“La guerra es la salud del Estado” dijo el escritor radical Randolph Bourne en plena I Guerra Mundial. En efecto, mientras las naciones europeas fueron a la guerra en 1914, los gobiernos prosperaban, el patriotismo florecía, la lucha de clases se aplacaba y enormes cantidades de jóvenes morían en los campos de batalla -a menudo por cien metros de tierra, una línea de trincheras.
En Estados Unidos -que todavía no estaba en guerra- había preocupación por la salud del Estado. El socialismo iba en aumento. El IWW parecía estar en todas partes y el conflicto de clases era intenso. En el verano de 1916, durante un desfile del Día de la Preparación en San Francisco, explotó una bomba que mató a nueve personas; detuvieron a dos radicales del lugar, Tom Mooney y Warren Billings, que pasarían veinte años en la cárcel. Poco después, el senador neoyorquino James Wadsworth, al advertir el riesgo de que “nuestra gente se divida en clases”, propuso la instrucción militar obligatoria para todos los hombres. O dicho de otro modo, “tenemos que hacer saber a nuestros jóvenes que tienen una responsabilidad con este país”.
En Europa estaba teniendo lugar la realización suprema de esa responsabilidad, pues diez millones de personas iban a morir en los campos de batalla y veinte millones lo harían de hambre y enfermedades relacionadas con la guerra. Desde entonces, nadie ha sido capaz de demostrar que la guerra haya traído algún beneficio para la humanidad que compensase la pérdida de una sola vida humana. La retórica socialista de que era una “guerra imperialista” nos parece ahora moderada y difícilmente rebatible, porque los países capitalistas avanzados de Europa estaban luchando por fronteras, colonias y esferas de influencia; competían por Alsacia-Lorena, los Balcanes, África y Oriente Medio.
La guerra estalló poco después del comienzo del siglo XX, en plena exaltación (aunque únicamente en la élite occidental) del progreso y de la modernización.
La matanza comenzó muy rápido y fue a gran escala. En la primera batalla del Marne, los ingleses y los franceses lograron bloquear el avance alemán hacia París. Cada bando sufrió 500.000 bajas. En agosto de 1914, para alistarse voluntario en el ejército británico había que medir 5 pies y 8 pulgadas. En octubre, el requisito ya había bajado a 5 pies y 5 pulgadas. Ese mes hubo treinta mil bajas y entonces uno podía alistarse con 5 pies y 3 pulgadas. En los primeros tres meses de guerra casi todo el ejército británico original fue aniquilado.
Durante tres años, las posiciones de batalla en Francia permanecieron casi invariables. Cada bando avanzaba, retrocedía y volvía a avanzar de nuevo por conseguir unos pocos metros o kilómetros, mientras los cadáveres se amontonaban. En 1916, los alemanes intentaron abrirse paso en Verdún; los británicos y los franceses contraatacaron por todo el Sena, avanzaron unos pocos kilómetros y perdieron 600.000 hombres. En cierta ocasión, el 9° Batallón de la Real Infantería Ligera de Yorkshire emprendió un ataque con ochocientos hombres. Veinticuatro horas después, sólo quedaban ochenta y cuatro.
En Gran Bretaña los ciudadanos no eran informados de la matanza. Lo mismo pasaba en el mando alemán; como escribió Erich Maria Remarque en su gran novela, aquellos días en que las ametralladoras y los morteros destrozaban a miles de hombres, los informes oficiales anunciaban “Sin novedad en el frente occidental”.
En julio de 1916, el general británico Douglas Haig ordenó a once divisiones de soldados ingleses que salieran de sus trincheras y avanzasen hacia las líneas alemanas. Las seis divisiones alemanas comenzaron a disparar con sus ametralladoras. De los 110.000 atacantes, mataron a 20.000 y otros 40.000 resultaron heridos. Podían verse todos esos cuerpos retorcidos en tierra de nadie, en el fantasmágorico territorio entre las trincheras enfrentadas. El 1 de enero de 1917, Haig fue ascendido a mariscal de campo. Lo que sucedió ese verano aparece concisamente descrito en An Encyclopedia of World History:
Haig continuó con optimismo hacia la ofensiva principal. La tercera batalla de Ypres consistió en una serie de ocho ataques importantes, llevados a cabo bajo un torrente de lluvia en un territorio inundado y fangoso. No consiguieron romper el frente enemigo. Todo lo que ganaron fue unas cinco millas de territorio y les costó a los británicos alrededor de 400.000 hombres.
Los ciudadanos franceses e ingleses no fueron informados del número de bajas. Cuando en el último año de la guerra los alemanes atacaron ferozmente en el Somme y mataron o hirieron a 300.000 soldados británicos, los periódicos londinenses imprimieron lo siguiente:
¿Cómo pueden los civiles ayudar en esta crisis?
Esté animado. Escriba alentadoramente a sus amigos del frente. No crea que sabe más que Haig.
En la primavera de 1917, Estados Unidos se adentró en este pozo de muerte y engaño. En el ejército francés empezaban a producirse motines. Pronto hubo motines en 68 de las 112 divisiones y 629 hombres fueron juzgados y condenados; los pelotones de fusilamiento mataron a cincuenta personas. La presencia de tropas americanas era urgente.
El presidente Woodrow Wilson había prometido que Estados Unidos permanecería neutral durante la guerra: “Una nación puede ser demasiado orgullosa para combatir”. Pero en abril de 1917, los alemanes habían anunciado que sus submarinos hundirían cualquier barco que llevase abastecimientos a los enemigos de Alemania y habían hundido unos cuantos barcos mercantes. Ahora Wilson decía que debía apoyar el derecho de los americanos a viajar en barcos mercantes en la zona de guerra.
No era realista esperar que los alemanes tratasen a Estados Unidos como a un país neutral en la guerra, cuando Estados Unidos había estado abasteciendo grandes cantidades de material bélico a los enemigos de Alemania. A comienzos de 1915, un submarino alemán torpedeó y hundió al trasatlántico británico Lusitania. Se hundió en dieciocho minutos y murieron 1.198 personas, incluidos 124 americanos.
Estados Unidos aseguró que el Lusitania llevaba un cargamento inocente y que por tanto, el torpedearlo fue una monstruosa atrocidad alemana. Pero de hecho, el Lusitania estaba fuertemente armado: transportaba miles de cajas de munición. Falsificaron la lista de su cargamento para ocultar este hecho y los gobiernos británico y americano mintieron sobre el cargamento.
En 1914 había empezado en Estados Unidos una seria recesión. Pero en 1915 los pedidos bélicos de los aliados (sobre todo de Inglaterra) ya habían estimulado la economía, y para abril de 1917 habían vendido a los aliados mercancías por valor de más de dos mil millones de dólares. Ahora, la prosperidad americana estaba vinculada a la guerra de Inglaterra. Los dirigentes norteamericanos creían que la prosperidad del país dependía en gran medida de los mercados extranjeros. Al comienzo de su presidencia, Woodrow Wilson describió su objetivo como “una puerta abierta al mundo” y en 1914 dijo que apoyaba “la justa conquista de los mercados extranjeros”.
Con la I Guerra Mundial, Inglaterra se convirtió en un mercado cada vez más importante para las mercancías americanas y para los préstamos con intereses. J.P. Morgan y compañía actuaron como agentes de los aliados y empezaron a prestar dinero en cantidades tan grandes que obtenían enormes beneficios y vinculaban estrechamente las finanzas americanas a la victoria británica en la guerra contra Alemania.
Los empresarios y los líderes políticos hablaban de la prosperidad como si no hubiera clases, como si todos se beneficiaran de los préstamos de Morgan. Es cierto que la guerra implicaba una mayor producción y más empleo, pero los trabajadores de las acerías, por ejemplo, ¿ganaban tanto como Aceros Americanos, que, sólo en 1916 obtuvieron un beneficio de 348 millones de dólares? Cuando Estados Unidos entró en la guerra, fueron los ricos quienes se ocuparon aún más directamente de la economía. El financiero Bernard Baruch presidía el Comité de Industria Bélica, la más poderosa de las agencias gubernamentales durante la guerra. Los banqueros, los dueños de las compañías ferroviarias y los empresarios dominaban dichas agencias.
En mayo de 1915, en el Atlantic Monthly apareció un artículo singularmente perspicaz sobre la naturaleza de la I Guerra Mundial. Escrito por W.E.B. Du Bois, se titulaba The Áfrican Roots of War. Decía que se trataba de una guerra entre imperios. Alemania y los aliados estaban luchando por el oro y los diamantes de Sudáfrica, el coco de Angola y Nigeria, el caucho y el marfil del Congo y el aceite de palmera de la costa oeste. Efectivamente, el ciudadano medio de Inglaterra, Francia, Alemania o Estados Unidos disfrutaba de un nivel de vida más alto que el de antes pero “¿de dónde viene esta nueva riqueza? Viene sobre todo de las naciones más oscuras del mundo: las de Asia y África, Centro y Sudamérica, las Indias Occidentales y las islas de los mares del sur”.
Du Bois vio la perspicacia del capitalismo al unir al explotador y al explotado, creando así una válvula de seguridad para el explosivo conflicto de clases: “Ya no es simplemente el príncipe comerciante o el monopolio aristocrático o incluso la patronal los que están explotando al mundo; es la nación, una nueva nación democrática compuesta de un capital y un laborismo unificado”.
Estados Unidos encajaba con la idea de Du Bois. El capitalismo americano necesitaba rivalidad internacional y guerras periódicas para crear una unidad artificial de intereses entre ricos y pobres que suplantase a la genuina comunidad de intereses de los pobres, que se mostraba en movimientos esporádicos. Se necesitaba un consenso nacional para la guerra y el gobierno tuvo que trabajar duro para crear dicho consenso.
Que la gente no mostraba un impulso espontáneo por luchar queda demostrado al ver las duras medidas que se tomaron: reclutamiento forzoso de jóvenes, una elaborada campaña de propaganda por todo el país y severos castigos para los que se negasen a entrar en combate.
A pesar de las estimulantes palabras de Wilson sobre una guerra “para acabar con todas las guerras” y “para convertir el mundo en un lugar seguro para la democracia”, los americanos no se apresuraron a alistarse. Se necesitaba un millón de hombres, pero durante las primeras seis semanas tras la declaración de guerra, sólo se ofrecieron voluntarios 73.000 hombres. En el Congreso, todos votaron a favor del reclutamiento forzoso.
George Creel, un veterano periodista, pasó a ser el propagandista de guerra oficial del gobierno; estableció un Comité de Información Pública para persuadir a los americanos de que la guerra estaba bien. Patrocinó a 75.000 oradores, que dieron 750.000 discursos de cuatro minutos en cinco mil pueblos y ciudades americanas. Era una tentativa masiva para animar a un público reacio.
El día siguiente a la declaración de guerra del Congreso, el Partido Socialista se reunió en Saint Louis en una convención de emergencia y dijo que la declaración era “un crimen contra el pueblo de los Estados Unidos”.
Durante el verano de 1917, las asambleas antibelicistas del Partido Socialista en Minnesota atrajeron a grandes multitudes -a cinco mil, diez mil, veinte mil granjeros- que protestaban por la guerra, por el reclutamiento y por el mercantilismo. Un periódico conservador de Ohio, el Beacon-Journal de Akron, afirmó que si se celebrasen elecciones en esos momentos, una fuerte marea socialista inundaría el medio oeste. Dijo que el país “no sé había embarcado nunca en una guerra más impopular”.
En las elecciones municipales de 1917, contra una corriente de propaganda y patriotismo, los socialistas consiguieron un número extraordinario de votos. El candidato socialista para la alcaldía de Nueva York, Morris Hillquit, consiguió un 22% de los votos, cinco veces más votos socialistas de lo que era habitual allí. En la legislatura del estado de Nueva York salieron elegidos diez socialistas. En Chicago, los votos socialistas pasaron del 3,6% en 1915 al 34,7% en 1917. En Buffalo, subieron del 2,6 al 30,2%.
Aunque algunos prominentes socialistas -como Jack London, Upton Sinclair o Clarence Darrow- se declararon favorables a la guerra después de que Estados Unidos entrase en ella, la mayoría de los socialistas continuó oponiéndose.
En junio de 1917, el Congreso aprobó la Ley de Espionaje y Wilson la firmó. Por su nombre, se podría suponer que era una ley contra el espionaje. Sin embargo, contenía una cláusula que estipulaba penas de hasta veinte años de cárcel para “cualquiera que -cuando Estados Unidos esté en guerra-promueva intencionadamente, o intente promover, insubordinación, deslealtad, sedición o se niegue a cumplir con su deber en las fuerzas armadas o navales de los Estados Unidos, o intencionadamente obstruya el reclutamiento o el servicio de alistamiento de Estados Unidos”. La Ley fue utilizada para encarcelar a americanos que hablaron o escribieron en contra de la guerra.
Dos meses después de que se aprobara dicha ley, arrestaron en Filadelfia a un socialista llamado Charles Schenck por imprimir y distribuir quince mil folletos que denunciaban la ley de reclutamiento y la guerra y decían que el reclutamiento era “un acto monstruoso contra la humanidad en interés de los financieros de Wall Street”. Schenck fue acusado, juzgado y condenado a seis meses de cárcel por violar la Ley de Espionaje (resultó ser una de las penas más cortas en este tipo de casos). Schenck apeló, alegando que la Ley, por juzgar la libertad de expresión escrita y oral, violaba la Primera Enmienda: “El Congreso no aprobará una ley que reduzca la libertad de expresión o la de prensa”.
¿Estaba Schenck protegido por la Primera Enmienda? La decisión del Tribunal Supremo fue unánime. La escribió su más famoso liberal, Oliver Wendell Holmes:
La protección más estricta de la libertad de expresión no protegería a un hombre que crea una falsa alarma en un teatro gritando “!fuego!” y siembre el pánico. En cada caso, la cuestión es si las palabras utilizadas se usan en circunstancias tales y son de una naturaleza tal como para crear un peligro inminente y para producir daños considerables que el Congreso tiene el derecho de impedir.
La analogía de Holmes era astuta y atractiva. Pocas personas pensaban que debería otorgarse la libertad de expresión a alguien que siembra el pánico en un teatro gritando “¡fuego!” Pero ¿podía aplicarse esa analogía a la crítica de la guerra? De hecho, ¿no era la propia guerra un peligro más claro, más inminente y más peligroso para la vida humana que cualquier argumento en su contra?
El caso de Eugene Debs pronto llegaría ante el Tribunal Supremo. En junio de 1918, Debs visitó a tres socialistas que estaban en prisión por oponerse al reclutamiento. Después, al otro lado de la calle frente a la prisión, Debs se dirigió a una audiencia a la que mantuvo cautivada durante dos horas. Era uno de los mejores oradores del país y una y otra vez le interrumpían los aplausos y las risas:
Nos dicen que vivimos en una gran república libre; que nuestras instituciones son democráticas; que somos un pueblo libre y autónomo. Incluso para un chiste, eso es demasiado. A lo largo de la historia, se han hecho guerras para conquistar y saquear… eso es la guerra en resumen. Siempre es la clase dominante la que declara las guerras y siempre es la clase oprimida la que lucha en las batallas…
Debs fue arrestado por violar la Ley de Espionaje. Entre el público había jóvenes en edad de reclutamiento y sus palabras “obstruían el reclutamiento o el servicio de alistamiento”.
Sus palabras tenían la intención de hacer mucho más que eso:
Sí, a su debido tiempo nos haremos con el poder de esta nación y de todo el mundo. Vamos a destruir todas las instituciones capitalistas esclavizantes y degradantes. Está saliendo el sol del socialismo. A su debido tiempo atacaremos y cuando triunfe, esta gran causa proclamará la emancipación de la clase obrera y la hermandad de toda la humanidad. (Aplausos ensordecedores y prolongados).
En el juicio, Debs se negó a subir al estrado en su propia defensa o a llamar a un testigo que le fuera favorable. No negaba nada de lo que había dicho, pero antes de que el Jurado comenzara sus deliberaciones, Debs se dirigió a ellos:
Me han acusado de obstruir la guerra. Lo admito, caballeros, detesto la guerra. Me opondría a la guerra aunque fuese el único en hacerlo. Mi solidaridad está con la gente que sufre y que lucha, sean de donde sean. No tiene importancia bajo qué bandera nacieron o dónde viven…
El Jurado le declaró culpable de infringir la Ley de Espionaje. Debs se dirigió al juez antes de que éste dictara sentencia:
Señoría, hace años reconocí mi afinidad con todos los seres vivientes y llegué a la conclusión de que yo no era ni un ápice mejor que el más insignificante de la Tierra. Dije entonces, y digo ahora, que mientras haya una clase oprimida yo estoy en ella; mientras haya un elemento criminal, yo pertenezco a él; mientras haya un alma en prisión, yo no soy libre.
El juez denunció a los que “le arrebatan la espada a esta nación mientras está ocupada en defenderse de una brutal potencia extranjera”. Condenó a Debs a diez años de cárcel.
El Tribunal Supremo no escuchó la apelación de Debs hasta 1919. La guerra ya había terminado, pero Oliver Wendell Holmes, con la unanimidad del Tribunal, confirmó la culpabilidad de Debs. Holmes dijo que Debs suponía “que a los trabajadores no les incumbe la guerra”. Así que -dijo Holmes- “el efecto natural e intencionado” del discurso de Debs había sido obstruir el reclutamiento.
El presidente Wilson se negó a indultar a Debs, que pasó treinta y dos meses en la cárcel. En 1921, a la edad de sesenta y seis años, Debs fue puesto en libertad por orden del presidente Warren Harding.
Bajo la Ley de Espionaje fueron a la cárcel unas novecientas personas, y la prensa colaboró con el gobierno, intensificando el ambiente de miedo hacia los posibles opositores a la guerra. El Literary Digest pedía a sus lectores “recortar y enviarnos cualquier editorial que les parezca sedicioso o traidor”. El New York Times publicó un editorial que decía: “Es el deber de todo buen ciudadano comunicar a las autoridades pertinentes cualquier prueba de sedición de la que tengan noticia”.
En el verano de 1917 se formó la American Defense Society (Sociedad para la Defensa Americana). El New York Herald informó: “Más de cien hombres se alistaron ayer en la Patrulla Vigilante Americana en las oficinas de la Sociedad para la Defensa Americana. La Patrulla se formó para acabar con la oratoria sediciosa en las calles”.
El ministerio de Justicia financió una Liga Protectora Americana que en junio de 1917 ya tenía unidades en seiscientos pueblos y ciudades y casi 100.000 miembros. La prensa publicó que sus miembros eran “los hombres más importantes de sus comunidades… banqueros, ferroviarios, hoteleros”. La Liga interceptó el correo, irrumpió en casas y oficinas y aseguró haber encontrado tres millones de casos de “deslealtad”.
El Comité de Información Pública de Creel anunció que la gente debía “denunciar a aquel que propague historias pesimistas. Denunciarle al ministerio de Justicia”. En 1918, el ministro de Justicia dijo: “Puede afirmarse sin miedo a equivocarse que nunca en su historia ha estado este país tan concienzudamente vigilado”.
¿A qué se debían estos enormes esfuerzos? El 1 de agosto de 1917, el New York Herald dijo que, en Nueva York, noventa de los cien primeros reclutas pedían la exención. En Minnesota, los titulares del Minneapolis Journal del 6 y 7 de agosto rezaban: “La oposición al reclutamiento se extiende rápidamente por el estado” y “los reclutas dan direcciones falsas”. En Florida, dos temporeros negros fueron a los bosques con una escopeta y se mutilaron para evitar el reclutamiento: uno se voló cuatro dedos de la mano; el otro, su antebrazo.
El senador Thomas Hardwick de Georgia dijo: “Hubo sin duda una oposición general por parte de muchos miles al decreto de la ley de reclutamiento. Numerosas asambleas masivas celebradas en cada rincón del estado protestaron contra el decreto…” Finalmente, clasificaron como prófugos a más de 330.000 hombres.
En Oklahoma, el Partido Socialista y el IWW habían actuado entre los arrendatarios y los aparceros, que formaron un Working Class Union (Sindicato de la Clase Trabajadora). Por todo el país, los objetores al reclutamiento planearon una marcha sobre Washington. Pero antes de que el sindicato pudiera llevar a cabo sus planes, arrestaron a sus miembros en una redada y 450 personas acusadas de rebeldía acabaron en la penitenciaría del estado. Los dirigentes fueron condenados a penas desde tres a diez años de cárcel; los otros, de sesenta días a dos años.
El 1 de julio de 1917, los radicales organizaron en Boston una manifestación contra la guerra, con pancartas en las que se podía leer:
¿Es ésta una guerra popular? ¿Por qué el reclutamiento?
¿Quién robó Panamá? ¿Quién aplastó Haití?
Exigimos paz.
El Call de Nueva York afirmó que se manifestaron ocho mil personas, incluidos “4.000 miembros del Central Labor Union (Sindicato Central de Trabajadores), 2.000 miembros de las Lettish Socialist Organizations (Organizaciones de la Izquierda Letona), 1.500 lituanos, miembros judíos de las empresas textiles y otras ramas del partido”. La manifestación fue atacada por soldados y marineros, que cumplían órdenes de sus superiores.
El Departamento Postal empezó a suprimir los privilegios postales a los periódicos y revistas que publicaran artículos antibelicistas. Se prohibió la distribución postal de The Masses (Las masas), una revista socialista de política, literatura y arte que en el verano de 1917 había publicado un editorial de Max Eastman que entre otras cosas decía: “¿Por qué motivos concretos estáis enviando nuestros cadáveres y los cadáveres de nuestros hijos a Europa? Por mi parte, no admito el derecho de un Gobierno a enviarme a una guerra en cuyos propósitos no creo”.
En Los Angeles, se mostró una película sobre la revolución americana que mostraba las atrocidades que los británicos habían perpetrado contra los colonos. Se titulaba The Spirit of ’76 (El espíritu del 76). El hombre que realizó el film fue procesado bajo la Ley de Espionaje porque el juez decía que la película tendía “a cuestionar la buena voluntad de nuestra aliada Gran Bretaña”. Condenaron al realizador a diez años de cárcel. El caso fue archivado oficialmente como U.S. v. Spirit of ’76 (Los Estados Unidos contra el espíritu del 76).
Los colegios y universidades desalentaban la oposición a la guerra. En la Universidad de Columbia despidieron al psicólogo J. McKeen Cattell, quien desde hacía tiempo se oponía a la guerra y criticaba que el consejo de administración controlara la universidad. Una semana después, el famoso historiador Charles Beard dimitió, en señal de protesta, de la facultad de Columbia.
En el Congreso, pocas voces se declararon contrarias a la guerra. La primera mujer en la Cámara de los Diputados, Jeannette Rankin, no respondió cuando salió su nombre al leerse la lista de nombres en la declaración de guerra. Cuando pasaron lista de nuevo, se levantó y dijo: “Quiero apoyar a mi país pero no puedo votar a favor de la guerra. Voto No”.
Una canción popular de la época era I Didn’t Raise My Boy to Be a Soldier (No crié a mi hijo para que fuera un soldado); pero era silenciada por canciones como Over There (Por allí), It’s a Grand Old Flag (Es una gran bandera vieja) y Johnny Get Your Gun (Johnny, coge tu fusil).
La socialista Kate Richards O’Hare, que fue sentenciada a cinco años en la penitenciaría del estado de Missouri, continuó luchando en la cárcel. Cuando ella y otras compañeras de la prisión protestaron por la falta de aire -ya que dejaban cerrada la ventana que había sobre el bloque de celdas, los guardias la empujaron al corredor para castigarla. Llevaba en la mano un libro de poemas y, cuando la empujaron al pasillo, lanzó el libro contra la ventana y la rompió y empezó a entrar el aire fresco, entre los vítores de las reclusas.
Emma Goldman y su compañero anarquista Alexander Berkman fueron condenados a la cárcel por oponerse al reclutamiento. Goldman dijo al jurado: “En verdad, pobres como somos de democracia, ¿cómo podemos darla al mundo?”
El periódico del IWW, el Industrial Worker, justo antes de la declaración de guerra, había escrito: “Capitalistas de América, ¡lucharemos contra vosotros, no por vosotros!” Ahora la guerra le daba al gobierno la oportunidad de destruir el sindicato radical.
A comienzos de septiembre de 1917, agentes del departamento de Justicia hicieron redadas simultáneamente en cuarenta y ocho locales del IWW de todo el país, incautando correspondencia y escritos que servirían como pruebas en los juicios. En abril de 1918, llevaron a juicio a 101 dirigentes del IWW por conspirar, obstaculizar el reclutamiento y alentar la deserción. Un dirigente del IWW dijo en el juicio:
Me preguntan por qué el IWW no muestra patriotismo hacia los Estados Unidos. Si fuérais un vagabundo sin una manta; si hubiérais dejado esposa e hijos cuando fuisteis hacia el oeste en busca de trabajo y no les hubiérais vuelto a localizar desde entonces; si nunca os hubieran dejado estar en un trabajo el tiempo suficiente como para poder votar; si cada persona que representa la ley, el orden y la nación os diera una paliza, os llevara en tren hasta la cárcel y los que se tienen por buenos cristianos les vitorearan y animaran, ¿cómo diablos esperáis que un hombre sea patriota? Esta es una guerra de hombres de negocios y no entendemos por qué deberíamos ir y que nos disparen para salvar este “encantador” estado de cosas que ahora disfrutamos.
El jurado les declaró a todos culpables. El juez condenó a Haywood y a otras catorce personas a veinte años de cárcel; treinta y tres fueron condenadas a diez años; el resto tuvieron sentencias menores. El IWW estaba hecho pedazos. Haywood consiguió la libertad bajo fianza y huyó a la Rusia revolucionaria, donde permaneció hasta su muerte diez años más tarde.
La guerra terminó en noviembre de 1918. Habían muerto cincuenta mil soldados americanos y la amargura y la desilusión no tardaron mucho en extenderse por todo el país, incluso entre los patriotas. Esto se reflejó en la literatura de la década de la posguerra. Ernest Hemingway escribió A Farewell to Arms (Adiós a las armas). Años después, un estudiante universitario llamado Irwin Shaw escribió una obra de teatro titulada Bury the Dead (Enterrad a los muertos). Un guionista de Hollywood llamado Dalton Trumbo escribió una convincente y estremecedora novela antibélica sobre un torso y un cerebro que sobrevivió en un campo de batalla en la I Guerra Mundial, Johnny Got His Gun (Johnny cogió su fusil). Ford Madox Ford escribió No More Parades (No más desfiles).
En su novela 1919, John Dos Passos escribió sobre la muerte de John Doe:
En el tanatorio alquitranado de Chalons-sur-Marne, entre el hedor a cloruro de cal y a muerto, sacaron la caja de pino que contenía todo lo que quedaba de… John Doe…
Y lo cubrieron con la bandera norteamericana
Y la corneta tocó los honores
Y el Sr. Harding rezó a Dios y los diplomáticos, los generales y los almirantes y los peces gordos y los políticos y las damas hermosamente vestidas salidas de los “ecos de sociedad” del Washington Post estaban de pie solemnes
Y pensaron qué hermosamente triste era que su corneta tocase esos honores y las tres salvas hicieron silbar los oídos.
Ahí donde debía tener el pecho, le colocaron la Medalla del Congreso…
A pesar de todos los encarcelamientos en tiempo de guerra, de la intimidación, y de las campañas en pro de la unidad nacional, cuando la guerra concluyó, el sistema aún temía al socialismo. Para afrontar el reto revolucionario, parecía necesario recurrir otra vez a las tácticas gemelas de control: reforma y represión.
La reforma fue sugerida por George L. Record, uno de los amigos de Wilson, a quien escribió a comienzos de 1919 diciendo que había que hacer algo por la democracia económica, “para hacer frente a esta amenaza del socialismo. Deberías convertirte en el verdadero líder de las fuerzas radicales de América y presentar al país un programa constructivo de reformas fundamentales, que será una alternativa al programa presentado por los socialistas y los bolcheviques…”
Ese verano de 1919, Joseph Tumulty, consejero de Wilson, le recordó a éste que el conflicto entre republicanos y demócratas era poco importante comparado con lo que les amenazaba a ambos: “En esta época de malestar social e industrial, ambos partidos están desprestigiados para el hombre común…”
En el verano de 1919 explotó una bomba frente a la casa del ministro de Justicia de Wilson, A. Mitchell Palmer. Seis meses después, Palmer llevó a cabo el primero de sus ataques masivos contra extranjeros -los inmigrantes que no habían obtenido la ciudadanía. Una ley aprobada por el Congreso hacia el final de la guerra estipulaba la deportación de los extranjeros que se oponían al gobierno organizado o que defendían la destrucción de la propiedad privada. El 21 de diciembre de 1919, los hombres de Palmer cogieron a 249 extranjeros nacidos en Rusia (incluidos Emma Goldman y Alexander Berkman), los metieron en un transporte y los deportaron a lo que ya era la Rusia Soviética.
En enero de 1920 fueron detenidas cuatro mil personas por todo el país, aisladas durante mucho tiempo, y llevadas a juicios secretos que ordenaron su deportación. En Boston, agentes del ministerio de Justicia ayudados por la policía local, arrestaron a seiscientas personas, realizando redadas en los centros de reunión o invadiendo sus hogares por la mañana temprano. Fueron esposados a pares y obligados a caminar por las calles encadenados.
En la primavera de 1920, un impresor anarquista llamado Andrea Salsedo fue arrestado en Nueva York por agentes del FBI en el piso decimocuarto del edificio Park Row, sin que se le permitiera ponerse en contacto con su familia, amigos ni abogados. Más tarde encontraron su cuerpo aplastado en la acera del edificio y el FBI dijo que se había suicidado saltando por la ventana del piso decimocuarto.
Dos amigos de Salsedo -trabajadores anarquistas del área de Boston- que acababan de enterarse de su muerte, empezaron a llevar armas. Les arrestaron en un tranvía de Brockton, Massachusetts, y fueron acusados de un atraco a mano armada y de un asesinato que habían tenido lugar en una fábrica de zapatos dos semanas atrás.
Estos amigos de Salsedo se llamaban Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti. Les llevaron a juicio, fueron declarados culpables y pasaron siete años en prisión mientras continuaban las apelaciones, al tiempo que por todo el país y por todo el mundo la gente se interesaba en su caso. Tanto las anotaciones del juicio como las circunstancias que lo envolvieron indican que Sacco y Vanzetti fueron condenados a muerte por ser anarquistas y extranjeros. En agosto de 1927, y mientras en las calles la policía disolvía manifestaciones y piquetes con arrestos y palizas y las tropas rodeaban la cárcel, fueron electrocutados.
El último mensaje de Sacco a su hijo Dante -escrito en ese inglés que tanto le había costado aprender- fue un mensaje para millones de personas en los años venideros:
Así que, hijo mío, en lugar de llorar sé fuerte para que puedas consolar a tu madre… llévala de paseo por el campo tranquilo, recogiendo flores silvestres… pero recuerda siempre, Dante, cuando estés feliz, no uses toda tu felicidad sólo para ti. Ayuda al perseguido y a la víctima pues son tus mejores amigos… en esta lucha de la vida, encontrarás más. Ama y serás amado.
Se habían llevado a cabo reformas. Habían invocado al fervor patriótico de la guerra. Habían utilizado los juzgados y las cárceles para reforzar la idea de que no podían tolerarse ciertas ideas y ciertos tipos de resistencia. Y sin embargo, incluso desde las celdas de los condenados estaba saliendo un mensaje: en esa sociedad supuestamente sin clases que era Estados Unidos, la lucha de clases todavía estaba en vigor. Y esa lucha continuaría durante los años veinte y treinta.