Capítulo 16

¿UNA GUERRA POPULAR?

Hay algunas evidencias de que la II Guerra Mundial fue la guerra más popular en la historia de Norteamérica. Nunca antes había participado en una guerra una porción tan grande del país: 18 millones de hombres entraron en las fuerzas armadas (de los que 10 millones irían al extranjero); 25 millones de trabajadores compraban regularmente bonos de guerra con su sueldo. Pero, ¿no podía considerarse que éste era un apoyo prefabricado, ya que todas las fuerzas de la nación -no sólo las del gobierno, sino también la prensa, la Iglesia y hasta las principales organizaciones radicales- estaban tras los llamamientos a una guerra suprema? ¿Hubo un fondo de aversión o indicios silenciados de resistencia?

Se trataba de una guerra contra un enemigo de una maldad indescriptible. La Alemania hitleriana estaba extendiendo el totalitarismo, el racismo y el militarismo en una guerra de agresión abierta como no se había visto nunca. Y, sin embargo, los gobiernos que dirigían esta guerra -Inglaterra, Estados Unidos y la Unión Soviética- ¿representaban un orden de cosas esencialmente diferente, tanto que su victoria significara un golpe al imperialismo, al racismo, al totalitarismo y al militarismo en el mundo?

El comportamiento de Estados Unidos durante la guerra -tanto en las operaciones militares en el extranjero como en el trato a las minorías del país- ¿correspondía a lo que sería una “guerra popular”? La política del país durante la guerra ¿respetaba el derecho de la gente -fueran de donde fuesen- a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad? Y la América de la posguerra, con su política tanto nacional como exterior ¿ejemplificaba los valores por los que se suponía que se había luchado en una guerra?

Estas preguntas merecen consideración; durante la II Guerra Mundial, el ambiente estaba demasiado cargado de ardor guerrero como para permitir exponerlas.

Que Estados Unidos saliera como defensor de países indefensos, concordaba con la imagen que daban del país los libros de historia de los institutos americanos, pero no con su expediente en asuntos internacionales. Estados Unidos había instigado una guerra con México y se había apoderado de medio país. Había simulado ayudar a Cuba a conseguir su independencia de España para plantarse después en Cuba con una base militar, inversiones y un derecho de intervención. Se había apoderado de Hawai, Puerto Rico, Guam y había llevado a cabo una guerra brutal para subyugar a los filipinos. Había “abierto” Japón al comercio americano con barcos de guerra y amenazas. Había declarado en China una Política de Puertas Abiertas como medio de asegurarse que Estados Unidos tendría las mismas oportunidades que otras potencias imperialistas para explotarla. Junto con otras naciones, había enviado tropas a Pequín para imponer la supremacía occidental en China, manteniendo las tropas allí durante más de treinta años.

Mientras exigía una puerta abierta en China, Estados Unidos había insistido (con la doctrina Monroe y muchas intervenciones militares) en una puerta cerrada en Latinoamérica, es decir, cerrada a todo el mundo excepto a Estados Unidos. Había maquinado una revolución contra Colombia y había creado el estado “independiente” de Panamá para construir y controlar el Canal. En 1926 mandó cinco mil marines a Nicaragua para parar una revolución y mantener tropas allí durante siete años. En 1916, intervino en la República Dominicana, por cuarta vez, y estacionó tropas allí durante ocho años. En 1915, intervino por segunda vez en Haití, donde mantuvo a sus tropas durante diecinueve años.

Entre 1900 y 1933, Estados Unidos intervino cuatro veces en Cuba, dos en Nicaragua, seis en Panamá, una en Guatemala y siete en Honduras. En 1924, Estados Unidos estaba dirigiendo de alguna forma las finanzas de la mitad de los veinte estados latinoamericanos. Hacia 1935, más de la mitad de las exportaciones americanas de acero y algodón se estaban vendiendo en Latinoamérica.

Justo antes del final de la I Guerra Mundial, un ejército americano de 7.000 hombres arribó a Vladivostok, como parte de una intervención aliada en Rusia, y permaneció allí hasta comienzos de 1920. Cinco mil soldados más llegaron a Arcangel, otro puerto ruso, también como parte de una fuerza expedicionaria aliada, y estuvieron allí durante casi un año. El Departamento de Estado dijo al Congreso: “Todas esas operaciones se llevaron a cabo para compensar los efectos de la revolución bolchevique en Rusia”.

En resumen, si la entrada de Estados Unidos en la II Guerra Mundial fue para defender el principio de no-intervención en los asuntos de otros países (como muchos americanos creían por aquel entonces, viendo las invasiones nazis), el expediente de Estados Unidos ponía en duda su habilidad para mantener dicho principio.

Lo que por aquel entonces parecía claro era que Estados Unidos era una democracia con ciertas libertades, mientras que Alemania era una dictadura que acosaba a la minoría judía, encarcelaba a los disidentes, cualquiera que fuese su religión, al mismo tiempo que proclamaban la supremacía de la “raza nórdica”. Sin embargo, a los negros, viendo el antisemitismo que había en Alemania, no les parecía muy distinta su propia situación en Estados Unidos. Y Estados Unidos había hecho poco respecto a la política persecutoria de Hitler. De hecho, durante toda la década de los años treinta se había unido a Inglaterra y Francia para apaciguar a Hitler, pero Roosevelt y su secretario de Estado, Cordell Hull, vacilaban en criticar públicamente la política antisemita de Hitler. Cuando, en enero de 1934, se introdujo en el Senado una resolución pidiendo que el Senado y el presidente expresaran “sorpresa y dolor” por lo que los alemanes les estaban haciendo a los judíos, y pidiendo asimismo que se restituyeran los derechos de los judíos, el Departamento de Estado se aseguró de que se silenciara la resolución.

Cuando la Italia de Mussolini invadió Etiopía en 1935, Estados Unidos declaró un embargo sobre municiones pero permitió que las corporaciones americanas enviasen a Italia enormes cantidades de petróleo, esencial para que Italia llevase a cabo la guerra. Cuando en 1936 tuvo lugar una rebelión fascista en España contra un gobierno socialista-liberal elegido democráticamente, la administración Roosevelt apoyó una Ley de Neutralidad, que tuvo el efecto de cortar toda ayuda al gobierno español, mientras Hitler y Mussolini daban una ayuda crucial a Franco.

¿Se trataba de una mala consideración, de un desafortunado error? ¿No era más bien la política lógica de un gobierno cuyo principal interés no era frenar el fascismo sino propiciar los intereses imperiales de Estados Unidos? En los años treinta, la mejor política para defender tales intereses parecía ser la antisoviética. Cuando, más tarde, Japón y Alemania amenazaron los intereses internacionales de Estados Unidos, optaron por una política prosoviética y antinazi. Roosevelt tenía tanto interés en terminar con la opresión de los judíos como Lincoln en erradicar la esclavitud durante la Guerra Civil. Cualquiera que fuera su compasión personal por las víctimas de la persecución, la prioridad política de ambos no eran los derechos de las minorías, sino el poder nacional.

Lo que hizo que Estados Unidos entrara en la II Guerra Mundial no fueron los ataques de Hitler a los judíos, al igual que no fue la esclavitud de 4 millones de negros lo que provocó la Guerra Civil en 1861. Ni el ataque de Italia a Etiopía, ni la invasión hitleriana de Austria y Checoslovaquia, ni su ataque a Polonia -ninguna de estas agresiones hizo que Estados Unidos entrase en la guerra, aunque Roosevelt empezó a ayudar significativamente a Inglaterra.

Lo que provocó que Estados Unidos entrase de pleno en la II Guerra Mundial fue el ataque japonés a la base naval americana de Pearl Harbor, en Hawai, el 7 de diciembre de 1941. Por supuesto, lo que provocó el llamamiento indignado de Roosevelt a la guerra no fue la preocupación humana por los civiles que Japón había bombardeado -ni el ataque japonés a China en 1937, ni el bombardeo japonés a civiles en Nanking. Lo que provocó la entrada de Estados Unidos en la guerra fue el ataque japonés a una base del imperio americano en el Pacífico. Estados Unidos no tuvo nada que objetar mientras Japón fue un socio educado en ese club imperial de grandes potencias que compartían la explotación de China, acorde con la Política de Puertas Abiertas.

En 1917, Estados Unidos había intercambiado comunicaciones con Japón, diciendo que “el Gobierno de los Estados Unidos reconoce que Japón tiene intereses especiales en China”. Según Akira Iriye (After Imperialism), en 1928, los cónsules americanos en China apoyaron la llegada a ese país de tropas japonesas.

Cuando Japón intentó invadir China, y sobre todo cuando fue a por el estaño, el caucho y el petróleo del sureste asiático, estaba amenazando los mercados potenciales de Estados Unidos. Entonces cundió la alarma y Estados Unidos tomó las medidas que provocarían el ataque japonés: en el verano de 1941 embargó totalmente su hierro y su petróleo.

Una vez unido a Inglaterra y a Rusia en la guerra (Alemania e Italia declararon la guerra a Estados Unidos justo después de Pearl Harbor), ¿qué demostró el comportamiento de Estados Unidos: que sus fines en la guerra eran humanitarios, o más bien que se centraban en el poder y en el lucro? ¿Estaba combatiendo en la guerra para acabar con el dominio de unas naciones sobre otras o para asegurarse de que las naciones dominadoras eran amigas de Estados Unidos?

En agosto de 1941, Roosevelt y Churchill se reunieron cerca de la costa de Terranova y anunciaron al mundo la Carta Atlántica, que exponía nobles fines para el mundo de la posguerra, asegurando que sus países no buscaban “el engrandecimiento territorial ni de otro tipo” y que respetaban “el derecho de todos los pueblos a elegir la forma de gobierno bajo la que quieran vivir”. Se alabó la Carta porque declaraba el derecho de autodeterminación de los pueblos.

Sin embargo, dos semanas antes de la declaración de la Carta Atlántica, Sumner Welles, el secretario de Estado en funciones estadounidense, había asegurado al gobierno francés que podían conservar su imperio intacto tras el final de la guerra. A finales de 1942, el delegado personal de Roosevelt aseguró al general francés Henri Giraud: “No cabe ninguna duda de que se establecerá la soberanía francesa lo antes posible por todo el territorio, metropolitano o colonial, sobre el que ondeó la bandera francesa en 1939”.

Los titulares de los periódicos hablaban de las batallas y de los movimientos de tropas: la invasión del norte de África en 1942; la de Italia en 1943; las encarnizadas batallas mientras hacían retroceder a Alemania dentro de sus fronteras; los bombardeos cada vez más numerosos de las fuerzas aéreas británicas y americanas; el dramático desembarco masivo de Normandia, en la Francia ocupada por Alemania; y, al mismo tiempo, las victorias rusas sobre los ejércitos nazis (por las fechas del desembarco de Normandia, los rusos habían expulsado de Rusia a los alemanes y mantenían ocupadas al 80% de las tropas alemanas). En 1943 y 1944, tuvo lugar en el Pacífico el avance isla por isla de contingentes americanos hacia Japón, encontrando bases cada vez más cerca para el bombardeo atronador de ciudades japonesas.

Silenciosamente, tras los titulares sobre las batallas y los bombardeos, los diplomáticos y los empresarios americanos trabajaban duro para asegurarse de que, al concluir la guerra, Estados Unidos fuese la primera potencia económica del mundo. Los negocios norteamericanos penetrarían en áreas que hasta entonces había dominado Inglaterra. La Política de Puertas Abiertas de acceso igualitario se extendería de Asia a Europa, lo que significaba que Estados Unidos tenía intención de apartar a Inglaterra e instalarse en su lugar.

Eso fue lo que le pasó a Oriente Medio y a su petróleo. Arabia Saudita tenía la mayor reserva petrolífera de Oriente Medio. A comienzos de 1945, su rey, Ibn Saud, estaba como invitado del presidente Roosevelt en un yate americano. Más tarde, Roosevelt escribió a Ibn Saud, prometiendo que Estados Unidos no cambiaría su política palestina sin consultar a los árabes. Años después, el interés en el petróleo competiría constantemente con el interés político por el estado judío en Oriente Medio, pero de momento el petróleo parecía más importante.

Con el poder imperial británico derrumbándose durante la II Guerra Mundial, Estados Unidos estaba listo para entrar en escena. Antes de que finalizara la guerra, la administración ya estaba planeando el esquema del nuevo orden económico internacional, basado en una asociación entre el gobierno y las grandes corporaciones.

El poeta Archibald MacLeish, entonces subsecretario de Estado, criticó lo que vio en el mundo de posguerra: “Tal y como van las cosas, la paz que haremos, la paz que parece que estamos logrando, será una paz de petróleo, oro y navegación; en resumen, una paz sin propósito moral ni interés en la humanidad”.

Durante la guerra, Inglaterra y Estados Unidos establecieron el Fondo Económico Internacional para regular el cambio de divisas internacionales; el voto sería proporcional al capital aportado, con lo cual se estaba asegurando el dominio americano. Se fundó el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo, supuestamente para ayudar a reconstruir áreas destruidas por la guerra. Pero uno de sus objetivos principales era, según el propio Banco, “promover las inversiones extranjeras”.

La ayuda económica que los países necesitarían tras la guerra se veía ya en términos políticos. Averell Harriman, embajador en Rusia, dijo a comienzos de 1944: “La ayuda económica es una de las armas más efectivas que tenemos para mover los acontecimientos políticos europeos en la dirección que queramos”.

La creación de las Naciones Unidas durante la guerra se presentó al mundo como una cooperación internacional para impedir guerras futuras. Pero la ONU estaba dominada por los países imperiales occidentales -Estados Unidos, Inglaterra y Francia- y una nueva potencia imperial con bases militares y una fuerte influencia en la Europa del este: la Unión Soviética. Un importante senador republicano, Arthur Vandenburg, escribió en su diario acerca de la Carta de las Naciones Unidas:

Lo que es sorprendente es que la Carta sea tan conservadora desde un punto de vista nacionalista. Se basa prácticamente en una alianza de cuatro potencias. Esto dista de ser una visión romántica del estado mundial inspirada por el internacionalismo loco. Estoy profundamente impresionado de ver que Hull preserva con tanto cuidado nuestro veto americano en su esquema de cosas.

La difícil situación de los judíos en la Europa ocupada por los alemanes -que mucha gente creía que era uno de los motivos principales de la guerra contra el Eje- no se encontraba entre las preocupaciones principales de Roosevelt. El estudio de Henry Feingold (The Politics of Rescue) muestra que, mientras estaban metiendo a los judíos en campos de concentración y estaba comenzando el proceso de aniquilación que acabaría con el horripilante exterminio de 6 millones de judíos y millones de no-judíos, Roosevelt no tomó las medidas que podrían haber salvado millares de vidas. Para él no era prioritario; y dejó el asunto en manos del Departamento de Estado, donde el antisemitismo y la fría burocracia obstaculizaron la acción.

¿Se estaba librando la guerra para demostrar que Hitler se equivocaba en sus ideas acerca de la supremacía blanca nórdica sobre las razas “inferiores”? Las fuerzas armadas estadounidenses estaban divididas en razas. Cuando, a comienzos de 1945, metieron a las tropas en el Queen Mary para ir a combatir en la escena europea, apiñaron a los negros en las bodegas del barco junto a la sala de máquinas, lo más lejos posible del aire puro de cubierta. Escena que recordaba extrañamente a los barcos negreros de antaño.

La Cruz Roja, con la aprobación del gobierno, separaba las donaciones de sangre de los blancos y los negros. Irónicamente, fue un médico negro, Charles Drew, quien desarrolló el sistema de bancos de sangre. Le pusieron a cargo de las donaciones durante la guerra y luego, cuando intentó poner fin a la segregación sanguínea, le despidieron. A pesar de la urgente necesidad de trabajadores en tiempo de guerra, todavía se discriminaba a los negros a la hora de dar empleo. Un portavoz de la fábrica de aviones de la costa oeste dijo: “Sólo se empleará a los negros como porteros y en ocupaciones similares… Sea cual fuere su capacidad como constructores de aviones, no los contrataremos”. Roosevelt jamás hizo nada para poner en vigor las órdenes de la Fair Employment Practices Commission (Comisión para la Práctica del Empleo Justo) que él mismo había establecido.

Era conocida la insistencia de los países fascistas en que el sitio de la mujer estaba en el hogar. Sin embargo, la guerra contra el fascismo -aunque utilizaba mujeres en fábricas, donde hacían muchísima falta- no tomó medidas especiales para cambiar su papel subordinado. A pesar de la gran cantidad de mujeres ocupadas en trabajos relacionados con la guerra, la War Manpower Commission (Comisión de Mano de Obra de Guerra) no dejaba participar a las mujeres en sus organismos directivos. Un informe del Departamento de la Mujer del ministerio de Trabajo escrito por su directora, Mary Anderson, decía que la War Manpower Commission tenía “dudas e intranquilidad” sobre “lo que entonces se consideraba como una creciente actitud militante o un espíritu de lucha por parte de las dirigentes”.

En una de sus políticas, Estados Unidos estuvo cerca de imitar directamente al fascismo. Esto pasó con el trato a los americanos de origen japonés que vivían en la costa oeste. Tras el ataque a Pearl Harbor, la histeria antijaponesa se extendió en el gobierno. Un congresista dijo: “Estoy a favor de coger ahora a cada japonés que viva en América, Alaska y Hawai y meterlos en campos de concentración… ¡Malditos sean! ¡Librémonos de ellos!”

Franklin D. Roosevelt no compartió ese frenesí, pero en febrero de 1942, firmó tranquilamente la Orden Ejecutiva 9066, que otorgaba al ejército el poder de arrestar -sin orden judicial, ni acta de acusación, ni audiencia- a todo japonés de la costa oeste, un total de 110.000 hombres, mujeres y niños. Podían sacarlos de sus casas, transportarlos a campos de concentración en el interior del país y tenerlos allí en régimen penitenciario. De estos japoneses, tres cuartas partes eran nisei -niños nacidos en Estados Unidos de padres japoneses y por tanto ciudadanos americanos. La ley denegó la ciudadanía a los restantes, los issei -nacidos en Japón. En 1944, el Tribunal Supremo apoyó la evacuación forzosa, alegando que era necesario para el ejército. Los japoneses permanecieron en esos campos de concentración durante más de tres años. Hubo huelgas, peticiones, asambleas masivas, disturbios contra las autoridades del campo y negativas a firmar juramentos de lealtad. La japonesa Michi Weglyn era una niña cuando detuvieron y evacuaron a su familia. En su libro Years of Infamy, Weglyn habla de chapucería en la evacuación y de la miseria que soportaron hasta el final.

La guerra estaba siendo llevada a cabo por un gobierno cuyo principal beneficiario, a pesar de las muchas reformas, era la élite rica. En 1941, cincuenta y seis grandes corporaciones se hacían cargo de tres cuartos del total de los contratos militares. De los mil millones de dólares gastados, 400 millones fueron a parar a diez grandes corporaciones.

Aunque había 12 millones de trabajadores organizados en el CIO y en el AFL, el laborismo se encontraba en una posición subordinada. Establecieron comités de gestión del trabajo en cinco mil fábricas como un gesto hacia la democracia industrial, pero actuaron principalmente como grupos disciplinarios para trabajadores absentistas y como herramientas para aumentar la producción.

A pesar de la abrumadora atmósfera de patriotismo y de dedicación total para ganar la guerra, y a pesar de las promesas del AFL y el CIO de no convocar huelgas, muchos de los trabajadores del país -frustrados por la congelación salarial mientras los beneficios empresariales se disparaban-fueron a la huelga. Durante la guerra, hubo catorce mil huelgas, que concernían a 6.770.000 trabajadores, más que en ningún otro período similar en la historia americana. Sólo en 1944, hicieron huelga un millón de trabajadores de las minas, de las acerías y de las industrias del automóvil y de los equipos de transporte. Cuando finalizó la guerra, hubo un número record de huelgas: en la primera mitad de 1946, se declararon en huelga 3 millones de trabajadores. Bajo el ruido de entusiasmo patriótico, había mucha gente que pensaba que la guerra estaba mal, incluso en las circunstancias de la agresión fascista. De los 10 millones reclutados por las fuerzas armadas durante la II Guerra Mundial, 43.000 se negaron a combatir. Muchos otros ni siquiera se presentaron para el reclutamiento. El gobierno computó unos 350.000 casos de evasión al reclutamiento. Y esto a pesar de que la comunidad americana estaba casi unánimemente a favor de la guerra.

La literatura posterior a la II Guerra Mundial -From Here to Eternity de James Jones, Catch-22 de Joseph Heller y The Naked and the Dead de Norman Mailer- captó esta ira de los GIs contra el alto mando del ejército. En The Naked and the Dead, unos soldados están hablando durante una batalla y uno de ellos dice:

“Lo único malo de este ejército es que nunca ha perdido una guerra”.

Toglio se sorprendió: “¿Crees que deberíamos perder ésta?”

Red notó cómo se exaltaba: “¿Qué tengo yo contra los malditos japoneses? ¿Crees que me importa si se quedan con esta maldita jungla? ¿A mí qué me importa si Cummings consigue otro galón?”

“El general Cummings es un buen hombre” -dijo Martinez.

“No hay ni un oficial bueno en todo el mundo” -afirmó Red.

Parecía haber una indiferencia generalizada, hostilidad incluso, por parte de la comunidad negra hacia la guerra, a pesar de los intentos de los periódicos para negros y los intentos de los líderes negros para movilizar sus sentimientos. Un periodista negro escribió: “Los negros están enfadados, resentidos y completamente apáticos con respecto a la guerra. “¿Luchar para qué?” se preguntan.

Un estudiante de una universidad para negros dijo a su profesor: “El ejército nos discrimina. La armada sólo nos deja servir como soldados de cantina. La Cruz Roja rechaza nuestra sangre. Ni los patronos ni los sindicatos nos admiten. Los linchamientos continúan. No tenemos derechos, hay racismo contra nosotros, nos escupen. ¿Qué más podría hacernos Hitler?”

Walter White repitió esto ante un público negro de varios miles de personas en el medio oeste, pensando que no lo verían con buenos ojos, pero en vez de eso, como recuerda White:

Para mi sorpresa y consternación, la audiencia estalló en tales aplausos que me costó unos 30 ó 40 segundos hacer silencio.

Los negros carecían, sin embargo, de una oposición antibélica organizada. De hecho, había poca oposición organizada en cualquier grupo. El Partido Comunista apoyaba la guerra con entusiasmo. El Partido Socialista se encontraba dividido, incapaz de decantarse hacia uno u otro lado.

Unos pocos grupúsculos anarquistas y pacifistas se negaron a apoyar la guerra. La Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad dijo: “La guerra entre las naciones o entre clases o razas no puede resolver permanentemente los conflictos o curar las heridas que los crearon”. El Catholic Worker escribió: “Aún somos pacifistas”.

La dificultad de hacer sólo llamadas a la “paz” en un mundo de capitalismo, fascismo y comunismo, con sus ideologías dinámicas y sus acciones agresivas, preocupaba a algunos pacifistas. Comenzaron a hablar de la “no-violencia revolucionaria”. A.J. Muste, de la Comunidad de Reconciliación dijo que el mundo estaba en medio de una revolución y los que están contra la violencia deben actuar de forma revolucionaria, pero sin violencia. Un movimiento de pacifismo revolucionario tendría que “contactar de modo efectivo con grupos oprimidos y minoritarios tales como los negros, los aparceros o los trabajadores industriales”.

Tan sólo un grupo socialista organizado se opuso abiertamente a la guerra: el Partido Socialista de los Trabajadores. En 1943, en Minneapolis, condenaron a 18 miembros del partido por violar la Ley Smith, que declaraba ilegal unirse a cualquier grupo que preconizara “el derrocamiento del gobierno mediante la fuerza y la violencia”. Les sentenciaron a penas de prisión y el Tribunal Supremo se negó a revisar el caso.

Unas pocas voces continuaban insistiendo en que la verdadera guerra se libraba dentro de cada nación. La revista de Dwight Macdonald de la época de la guerra Politics presentó a comienzos de 1945 un artículo escrito por el obrero-filósofo francés Simone Weil:

Tanto si a la máscara se le llama fascismo, democracia o dictadura del proletariado, nuestro gran adversario sigue siendo el aparato del gobierno -la burocracia, la policía y el ejército- y la peor traición será siempre subordinarnos a dicho aparato y pisotear en su beneficio todos los valores humanos que hay en nosotros y en los demás.

Sin embargo, movilizaron a la inmensa mayoría de la población americana para ayudar en la guerra, tanto en el ejército como en la vida civil, y la atmósfera bélica envolvía cada vez más a los americanos. Los sondeos de opinión pública mostraban que la gran mayoría de los soldados estaban a favor del reclutamiento obligatorio para el período de posguerra. El odio al enemigo, especialmente a los japoneses, se hizo muy común. Era evidente que el racismo estaba presente. La revista Time, relatando la batalla de Iwo Jima, decía: “El japonés medio es irracional e ignorante. Quizá sea humano, pero nada lo indica”.

Así que había un apoyo masivo a lo que sería el mayor bombardeo de civiles jamás llevado a cabo en una guerra: los ataques aéreos a ciudades alemanas y japonesas.

Italia había bombardeado ciudades durante la guerra con Etiopía; Italia y Alemania habían bombardeado a civiles durante la Guerra Civil española; al comienzo de la II Guerra Mundial, aviones alemanes bombardearon Rotterdam en Holanda, Coventry en Inglaterra y otros lugares. Roosevelt describió esos ataques como una “barbaridad inhumana que ha conmocionado profundamente la conciencia de la humanidad”.

Esos bombardeos alemanes fueron leves en comparación con los bombardeos británicos y americanos de las ciudades alemanas. En enero de 1943, los aliados se reunieron en Casablanca y acordaron llevar a cabo ataques aéreos a gran escala para lograr “la destrucción y dislocación del ejército alemán, del sistema industrial y económico y socavar la moral del pueblo alemán hasta tal punto que se debilite fatalmente su capacidad para la resistencia armada”.

De esta forma, empezaron los bombardeos masivos de ciudades alemanas, con ataques de mil aviones sobre Colonia, Essen, Frankfurt y Hamburgo.

Los ingleses volaban de noche sin ninguna pretensión de apuntar a objetivos militares; los americanos volaban durante el día y pretendían ser precisos, lo que era imposible pues se bombardeaba desde grandes altitudes. La cúspide de estos horribles ataques fue el bombardeo de Dresde a comienzos de 1945, en el que el tremendo calor que causaron las bombas creó un vacío en el que los incendios originaron rápidamente una gran tormenta de fuego que arrasó la ciudad. En Dresde murieron más de cien mil personas.

Con el bombardeo de ciudades japonesas, continuaba la estrategia de bombardeos de saturación para destruir la moral de los civiles; una noche, un bombardeo sobre Tokio se cobró ochenta mil vidas. Más tarde, el 6 de agosto de 1945, apareció el solitario avión americano en el cielo de Hiroshima. Lanzó la primera bomba atómica, que mató a unos cien mil japoneses y dejó a decenas de miles muriendo lentamente por los efectos de la radiación. La bomba también mató a doce aviadores americanos que estaban en la cárcel de Hiroshima, un hecho que el gobierno norteamericano jamás ha admitido oficialmente. Tres días después, lanzaron sobre la ciudad de Nagasaki una segunda bomba atómica, que mató a unas 50.000 personas.

La justificación ofrecida para tales atrocidades era que las bombas atómicas acabarían rápidamente con la guerra y no sería necesario invadir Japón. El gobierno norteamericano decía que dicha invasión costaría un enorme número de vidas -un millón, según el secretario de Estado, Byrnes; Truman aseguró que la cifra que le dio el general George Marshall era de medio millón. Estos cálculos de las bajas en caso de invasión se los sacaron de la manga para justificar las bombas sobre Japón, que a medida que se iban conociendo sus efectos, horrorizaban cada vez a más gente.

En agosto de 1945, Japón ya estaba en una situación desesperada y listo para rendirse. Poco después de la guerra, el analista militar Hanson Baldwin escribió en el New York Times:

Para cuando el tratado de Postdam exigió la rendición incondicional el 26 de julio, el enemigo, en lo concerniente a lo militar, estaba en una situación estratégica desesperada. Tal era entonces la situación cuando arrasamos Hiroshima y Nagasaki. ¿Teníamos que haberlo hecho? Por supuesto, nadie puede estar seguro, pero la respuesta es casi con toda probabilidad negativa.

El United States Strategic Bombing Survey (Estudio sobre el Bombardeo Estratégico Estadounidense) -que el ministerio de la Guerra fundó en 1944 para estudiar los resultados de los ataques aéreos durante la guerra- entrevistó a cientos de dirigentes civiles y militares japoneses tras la rendición de Japón, y justo tras la guerra, informó:

Con toda probabilidad, Japón se hubiera rendido antes del 1 de noviembre de 1945 y sin duda antes del 31 de diciembre de 1945, incluso si no les hubieran lanzado las bombas atómicas, incluso si Rusia no hubiera entrado en la guerra e incluso si no se hubiera planeado o sopesado ninguna invasión.

Pero, ¿podían los dirigentes americanos haber sabido esto en agosto de 1945? Está claro que la respuesta es sí. Habían descifrado el código japonés y estaban interceptando los mensajes de Japón. Sabían que los japoneses habían dado instrucciones para que su embajador en Moscú discutiera con los aliados negociaciones de paz. El 13 de julio, el ministro de Asuntos Exteriores, Shigenori Togo, telegrafió a su embajador en Moscú: “La rendición incondicional es lo único que obstaculiza la paz”.

Si los americanos no hubieran insistido en la rendición incondicional, es decir, si hubieran querido aceptar como condición para la rendición que el emperador -una figura sagrada para los japoneses- continuara donde estaba, los japoneses habrían aceptado parar la guerra.

¿Por qué Estados Unidos no dio ese pequeño paso para salvar vidas, tanto americanas como japonesas? ¿Era porque habían invertido demasiado dinero y esfuerzo en la bomba atómica como para no lanzarla? ¿O era -como ha sugerido el científico británico P.M.S. Blackett (en su libro Fear, War, and the Bomb)- que Estados Unidos ansiaba lanzar las bombas antes de que los rusos entraran en la guerra contra Japón?

Los rusos (que oficialmente no estaban en guerra con Japón) habían acordado secretamente que entrarían en la guerra noventa días después del fin de la guerra europea. Ese día resultó ser el 8 de mayo, de tal forma que el 8 de agosto, se esperaba que los rusos declarasen la guerra a Japón. Pero para entonces, ya habían lanzado la gran bomba y, al día siguiente, lanzarían otra en Nagasaki. Japón se rendiría ante Estados Unidos, no ante Rusia. Estados Unidos sería quien ocuparía el Japón de la posguerra. Una nota en el diario de James Forrestal, ministro de la Armada, del 28 de julio de 1945, describe al secretario de Estado, James F. Byrnes como “con muchas ganas de acabar con el tema de Japón antes de que entren los rusos”.

Truman dijo que “el mundo se dará cuenta de que la primera bomba atómica se lanzó en Hiroshima, una base militar, porque en ese primer ataque deseábamos evitar, en la medida de lo posible, la muerte de civiles”. El U.S. Strategic Bombing Survey dijo en su informe oficial que “se eligió como objetivos a Hiroshima y Nagasaki debido a la concentración de actividades y población”.

El lanzamiento de la segunda bomba en Nagasaki parece que se planeó de antemano, y nadie ha podido explicar jamás por qué se lanzó. ¿Era porque se trataba de una bomba de plutonio, mientras que la de Hiroshima era una bomba de uranio? ¿Fueron los muertos y heridos de Nagasaki víctimas de un experimento científico? Probablemente, entre los muertos en Nagasaki había prisioneros de guerra americanos. Un informe del ejército advirtió sobre todo esto, pero el plan continuó como estaba previsto.

Es cierto que después la guerra acabó rápidamente. Un año antes, habían derrotado a Italia. Recientemente, Alemania se había rendido, derrotada principalmente por los ejércitos soviéticos en el frente oriental, ayudados por los ejércitos aliados en el oeste. Ahora se rendía Japón. Las potencias fascistas estaban destruidas.

Pero ¿qué pasaba con el fascismo como idea, como realidad? ¿Habían desaparecido sus elementos esenciales -el militarismo, el racismo y el imperialismo? ¿O habían absorbido los vencedores estos elementos?

Los vencedores eran la Unión Soviética y Estados Unidos (también Inglaterra, Francia y la China nacionalista, pero éstos eran débiles). Ahora estas potencias se pusieron manos a la obra -bajo la envoltura del “socialismo” por un lado y la “democracia” por el otro- para hacerse con sus propias áreas de influencia. Procedieron a compartir y pelearse por el dominio del mundo, a construir artefactos bélicos mucho mayores que los que habían construido los países fascistas, y a controlar los destinos de más países de los que Hitler, Mussolini y Japón hubieran podido dominar.

También actuaron para controlar a sus propias poblaciones, cada país con sus propias técnicas -toscas en la Unión Soviética, sofisticadas en Estados Unidos- para asegurar su mandato.

La guerra produjo grandes beneficios a las corporaciones, pero también elevó los precios -para el beneficio de los granjeros-, mejoró los salarios e hizo prosperar a la suficiente cantidad de gente como para asegurar que no se producirían las rebeliones que tanto habían amenazado la década de los treinta.

Era una vieja lección que los gobiernos habían aprendido: que la guerra resuelve problemas de control. Charles E. Wilson, presidente de General Electric Corporation, estaba tan contento con la situación durante la guerra, que sugirió una alianza continua entre las corporaciones y el ejército para “una economía de guerra permanente”.

Eso es lo que sucedió. Los ciudadanos americanos estaban cansados de la guerra, pero la administración Truman (Roosevelt había muerto en abril de 1945) se esforzó por crear un clima de crisis y de guerra fría. Es cierto que la rivalidad con la Unión Soviética era real. La Unión Soviética, que acabó la guerra con una economía arruinada y 20 millones de muertos, estaba haciendo una reaparición sorprendente, reconstruyendo su industria, recobrando fuerza militar. Sin embargo, la administración Truman presentó a la Unión Soviética no sólo como un rival sino como una amenaza inminente.

Con una serie de maniobras, tanto en el extranjero como en el país, estableció un clima de miedo, una histeria con respecto al comunismo, que haría aumentar enormemente el presupuesto militar y estimularía la economía con pedidos relacionados con la guerra. Esta combinación de políticas haría posible acciones más agresivas en el extranjero y acciones más represoras en el propio país.

Al pueblo americano le describían los movimientos revolucionarios en Europa y Asia como ejemplos del expansionismo soviético, recordándoles así la indignación que sintieron contra las agresiones de Hitler.

En Grecia, bajo una dictadura de derechas, encarcelaron a los oponentes al régimen y destituyeron a los dirigentes de los sindicatos. Comenzó a crecer un movimiento guerrillero de izquierdas. Gran Bretaña dijo que no podía controlar la rebelión y pidió a Estados Unidos que interviniera. Como dijo más tarde un oficial del Departamento de Estado: “En una hora, Gran Bretaña le ha pasado el papel de líder internacional a Estados Unidos”.

Estados Unidos respondió con la Doctrina Truman, como se llamó a un discurso que dio Truman al Congreso en la primavera de 1947, en el que pidió 400 millones de dólares para ayudar militar y económicamente a Grecia y Turquía. Truman dijo que los Estados Unidos debían ayudar a “los pueblos libres que están resistiendo intentos de subyugación por parte de minorías armadas o por presiones del exterior”. La retórica era acerca de la libertad pero lo que le interesaba a Estados Unidos era la proximidad de Grecia al petróleo de Oriente Medio.

Con la ayuda militar de Estados Unidos, en 1949 ya habían derrotado la rebelión. Estados Unidos continuó dando ayuda económica y militar al gobierno griego. Llegó a Grecia un flujo de inversiones de capital de la Esso, Dow Chemical, Chrysler y otras corporaciones norteamericanas. Pero el analfabetismo, la pobreza y el hambre seguían siendo comunes allí, y Estados Unidos había logrado que se mantuviera en el poder una brutal dictadura militar.

En China, cuando acabó la II Guerra Mundial, ya estaba teniendo lugar una revolución, liderada por un movimiento comunista con un enorme apoyo popular. El Ejército Rojo, que había luchado contra los japoneses, combatía ahora para derrocar la corrupta dictadura de Chiang Kai-shek, que Estados Unidos apoyaba pero que -según el propio Papel Blanco sobre China del Departamento de Estado- había perdido la confianza de sus propias tropas y de su propio pueblo. En enero de 1949, fuerzas comunistas chinas llegaron a Pequín, concluyó la guerra civil y China estaba en manos de un movimiento revolucionario -lo más cercano, en la larga historia de ese antiguo país, a un gobierno del pueblo, independiente del control externo.

En la década de la posguerra, Estados Unidos estaba tratando de crear un consenso nacional de conservadores y liberales, republicanos y demócratas, en torno a las políticas de la guerra fría y el anticomunismo. Dicha coalición podía crearse de forma más efectiva por un presidente demócrata liberal, cuya agresiva política exterior fuese apoyada por los conservadores y cuyos programas de bienestar social en el país (el Fair Deal o Trato Justo de Truman) atrajeran a los liberales. En 1950 tuvo lugar un acontecimiento que aceleró la formación del consenso entre liberales y conservadores: la guerra no declarada de Truman en Corea.

Corea, ocupada por Japón durante 35 años, fue liberada de Japón tras la II Guerra Mundial y dividida en Corea del Norte -con una dictadura socialista que era parte de la esfera de influencia soviética- y Corea del Sur -una dictadura de derechas dentro de la esfera americana.

Hubo amenazas esporádicas entre las dos Coreas y cuando el 25 de junio de 1950, los ejércitos norcoreanos fueron hacia el sur y atravesaron el paralelo 38 para invadir Corea del Sur, las Naciones Unidas -dominadas por Estados Unidos- pidió ayuda a sus miembros para “repeler el ataque armado”. Truman dio la orden para que las fuerzas armadas norteamericanas ayudasen a Corea del Sur y el ejército americano pasó a ser el ejército de la ONU. “Una vuelta al dominio de la fuerza en asuntos internacionales” dijo Truman “tendría efectos trascendentales. Estados Unidos continuará apoyando el dominio de la ley”.

La respuesta estadounidense al “dominio de la fuerza” fue arrasar tanto Corea del Norte como del Sur durante tres años de bombardeos. Lanzaron napalm y un periodista de la BBC describió el resultado:

Teníamos frente a nosotros a una extraña figura en cuclillas, con las piernas abiertas y los brazos extendidos. No tenía ojos y todo su cuerpo -del que se veía la mayor parte por entre jirones de harapos quemados- estaba cubierto por una dura costra negra moteada de pus amarillo.

En la guerra de Corea mataron a unos 2 millones de coreanos del norte y del sur, y todo en nombre de la oposición al “dominio de la fuerza”.

La resolución de la ONU había llamado a la acción “para repeler el ataque armado y restaurar la paz y la seguridad en el área”. Pero los ejércitos americanos, tras hacer retroceder a los norcoreanos fuera del paralelo 38, avanzaron por toda Corea del Norte hasta el río Yalu en la frontera con China, lo que provocó la entrada de China en la guerra. Entonces los chinos avanzaron hacia el sur y la guerra se paralizó en el paralelo 38 hasta que, en 1953, las negociaciones de paz restauraron la antigua frontera entre norte y sur.

La guerra de Corea hizo que los liberales respaldaran a la guerra y al presidente. Creó el tipo de coalición necesaria para sostener una política de intervención en el extranjero y una economía militar en Estados Unidos. Esto creó problemas para los que no estaban en la coalición, a los que tacharon de críticos radicales.

La izquierda se había hecho muy influyente en los duros tiempos de los años treinta y durante la guerra contra el fascismo. El Partido Comunista no contaba con muchos afiliados -probablemente menos de 100.000- pero era una potente fuerza entre los sindicatos, que contaban con millones de afiliados, entre los artistas y entre infinidad de americanos, a quienes el fracaso del sistema capitalista pudo haber llevado a considerar favorablemente al comunismo y al socialismo. De esta forma, si, tras la II Guerra Mundial, el sistema quería asentar más el capitalismo en el país y lograr un consenso favorable al imperio americano, tenía que debilitar y aislar a la izquierda.

El 22 de marzo de 1947, dos semanas después de presentar al país la Doctrina Truman para Grecia y Turquía, Truman promulgó la Orden Ejecutiva 9835, iniciando un programa para localizar cualquier “infiltración de personas desleales” en el gobierno americano. Durante los cinco años siguientes, investigaron a unos seis millones de funcionarios del gobierno. Despidieron a unos 500 por “lealtad cuestionable”.

Los acontecimientos internacionales que tuvieron lugar justo después de la guerra, facilitaron el apoyo popular a favor de la cruzada anticomunista en Estados Unidos. En 1948, el Partido Comunista de Checoslovaquia expulsó del gobierno a los que no eran comunistas, y estableció su propio mandato. Ese año, la URSS bloqueó Berlín -una ciudad ocupada por varias naciones y aislada dentro del área de influencia soviética en la Alemania Oriental-obligando a Estados Unidos a aerotransportar suministros a Berlín. En 1949, tuvo lugar la victoria comunista en China y, ese mismo año, la Unión Soviética hizo estallar su primera bomba atómica. En 1950, comenzó la guerra de Corea. En Estados Unidos describieron todos estos acontecimientos a la opinión pública como indicios de una conspiración comunista internacional.

Por todo el mundo, se estaban rebelando los pueblos coloniales, que exigían la independencia: en Indochina, contra los franceses; en Indonesia, contra los holandeses; y en Filipinas, contra Estados Unidos.

En países africanos como Kenia, Sudáfrica y en los del oeste de África (bajo dominio francés) hubo señales de descontento en forma de huelgas.

De modo que no era sólo la expansión soviética la que estaba amenazando al gobierno de Estados Unidos y a los intereses financieros americanos. De hecho, los acontecimientos en China, Corea, Indochina y Filipinas, eran movimientos comunistas locales, y no la expansión de la Unión Soviética. Se trataba de una oleada general de insurrección antiimperialista en el mundo, que Estados Unidos quería derrotar. Para ello, sería necesaria la unidad nacional, que se dedicase buena parte del presupuesto del Estado para armamento y que se suprimiera en el país la oposición a tal política exterior.

En esta atmósfera, el senador de Wisconsin Joseph McCarthy podía ir aún más lejos que Truman.

Como presidente del Subcomité Permanente de Investigaciones del Comité del Senado sobre Operaciones Gubernamentales, McCarthy aseguró que en el Departamento de Estado había cientos de comunistas -afirmación para la que no tenía prueba alguna. Investigó el programa de información del Departamento de Estado, su publicación Voice of America (La voz de América) y sus bibliotecas en el extranjero, que contaban con libros escritos por personas que McCarthy consideraba comunistas.

El Departamento de Estado reaccionó con pánico y mandó una avalancha de directivos a sus centros bibliotecarios de todo el mundo. Se eliminaron 40 libros, incluidos The Selected Works of Thomas Jefferson, editado por Philip Foner y el libro de Lillian Hellman The Children’s Hour. También quemaron algunos libros.

McCarthy se envalentonó. Durante la primavera de 1954, comenzó una serie de audiencias para investigar a militares supuestamente subversivos. Cuando empezó a atacar a algunos generales por no ser lo suficientemente severos con los presuntos comunistas, se granjeó la enemistad tanto de republicanos como de demócratas. En diciembre de 1954, el Senado votó abrumadoramente a favor de censurarle por “conducta indigna de un miembro del Senado de los Estados Unidos”.

Por las mismas fechas en que el Senado estaba censurando a McCarthy, congresistas tanto liberales como conservadores hacían aprobar toda una serie de proyectos de ley anticomunistas. El liberal Hubert Humphrey introdujo una propuesta para ilegalizar el Partido Comunista, diciendo: “No tengo intención de ser un patriota pusilánime”. En calidad de líder minoritario del Senado, Lyndon Johnson se esforzó para aprobar una moción de censura contra McCarthy, pero también se esforzó para mantener dicha censura en los estrechos límites de una “conducta indigna de un miembro del Senado de los Estados Unidos”, más que poner en tela de juicio el anticomunismo de McCarthy.

Siendo senador, John F. Kennedy no habló claro en contra de McCarthy (Kennedy estaba ausente cuando se votó la moción de censura y nunca dijo qué hubiera votado de estar allí). La insistencia de McCarthy en afirmar que el comunismo se había impuesto en China debido a la tolerancia del gobierno americano hacia el comunismo, era similar al propio punto de vista de Kennedy, expresado en la Cámara de los Diputados, en enero de 1949, cuando los comunistas chinos se hicieron con el poder en Pequín:

Nuestros diplomáticos y sus consejeros, los Lattimore y los Fairbank [eruditos en historia china; Owen Lattimore era una de las dianas preferidas de McCarthy; John Fairbank era catedrático en Harvard] estaban tan preocupados con la imperfección del sistema democrático en China, que no tuvieron presente nuestros enormes intereses en una China sin comunismo… ahora, esta Cámara debe asumir la responsabilidad de impedir que la fuerte avalancha de comunismo se trague toda Asia.

Los senadores liberales Hubert Humphrey y Herbert Lehman propusieron que se establecieran centros de detención (que en realidad eran campos de concentración) para sospechosos de subversión, a quienes se detendría sin juicio cuando el presidente declarase una “emergencia interna de seguridad”. Esto se añadió a la Ley de Seguridad Interna de los Republicanos, que exigía el registro de organizaciones comunistas y estableció los campos de concentración propuestos, y ya listos para usarse. (En 1968, una época de desilusión generalizada con el anticomunismo, se anuló esta ley).

La orden ejecutiva de Truman sobre la lealtad de 1947 exigió que el ministerio de Justicia redactara una lista de organizaciones que le parecieran a dicho ministerio “totalitarias, fascistas, comunistas o subversivas, o que pretendan alterar la forma de gobierno de Estados Unidos con medios inconstitucionales”. Al determinar deslealtad, se consideraría no sólo el ser miembro de cualquier organización de la lista del ministro de Justicia, sino también “asociación solidaria” con dichas organizaciones. En 1954, ya había cientos de grupos en la lista.

La administración Truman inició una serie de acciones judiciales que intensificaron el ánimo anticomunista de la nación. De estos enjuiciamientos, el más importante fue el caso de Julius y Ethel Rosenberg, que tuvo lugar el verano de 1950.

Los Rosenberg fueron acusados de espionaje. Las pruebas mayores las proporcionaron unas pocas personas que ya habían confesado ser espías y que estaban o bien en la cárcel o bajo acusación. David Greenglass, hermano de Ethel Rosenberg, era el testigo principal. Greenglass había sido maquinista en el laboratorio del Proyecto Manhattan en Los Alamos (Nuevo México) en 1944 y 1945, cuando se estaba construyendo allí la bomba atómica. Greenglass testificó que Julius Rosenberg le había pedido que consiguiera información para los soviéticos.

El químico Harry Gold, que estaba cumpliendo una condena de treinta años por otro caso de espionaje, salió de prisión para corroborar el testimonio de Greenglass. Gold nunca se había reunido con los Rosenberg, pero dijo que un oficial de la embajada soviética le dio la mitad de una tapa de Jello y le pidió que se pusiera en contacto con Greenglass, diciendo: “Vengo de parte de Julius”. Gold dijo que cogió los croquis que Greenglass había dibujado de memoria y se los dio al oficial soviético.

Todo esto tenía aspectos problemáticos. ¿Cooperó Gold a cambio de que le pusieran pronto en libertad? Tras cumplir 15 años de una condena de 30, estaba en libertad condicional. ¿Sabía también Greenglass que estaba bajo acusación cuando testificó que su vida dependía de su cooperación? Le dieron una sentencia de 15 años, cumplió la mitad y le pusieron en libertad.

¿Hasta qué punto era fiable el testimonio de Gold? Resultó que le habían preparado para el caso Rosenberg con 400 horas de entrevistas con el FBI. Resultó también que Gold mentía frecuentemente con mucha imaginación.

La conexión de los Rosenberg con el Partido Comunista fue un factor importante en el juicio. El jurado dijo que eran culpables y el juez Irving Kaufman dictó sentencia, diciendo que eran responsables de la muerte de 50.000 soldados americanos en Corea. Les condenó a ambos a morir en la silla eléctrica.

Morton Sobell también estaba procesado, acusado de conspirar con los Rosenberg. El principal testigo en su contra era un viejo amigo suyo, quien hizo de testigo en su boda y sobre quien pesaba una posible acusación de perjurio por parte del gobierno federal por mentir sobre su pasado político. Las pruebas de la acusación contra Sobell eran tan débiles que su abogado pensó que no era necesario presentar una defensa. Pero el jurado le declaró culpable y el juez Kaufman le condenó a 30 años de cárcel. Le enviaron a Alcatraz, le denegaron rápidamente la libertad condicional y pasó 19 años en varias prisiones, hasta que salió en libertad.

Documentos del FBI, que mandaron sacar a la luz en los años setenta, mostraban que el juez Kaufman se puso de acuerdo secretamente con los fiscales sobre las sentencias que dictaría en el caso. Otro documento muestra que el juez supremo Fred Vinson del Tribunal Supremo aseguró en secreto al ministro de Justicia de los Estados Unidos que si algún juez del Tribunal Supremo concedía un aplazamiento de la ejecución, convocaría inmediatamente un pleno judicial y lo anularía.

Hubo una campaña mundial de protesta. Albert Einstein, cuya carta a Roosevelt al comienzo de la guerra había iniciado el trabajo en la bomba atómica, hizo un llamamiento en favor de los Rosenberg, al igual que hicieron Jean-Paul Sartre, Pablo Picasso y la hermana de Bartolomeo Vanzetti. Hubo una petición de clemencia al presidente Truman, justo antes de que dejara la presidencia en la primavera de 1953. Fue rechazada. Después, otra petición hecha al nuevo presidente, Dwight Eisenhower, también fue rechazada.

En el último momento, el juez William O. Douglas concedió un aplazamiento de la ejecución. El juez supremo Vinson envió aviones especiales para llevar de nuevo a Washington a los jueces, que pasaban sus vacaciones en distintas partes del país. Cancelaron el aplazamiento concedido por Douglas a tiempo para que los Rosenberg fueran ejecutados el 19 de junio de 1953.

En ese mismo período, al comienzo de los años cincuenta, el House Un-American Activities Committee (Comité de Actividades Antiamericanas) estaba en pleno apogeo, interrogando a muchos americanos acerca de sus conexiones comunistas, despreciándoles si se negaban a contestar y distribuyendo millones de panfletos al pueblo americano con títulos como “Cien cosas que Ud. debería saber sobre el comunismo” (“¿Dónde pueden encontrarse comunistas? En todas partes”). Los liberales criticaban a menudo al Comité, pero en el Congreso, tanto liberales como conservadores votaban año tras año a favor de darles fondos.

Fue el ministerio de Justicia de Truman el que procesó a los dirigentes del Partido Comunista -amparándose en la Ley Smith- y les acusó de conspiración por adoctrinar y preconizar el derrocamiento del gobierno mediante la fuerza y la violencia. Las pruebas para procesarles se basaban sobre todo en el hecho de que los comunistas estaban distribuyendo libros marxistas-leninistas que, según la acusación, exhortaban a la revolución violenta. Por supuesto, no había ninguna prueba de ningún peligro inmediato de revolución violenta por parte del Partido Comunista. Pero el Tribunal Supremo, presidido por el juez supremo Vinson, designado por Truman, amplió la vieja doctrina del “peligro inminente”, diciendo que había una conspiración inminente para llevar a cabo una revolución en el momento adecuado. De modo que metieron en la cárcel a la cúpula del Partido Comunista.

Toda la cultura estaba impregnada de anticomunismo. La historia de un informador del FBI sobre sus hazañas como un comunista que se hace agente del FBI, titulada “Viví tres vidas”, apareció por entregas en 500 periódicos y también en televisión. Las películas de Hollywood tenían títulos como “Me casé con un comunista” o “Fui un comunista para el FBI”. Entre 1948 y 1954, Hollywood produjo más de 40 películas anticomunistas.

Enseñaban a las personas de cualquier edad que el anticomunismo era heroico. Un superhéroe del comic, el Capitán América, decía: “Comunistas, espías, traidores y agentes extranjeros, ¡tened cuidado! El Capitán América, con el apoyo de todos los hombres libres y leales, os está buscando”. En los años treinta, escolares de todo el país participaban en simulacros de ataques aéreos en el que las sirenas alertaban de un ataque soviético sobre América: los niños tenían que agacharse bajo sus pupitres hasta que no hubiese “peligro”.

Se trataba de una atmósfera en la que el gobierno podía obtener apoyo masivo para su política de rearme. El sistema, tan zarandeado en los años treinta, había aprendido que la producción bélica podía traer estabilidad y pingües beneficios. En 1960, el presupuesto militar era ya de 45.800 millones -el 49,7% del presupuesto del Estado. Ese año John F. Kennedy salió elegido presidente e inmediatamente se movilizó para aumentar el gasto militar. Basándose en una serie de miedos inventados, sobre aumentos militares soviéticos, un falso “desnivel de bombas” y “desnivel de misiles”, Estados Unidos aumentó su arsenal nuclear hasta que consiguieron una abrumadora superioridad nuclear. Tenían el equivalente en armamento nuclear a 1.500 bombas atómicas como la de Hiroshima, más que de sobra para destruir todas las ciudades importantes del mundo.

Para lanzar dichas bombas, Estados Unidos contaba con más de 50 misiles balísticos intercontinentales, 80 misiles en submarinos nucleares, 90 misiles en bases en diversos países, 1.700 bombarderos con capacidad para llegar a la Unión Soviética, 300 cazabombarderos en los portaaviones, preparados para llevar armamento atómico y mil cazas supersónicos preparados para llevar bombas atómicas, estacionados en tierra.

Obviamente, la Unión Soviética estaba rezagada. Tenía entre 50 y 100 misiles balísticos intercontinentales y menos de 200 bombarderos de largo alcance. Pero el presupuesto militar norteamericano continuó en aumento. Cada vez había más histeria; se multiplicaban los beneficios de las corporaciones que conseguían contratos con el ministerio de Defensa; y los empleos y salarios aumentaron lo suficiente como para que un número importante de americanos dependieran, para ganarse la vida, de la industria de guerra.

Mientras tanto, Estados Unidos, que daba ayuda económica a ciertos países, estaba creando una red de control corporativo americano sobre el mundo y construyendo su influencia política en los países a los que ayudaba. El Plan Marshall de 1948 -que dio una ayuda económica de 16.000 millones de dólares a países de Europa occidental a lo largo de cuatro años- tenía una finalidad económica: crear mercados para las exportaciones americanas.

El Plan Marshall también tenía un motivo político. Los partidos comunistas de Italia y Francia eran fuertes y Estados Unidos decidió usar presión y dinero para que los comunistas no entrasen en los gobiernos de dichos países.

A partir de 1952, se veía cada vez más claramente que la ayuda a otros países tenía como objetivo el establecer poder militar en países que no fueran comunistas. Cuando John F. Kennedy comenzó su presidencia, fundó la Alianza para el Progreso, un programa de ayuda a Latinoamérica, haciendo hincapié en la reforma social para mejorar el nivel de vida de la población. Pero resultó que era sobre todo ayuda militar para mantener en el poder a dictaduras de derechas y lograr que dichas dictaduras fuesen capaces de aplastar revoluciones.

De la ayuda militar a la intervención militar sólo había un paso. Después de que, en 1953, Irán nacionalizó su industria petrolífera, la CIA organizó el derrocamiento del gobierno iraní. En 1954, en Guatemala, un ejército invasor de mercenarios -adiestrados por la CIA en bases militares en Honduras y Nicaragua y respaldado por cuatro cazas americanos pilotados por americanos- derrocó a un gobierno elegido legalmente, el más democrático que ha conocido Guatemala.

El presidente guatemalteco, Jacobo Arbenz, era un socialista de centroizquierda; los comunistas tenían cuatro de los cincuenta y seis escaños del Congreso. Lo más inquietante para los intereses financieros norteamericanos era el hecho de que Arbenz había expropiado 234.000 acres de tierra pertenecientes a United Fruit, ofreciendo a cambio una compensación que United Fruit consideró “inaceptable”.

El coronel Castillo Armas, que se hizo con el poder gracias al plan norteamericano, había recibido instrucción militar en Fort Leavenworth (Kansas). Devolvió las tierras a United Fruit, abolió el impuesto sobre intereses y dividendos a los inversores extranjeros, eliminó las elecciones y encarceló a miles de disidentes políticos.

En 1958, el gobierno de Eisenhower envió al Líbano a miles de marines, para asegurarse de que ninguna revolución derrocase al gobierno proamericano de dicho país, y para mantener una presencia militar en ese área rica en petróleo.

Había un acuerdo demócrata-republicano, liberal-conservador, para impedir, cuando fuera posible, la formación de gobiernos revolucionarios, o derrocarlos si estaban en el poder -ya fuesen comunistas, socialistas o anti-United Fruit. Dicho acuerdo se hizo patente en el caso de Cuba. Durante muchos años, la dictadura militar en Cuba de Fulgencio Batista contó con el apoyo de Estados Unidos. Los intereses financieros norteamericanos dominaban la economía cubana, controlando del 80 al 100% de las empresas, minas, ranchos de ganado y refinerías de petróleo, el 40% de la industria azucarera y el 50% de los ferrocarriles públicos.

La minúscula guerrilla de Fidel Castro combatía desde las junglas y montañas contra el ejército de Batista. Conseguían cada vez más apoyo popular, hasta que salieron de las montañas y marcharon por todo el país y llegaron a La Habana. El gobierno de Batista se desmoronó el día de año nuevo de 1959.

Una vez en el poder, Castro se puso en marcha para establecer, a escala nacional, un sistema educativo, de vivienda y de distribución de la tierra para campesinos sin tierras. El gobierno confiscó más de un millón de acres de terreno de tres compañías americanas, incluyendo a la United Fruit.

Cuba necesitaba dinero para financiar sus programas, pero el Fondo Monetario Internacional, dominado por Estados Unidos, no se lo prestaba, ya que Cuba no aceptaba las condiciones de “estabilidad”, que parecían debilitar el programa revolucionario que los cubanos habían puesto en marcha. Cuando Cuba firmó un acuerdo comercial con la Unión Soviética, las compañías petrolíferas norteamericanas se negaron a refinar el crudo procedente de la Unión Soviética. Castro confiscó dichas compañías. Estados Unidos redujo sus importaciones de azúcar cubano, de las que dependía la economía de Cuba, e inmediatamente la Unión Soviética acordó comprar las 700.000 toneladas de azúcar que Estados Unidos se negaba a comprar.

En la primavera de 1960, el presidente Eisenhower dio una autorización secreta a la CIA para que armase y entrenase a exiliados cubanos anticastristas en Guatemala para una futura invasión de Cuba. Cuando John F. Kennedy comenzó su presidencia, siguió adelante con los planes y, el 17 de abril de 1961, las fuerzas entrenadas por la CIA, en las que había algunos americanos, llegaron a Bahía de Cochinos, en la costa sur de Cuba, a 90 millas de La Habana. Esperaban incitar una revuelta general contra Castro. Pero se trataba de un régimen popular y no hubo revuelta. El ejército de Castro aplastó a las fuerzas de la CIA en tres días.

Todo el asunto de Bahía de Cochinos estuvo rodeado de hipocresía y mentiras. La invasión fue una violación de un tratado que Estados Unidos había firmado, la Carta de la Organización de Países de América, que dice: “Ningún Estado, o grupo de Estados, tiene derecho a intervenir, directa o indirectamente, bajo ningún concepto, en los asuntos, internos o externos de ningún otro Estado”.

Como habían aparecido informes de prensa que informaban sobre bases secretas y la instrucción que la CIA había dado a los invasores, el presidente Kennedy dio una rueda de prensa, cuatro días antes de la invasión: “Las fuerzas armadas estadounidenses no intervendrán en Cuba bajo ningún concepto”.

Es cierto que las tropas invasoras estaban compuestas de cubanos, pero todo fue organizado por Estados Unidos y estaban implicados aviones de guerra americanos con pilotos americanos. Kennedy dio la aprobación para usar en la invasión aviones de la armada sin identificar. Murieron cuatro pilotos americanos y el gobierno no dijo la verdad a sus familias sobre la causa de sus muertes.

Algunos periódicos importantes cooperaron con la administración Kennedy para engañar al pueblo americano sobre la invasión cubana: The New Republic estuvo a punto de publicar, unas semanas antes de la invasión, un artículo sobre la instrucción de exiliados cubanos por parte de la CIA. Kennedy pidió que no se publicara el artículo y el The New Republic accedió, al igual que el New York Times.

Hacia 1960, parecía que había triunfado el esfuerzo emprendido quince años atrás, al final de la II Guerra Mundial, para sofocar la ola comunista radical de la época de la guerra y el New Deal. El Partido Comunista estaba desmembrado: sus dirigentes se encontraban en prisión; había disminuido mucho su número de afiliados y su influencia en los movimientos sindicales era muy pequeña. El mismo movimiento sindical estaba más controlado y era más conservador.

El presupuesto militar absorbía la mitad del presupuesto del Estado, y el pueblo lo aceptaba.

Las radiaciones por las pruebas con armas nucleares presentaban efectos peligrosos para la salud del hombre, pero el pueblo no era consciente de este hecho. La Comisión para la Energía Atómica insistió en que se exageraban los efectos letales de las pruebas atómicas. Un artículo en el Reader’s Digest (la revista más leída en Estados Unidos) decía: “Simplemente, las historias de miedo sobre las pruebas atómicas en este país no están justificadas”.

A mediados de los años 50, hubo un frenesí de entusiasmo por los refugios antiaéreos; le decían a la gente que les mantendría a salvo de explosiones nucleares. Un experto en ciencias políticas, Henry Kissinger escribió un libro, publicado en 1957, en el que decía: “Con las técnicas apropiadas, la guerra nuclear no tiene por qué ser tan destructiva como parece”.

El país se encontraba en una economía de guerra permanente que tenía, sin embargo, grandes focos de pobreza, pero había la suficiente gente con trabajo y ganando lo bastante como para mantener las cosas en calma. La distribución de la riqueza continuaba siendo desigual. En 1953, el 1,6% de la población adulta poseía más del 80% de las acciones y casi el 90% de los bonos de las corporaciones. De 200.000 corporaciones, unas 200 corporaciones gigantes -la décima parte del 1% de todas las corporaciones-controlaban alrededor del 60% de la riqueza industrial de la nación.

Cuando, tras un año de mandato, John F. Kennedy hizo público el presupuesto del Estado, era evidente que no habría ningún cambio significativo en la distribución de los ingresos. El columnista del New York Times James Reston resumió los mensajes presupuestarios de Kennedy diciendo que evitaban cualquier “ambicioso ataque frontal al problema del desempleo”. Y añadió:

Kennedy acordó reducir los impuestos a las inversiones financieras en expansión industrial y modernización. No se va a pelear con los conservadores del sur sobre el tema de los derechos civiles. Ha estado exhortando a los sindicatos para que eviten las reclamaciones salariales. Durante estos doce meses, el presidente se ha situado en la postura intermedia típica de la política americana.

Dentro de esta postura, apartada de los compromisos, todo parecía seguro. No tenían que hacer nada por los negros. Ni tenían que hacer nada por cambiar las estructuras económicas. Podían continuar con una agresiva política exterior. Y el país parecía estar bajo control. Pero más tarde, en los años 60, hubo una serie de rebeliones explosivas en cada ámbito de la vida americana que demostraron que todos los cálculos de seguridad y éxito del sistema estaban equivocados.