
20. Cada noche salen predicadores de largas cabelleras/ intentan decirte lo que está bien y lo que está mal;/ pero cuando les preguntan ¿qué tal algo de comer?/ con dulces voces contestarán:/Ya comeréis más tarde/ en esa tierra gloriosa sobre el cielo/ trabajad y orad, vivid del heno,/ en el cielo tendréis tarta cuando muráis.
21. Hay reinas y princesas de sangre azul,/ con encantos hechos de perlas y diamantes/ pero la única dama con clase/ es la muchacha rebelde.