Helen Keller había dicho en 1911: “¿Nosotras votar? ¿Qué significa eso?” Emma Goldman, en esa misma época, también dijo: “Nuestro fetiche moderno es el sufragio universal”. Después de 1920, las mujeres votaban al igual que los hombres pero su situación subordinada apenas había cambiado.
A finales de los años veinte, Robert y Helen Lynd -estudiantes en Muncie, Indiana (Middletown)- se fijaron en la importancia que tenía la buena presencia y el buen vestir a la hora de asesorar a las mujeres. También descubrieron que cuando los hombres hablaban con franqueza entre ellos “tendían a hablar de las mujeres como criaturas más puras y de moral más pura que ellos pero que eran relativamente poco prácticas, emocionales, inestables, dadas al prejuicio, fácilmente heribles y en su mayoría incapaces de enfrentarse a los hechos o de pensar mucho”.
Sólo cuando se necesitaban de forma desesperada los servicios de las mujeres -ya fuera en la industria, en la guerra o en los movimientos sociales-, pudieron éstas escapar de sus prisiones -de su condición de amas de casa, de la maternidad, de la feminidad, de sus labores, de la beatificación y del aislamiento. Pero aunque el sentido práctico a veces liberaba a la mujer de su cárcel particular -en una especie de programa de libertad condicional laboraluna vez desaparecida esa necesidad se intentaba meterla de nuevo en ella. Esto condujo a la lucha de las mujeres por un cambio.
La II Guerra Mundial había sacado a más mujeres que nunca de sus casas para incorporarlas al mundo laboral. En 1960, el 36% de las mujeres mayores de dieciséis años -23 millones de mujeres- tenían trabajos remunerados. Pero sólo había guarderías para el 2% de las madres trabajadoras. Los ingresos medios de una mujer trabajadora eran la tercera parte de los de los hombres. Y la actitud hacia las mujeres no parecía haber cambiado mucho desde los años veinte.
En el movimiento de derechos civiles de los años sesenta, comenzaron a aparecer señales de un despertar colectivo. Las mujeres tomaron el lugar que siempre habían ocupado dentro de los movimientos sociales: en las líneas del frente y como soldados rasos, no como generales. Ella Baker, una activista veterana de Harlem que ahora organizaba actividades en el sur, conocía el esquema: “Desde el principio sabía que como mujer, una mujer madura en un grupo de ministros que están acostumbrados a tener a las mujeres en funciones de apoyo, no había sitio para que yo llegara a jugar un papel de líder”.
A pesar de ello, las mujeres jugaron un importante papel en esos peligrosos primeros años de organización en el sur, y eran miradas con admiración. Mujeres de todas las edades participaban en manifestaciones e iban a la cárcel. La señora Fannie Lou Hamer, una aparcera de Ruleville, Mississippi, se convirtió en una organizadora y oradora legendaria. Cantaba himnos y caminaba en las líneas de piquetes con su conocida cojera (de joven había padecido la polio). Hacía que la gente se emocionara en sus grandes mítines: “¡Estoy más que harta de estar harta!”
Por esa época, las profesionales blancas de clase media estaban empezando a dejarse oír. El libro de Betty Friedan The Feminine Mystique fue un libro pionero, poderoso e influyente.
¿Cuál era ese problema que no tiene nombre? ¿Cuáles eran las palabras que las mujeres utilizaban para tratar de expresarlo? A veces una mujer decía “por alguna razón me siento vacía… incompleta”. O decía, “siento como si no existiera”.
Friedan escribía sobre sus experiencias como ama de casa de clase media, pero lo que decía llegaba al alma de todas las mujeres.
La “mística” de la que hablaba Friedan era la imagen de la mujer como madre y esposa, viviendo por y para su marido y sus hijos, renunciando por ellos a sus propios sueños. Friedan concluyó: “La única manera que tiene una mujer -al igual que un hombre- para encontrarse a sí misma, de conocerse a sí misma como persona, es a través de su propio trabajo creativo”.
En el verano de 1964, en McComb, Mississippi, las mujeres se declararon en huelga en una Freedom House (Casa de la libertad, centro del movimiento de los derechos civiles donde las personas trabajaban y vivían juntas). Protestaban contra los hombres que querían que ellas cocinaran e hicieran las camas mientras ellos se paseaban en coche y reforzaban la organización. Parecía que el despertar de las mujeres del que hablaba Friedan se estaba produciendo por doquier.
En 1969, las mujeres ya representaban el 40% de toda la fuerza de trabajo de los Estados Unidos, pero una proporción significativa de ellas eran secretarias, mujeres de la limpieza, maestras de escuelas elementales, dependientas, camareras y enfermeras. Una de cada tres trabajadoras tenía un marido que ganaba menos de $5.000 al año.
¿Y qué decir de las mujeres que no tenían trabajo? Trabajaban duramente en sus casas. Pero esto no se reconocía como trabajo ya que en una sociedad capitalista (o quizás en cualquier sociedad moderna donde las cosas y las personas se compran y se venden por dinero), si no se paga por el trabajo y si no se le da un valor monetario, se considera desprovisto de valor.
Las mujeres que tenían el típico “trabajo de mujer” -secretaria, recepcionista, dependienta, señora de la limpieza o enfermera- recibían la misma serie de humillaciones que tenían que soportar los hombres en posiciones semejantes de subordinación. Pero además debían padecer otra serie de humillaciones asociadas al hecho de ser mujer: los sarcasmos acerca de sus procesos mentales, los chistes y las agresiones sexuales, su “invisibilidad” -excepto como objetos sexuales- y las frías exigencias de mayor eficiencia.
Pero los tiempos estaban cambiando. Alrededor del año 1967, las mujeres de varios movimientos -derechos civiles, Estudiantes por una Sociedad Democrática, grupos pacifistas- comenzaron a reunirse en tanto que mujeres. A principios de 1968, en un mítin pacifista organizado en Washington por mujeres, cientos de ellas, provistas de antorchas, desfilaron hasta el cementerio nacional de Arlington y representaron la obra The Burial of Traditional Womanhood (El entierro de la feminidad tradicional).
En el otoño de 1968, un grupo llamado Mujeres Radicales llamó la atención nacional cuando protestaron por la elección de miss América, a la que definieron como “una imagen que oprime a las mujeres”. Todas arrojaron sujetadores, fajas, rulos, pestañas postizas, pelucas y otros objetos -a los que denominaron “basura femenina”- en un bidón de basura que denominaron el Freedom Trash Can (El bidón de basura de la libertad). Una oveja fue coronada “miss América”. Y lo que es más importante, la gente comenzó a hablar de “la liberación de la mujer”.
Las mujeres pobres y las mujeres negras expresaron a su manera el problema universal de las mujeres. En 1964 Robert Coles (Children of Crisis) entrevistó a una mujer negra del sur que acababa de trasladarse a Boston. Habló de la desesperación de su vida y de la dificultad que tenía para encontrar la felicidad: “Sólo me siento viva cuando llevo un bebé dentro de mí”.
Sin hablar específicamente de sus problemas como mujeres, muchas mujeres pobres hacían lo que siempre habían hecho. Sin llamar la atención, organizaban a la gente del vecindario con el objeto de subsanar las injusticias y obtener los servicios que necesitaban. A mediados de los sesenta, diez mil negros de una comunidad de Atlanta llamada Vine City se unieron para ayudarse mutuamente: montaron un economato, una guardería, una clínica, hicieron cenas familiares mensuales, crearon un periódico y un servicio de asesoramiento familiar. Una de las organizadoras, Helen Howard, lo describió así:
Así es como logramos nuestro parque infantil: bloqueamos la calle y no dejamos que pasara nadie. No dejamos que pasaran los tranvías. Todo el vecindario estaba metido en ello. Se llevaban tocadiscos y se bailaba; esto continuó durante una semana. No nos arrestaron, éramos demasiadas personas. Así que la ciudad construyó el parque para los niños…
En 1970, Dorothy Bolden, un empleada de lavandería de Atlanta y madre de seis niños, contó las razones por las cuales en 1968 comenzó a organizar a las mujeres que se dedicaban a las tareas domésticas en la Unión Nacional de Trabajadoras Domésticas. Dijo: “Creo que las mujeres deberían tener voz y voto a la hora de tomar decisiones para la mejora de la comunidad”.
Las tenistas se organizaron. Una mujer luchó por convertirse en jockey y ganó su caso, convirtiéndose en la primera mujer jockey. Las artistas hicieron un piquete en el Whitney Museum, alegando discriminación sexual en una exposición de escultura. Las periodistas hicieron piquetes en el Gridiron Club de Washington por excluir a las mujeres. A principios de 1974, ya existían programas de estudios femeninos en 78 instituciones, y se ofrecían unos dos mil cursos femeninos en unas quinientas universidades.
Comenzaron a aparecer revistas y periódicos de mujeres a nivel local y nacional, y se publicaron libros sobre la historia y el movimiento feminista en tales cantidades que algunas librerías tenían secciones especiales para ellos. Los chistes de la televisión -algunos comprensivos y otros mordaces- mostraban hasta qué punto alcanzaba el movimiento una dimensión nacional. Algunos anuncios que las mujeres encontraban humillantes fueron suprimidos tras las protestas.
En 1967, el presidente Johnson, cediendo a la presión de las feministas, firmó una orden ejecutiva que prohibía la discriminación sexual en empleos federales, y en los siguientes años los grupos feministas exigieron que esta orden se cumpliera. La Organización Nacional de Mujeres (NOW) -formada en 1966- inició más de mil demandas contra corporaciones estadounidenses alegando discriminación sexual.
El derecho al aborto se convirtió en un asunto de gran importancia. Antes de 1970, se llevaban a cabo más de un millón de abortos, de los cuales sólo unos diez mil eran legales. Casi una tercera parte de las mujeres que abortaban ilegalmente -en su mayoría mujeres pobres- tenían que ser hospitalizadas por la aparición de complicaciones. Nadie sabe realmente cuántos miles de mujeres murieron a causa de estos abortos ilegales. Pero la no legalización del aborto perjudicaba claramente a los pobres, ya que los ricos podían tener el bebé o abortar en condiciones seguras.
Entre 1968 y 1970, se empezaron a adoptar resoluciones judiciales en más de veinte países para abolir las leyes que prohibían el aborto. En la primavera de 1969 una encuesta Harris mostró que el 64% de los encuestados pensaba que la decisión de abortar era una cuestión privada.
Por fin, a principios de 1973, el Tribunal Supremo decidió (Roe v. Wade, Doe v. Bolton) que el estado sólo podía prohibir los abortos en los últimos tres meses del embarazo, que podía regularlo por causas de salud durante los segundos tres meses de embarazo, y que durante los primeros tres meses la mujer y su médico tenían derecho a decidir sobre el mismo.
Se impulsó la creación de centros de cuidados infantiles, y aunque las mujeres no consiguieron obtener muchas ayudas del gobierno, se pusieron en funcionamiento miles de centros cooperativos de cuidados infantiles.
Las mujeres también comenzaron a hablar abiertamente, por primera vez, sobre el problema de las violaciones. Cada año, se denunciaban cincuenta mil violaciones y ocurrían muchas más que no se denunciaban. Las mujeres empezaron a asistir a cursos de defensa personal. Hubo protestas sobre el tratamiento policial hacia las mujeres y la manera en que eran interrogadas e insultadas cuando denunciaban alguna violación.
Muchas mujeres trabajaban activamente para lograr que una enmienda constitucional, la Enmienda de Igualdad de Derechos (ERA), fuera aprobada en varios estados. Pero parecía seguro que aunque dicha enmienda se convirtiera en ley, no sería suficiente, ya que los logros de las mujeres se habían conseguido en base a la organización, la acción y la protesta. Incluso en los aspectos en los que la ley era beneficiosa, sólo lo era si iba acompañada de acciones. Shirley Chisholm, una congresista negra, dijo:
La ley no lo puede hacer por nosotras. Nosotras debemos hacerlo solas. Las mujeres de este país deben convertirse en revolucionarias. Debemos negarnos a aceptar los viejos y tradicionales papeles y estereotipos… Debemos reemplazar los pensamientos antiguos y negativos sobre nuestra feminidad por pensamientos positivos y acción positiva.
Posiblemente el efecto más profundo del movimiento feminista de los años sesenta, más allá de las victorias en el campo del aborto y de la igualdad laboral en sí, se llamaba el “crecimiento de la conciencia”, que a menudo tenía lugar en “grupos de mujeres” que se reunían en casas por todo el país. Esto significaba un replanteamiento de los papeles, el rechazo a la inferioridad, la autoestima, un lazo de hermandad entre mujeres y una nueva solidaridad entre madres e hijas.
Por primera vez se discutió abiertamente sobre la unicidad biológica de las mujeres. Uno de los libros de mayor influencia de principios de los setenta fue un libro escrito por once mujeres del Colectivo de Libros sobre la Salud Femenina de Boston llamado Our Bodies, Ourselves. Contenía una gran cantidad de información práctica sobre la anatomía de las mujeres, la sexualidad y las relaciones sexuales, el control de la natalidad, el aborto, el embarazo, el parto y la menopausia.
Más importante incluso que la información, los gráficos, las fotos y la exploración imparcial de lo nunca mencionado, era el tono de exuberancia que se desprendía de todo el libro, el placer asociado con el cuerpo, la felicidad que nacía de la compresión recién adquirida, la nueva hermandad entre las mujeres jóvenes, las de edad media y las más maduras.
La lucha comenzó, según decían muchas mujeres, con el cuerpo, el cual parecía ser el principio de la explotación de las mujeres: como juguete sexual (débil e incompetente), como mujer embarazada (indefensa), como mujer de edad mediana (ya no considerada hermosa) y como mujer madura (ignorada y marginada). Los hombres y la sociedad habían creado una prisión biológica. Como dijo Adrienne Rich (Of Woman Born): “A las mujeres nos controlan atándonos a nuestros cuerpos”.
Rich habló de la manera en que se adiestraba a las mujeres hasta convertirlas en sujetos pasivos. Generaciones de colegialas eran educadas con Little Women (Mujercitas), donde Jo era aconsejada por su madre: “Me enfado casi todos los días de mi vida, Jo; pero he aprendido a no demostrarlo; y todavía espero poder aprender a no sentirlo, aunque me lleve otros cuarenta años”.
Era la época de los “partos con anestesia y tecnología”. Los médicos utilizaban instrumentos para sacar a los bebés, reemplazando las sensibles manos de las comadronas. Rich decía que el parto debía ser una fuente de alegría física y emocional.
Para muchas mujeres la cuestión era inmediata: cómo eliminar el hambre, el sufrimiento, la subordinación y la humillación, aquí y ahora. Una mujer llamada Johnnie Tillmon escribió en 1972:
Soy una mujer. Soy una mujer negra. Soy una mujer pobre. Soy una mujer gorda. Soy una mujer de edad media. Y me mantiene la asistencia social. He educado a seis hijos. Me crié en Arkansas, allí trabajé en una tintorería durante quince años antes de marchar a California. En 1963 enfermé tanto que ya no podía trabajar. Mis amigos me ayudaron a conseguir la asistencia social.
La asistencia social es como un accidente de tráfico. Le puede ocurrir a cualquiera, pero especialmente le ocurre a las mujeres.
Y por eso la asistencia social es un asunto de mujeres. Para muchas mujeres de clase social media en este país, la Liberación de las Mujeres es una cuestión interesante. Para las mujeres que dependemos de la asistencia social, es una cuestión de supervivencia.
Junto con otras mujeres que dependían de la asistencia social, fundaron la Organización Nacional de los Derechos al Bienestar. Instaban a que se pagara a las mujeres por su trabajo: las labores domésticas, la educación de los niños. “Ninguna mujer puede ser liberada hasta que todas las mujeres dejen de arrodillarse”.
En el problema de las mujeres estaba el germen de una solución no sólo a su opresión, sino a la de todos. El control de las mujeres en la sociedad era ingeniosamente efectivo. No lo ejercía directamente el estado. En su lugar se utilizaba a la familia: los hombres para controlar a las mujeres; las mujeres para controlar a los niños. Todos debían preocuparse por ejercer la violencia hacia los demás cuando las cosas no iban bien. ¿Por qué no se podía dar la vuelta a esta situación? ¿No podrían todos encontrar la fuente de su opresión común en el exterior, y no los unos en los otros? ¿No sería esto posible con la autoliberación de mujeres y niños, y con el mayor entendimiento entre hombres y mujeres?
Quizás entonces podrían crear pequeñas parcelas de fortaleza en sus propias relaciones, millones de focos de insurrección. Podrían revolucionar el pensamiento y el comportamiento precisamente en el aislamiento de la intimidad familiar con la cual contaba el gobierno para llevar a cabo las labores de control y adoctrinamiento. Y todos -hombres, mujeres, padres e hijos-, juntos en vez de enfrentados, podrían emprender el cambio de la sociedad misma.
Era una época de rebeldía. Y si dentro de una prisión tan sutil y compleja como es la familia podía nacer una rebelión, era lógico que hubiera rebeliones en otras más brutales y evidentes: las del sistema penitenciario. En los años sesenta y principios de los setenta, esas rebeliones se multiplicaron. También adoptaron un carácter político sin precedentes y la ferocidad de una guerra social, que llegaría a su punto más álgido en Attica, Nueva York, en septiembre de 1971.
En Estados Unidos la institución carcelera había surgido como un intento de reforma cuáquera para sustituir la mutilación, la horca y el exilio. Se pretendía provocar el arrepentimiento y la salvación a través del aislamiento que crean las cárceles, pero los prisioneros se volvían locos y morían en ese aislamiento. A mediados del siglo diecinueve, el sistema penitenciario contemplaba la realización de trabajos forzados, junto con diversos castigos: los cubículos de castigo expuestos al sol, los yugos de hierro y la celda de aislamiento. Un carcelero de la penitenciaría de Ossining, Nueva York, resumió el planteamiento de la siguiente manera: “Para reformar a un criminal primero hay que domar su espíritu”. Y este planteamiento aún persistía.
En las cárceles siempre había habido disturbios. Una ola de ellos terminó con un motín de 1.600 reclusos en la prisión de Clinton, Nueva York. Sólo fue dominado después de que murieran tres personas. Entre 1950 y 1953 tuvieron lugar más de cincuenta disturbios importantes en las cárceles americanas. A principios de los sesenta, los prisioneros de una cuadrilla de canteros de Georgia utilizaron las almádenas para romperse las piernas, en un intento de llamar la atención sobre la situación de brutalidad diaria que tenían que soportar.
En noviembre de 1970, la cárcel de Folsom, California, inició un paro que se convirtió en la huelga más larga de la historia penitenciaria de los Estados Unidos. La mayoría de los 2.400 reclusos resistieron sin comer durante diecinueve días, encerrados en sus celdas, enfrentándose a amenazas e intimidaciones.
La huelga fue desbaratada por una mezcla de uso de la fuerza y desánimo. Cuatro prisioneros fueron enviados a otra cárcel, a catorce horas de coche, con argollas y sin ropa, sentados en el suelo de una camioneta. Uno de los rebeldes escribió: “El espíritu de conciencia ha crecido… Hemos plantado la semilla”.
Hacía tiempo que las cárceles de los Estados Unidos daban una imagen extremadamente reveladora del sistema americano: la extrema diferencia entre ricos y pobres, el racismo, el uso de las víctimas -las unas contra las otras-, la falta de recursos para que la clase subalterna se expresara, las eternas “reformas” que no cambiaban nada. Dostoievski dijo una vez: “Se puede juzgar el grado de civilización de una sociedad entrando en sus cárceles”.
El hecho de que cuanto más pobre se era, más probabilidades había de terminar en la cárcel, llevaba años siendo verdad, y los prisioneros lo sabían mejor que nadie. Esto no obedecía únicamente al hecho de que los pobres cometiesen más crímenes. Aunque la verdad es que sí los cometían. Los ricos no tenían que cometer crímenes para conseguir lo que querían; la ley estaba de su parte. Pero cuando los ricos cometían crímenes, muchas veces no eran procesados, y si lo eran, podían salir bajo fianza, contratar a buenos abogados y obtener mejor trato de los jueces. Por alguna razón u otra, las cárceles terminaban llenas de gente pobre negra.
En 1969, hubo 502 condenas por fraude fiscal. Eran casos denominados “crímenes de guante blanco” que normalmente afectaban a la gente adinerada. El 20% de los condenados terminaba en la cárcel. El fraude medio por caso era de $190.000 y las condenas duraban una media de siete meses. Ese mismo año, el 60% de los condenados por robos domiciliarios o automovilísticos (crímenes de pobre) terminaron en la cárcel. La media de los robos de coches ascendía a $992; las condenas tenían una media de dieciocho meses. La media de los robos domiciliarios ascendía a $321; por término medio, las condenas eran de 33 meses.
Los jueces gozaban de mucha libertad a la hora de emitir las condenas. En Oregon, de los 33 hombres condenados por violar la ley de reclutamiento, 18 fueron puestos en libertad condicional. En el sur de Texas, de 16 hombres que habían violado la misma ley, ninguno fue puesto en libertad condicional. Por otro lado, en el sur de Mississippi, todos los acusados fueron condenados a una pena máxima de cinco años. En otro punto del país (Nueva Inglaterra), el promedio de las penas aplicadas por el conjunto de crímenes juzgados era de once meses; en otra zona (en el sur), subía a 78 meses. Pero no sólo era una cuestión de norte y sur. En la ciudad de Nueva York, un juez que estaba al cargo de 673 personas acusadas de embriaguez pública (todos pobres - los ricos se emborrachan a puerta cerrada) dejó libres a 531 de ellas. Otro juez, a cargo de 566 personas acusadas de lo mismo, sólo puso en libertad a una.
Con semejante poder en las manos de los tribunales, los pobres, los negros, los “raros”, los homosexuales, los hippies, los radicales etc., tienen pocas probabilidades de conseguir un trato igualitario por parte de los jueces, que en su mayoría son blancos, de clase media alta y ortodoxos.
Un hombre en la cárcel de Walpole, Massachusetts, escribió:
Cada programa que recibimos es utilizado en contra nuestro. El derecho a ir a la escuela, a ir a la iglesia, a recibir visitas, a escribir, a ir al cine… Todos terminan convirtiéndose en armas de castigo. Ninguno de los programas es “nuestro”. Todo es considerado como un privilegio que pueden quitarnos. Esto se transforma en inseguridad, en una frustración que no para de consumirte.
Otro prisionero de Walpole escribió lo siguiente:
He comido en el comedor durante cuatro años. No podía soportarlo más. Te ponías en la cola a la mañana y 100 ó 200 cucarachas salían corriendo de las bandejas. Las bandejas estaban mugrientas y la comida estaba cruda o sucia o tenía gusanos. Muchas noches me quedaba hambriento y vivía de crema de cacahuetes y sandwiches.
La comunicación con el mundo exterior era difícil. Los guardas rompían las cartas. Otras eran interceptadas y leídas.
Las familias sufrían. Un prisionero informó: “Durante el último encierro, mi hijo de cuatro años se escapó al patio y me cogió una flor. Un guardia de una de las torretas llamó a la oficina del alcaide y vino un ayudante con la policía del estado a su lado. Anunció que si algún niño más iba al patio para coger una flor, se pondría fin a toda visita”.
Las rebeliones penitenciarias de los años sesenta y setenta tenían un carácter claramente diferente a las anteriores. Los reclusos de la prisión de Queens House se referían a sí mismos como “revolucionarios”. Los prisioneros de todo el país se veían claramente afectados por la agitación que se estaba dando en todo el país: la revuelta de los negros, el auge de la juventud y el movimiento pacifista.
Los acontecimientos de esos años reflejaban lo que sentían los prisioneros: que por muy grandes que fueran los crímenes que hubieran cometido, los más grandes eran perpetrados por las autoridades que mantenían las cárceles, por el gobierno de los Estados Unidos. El presidente violaba la ley a diario, enviando bombarderos a matar, enviando a hombres a la muerte, fuera de la constitución, fuera de la “primera ley del país”. Los oficiales locales y del estado violaban los derechos civiles de los negros, lo cual era ilegal. Pero no se les procesaba por ello.
Los libros sobre el movimiento negro y la guerra comenzaron a infiltrarse en las cárceles. Los ejemplos que estaban dando en las calles -tanto los negros como los manifestantes pacifistas- eran un estímulo para rebelarse contra un sistema sin ley. El desafío era la única respuesta.
Este sistema sentenciaba a Martin Sostre, un negro de 52 años que regentaba una librería afro-asiática en Buffalo, Nueva York, a entre 25 y 30 años de cárcel por haber -supuestamente- vendido heroína por valor de $15 a un confidente de la policía, que más adelante se retractó de su testimonio. Su retracción no dejó en libertad a Sostre. No pudo encontrar ningún tribunal -ni siquiera el Tribunal Supremo de los Estados Unidos- que revocara la sentencia. Pasó ocho años en la cárcel, fue apaleado diez veces por los guardas, pasó tres años en confinamiento solitario, luchando y desafiando a las autoridades hasta que le dejaron libre. Una injusticia de estas proporciones sólo merecía una rebelión.
Siempre había habido presos políticos, personas enviadas a la cárcel por pertenecer a movimientos radicales, por oponerse a la guerra. Pero ahora aparecía un nuevo tipo de preso político: el hombre o la mujer condenados por un crimen ordinario que, estando en la cárcel, experimentaban un despertar político. Algunos presos empezaron a hacer conexiones entre el sufrimiento personal y el sistema social. Entonces llevaban a cabo acciones colectivas, y no rebeliones individuales. En medio de un ambiente cuya brutalidad exigía que cada uno se preocupara por su propia seguridad, una atmósfera de rivalidad cruel, sentían interés por los derechos y la seguridad de los demás.
George Jackson era uno de esos nuevos presos políticos. En la prisión de Soledad, California, después de haber cumplido diez años de pena por una condena indeterminada por el robo de $70, Jackson se convirtió en un revolucionario.
Su libro Soledad Brother se convirtió en uno de los libros más leídos del activismo militante negro en los Estados Unidos. Lo leían los prisioneros, la gente negra y la gente blanca. Quizás por esto se dio cuenta de que no duraría mucho. Sabía lo que podría ocurrirle:
Nacido para una muerte prematura, trabajador de sueldo mínimo y chapucero, hombre de la limpieza, el atrapado, el hombre debajo de las trampillas, sin libertad bajo fianza: ese soy yo, la víctima colonial. Cualquiera que hoy pueda aprobar el examen de la administración pública puede matarme mañana… con completa impunidad.
En agosto de 1971 los guardas de la prisión de San Quintín le dispararon por la espalda mientras, supuestamente, intentaba escapar. Poco después de la muerte de Jackson, hubo un reguero de rebeliones por todo el país.
El efecto más directo de la muerte de George Jackson fue la rebelión de la prisión de Attica en septiembre de 1971. La rebelión tuvo sus orígenes en antiguas y profundas injusticias, pero que llegaron a su punto álgido al darse a conocer la muerte de George Jackson. Attica estaba rodeada por una pared de diez metros. Tenía 60cm. de ancho y catorce torres de vigilancia. El 54% de los presos eran negros; el 100% de los guardas eran blancos. Los presos pasaban de 14 a 16 horas al día en sus celdas, se leía su correo, se restringía su material de lectura, las visitas de familiares tenían lugar a través de una red de protección, la atención médica que se les prestaba era vergonzosa, el sistema de libertad condicional injusto y había racismo por todas partes.
Cuando se presentaba la posibilidad de la libertad condicional para los presos de Attica, el tiempo medio que se dedicaba a la entrevista -incluyendo la lectura del expediente y la deliberación entre los tres miembros de la comisión- era de 5,9 minutos. Seguidamente se tomaba una decisión, sin explicación alguna.
En Attica, una clase de sociología que daban los mismos presos se convirtió en un foro de ideas para el cambio. Luego hubo una serie de intentos de protesta y se redactó un manifiesto de los presos. Presentaba una serie de demandas moderadas que culminaron en un día de protesta por la muerte de George Jackson en San Quintín, durante el cual algunos presos ni comieron ni cenaron, y muchos llevaron brazaletes negros.
El 9 de septiembre de 1971, una serie de conflictos entre presos y guardas desembocaron en la huida de un grupo de presos a través de una puerta que estaba mal soldada; los presos ocuparon uno de los cuatro patios de la prisión y tomaron a 40 guardas como rehenes. En los cinco días siguientes los presos crearon en el patio una comunidad digna de admiración.
Un grupo de ciudadanos que habían sido invitados por los presos en calidad de observadores incluía a un columnista del New York Times llamado Tom Wicker, que escribió (A Time to Die): “La armonía racial que prevaleció entre los prisioneros fue absolutamente asombrosa”.
Después de cinco días, el estado perdió la paciencia. El gobernador Nelson Rockefeller aprobó la realización de un ataque militar sobre la prisión. La Guardia Nacional, los carceleros y la policía local entraron con rifles automáticos, carabinas y ametralladoras en un ataque a gran escala contra los prisioneros desarmados. Treinta y un presos perdieron la vida.
Las primeras declaraciones a la prensa por parte de las autoridades decían que los presos habían degollado a nueve de los guardas que habían sido tomados como rehenes durante el ataque. Las autopsias oficiales demostraron casi de inmediato que era falso: los nueve guardas habían muerto durante la misma lluvia de balas que había matado a los prisioneros.
En las semanas y meses que siguieron a los incidentes de Attica, las autoridades tomaron medidas preventivas para acabar con los intentos de organización entre los presos.
Pero los presos continuaron organizándose: se preocupaban los unos por los otros, intentaban convertir el odio y la ira de las rebeliones individuales en un esfuerzo colectivo de cambio. Fuera de las cárceles estaba sucediendo algo nuevo: estaban apareciendo grupos de apoyo penitenciario por todo el país. También se estaba reuniendo un archivo de literatura acerca de las cárceles. Se realizaban más estudios sobre el crimen y el castigo; se estaba desarrollando un movimiento para la abolición de las cárceles, con el argumento de que éstas no prevenían el crimen, ni lo curaban. Más bien lo promocionaban. Se discutieron alternativas: a corto plazo casas comunitarias (excepto para los violentos incorregibles); y a largo plazo un mínimo de seguridad económica garantizada.
Los presos pensaban en los problemas que había más allá de las cárceles, en otras víctimas además de ellos mismos y sus amigos. En la cárcel de Walpole se hizo circular una declaración pidiendo la retirada americana de Vietnam; iba firmada por cada uno de los presos, una proeza organizativa asombrosa por parte de un puñado de reclusos. Un día de Acción de Gracias, la mayoría de los presos de Walpole y otras tres cárceles, se negaron a comer la comida especial del día de fiesta, alegando que querían llamar la atención sobre el hambre que se sufría por todos los Estados Unidos.
Los presos se volcaron en el tema de los pleitos y se consiguieron más victorias en los tribunales. La publicidad que generaba Attica y el apoyo de la comunidad exterior tuvieron su efecto. Aunque los rebeldes de Attica fueron procesados por delitos graves y se enfrentaban a sentencias dobles y triples de cadena perpetua, al final los cargos fueron retirados. Pero, en general, los tribunales declararon que no estaban dispuestos a adentrarse en el mundo cerril y controlado de las cárceles, por lo que los presos se quedaron en el mismo sitio en que llevaban tanto tiempo: en la soledad.
En 1978 el Tribunal Supremo decretó que los medios de comunicación no tenían garantizado el derecho de acceso a las cárceles y a las prisiones. También decretó que las autoridades penitenciarias podían prohibir la comunicación y la reunión entre presos, además de la distribución de literatura sobre la formación de un sindicato de presos.
Estaba claro -y parecía que los presos sabían esto desde el principio- que la ley no cambiaría su condición, sino que ésta cambiaría con la protesta, la organización, la resistencia, la creación de su propia cultura, su propia literatura y también estrechando lazos con la gente de fuera. Ahora había más gente en el exterior que conocía la situación de las cárceles. Decenas de miles de americanos habían estado tras las rejas por su participación en los movimientos de derechos civiles y los grupos pacifistas. Habían conocido el sistema penitenciario y apenas podían olvidar sus experiencias. Ahora había una base para que los presos pudieran romper el largo aislamiento con la comunidad y encontrar apoyo en ella. Esto empezó a suceder a mediados de los setenta.
Era una época de conmociones. Las mujeres -a las que se había recluido en sus propias casas- se rebelaron. Los presos, a los que se había puesto fuera del alcance de la vista tras las rejas, también lo hicieron. Pero la mayor sorpresa aún estaba por llegar.
Se pensaba que los indios, quienes un día habían sido los únicos pobladores del continente y que luego habían sido empujados hacia el oeste para ser aniquilados por los invasores blancos, no darían más que hablar. En los últimos días de 1890, poco después de Navidades, tuvo lugar en Pine Ridge, Dakota del Sur, cerca de Wounded Knee Creek, la última masacre de indios. Cuando terminó, yacían muertos entre 200 y 300 hombres, mujeres y niños de los 350 que había en un principio. La mayoría de los 25 soldados que murieron fueron alcanzados por sus propios proyectiles, ya que los indios tan sólo contaban con unas pocas armas.
Las tribus indias, que habían sido atacadas, sometidas y exterminadas por el hambre, estaban divididas. Se las había distribuido en reservas, donde vivían en la pobreza. En 1887, la Ley de Distribución de Tierras28 intentó dividir las reservas en pequeñas parcelas que pertenecieran a indios individuales, en un intento de convertirles en pequeños granjeros al estilo americano. Pero la mayor parte de las tierras indias estaba en manos de especuladores blancos, por lo que se mantuvieron las reservas.
Más adelante, durante el New Deal (Nuevo Trato), ocupando un amigo de los indios -John Collier- el cargo de jefe de la Oficina de Asuntos Indios, se hizo un intento para volver a la vida tribal. Pero en las décadas siguientes no se llevó a cabo ningún cambio fundamental. Muchos indios se quedaron en las empobrecidas reservas. A menudo los más jóvenes se marchaban. Un antropólogo indio dijo: “Según mis conocimientos, una reserva india es el sistema colonial más completo del mundo”.
Durante algún tiempo, la desaparición o integración de los indios parecía inevitable, ya que al cambiar el siglo, sólo quedaban unos 300.000 del millón o más que había habido al principio en el área de los Estados Unidos. Pero luego la población comenzó a crecer una vez más. Empezó a florecer como una planta que hubiera sido dada por muerta, pero que se negara a hacerlo. En 1960 ya había 800.000 indios: la mitad en reservas y la otra mitad en poblados por todo el país.
Las autobiografías de los indios muestran su negativa a ser absorbidos por la cultura del hombre blanco. Uno de ellos escribió:
¡Oh sí! Claro que fui a las escuelas del hombre blanco. Aprendí a leer en los libros escolares, en los periódicos y en la Biblia. Pero con el tiempo me di cuenta de que eso no era suficiente. La gente civilizada depende demasiado de los papeles impresos. Yo me vuelvo al libro del Gran Espíritu que es toda la creación…
El jefe Luther Standing Bear (Oso Tieso), en su autobiografía de 1933, From the Land of the Spotted Eagle (Desde la tierra del águila moteada), escribió lo siguiente:
Es verdad que el hombre blanco trajo grandes cambios. Fero a pesar de que las frutas variadas de su civilización son de muchos colores y tentadoras, causan enfermedades y muerte. Y si el papel de la civilización es mutilar, robar y frustrar, entonces ¿qué es el progreso?
Voy a aventurarme a decir que el hombre que se sentaba en el suelo de su tienda, meditando sobre la vida y su significado, aceptando la afinidad entre todas las criaturas y reconociendo la unidad de todas las cosas, estaba infundiendo en su ser la verdadera esencia de la civilización…
A medida que los movimientos de derechos civiles y pacifistas se desarrollaban en la década de 1960, los indios ya estaban empezando a organizarse, invocando su energía para la resistencia y pensando en cómo cambiar su situación.
Los indios comenzaron a hostigar al gobierno de los Estados Unidos con un tópico molesto: los tratados. Estados Unidos había firmado más de 400 tratados con los indios y los había violado todos. Por ejemplo, en tiempos de la administración de George Washington, se firmó un tratado con los iroqueses de Nueva York: “Estados Unidos reconoce que todas las tierras dentro de los límites arriba mencionados son propiedad de la nación Seneka”. Pero a principios de los años sesenta, durante la presidencia de Kennedy, los Estados Unidos ignoró el tratado y construyó una presa en este territorio, anegando la mayor parte de la reserva de los Seneka.
La resistencia ya estaba organizándose en varias partes del país. En el estado de Washington, había un tratado por el que se había tomado posesión de las tierras indias, pero se había mantenido el derecho de los indios a pescar en este territorio. Esto no gustaba a la población blanca que iba en aumento y que quería monopolizar las zonas de pesca. Cuando en 1964 los tribunales del estado comenzaron a vedar algunas zonas del río a los pescadores indios, llevaron a cabo fish-ins29 en el río Nisqually, desafiando así las órdenes del tribunal en un intento de dar publicidad a su protesta. Los indios fueron a la cárcel.
Algunos de los participantes en las fish-ins eran veteranos de la guerra de Vietnam. Uno de ellos, Sid Mills, fue arrestado en una sesión de pesca ilegal en Frank’s Landing, en el río Nisqually (Washington) el 13 de octubre de 1968. Hizo la siguiente declaración:
Soy un indio yakima y cherokee, y soy un hombre. Durante dos años y cuatro meses, he sido soldado del ejército de los Estados Unidos. Serví en combate en Vietnam hasta que fui gravemente herido. Por la presente renuncio a cualquier obligación futura de servicio o deber al ejército de los Estados Unidos.
Los indios no sólo se defendieron con la resistencia física, sino también con los elementos de la cultura blanca: los libros, las palabras, los periódicos, etc. En 1968, unos miembros de la nación mohawk de Akwesasne -en el río Saint Lawrence (entre los Estados Unidos y Canadá)- empezaron a publicar un extraordinario periódico, el Akwesasne Notes. Traía noticias, editoriales y poesía, con un apasionado espíritu desafiante. Mezclado con todo ello, había un espíritu de humor irreprimible. Vine Deloria, Jr., escribió lo siguiente:
De vez en cuando los pensamientos de los no indios me impresionan. Cuando estuve en Cleveland el año pasado, empecé a hablar de historia india con un no indio. Me dijo que sentía muchísimo lo que nos había ocurrido a los indios, pero que “después de todo, ¿qué hicisteis con la tierra cuando la tuvisteis?” No le comprendí hasta más tarde cuando descubrí que el río Cuyahoga -que pasa por Cleveland- era inflamable. Se arroja tal cantidad de combustible contaminante al río que los habitantes tienen que tomar precauciones especiales durante el verano para que el río no arda. ¿A cuántos indios se les hubiera ocurrido crear un río inflamable?
El 9 de noviembre de 1969 tuvo lugar un acontecimiento dramático que llamó la atención sobre las quejas indias como nunca lo había hecho antes. Ese día, antes del amanecer, 78 indios desembarcaron en la isla de Alcatraz, en la bahía de San Francisco y la ocuparon. Alcatraz era una prisión federal abandonada, un lugar odiado y temido apodado “The Rock.”30
El grupo estaba encabezado por Richard Oakes, un indio mohawk que dirigía los Estudios Indios en el San Francisco State College, y por Grace Thorpe, una india sac y fox, hija de Jim Thorpe, la famosa estrella india del fútbol universitario, velocista, saltador y corredor de obstáculos olímpico. Desembarcaron y, a finales de noviembre, ya se habían instalado en Alcatraz casi 600 indios en representación de más de 50 tribus.
Se autodenominaron los “Indios de Todas las Tribus” e hicieron la siguiente proclamación: “Nosotros ocupamos la Roca”. En la proclamación se ofrecían a comprar Alcatraz con cuentas de cristal y tela roja, el precio pagado a los indios por la isla de Manhattan hacía más de trescientos años. Anunciaron que convertirían la isla en un centro de estudios nativo-americano de ecología: “Trabajaremos para descontaminar el aire y las aguas de la zona de la bahía, y para restituir la pesca y la fauna”.
En los siguientes meses, el gobierno cortó el teléfono, la electricidad y el agua de la isla de Alcatraz. Muchos indios tuvieron que marcharse, pero otros insistieron en quedarse. Un año más tarde, todavía seguían ahí, y enviaron un mensaje a “nuestros hermanos y hermanas de todas las razas y lenguas en nuestra Tierra Madre”:
Todavía ocupamos la isla de Alcatraz en el nombre de la Libertad, la Justicia y la Igualdad, porque vosotros, nuestros hermanos y hermanas de esta tierra, nos habéis apoyado en nuestra justa causa.
Hemos aprendido que la violencia sólo trae más violencia y por eso hemos llevado la ocupación de Alcatraz de una manera pacífica, con la esperanza de que el gobierno de los Estados Unidos actúe de la misma manera.
¡Somos Indios de Todas las Tribus! ¡OCUPAMOS LA ROCA!
Seis meses más tarde, invadieron la isla las fuerzas federales y se llevaron a los indios que vivían ahí.
A finales de los sesenta, la Compañía del Carbón Peabody empezó a explotar una mina a cielo descubierto en tierras de los navajos, en Nuevo México. Era una excavación de nefastas consecuencias para la capa superficial del suelo. La compañía hacía referencia a un “contrato” firmado con algunos navajos. Ciertamente recordaba a los “tratados” firmados en el pasado con algunos indios antes de arrebatarles todas sus tierras.
En la primavera de 1969 se reunieron 150 navajos para declarar que la explotación a cielo abierto contaminaría el agua y el aire, destruiría los pastos para el ganado y agotaría las escasas reservas de agua. Una anciana navajo -una de las organizadoras de la concentración- dijo que “los monstruos de Peabody están excavando el corazón de nuestra madre tierra, nuestra montaña sagrada, y nosotros también sentimos el dolor… Llevo muchos años viviendo aquí y no estoy dispuesta a marcharme”.
Las operaciones de Peabody también afectaban a los indios hopi. Escribieron una carta de protesta al presidente Nixon:
Ahora las tierras sagradas donde viven los hopi están siendo profanadas por hombres que buscan carbón y agua en nuestra tierra para poder crear más poder para las ciudades del hombre blanco. El Gran Espíritu nos dijo que no lo permitiéramos. El Gran Espíritu dijo que no se tomara nada de la Tierra, que no destrozáramos a los seres vivientes.
En el otoño de 1970, una revista llamada La Raza -una de las muchas publicaciones locales que surgían de los movimientos de esos años para ofrecer información ignorada por los medios de comunicación habituales- hablaba de los indios de Pit River al norte de California. Sesenta indios pit ocuparon tierras que decían les pertenecían, y cuando les ordenaron que se marcharan desafiaron a los servicios forestales. Pero las autoridades enviaron a 150 policías con metralletas, escopetas, rifles, pistolas, porras de asalto, mazas, perros, cadenas y esposas.
Uno de los indios, Darryl Wilson, escribió lo siguiente: “Los ancianos estaban asustados. Los jóvenes dudaban de su valor. Los niños pequeños estaban como un ciervo que ha sido alcanzado por el palo de trueno31. Los corazones latían con rapidez como si se hubiera corrido una carrera en el calor del verano”.
Los oficiales comenzaron a blandir las porras de asalto y la sangre comenzó a correr. Wilson cogió la porra de un oficial, fue derribado, esposado y mientras estaba tumbado boca abajo, le golpearon en la cabeza varias veces. Un hombre de 66 años fue apaleado hasta que perdió el sentido. Un periodista blanco fue arrestado y su mujer golpeada. Les metieron a todos en camionetas y se los llevaron, acusados de atacar a oficiales federales y del estado y de cortar árboles, pero no de entrar ilegalmente en las tierras, lo que hubiera puesto en tela de juicio la cuestión de la propiedad de la tierra. Cuando hubo terminado el episodio, todavía mantenían su actitud desafiante.
Los indios que habían estado en Vietnam empezaron a hacer conexiones entre las cosas. En las Investigaciones “Winter Soldier” de Detroit, donde los veteranos de Vietnam dieron testimonio de sus experiencias, un indio de Oklahoma narró su propia experiencia:
Los indios tuvieron que soportar las mismas masacres hace 100 años. Entonces hicieron guerra bacteriológica. Depositaban viruela en las mantas indias… Llegué a conocer a los vietnamitas y me di cuenta de que eran igual que nosotros… Lo que estamos haciendo es destruirnos a nosotros mismos y también al mundo… Aunque el 50% de los niños que iban a la escuela del pueblo a la que yo iba en Oklahoma eran indios, ni en la escuela, ni en la televisión, ni en la radio había nada que hablara de la cultura india. No había libros sobre cultura india, ni siquiera en la biblioteca… Pero yo sabía que algo iba mal. Empecé a leer y a aprender sobre mi propia cultura…
Los indios comenzaron a enmendar su “propia destrucción”, la aniquilación de su cultura. En 1969, durante la Primera Convocatoria de Eruditos Indio-Americanos, los indios hablaron con indignación de la forma en que se les ignoraba e insultaba en los libros de texto que se daba a los niños en los Estados Unidos. Ese mismo año se fundó la Editorial de Historia India. Hizo una evaluación de 400 libros de texto escolares del ciclo elemental y secundario y descubrió que ninguno de ellos daba una descripción correcta del indio.
Otros americanos estaban empezando a prestar atención, a replantearse lo que habían aprendido. Aparecieron las primeras películas que intentaban corregir la historia de los indios: una de ellas era Little Big Man (Pequeño Gran Hombre), basada en una novela de Thomas Berger. Aparecieron cada vez más libros sobre historia india, hasta que nació una literatura completamente nueva. Los maestros se sensibilizaron respecto a los viejos estereotipos, se deshicieron de los viejos libros de texto y empezaron a utilizar material nuevo. Uno de los alumnos de una escuela elemental escribió así al editor de uno de aquellos libros de texto:
Estimado editor:
No me gusta su libro llamado The Cruise of Christopher Columbus (El viaje de Cristóbal Colón). No me gustó porque en él se decían algunas cosas sobre los indios que no eran verdad… Otra cosa que no me gustó aparece en la página 69. Dice que Cristóbal Colón invitó a los indios a España, ¡pero lo que pasó en realidad fue que los secuestró!
Sinceramente, Raymond Miranda.
El día de Acción de Gracias de 1970, en la celebración anual del desembarco de los padres Peregrinos, las autoridades decidieron hacer algo diferente: invitar a un indio para hacer el discurso de celebración. Encontraron a un indio wampanoag llamado Frank James y le pidieron que hablara. Pero cuando vieron el discurso que había preparado, decidieron que ya no lo querían. Una parte de su discurso, que en aquella ocasión no fue escuchado en Plymouth, Massachusetts, decía lo siguiente:
Os hablo como un hombre, un hombre wampanoag… Mis sentimientos son contradictorios cuando me dispongo a compartir mis pensamientos… Apenas habían pasado cuatro días desde que los padres Peregrinos habían explorado las orillas del Cabo Cod, cuando empezaron a saquear las tumbas de mis antepasados y robar el maíz, el trigo y los granos… Nuestro espíritu se niega a morir… Nos sentimos orgullosos y antes de que hayan pasado muchas lunas, enderezaremos los males que hemos dejado que nos ocurran…
En marzo de 1973 se produjo un hecho que fue como una poderosa afirmación de que los indios de Norteamérica todavía estaban vivos. En el lugar donde tuvo lugar la masacre de 1890 -en la reserva de Pine Ridge- varios miles de sioux oglala y sus amigos volvieron a la aldea de Wounded Knee y la ocuparon en señal de demanda de tierras y derechos indios.
A las pocas horas, más de 200 agentes del FBI, oficiales federales y policías de la Oficina de Asuntos Indios rodearon y bloquearon el pueblo. Traían vehículos armados, rifles automáticos, ametralladoras, lanzagranadas y granadas de gas. No pasó mucho tiempo antes de que comenzaran a disparar.
Después del inicio del sitio, las reservas de comida comenzaron a escasear. Los indios de Michigan enviaron comida por medio de un avión que aterrizó dentro del campamento. Al día siguiente, los agentes del FBI arrestaron al piloto y al médico de Michigan que había alquilado el avión. En Nevada, once indios fueron arrestados por llevar comida, ropa y suministros médicos a Dakota del Sur. A mediados de abril tres aviones más lanzaron 1.200 toneladas de comida, pero cuando la gente se acercó a recogerla, un helicóptero del gobierno hizo su aparición y abrió fuego desde arriba mientras que desde el suelo llovían disparos de todas partes. Frank Clearwater, un indio que estaba tumbado en un catre dentro de una iglesia, fue alcanzado por una bala. Cuando su mujer le acompañó al hospital, fue arrestada y enviada a la cárcel. Clearwater murió.
Hubo más batallas y otra muerte. Finalmente, se firmó una negociación de paz, en la que ambas partes acordaron dejar las armas. Terminó el sitio y fueron arrestados 120 ocupantes.
Los indios habían resistido durante 71 días, creando una modélica comunidad dentro del territorio sitiado. Se instalaron cocinas comunales, una clínica y un hospital. Un veterano navajo de la guerra de Vietnam dijo lo siguiente:
Hay una tremenda tranquilidad si consideramos que ellos tienen muchas más armas que nosotros… Pero la gente se queda porque creen; tienen una causa. Esa es la razón que explica nuestra derrota en Vietnam: no había ninguna causa. Estábamos luchando en una guerra del hombre rico para el hombre rico… En Wounded Knee lo estamos haciendo bastante bien, en lo que respecta a la moral. Porque todavía podemos reírnos.
A Wounded Knee habían llegado mensajes de apoyo desde Australia, Finlandia, Alemania, Italia, Japón, Inglaterra y más países. Varios hermanos de Attica -dos de los cuales eran indios- enviaron un mensaje: “Vosotros estáis luchando por nuestra Madre Tierra y sus hijos. ¡Nuestros espíritus luchan con vosotros!” Wallace Black Elk respondió: “La pequeña Wounded Knee se ha convertido en un mundo gigante”.
Después de Wounded Knee -a pesar de las muertes, los juicios y el uso de la policía y de los tribunales para intentar romper el movimiento- el grupo de Nativos Americanos continuó.
En la misma comunidad Akwesasne, que publicaba Akwesasne Notes, los indios siempre habían insistido en que su territorio era independiente, que no debía ser invadido por la ley del hombre blanco. Un día la policía del estado de Nueva York multó tres veces a un camionero indio mohawk y un consejo de indios se reunió con un teniente de la policía. Al principio, el teniente insistió -aunque estaba claro que estaba intentando ser razonable- en que tenía que cumplir las órdenes y poner multas, incluso en territorio Akwesasne. Pero finalmente accedió a la propuesta de que ningún indio fuera arrestado en el territorio -o fuera de él- sin que antes se hubiera reunido el consejo mohawk. Entonces el teniente se sentó y encendió un cigarrillo. El jefe indio Joahquisoh, un hombre de aspecto distinguido y pelo largo, se puso en pie y se dirigió al teniente en un tono de voz grave. “Hay una cosa más antes de que se vaya”, dijo mirándole fijamente. “Quiero saber -dijo lentamente -si tiene otro cigarro”. La reunión terminó entre risas.
La revista Akwesasne Notes siguió publicándose. A finales de otoño de 1976, en la página de poesía, aparecieron unos poemas que reflejaban el espíritu de los tiempos. Ila Abernathy escribió:
I am grass growing and the shearer of grass,
I am the willow and the splitter of laths…
I am the burr in your conscience:
acknowledge me.32
En los años sesenta y setenta, no sólo hubo un movimiento de mujeres, un movimiento de presos y un movimiento indio. Hubo una revuelta general contra los hasta entonces opresivos, artificiales e incuestionados modos de vida. Esta revuelta afectaba a cada aspecto de la vida personal: el parto, la niñez, el amor, el sexo, el matrimonio, la ropa, la música, el arte, los deportes, el lenguaje, la comida, la vivienda, la religión, la literatura, la muerte, las escuelas, etc.
El comportamiento sexual empezó a experimentar cambios sorprendentes. El sexo prematrimonial dejó de ser un asunto que debiera mantenerse en silencio. Los hombres y las mujeres vivían juntos sin casarse y se esforzaban por encontrar palabras para describir a la otra persona cuando se hacían presentaciones: “Quiero que conozca a mi… amigo/a”. Las parejas casadas hablaban de sus asuntos con sinceridad y aparecieron libros que hablaban del “matrimonio abierto”. Se podía hablar abierta -e incluso aprobatoriamente- de la masturbación. Ya no se ocultaba la homosexualidad. Hombres gay y mujeres gay -lesbianas- se organizaron para combatir la discriminación que sufrían, adquiriendo un sentimiento comunitario que les permitiera sobreponerse al sentimiento de vergüenza y al aislamiento.
Todo esto se reflejaba en la literatura y en los medios de comunicación. Apareció una nueva literatura para enseñar a hombres y mujeres cómo obtener satisfacción sexual. Las películas no dudaron en mostrar desnudos. El lenguaje del sexo se hizo más frecuente en la literatura y en las conversaciones cotidianas. Todo esto tenía que ver con los nuevos planes de vida. Florecían planes de convivencia comunales, especialmente entre la gente joven.
En lo referente a la ropa, el cambio más importante de los 60 fue la informalidad. Para las mujeres representaba una continuación de la histórica lucha del movimiento feminista por abandonar los vestidos “femeninos” que impedían el movimiento. Muchas mujeres dejaron de usar sujetador. La restrictiva “faja” -casi un uniforme en los años cuarenta y cincuenta- empezó a desaparecer. Los hombres y mujeres jóvenes se vestían casi igual, con vaqueros y uniformes militares de desecho. Los hombres dejaron de llevar corbatas y las mujeres de todas las edades vestían pantalones más a menudo: un silencioso homenaje a Amelia Bloomer.
Había una nueva música popular de protesta. Pete Seeger llevaba cantando canciones de protesta desde los cuarenta, pero ahora hizo valer sus méritos y su audiencia creció. Bob Dylan y Joan Baez, que no sólo cantaban canciones de protesta sino canciones que reflejaban el nuevo abandono y la nueva cultura, se convirtieron en ídolos populares. Una mujer de edad media de la costa oeste, Malvina Reynolds, escribía y cantaba canciones que encajaban con su pensamiento socialista y su espíritu libertario, así como también con su posición crítica para con la moderna cultura comercial. Ahora todo el mundo -según decía en sus canciones- vivía en “cajitas” y “todos salían exactamente iguales”.
Bob Dylan fue un fenómeno en sí mismo: por sus poderosas canciones de protesta, sus personalísimos cantos a la libertad y su forma de expresarse. En una canción airada, Masters of War (Señores de la guerra), Bob Dylan espera que un día se mueran y entonces él seguirá sus ataudes “en el pálido atardecer”. A Hard Rain’s A-Gonna Fall (Va a caer una lluvia fuerte) cuenta las terribles historias de las últimas décadas de hambre y guerra, de lágrimas y poneys muertos, de aguas contaminadas y cárceles húmedas y sucias: “Va a caer una lluvia fuerte”. Dylan cantaba una amarga canción contra la guerra, With God on Our Side (Con Dios a favor nuestro), y una canción sobre el asesino de la activista negra Medgar Evers, Only a Pawn in Their Game (Sólo un peón en su juego). Lanzaba un reto a lo viejo y un mensaje de esperanza a lo nuevo, porque “los tiempos están cambiando” (The Times They Are A-Changin).
La oleada de protesta católica contra la guerra formaba parte de una revuelta general dentro de la Iglesia Católica, que llevaba mucho tiempo siendo un baluarte del conservadurismo y estaba muy unida al racismo, al patrioterismo y a la guerra. Los curas y las monjas abandonaban los hábitos, se abrían al sexo, se casaban y tenían niños, a veces sin molestarse en abandonar la iglesia de forma oficial. Es verdad que los evangelistas de siempre todavía gozaban de una enorme popularidad y que Billy Graham era seguido por millones de personas, pero ahora existían pequeñas y rápidas corrientes que se resistían a la corriente principal.
Con la pérdida de fe en los grandes poderes -la empresa, el gobierno, la religión, etc.- surgió una mayor fe entre la propia gente, ya fuera de forma individual o colectiva. Ahora se miraba a los expertos de todos los campos con escepticismo: se hizo popular la creencia de que las personas podían decidir por sí solas lo que debían comer, la manera en que debían vivir sus vidas y tener buena salud, entre otras muchas cosas. Se desconfiaba de la industria médica y hubo campañas en contra de los conservantes, la comida sin valor nutritivo, la publicidad, etc. La evidencia científica de los males provocados por el tabaco -el cáncer, las enfermedades cardiovasculares- era tan convincente que el gobierno prohibió los anuncios de tabaco en la televisión y en los periódicos.
Se empezó a replantear la educación tradicional. Las escuelas habían enseñado a generaciones enteras los valores del patriotismo y de la obediencia a la autoridad y habían perpetuado la ignorancia -incluso el desprecio- hacia la gente de otras naciones y razas, hacia los americanos nativos y las mujeres. Y no sólo se cuestionó el contenido de la educación, sino también su estilo: la formalidad, la burocracia y la insistencia en la subordinación ante la autoridad. Esta evolución tan sólo consiguió abrir una rendija muy pequeña en el granítico sistema nacional de educación ortodoxa, pero tuvo su reflejo en una nueva generación de maestros y en una nueva literatura sobre la que sustentarse.
Nunca en la historia americana había habido tantos movimientos por el cambio concentrados en tan corto espacio de tiempo. Pero el sistema -a lo largo de dos siglos- había aprendido mucho sobre la mejor manera de controlar a la gente. Así que, a mediados de los setenta, se puso manos a la obra.