Capítulo 21

CARTER-REAGAN-BUSH: EL CONSENSO BIPARTIDISTA

A mediados del siglo veinte, el historiador Richard Hofstadter, en su libro The American Political Tradition, examinó a nuestros más importantes líderes nacionales: desde Jefferson y Jackson hasta Herbert Hoover y ambos Roosevelts; republicanos y demócratas; liberales y conservadores. Hofstadter llegó a la conclusión de que “el alcance de visión… de los principales partidos siempre ha estado determinado por los horizontes de la propiedad y la empresa… por las virtudes económicas de la cultura capitalista… Esa cultura ha sido intensamente nacionalista…”

A medida que nos hemos ido acercando a finales de siglo, y concretamente a sus últimos 25 años, hemos ido constatando una misma visión limitadora: una incitación capitalista a la creación de enormes fortunas, junto a una pobreza desesperada; la aceptación nacionalista de la guerra y los preparativos para realizarla. Y también hemos visto cómo una y otra vez, el poder gubernamental -ya fuera republicano o demócrata- se ha mostrado incapaz de superar esa visión.

Después de la desastrosa guerra de Vietnam vino el escándalo de Watergate. Para entonces, gran parte de la población sufría una creciente inseguridad económica, un mayor deterioro ambiental y una cada vez más acentuada cultura de la violencia y desorden en el ámbito familiar. Estaba claro que esos problemas fundamentales no podían resolverse sin llevar a cabo cambios drásticos en las estructuras sociales y económicas del país. Pero ninguno de los candidatos de los partidos principales proponía cambios de este tipo. La “tradición política americana” se mantenía firme.

En reconocimiento a esto -quizás sólo vagamente conscientes de ello- un gran número de votantes se mantenía alejado de las urnas, o votaba sin entusiasmo. Cada vez dejaban más patente su alienación del sistema político, aunque fuera con la no participación. En 1960, el 63% de los votantes participaron en las elecciones presidenciales. En 1976 la cifra ya había descendido a un 53%. En una encuesta de la CBS News y el New York Times, más de la mitad de los encuestados respondieron que los cargos públicos no se preocupaban por gente como ellos.

La política electoral dominaba la prensa y las pantallas de televisión, y los quehaceres de los presidentes, miembros del Congreso y jueces del Tribunal Supremo eran tratados como si ellos -y otros cargos públicos- constituyeran la historia del país. A pesar de ello había algo artificial en todo esto, como si sólo fuera un intento de persuadir al público escéptico de que eso era todo lo que había y que debía poner sus esperanzas de futuro en los políticos de Washington.

Los ciudadanos, desilusionados con la política y con lo que pretendían ser discusiones políticas inteligentes, dirigieron su atención (o se dirigió su atención) hacia los espectáculos, los cotilleos, hacia diez mil planes de autoayuda. Los marginados se volvieron violentos, buscando cabezas de turco en su propio grupo -como la violencia de negros pobres contra negros pobreso en otras razas, en los inmigrantes, entre los extranjeros satanizados, las madres que dependían de la asistencia social, los criminales de poca monta (que sustituían a los intocables criminales de altos vuelos), etc.

Pero también había ciudadanos que se aferraban a las ideas e ideales de los años sesenta y principios de los setenta. Sin duda alguna, por todo el país había un tipo de ciudadano silenciado por los medios de comunicación e ignorado por los líderes políticos. Estos ciudadanos actuaban enérgicamente en grupos locales en todas partes. Estos grupos organizados luchaban por la protección del medio ambiente, por los derechos de las mujeres, por una asistencia médica aceptable (que incluía una preocupación angustiada por los horrores del SIDA), por conseguir viviendas para las personas sin hogar o por la denuncia de los gastos militares.

Este activismo no se parecía al de los sesenta, cuando la ola de protestas en contra de la segregación racial y la guerra se habían convertido en una fuerza nacional arrolladora. Este nuevo activismo luchaba con ahinco en contra de los líderes políticos insensibles e intentaba acercarse a la ciudadanía americana, la mayoría de la cual tenía pocas esperanzas tanto en la política electoral como en la política de protesta.

La presidencia de Jimmy Carter, entre los años 1977 y 1980, parecía el intento de una parte de las clases dirigentes -la representada por el partido Demócrata- por reconquistar a los ciudadanos desilusionados. Pero Carter, a pesar de realizar algún gesto hacia los negros y los pobres, a pesar de hablar de “los derechos humanos” en el extranjero, se mantenía dentro de los parámetros políticos históricos del sistema americano: protegía la riqueza y el poder de las corporaciones, mantenía la enorme máquina militar que agotaba la riqueza nacional y creaba alianzas entre Estados Unidos y las tiranías derechistas extranjeras.

Su mensaje era “populista”; es decir, apelaba a varios sectores de la sociedad americana que se sentían asediados por los poderosos y los ricos. A pesar de ser él mismo un millonario dedicado al cultivo de los cacahuetes, ofrecía la imagen de un granjero americano corriente. A pesar de haber apoyado la guerra de Vietnam hasta su finalización, se presentaba a sí mismo como simpatizante de los contrarios a la guerra, y atraía a muchos de los jóvenes rebeldes de los sesenta con sus promesas de recortar el presupuesto militar.

En un discurso dirigido a los abogados -al que se dio mucha publicidad-Carter habló en contra del uso de la ley para proteger a los ricos. Nombró secretaria del departamento de la Vivienda y el Desarrollo Urbano a una mujer negra, Patricia Harris, y embajador ante las Naciones Unidas a un veterano del movimiento por los derechos civiles de los negros, Andrew Young. Carter designó a un antiguo activista pacifista -el joven Sam Brown-para dirigir el cuerpo nacional de servicios a la juventud.

Sin embargo, los nombramientos más decisivos estaban en consonancia con el informe para la Comisión Trilateral del profesor de ciencia política de Harvard, Samuel Huntington. Según Huntington, cualesquiera que fueran los grupos que votaban a un presidente, una vez elegido “lo que importaba era su habilidad para movilizar el apoyo de los líderes de las instituciones clave”. Brzezinski, un intelectual de la guerra fría, se convirtió en consejero de Seguridad Nacional de Carter. Y su secretario de Defensa, Harold Brown -según los Pentagon Papers- durante la guerra de Vietnam había “previsto la eliminación de casi todos los obstáculos que limitaban las operaciones de bombardeo”.

Las demás personas nombradas para ocupar puestos en el Consejo de Ministros tenían fuertes conexiones con las corporaciones. Poco después de la elección de Carter, un comentarista financiero escribió lo siguiente: “Hasta ahora, las acciones, los comentarios y -sobre todo- los nombramientos del Consejo de Ministros del señor Carter, han tranquilizado a la comunidad financiera”. El veterano corresponsal de Washington, Tom Wicker, escribió: “Las evidencias de que dispongo muestran que hasta ahora el señor Carter está optando por obtener la confianza de Wall Street”.

Carter puso en marcha una política más sofisticada con respecto a los gobiernos que oprimían a sus pueblos. Utilizó al embajador ante las Naciones Unidas, Andrew Young, para aumentar la buena disposición de las naciones negras africanas hacia los Estados Unidos e instó al gobierno sudafricano a liberalizar su política hacia los negros. Era necesario llegar a un acuerdo pacífico en Sudáfrica por razones de estrategia; se utilizaba Sudáfrica como base para los sistemas de seguimiento por radar. También había grandes inversiones de las corporaciones estadounidenses en aquel país, que además era fuente básica de algunas importantes materias primas (especialmente diamantes). Por lo tanto, lo que Estados Unidos necesitaba en Sudáfrica era un gobierno estable. Y la continua opresión de los negros podría generar una guerra civil.

Durante el mandato de Carter, Estados Unidos continuó apoyando a regímenes de todo el mundo en los que el encarcelamiento de disidentes, la tortura y los asesinatos colectivos eran una práctica corriente: Filipinas, Irán, Nicaragua, Indonesia (donde los habitantes de Timor Oriental estaban siendo aniquilados en una campaña que se acercaba al genocidio)…

La revista New Republic -presumiblemente cercana al sector liberal de las clases gobernantes- aprobaba la política de Carter: “… básicamente, la política exterior americana de los próximos cuatro años extenderá la filosofía desarrollada… en los años de Nixon y Ford. Esto no es una perspectiva negativa en absoluto… Debería haber una continuidad. Forma parte de la historia…”

Carter se había presentado como amigo del movimiento contrario a la guerra. Pero cuando Nixon había colocado minas en el puerto de Hai-phong y reinició los bombardeos de Vietnam del Norte en la primavera de 1973, Carter pidió apoyo y respaldo para el presidente Nixon “aunque no estemos de acuerdo con algunas de sus decisiones específicas”. Una vez elegido, Carter se negó a prestar su ayuda para la reconstrucción de Vietnam a pesar del hecho de que las tierras habían sido destruidas por los bombardeos americanos. Cuando se le preguntó sobre esto en una conferencia de prensa, Carter respondió que Estados Unidos no se veía especialmente obligado a hacerlo ya que “la destrucción fue mutua”.

Teniendo en cuenta que Estados Unidos había cruzado medio mundo con una enorme flota de bombarderos y 2 millones de soldados, y que después de ocho años había dejado a una diminuta nación con más de un millón de muertos y su territorio en ruinas, resultaba una declaración del todo asombrosa.

Es evidente que la administración Carter intentaba poner fin a la desilusión del pueblo americano después de la guerra de Vietnam siguiendo una política exterior que fuera más aceptable y menos claramente agresiva. Pero vista desde cerca, esa política más liberal estaba diseñada para dejar intacto el poder y la influencia del ejército americano y las compañías americanas en el mundo.

La renegociación del tratado del canal de Panamá con la diminuta república centroamericana de Panamá era un ejemplo. El canal ahorraba a las compañías americanas $1,5 mil millones al año en costes de distribución, y Estados Unidos recogía $150 millones al año en tasas, de los que pagaba $2,3 millones al gobierno panameño, mientras, paralelamente, mantenía 14 bases militares en la zona.

Ya en 1903, Estados Unidos había preparado una revolución contra Colombia, había creado la nueva y diminuta república de Panamá en Centroamérica, y había dictado un tratado en el que se le concedían a Estados Unidos unas bases militares, el control del canal de Panamá y la soberanía en Panamá “a perpetuidad”. En 1977, la administración Carter -en respuesta a las protestas antiamericanas de Panamá y reconociendo que el canal había perdido su importancia militar- decidió negociar un nuevo tratado en el que aceptaba el traslado gradual de las bases estadounidenses.

Fuera cual fuera la sofisticación que introdujo Carter en la política exterior americana, ésta se desarrollaba, a finales de los sesenta y durante los setenta, con unos fundamentos estables. Las corporaciones americanas realizaban operaciones por todo el mundo a un ritmo nunca visto. A principios de los setenta ya había unas 300 corporaciones estadounidenses -incluyendo los siete bancos más grandes- que obtenían el 40% de sus beneficios fuera de los Estados Unidos. Se llamaban “multinacionales”, pero, en realidad, el 98% de los altos ejecutivos eran americanos. Como grupo, ya constituían la tercera fuerza económica más grande del mundo, junto con los Estados Unidos y la Unión Soviética.

La relación de estas corporaciones mundiales con los países más pobres era -desde hacía mucho tiempo- de explotación, como claramente se desprendía de las cifras del departamento de Comercio estadounidense. Si entre 1950 y 1965 las corporaciones estadounidenses invirtieron en Europa $8,1 mil millones y obtuvieron beneficios de $5,5 mil millones, en Latinoamérica invirtieron $3,8 mil millones y obtuvieron $11,2 mil millones de beneficios, y en África invirtieron $5,2 mil millones, obteniendo un beneficio de $14,3 mil millones.

Era la clásica situación imperial: los países que poseían una riqueza natural se convertían en víctimas de las naciones más poderosas, cuyo poder provenía de las riquezas que habían acumulado. Las corporaciones americanas dependían al 100% de los países más pobres para obtener diamantes, café, platino, mercurio, caucho natural y cobalto. Obtenían el 98% del manganeso y el 90% del cromo y aluminio del extranjero. Entre el 20% y el 30% de ciertas importaciones (platino, mercurio, cobalto, cromo, manganeso, etc.) provenía de África.

A pesar de eso, Estados Unidos cultivaba la imagen de un país generoso con su riqueza. Y es cierto que con cierta frecuencia enviaba ayuda a los países que eran víctimas de desastres. Sin embargo, esta ayuda muchas veces dependía de una lealtad política. A principios de 1975 la prensa publicó un despacho de Washington: “El secretario de Estado, Henry A. Kissinger, ha iniciado formalmente una política de recortes en la ayuda americana a aquellas naciones que se han aliado en contra de los Estados Unidos en las votaciones de las Naciones Unidas. En algunos casos, esos recortes incluyen la ayuda alimentaria y humanitaria”.

La mayor parte de la ayuda era militar. Mientras en 1969 Estados Unidos había exportado $1,7 mil millones en armas, en 1975 exportó $9,5 mil millones. La administración Carter prometió poner fin a la venta de armas a los regímenes represivos, pero cuando asumió la presidencia, la mayor parte de estas ventas continuaron.

Y el ejército continuó llevándose una enorme parte del presupuesto nacional. El primer presupuesto de Carter proponía un incremento de $10 mil millones para el ejército. Paralelamente, la administración acababa de anunciar que el departamento de Agricultura recortaría $25 millones al año en su presupuesto al interrumpir los suministros de segundas raciones de leche a 1,4 millones de escolares necesitados que obtenían comidas gratis en la escuela.

Si la tarea de Carter era la de restaurar la confianza en el sistema, aquí yacía su mayor fracaso: no solucionó los problemas económicos de la gente. El precio de la comida y de las necesidades primarias continuaba subiendo más rápidamente que los sueldos. Para ciertos grupos clave de la población -la gente joven, pero sobre todo los jóvenes negros- el índice de desempleo estaba entre el 20 y el 30%.

Carter se opuso a las ayudas federales para la gente pobre que necesitaba abortar. Cuando se le señaló que esto era injusto, ya que las mujeres ricas podían abortar sin dificultades, Carter respondió: “Bueno, como ya sabéis, hay muchas cosas en la vida que no son justas; cosas que la gente rica puede permitirse y que la gente pobre no”.

El “populismo” de Carter brillaba por su ausencia en la relación que mantenía su administración con los intereses petroleros y del gas. Una parte del “plan energético” de Carter fue poner fin a la regulación de los precios del gas natural para el consumidor. El mayor productor de gas natural era Exxon Corporation, y los mayores paquetes de acciones privadas de Exxon pertenecían a la familia Rockefeller.

Estaba claro que los factores fundamentales que regían la mala distribución de la riqueza en América no iban a verse afectados por la política de Carter más de lo que lo habían hecho las administraciones anteriores, tanto las conservadoras como las liberales. En 1977, el 10% más rico de la población americana tenía unos ingresos 30 veces superiores a los del 10% más pobre; el 1% más rico poseía el 33% de las riquezas. El 5% de los más ricos poseía el 83% del capital corporativo privado. Las cien corporaciones más grandes pagaban un promedio de 26,9% en impuestos, y las primeras compañías de petróleo pagaban 5,8% en impuestos (cifras de 1974 del Servicio de Hacienda Nacional). Y los 224 individuos que tenían unos ingresos superiores a $200.000, no pagaban impuestos. En 1978, Carter aprobó unas “reformas” del sistema impositivo que beneficiaron principalmente a las grandes corporaciones.

En el extranjero se utilizaba armamento americano para apoyar a regímenes dictatoriales en su lucha contra rebeldes de izquierdas. En la primavera de 1980, Carter pidió al Congreso $5,7 millones en créditos para la junta militar que luchaba contra una rebelión campesina en El Salvador. En Filipinas, después de las elecciones de la Asamblea Nacional de 1978, el presidente Ferdinand Marcos encarceló a diez de los 21 candidatos de la oposición que perdieron las elecciones; muchos prisioneros fueron torturados y muchos civiles perdieron la vida. A pesar de ello, Carter pidió al Congreso $300 millones para ayudar militarmente a Marcos durante los siguientes cinco años.

Durante varias décadas, Estados Unidos había ayudado a mantener la dictadura de Somoza en Nicaragua. Con una lectura equivocada de las debilidades fundamentales de ese régimen y de la popularidad de la revolución que se le enfrentaba, la administración Carter continuó apoyando a Somoza hasta cerca de la caída del régimen en 1979.

En Irán, los largos años de resentimiento contra la dictadura del Sha culminaron, a finales de 1978, en unas masivas manifestaciones. El 8 de septiembre de 1978, cientos de manifestantes fueron asesinados en una masacre perpetrada por las tropas del Sha. Según un despacho de la agencia UPI fechado en Teherán, al día siguiente Carter reafirmaba su apoyo al Sha:

Ayer las tropas abrieron fuego sobre los manifestantes que llevaban tres días protestando. El presidente Jimmy Carter telefoneó al palacio real para expresar su apoyo al Sha Mohammad Reza Pahlevi, que se enfrenta a la peor crisis de sus 37 años de reinado. Nueve miembros del parlamento se ausentaron durante el discurso que pronunció el nuevo primer ministro de Irán. Al marchar, gritaron que sus manos estaban “manchadas de sangre” por la represión de los musulmanes integristas y otros sectores opositores.

Era una revolución popular y masiva, y el Sha huyó, dirigiéndose más tarde a Estados Unidos -donde fue acogido por la administración Carter- para someterse, presumiblemente, a un tratamiento médico. Fue entonces cuando los sentimientos antiamericanos de los revolucionarios alcanzaron su punto álgido. El 4 de noviembre de 1979, un grupo de militantes estudiantiles tomaron la embajada norteamericana en Teherán y secuestraron a 52 empleados mientras exigían que el Sha fuera devuelto a Irán para ser castigado.

Durante los siguientes 14 meses -con los rehenes todavía retenidos en el recinto cerrado de la embajada- el asunto ocupó los titulares de las noticias extranjeras en los Estados Unidos, suscitando fuertes sentimientos nacionalistas. Los políticos y la prensa participaron de lleno en la histeria colectiva. Obligaron a renunciar a una chica irano-americana que había sido designada para leer el discurso oficial en la ceremonia de entrega de diplomas en un instituto. Por todo el país, los coches comenzaron a lucir pegatinas con el texto “Bombardead Irán”.

Cuando fueron puestos en libertad los 52 rehenes -aparentemente sanos y salvos- tuvo que ser un periodista lo suficientemente audaz como Alan Richman, del Boston Globe, quien señalara que había una cierta falta de proporción en las reacciones americanas ante éste y otros casos de violaciones de los derechos humanos: “Había 52 rehenes americanos, una cifra fácil de comprender… Hablaban nuestro idioma. Tres mil personas fueron asesinadas a tiros a sangre fría en Guatemala el año pasado. Pero no hablaban nuestro idioma”.

Cuando Jimmy Carter se enfrentó a Ronald Reagan en las elecciones de 1980, los rehenes aún estaban en cautividad. Este hecho -junto a la penuria económica que pasaba mucha gente- fueron los responsables de la derrota de Carter.

La victoria de Reagan, seguida ocho años más tarde por la elección de George Bush, significaba que otro sector de las clases dirigentes -desprovisto incluso del toque liberaloide de la presidencia de Carter- asumiría el mando. Las decisiones políticas se volverían más rudas: se recortaría la ayuda social a los pobres; se bajarían los impuestos a los ricos; se aumentaría el presupuesto militar; se llenaría el sistema judicial federal de jueces conservadores y se trabajaría activamente para destruir los movimientos revolucionarios en el Caribe.

La docena de años de la presidencia Reagan-Bush transformó a la magistratura federal -que nunca había pasado de ser moderadamente liberalen una institución fundamentalmente conservadora. En el otoño de 1991, Reagan y Bush ya habían copado más de la mitad de las 837 magistraturas federales y habían nombrado un número suficiente de jueces derechistas como para reconvertir el Tribunal Supremo.

En los años setenta -con los jueces liberales William Brennan y Thurgood Marshall a la cabeza- el Tribunal había declarado inconstitucional la pena de muerte, había apoyado (en el caso Roe v. Wade) el derecho de las mujeres a decidir sobre el aborto y había interpretado las leyes de derechos civiles de forma que permitieran una atención especial a los negros y a las mujeres, en un intento de compensar la discriminación que habían sufrido en el pasado.

Con Ronald Reagan, William Rehnquist -inicialmente nombrado para ocupar un puesto en el Tribunal Supremo por Richard Nixon- se convirtió en Juez Supremo. En los años de Reagan y Bush, el Tribunal de Rehnquist tomó una serie de decisiones que debilitaron las iniciativas tomadas en el caso Roe v. Wade, volvió a introducir la pena de muerte, redujo los derechos de los detenidos por la policía, impidió que los médicos de las clínicas federales de planificación familiar informaran a las mujeres sobre el aborto, y decretó que se podía obligar a los pobres a pagar por la educación pública (la educación no era “un derecho fundamental”).

Los jueces William Brennan y Thurgood Marshall fueron los últimos liberales en formar parte del Tribunal. Viejos y enfermos -aunque reacios a abandonar la lucha- se tuvieron que jubilar. El acto final en la creación de un Tribunal Supremo de corte conservador fue el nombramiento del sustituto de Marshall por parte del presidente Bush. Eligió a un conservador negro, Clarence Thomas. A pesar del dramático testimonio de una antigua colega -una joven negra profesora de derecho llamada Anita Hill- que dijo que Thomas la había acosado sexualmente, el Senado le dio su aprobación, dando el Tribunal Supremo un definitivo giro hacia la derecha.

Con jueces federales conservadores y nombramientos de “orientación” empresarial en el Consejo Nacional de Relaciones Laborales, las decisiones judiciales y las iniciativas del Consejo debilitaron a un movimiento laboral que ya estaba preocupado por una disminución del sector industrial. Los trabajadores que se declaraban en huelga se encontraban sin ninguna protección legal. Uno de los primeros actos de la administración Reagan fue despedir en masa a los controladores de tráfico aéreo que se habían declarado en huelga. Era una advertencia para futuros huelguistas, y una señal de la debilidad de un movimiento laboral que en los años treinta y cuarenta había tenido una fuerza portentosa.

La América de las corporaciones se convirtió en la gran beneficiaria de los años Reagan-Bush. En los años sesenta y setenta se había formado un importante movimiento en defensa del medio ambiente, horrorizado por la contaminación del aire, de los mares y de los ríos, y por las muertes de miles de personas cada año como resultado de las condiciones de trabajo. En noviembre de 1968, después de que una explosión minera matara a 78 mineros en Virginia Occidental, hubo una furiosa protesta en el distrito minero, y el Congreso aprobó la Ley de Salud y Seguridad en las Minas de Carbón de 1969. El secretario de Trabajo de Nixon habló de “una nueva pasión nacional: la pasión por la mejora del medio ambiente”.

Al año siguiente, cediendo a las firmes demandas del movimiento obrero y de los grupos de consumidores -pero también viendo en ello la oportunidad de ganar el apoyo de los votantes de clase trabajadora- el presidente Nixon firmó la Ley de la Seguridad y Salud Ocupacional (OSHA). Era una importante medida legislativa que establecía el derecho universal a un lugar de trabajo seguro y sano.

El presidente Jimmy Carter accedió a la presidencia alabando el programa OSHA, pero también estaba ansioso por complacer a la comunidad empresarial. Se convirtió en defensor de la eliminación de las regulaciones sobre las corporaciones y de la concesión de más espacio de maniobra, a pesar de perjudicar a los obreros y a los consumidores.

Con Reagan y Bush, la preocupación por “la economía” -una forma resumida de referirse a los beneficios de las corporaciones- se impuso a la preocupación por los trabajadores o los consumidores. El presidente Reagan propuso reemplazar la dura aplicación de las leyes medioambientales por un planteamiento “voluntario”. Una de las primeras acciones de su administración fue la de ordenar la destrucción de 100.000 folletos gubernamentales que señalaban los peligros del polvo de algodón para los trabajadores textiles.

George Bush se presentó como el “presidente preocupado por el medio ambiente”, y señalaba con orgullo el hecho de haber firmado la Ley del Ambiente Limpio, en 1990. Pero dos años después de aprobarse esa ley, se debilitó drásticamente debido a un nuevo reglamento de la Agencia de Protección Medio Ambiental que permitía a los industriales incrementar en 245 toneladas al año la cantidad de agentes contaminantes peligrosos que emitían a la atmósfera.

La crisis ecológica en el mundo se había convertido en un asunto tan abiertamente serio que el papa Juan Pablo II sintió la necesidad de reprender a las clases ricas de las naciones industrializadas por haber causado la crisis: “Hoy en día, la dramática amenaza de un colapso ecológico nos está enseñando hasta qué punto la avaricia y el egoísmo -tanto individual como colectivo- son contrarios al orden de la creación”.

En las conferencias internacionales en las que se trataban los peligros del calentamiento del globo, la Comunidad Europea y Japón propusieron horarios y niveles específicos para las emisiones de dióxido de carbono, de las que Estados Unidos era el mayor culpable. Estados Unidos se opuso a ello.

A finales de los ochenta, las evidencias mostraban claramente que las fuentes de energía renovable (agua, viento, luz solar) podían producir más cantidad de energía utilizable que las centrales nucleares, que eran peligrosas y caras, además de producir residuos nucleares no eliminables de una manera segura. Sin embargo las administraciones de Reagan y Bush hicieron grandes recortes (en el caso de Reagan, de un 90%) en los presupuestos destinados a la investigación de las posibilidades de la energía renovable.

En junio de 1992 más de cien países participaron en una conferencia medioambiental en Brasil, la Cumbre Mundial de Río. Las estadísticas mostraban que dos terceras partes de los gases que contribuían a reducir la capa de ozono eran emitidos por las fuerzas armadas de todo el mundo. Pero cuando se sugirió que la Cumbre considerara los efectos de los ejércitos en la degradación ambiental, la delegación de los Estados Unidos puso objeciones y la propuesta fracasó.

Efectivamente, la preservación de una enorme institución militar y el mantenimiento de los niveles de beneficio de las corporaciones petroleras, parecían ser los dos objetivos primordiales de las administraciones de Reagan y Bush. Poco después de que Reagan accediera a la presidencia, veintitrés ejecutivos de la industria del petróleo hicieron una contribución de $270.000 para renovar la decoración de las viviendas de la Casa Blanca. Según la agencia Associated Press:

La campaña de solicitación… tuvo lugar cuatro semanas después de que el presidente liberalizara los precios del petróleo, una decisión que supuso $2 mil millones para la industria del petróleo… Jack Hodges, de Oklahoma City, propietario de Core Oil y Gas Company, dijo: “El hombre más importante de este país debería vivir en uno de los lugares más lujosos. El señor Reagan ha ayudado a la industria de la energía”.

A la vez que fortalecía al ejército (asignaciones de más de un billón de dólares en sus primeros cuatro años de mandato), Reagan intentó compensar este gasto recortando los subsidios para los pobres. También propuso unos recortes de $190 mil millones en los impuestos (la mayoría de los cuales afectó a los ricos). Reagan insistió en que los recortes de los impuestos estimularían la economía de tal forma que se generarían nuevas fuentes de ingresos. Pero las cifras del departamento de Comercio mostraban que los períodos en que las corporaciones tenían menos impuestos no mostraban un volumen más alto de inversiones, sino un descenso muy marcado.

Las consecuencias humanas de los recortes presupuestarios de Reagan fueron dramáticas. Por ejemplo, se privó a 350.000 personas de los beneficios de la seguridad social por incapacidad física o mental. Un héroe de guerra de Vietnam, Roy Benavidez, al que Reagan había concedido la medalla de honor del Congreso, fue informado por unos oficiales de la seguridad social de que unos trozos de metralla que tenía en el corazón, los brazos y las piernas, no debían de ser un impedimento para que trabajara. Benavidez se presentó ante un comité del Congreso y denunció a Reagan.

En los años de Reagan el desempleo creció. En 1982 hubo 30 millones de personas sin trabajo durante todo el año o parte del mismo. Una consecuencia de ello fue que más de 16 millones de americanos se quedaron sin el seguro médico, que a menudo iba asociado al hecho de tener empleo. En Michigan, donde el índice de desempleo era el más alto del país, la tasa de mortalidad infantil comenzó a ascender en 1981.

Las nuevas exigencias eliminaron las comidas gratuitas en las escuelas para más de un millón de niños pobres, que dependían de las mismas al representar éstas la mitad del alimento que consumían al día. En poco tiempo, una cuarta parte de los 12 millones de niños de la nación vivían en la pobreza.

La asistencia social se convirtió en objeto de ataques: se cuestionaban los programas AFDC de ayuda a las madres solteras, los cupones de comida, las atenciones médicas para los pobres a través de Medicaid, etc. Para la mayoría de la gente que dependía de la asistencia social (los subsidios cambiaban de un estado a otro), esto equivalía a entre $500 y $800 al mes en ayudas, y dejaba a este sector muy por debajo del umbral de la pobreza, que se cifraba en unos $900 al mes. Era cuatro veces más probable que los niños negros dependieran de la asistencia social a que lo hicieran los niños blancos.

A comienzos de la administración Reagan, en respuesta al argumento de que la ayuda del gobierno no era necesaria y de que las empresas privadas se ocuparían de la pobreza, una madre escribió en un periódico local:

Yo dependo de AFDC, y mis dos hijos van a la escuela… He solicitado trabajos que pagan menos de $8.000 al año. Trabajo media jornada en una biblioteca a $3,5 la hora; la asistencia social reduce mi asignación para compensar…

Así que éste es el gran sueño americano por el que mis padres vinieron a este país: trabaja duro, consigue una buena educación, sigue las reglas y serás rico. Yo no quiero ser rica. Sólo quiero poder alimentar a mis hijos y vivir con algo que se asemeje a la dignidad…

A menudo los demócratas se unían a los republicanos a la hora de denunciar los programas de la asistencia social. Ambos partidos tenían fuertes conexiones con las corporaciones ricas. Kevin Phillips, un analista republicano de política nacional, escribió en 1990 que el partido Demócrata era “el segundo partido capitalista más entusiasta de la historia”.

Sin embargo, los ataques constantes a la asistencia social por parte de los políticos no consiguieron erradicar la generosidad fundamental que sentían la mayoría de los americanos. Una encuesta llevada a cabo por el New York Times y la CBS News a principios de 1992 mostraba que la opinión pública sobre la asistencia social cambiaba según la manera en que se planteaba la pregunta. Si se utilizaba la palabra “asistencia social”, el 44% de los encuestados decía que se estaba gastando demasiado en ello. Pero cuando la pregunta se formulaba en términos de “ayuda a los pobres”, sólo un 13% opinó que se estaba gastando demasiado, mientras un 64% pensaba que no se estaba gastando lo suficiente.

Cuando la política del gobierno enriqueció a los que ya eran ricos, a través de la bajada en sus impuestos, no se le denominó “asistencia social”. Esta forma no resultaba tan obvia y llamativa como los cheques mensuales que se daban a los pobres, y normalmente consistía en la realización de generosos cambios del sistema impositivo.

No fueron los republicanos, sino los demócratas -las administraciones Kennedy y Johnson- quienes, bajo la apariencia de una “reforma tributaria”, bajaron por primera vez el índice tributario del 91% -para los ingresos de más de $400.000 al año; vigente desde la II Guerra Mundial-, al 70%. Durante la administración de Carter -aunque él se opusiera- los demócratas y republicanos del Congreso se unieron para dar un respiro tributario todavía mayor a los ricos.

La administración Reagan, con la ayuda de los demócratas del Congreso, bajó el índice tributario de los muy ricos al 50%, y en 1986 una coalición de republicanos y demócratas patrocinó otro proyecto de ley de “reforma tributaria” que bajaba las tasas más altas al 28%. Un profesor de escuela, un obrero de fábrica y un millonario podían pagar todos el 28%. La idea de unos ingresos “progresivos”, según la cual los ricos pagaban unas tasas más altas que los demás casi había desaparecido.

Como resultado de todas las leyes tributarias aprobadas entre 1978 y 1990, el gobierno perdió unos $70 mil millones al año en ingresos, de tal manera que en esos trece años, el 1% de los más ricos del país ganaron un billón de dólares más.

Los impuestos sobre la renta no sólo se hicieron menos progresivos durante las últimas décadas del siglo, sino que los impuestos de la seguridad social se volvieron más regresivos. Es decir, cada vez se deducía más de los cheques salariales de los pobres y las clases medias, pero cuando los salarios superaban los $42.000 ya no se deducía más. Los que ganaban $500.000 al año pagaban los mismos impuestos a la seguridad social que los que ganaban $50.000 al año.

El resultado de la subida de estos impuestos salariales fue que el 75% de los asalariados pagaban más cada año a través del impuesto a la seguridad social que a través del impuesto sobre la renta. Para mayor vergüenza del partido Demócrata -que se suponía era el partido de la clase trabajadora- la subida de los impuestos salariales se había efectuado durante la administración de Jimmy Carter.

En un sistema bipartito, si ambos partidos ignoran la opinión pública, los votantes no tienen dónde dirigirse. En 1984, cuando demócratas y republicanos habían puesto en marcha todas esas “reformas” tributarias, una encuesta pública llevada a cabo por Internal Revenue Service descubrió que el 80% de los encuestados estaban de acuerdo con el siguiente planteamiento: “El actual sistema tributario beneficia a los ricos y es injusto con los trabajadores normales”.

A finales del mandato de Reagan, la diferencia entre ricos y pobres en los Estados Unidos había aumentado de forma dramática. Mientras que en 1980 los altos ejecutivos de las corporaciones ganaban 40 veces más de lo que ganaba el obrero medio, en 1989 ganaban 93 veces más.

Aunque todos los integrantes de las clases bajas habían empeorado, los que más sufrieron fueron los negros, los hispanos, las mujeres y los jóvenes. El empobrecimiento general que tuvo lugar entre los grupos con menos ingresos durante los mandatos de Reagan y Bush afectó de forma especial a las familias negras, que no sólo padecían de escasos recursos sino que además se enfrentaban a la discriminación racial en sus puestos de trabajo. Las victorias del movimiento de derechos civiles habían abierto huecos para algunos afroamericanos, pero habían dejado atrás a muchos otros.

A finales de los ochenta, al menos una tercera parte de las familias afroamericanas vivían por debajo del umbral oficial de pobreza, y el desempleo de los negros no parecía moverse de un punto dos veces y medio por debajo del de los blancos, con una proporción de entre 30 y 40% de jóvenes negros sin empleo. La esperanza de vida de los negros se mantenía por lo menos diez años por debajo de la de los blancos. En Detroit, Washington y Baltimore, la tasa de mortalidad de los bebés negros era más alta que en Jamaica o Costa Rica.

La pobreza solía venir acompañada de rupturas, violencia familiar, crimen callejero y droga. En Washington, D. C., donde vive concentrada la población negra a pocos pasos de los marmóreos edificios del gobierno nacional, el 42% de los jóvenes negros entre 18 y 25 años se encontraban en la cárcel o en libertad condicional. El índice criminal entre negros, en vez de interpretarse como un llamamiento urgente para poner fin a la pobreza, era utilizado por los políticos para exigir la construcción de más cárceles.

En 1954, la decisión del Tribunal Supremo en el caso Brown v. Board of Education había puesto en marcha la supresión de la segregación racial en las escuelas. Pero la pobreza ataba a los niños negros a los ghettos, por lo que muchas escuelas de todo el país mantenían la segregación por razones de raza y clase. En los años setenta, el Tribunal Supremo determinó que no era necesaria una equiparación económica entre los distritos escolares pobres y los distritos ricos (Distrito escolar independiente de San Antonio v. Rodríguez) y que no era necesario trasladar a los niños de las zonas residenciales ricas a los barrios céntricos (caso Milliken v. Bradley).

Para los admiradores de la libre empresa y el liberalismo, estas personas eran pobres porque no trabajaban ni producían; por lo tanto, ellos eran los únicos culpables de su pobreza. Ignoraban el hecho de que las mujeres que cuidaban solas de sus hijos trabajaban mucho. No se preguntaban por qué los niños que no eran lo suficientemente adultos como para mostrar sus habilidades laborales tenían que ser castigados -incluso hasta el punto de morir- por el hecho de haber nacido en una familia pobre.

A mediados de los años ochenta, en Washington empezó a salir a la luz pública un importante escándalo. Como consecuencia de la liberalización de los bancos de ahorros y de los préstamos -que había comenzado durante la administración Carter, y que había continuado con Reagan-, se llevaron a cabo peligrosas inversiones que en un momento dado agotaron los fondos bancarios, dejando a los bancos con una deuda -contraída con los titulares de las cuentas- de cientos de miles de millones de dólares. Y como el gobierno había garantizado estos fondos, ahora tendrían que pagarlos los contribuyentes.

El Presidente Eisenhower había declarado una vez que la enorme sangría de dinero que salía del tesoro para el capítulo de defensa era un “robo” a las necesidades humanas. Pero este hecho había sido aceptado tanto por los demócratas como por los republicanos.

Cuando Jimmy Carter llegó a la presidencia se propuso aumentar el presupuesto militar en $10 mil millones, en una aplicación exacta de lo que había dicho Eisenhower. Todos los enormes presupuestos militares propuestos desde la II Guerra Mundial -desde el mandato de Truman a los de Reagan y Bush- habían sido aprobados de manera abrumadora tanto por demócratas como por republicanos.

Para justificar el gasto de billones de dólares en incrementar las fuerzas nucleares y no nucleares, se utilizaba el miedo a que la Unión Soviética -que también estaba incrementando su fuerza- invadiera Europa occidental. En 1984 la CIA admitió haber exagerado los gastos militares soviéticos. Harry Rositzke, que trabajó para la CIA durante 25 años y había sido director de operaciones de la CIA para el espionaje en la Unión Soviética, escribió en los años ochenta: “En todos los años que he estado en el gobierno, e incluso después, nunca he visto una hipótesis que mostrara la manera en que la invasión de Europa occidental o un ataque a los Estados Unidos pudiera resultar beneficioso para los intereses soviéticos”.

Sin embargo, la potenciación de este temor en las mentes del público americano resultaba útil a la hora de defender la construcción de armas espantosas y superfluas. Por ejemplo, un submarino Trident, que era capaz de lanzar cientos de cabezas nucleares, costaba $1,5 mil millones. Esos $1,5 mil millones bastaban para financiar un programa quinquenal de vacunación de todos los niños del mundo contra las enfermedades mortales, lo cual hubiera prevenido cinco millones de muertes.

Uno de los programas militares favoritos de la administración Reagan era el de Star Wars (Guerra de las galaxias), en el que se gastaron miles de millones, supuestamente para la creación de un escudo en el espacio que detuviera en el aire a los misiles nucleares enemigos. Después de que fallaran tres pruebas tecnológicas, se puso en marcha una cuarta prueba, con financiación gubernamental: estaba en juego el programa. Hubo otro fallo, pero el secretano de Defensa de Reagan -Caspar Weinberger- aprobó la falsificación de los resultados para mostrar que la prueba había sido un éxito.

Cuando empezó la desintegración de la Unión Soviética en 1989, y ya no existía el recurso de la familiar “amenaza soviética”, se redujo un poco el presupuesto militar, aunque seguía siendo enorme. Una encuesta de la National Press Club mostró que el 59% de los votantes americanos querían una reducción del 50% en los gastos de defensa en los siguientes cinco años, pero ambos partidos continuaron ignorando al público, al que en teoría representaban.

En el verano de 1992, los demócratas y los republicanos del Congreso se unieron para votar en contra de la transferencia de fondos del presupuesto militar al área de las necesidades humanas. Sin embargo, votaron a favor de gastar $120 mil millones de dólares para la “defensa” de Europa, continente que todos reconocían como un área que ya no corría ningún peligro -si es que alguna vez lo había corrido- de un ataque soviético.

Ronald Reagan fue nombrado presidente justo después de que se declarara una revolución en Nicaragua en la que el movimiento popular sandinista (cuyo nombre se inspiraba en el héroe revolucionario de los años 20, Augusto Sandino) derrocó a la corrupta dinastía de los Somoza (a la que Estados Unidos había apoyado durante mucho tiempo). Los sandinistas -una coalición de marxistas, curas de izquierdas y una amalgama de nacionalistas- se dispusieron a dar más tierras a los campesinos y a difundir la educación y los cuidados médicos entre los pobres.

La administración Reagan, viendo en esto una amenaza “comunista” y -lo más importante- un desafío al control largamente ejercido por los Estados Unidos sobre los gobiernos de Centroamérica, empezó a trabajar inmediatamente para derrocar al gobierno sandinista. Emprendió una guerra secreta ordenando a la CIA que organizara una fuerza contrarrevolucionaria (la contra), muchos de cuyos líderes eran antiguos cabecillas de la odiada Guardia Nacional somozista.

La contra no parecía tener apoyo popular dentro de Nicaragua, por lo que su base se situó en la vecina Honduras, un país muy pobre dominado por los Estados Unidos. Desde Honduras, la contra pasaba la frontera, asaltaba granjas y aldeas, mataba a hombres, mujeres y niños y cometía atrocidades. Un antiguo coronel de la contra, Edgar Chamorro, testificó ante un Tribunal mundial:

Muchos civiles fueron asesinados a sangre fría. Muchos otros fueron torturados, mutilados, y violados, sufriendo robos y abusos de diferentes clases. Cuando acepté unirme [a la contra] esperaba que fuera una organización de nicaragüenses… Resultó ser un instrumento del gobierno de los Estados Unidos.

Había una buena razón para mantener en secreto las acciones de los Estados Unidos en Nicaragua: las encuestas de opinión mostraban que el público americano se oponía a la participación militar en ese país. En 1984, la CIA, utilizando a agentes latinoamericanos -para no revelar su participación directa- minó los puertos de Nicaragua para hacer volar sus barcos. Cuando se filtró este dato, el secretario de Defensa Weinberger mintió al informativo de la ABC: “Estados Unidos no está minando los puertos de Nicaragua”.

Aquel mismo año, el Congreso -quizás como respuesta a la opinión pública y recordando Vietnam- declaró que era ilegal que Estados Unidos prestase apoyo “directo o indirecto” a las “operaciones militares o paramilitares en Nicaragua”. La administración Reagan decidió ignorar esta ley e intentó encontrar medios para financiar a la contra de forma secreta.

En 1986 creó una gran sensación una historia que aparecía en una revista de Beirut en la que se decía que, al parecer, Estados Unidos había vendido armas a Irán (supuestamente un enemigo), y que, a cambio, Irán había prometido poner en libertad a los rehenes americanos que estaban en manos de extremistas musulmanes en el Líbano. Añadía que los beneficios de estas ventas de armas se estaban enviando a la contra nicaragüense para comprar armas.

Cuando en una conferencia de prensa en noviembre de 1986 se le preguntó al presidente Reagan si esto era cierto, contó una serie de mentiras y dijo que el objetivo de la operación era promover el diálogo con iraníes moderados. En realidad, el objetivo era doble: poner en libertad a los rehenes (y así atribuirse el mérito de la acción), y ayudar a la contra.

La gran publicidad del escándalo “contragate” no desembocó en ninguna crítica feroz al secretismo gubernamental ni a la erosión de la democracia que ocasionaban las acciones llevadas a cabo en secreto por un pequeño grupo de hombres inmunes al escrutinio de la opinión pública. Los medios de comunicación -en un país que se siente orgulloso de su nivel de educación e información- sólo informaban al público en un nivel muy superficial.

Los límites de la crítica del partido Demócrata respecto a este asunto serían revelados por un dirigente demócrata, el senador Sam Nunn de Georgia, quien, a medida que avanzaba la investigación, llegó a decir: “Todos debemos ayudar al presidente a devolver la credibilidad en el área de los asuntos exteriores”.

Estaba claro que el presidente Reagan y el vicepresidente Bush estaban implicados en lo que se dio a conocer como el “asunto Iran-Contra”. Pero sus subordinados pusieron todo su empeño en mantenerlos al margen de las sospechas en lo que sería un clásico ejemplo de la familiar estratagema gubernamental de la “negación plausible”, según la cual el más alto cargo, protegido por sus subordinados, puede negar plausiblemente cualquier implicación.

Ni Reagan ni Bush fueron procesados. Sin embargo, el comité del Congreso llevó a los culpables menores al banquillo de los acusados. Algunos fueron procesados. Uno de ellos (Robert McFarlane, un antiguo consejero de Seguridad de Reagan) intentó suicidarse. Otro, el coronel Oliver North, fue sometido a juicio por haber mentido al Congreso, y aunque fue declarado culpable, no recibió pena de prisión. Reagan se jubiló en paz y Bush se convirtió en el siguiente presidente de los Estados Unidos.

El asunto Iran-Contra sólo fue uno de los muchos casos en los que el gobierno de los Estados Unidos violó sus propias leyes en su deseo de perseguir algún objetivo de política exterior.

En 1973, cuando la guerra de Vietnam tocaba a su fin, el Congreso, en un intento de limitar un poder presidencial que había actuado con tanta crueldad en Indochina, aprobó la Ley de Poderes Bélicos, la cual decía:

El Presidente, cada vez que sea posible, consultará con el Congreso antes de comprometer a las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos en actividades hostiles o situaciones donde las circunstancias indiquen claramente la inminente implicación en actividades hostiles.

En el otoño de 1982, el presidente Reagan envió a los marines americanos a una situación peligrosa, al Líbano -en donde había una guerra civil que hacía estragos- ignorando, una vez más, los requerimientos de la Ley de Poderes Bélicos. Al año siguiente, más de doscientos de esos marines murieron cuando los terroristas pusieron una bomba en sus barracones.

Poco después de eso, en octubre de 1983 (algunos analistas pensaron que se hizo para desviar la atención del desastre del Líbano), Reagan envió fuerzas estadounidenses para invadir la diminuta isla caribeña de Grenada. Una vez más, se informó al Congreso, pero no se consultó con él. Una de las razones que se dieron al pueblo americano para justificar esta invasión era que un reciente golpe de estado en Grenada había puesto en peligro a ciudadanos americanos (estudiantes de una escuela médica de la isla). También decían que Estados Unidos había recibido una petición urgente de intervención por parte de la Organización de los Estados Caribeños Orientales.

El 29 de octubre de 1983, un artículo inusitadamente mordaz del New York Times, escrito por el corresponsal Bernard Gwertzman, echó por tierra estas razones:

La petición formal… fue hecha… a instancias de Estados Unidos. Sin embargo… la redacción de la petición fue hecha en Washington y entregada a los líderes caribeños por emisarios americanos especiales.

Un alto cargo americano dijo a Gwertzman que la verdadera razón de la invasión era la oportunidad que brindaba a Estados Unidos (que quería sobreponerse al sentimiento de derrota cosechado en Vietnam) para mostrar que verdaderamente era una nación poderosa: “¿De qué sirven las maniobras y las exhibiciones de fuerza si no las utilizamos nunca?”

En el Caribe, la conexión entre la intervención militar estadounidense y la promoción de las empresas capitalistas siempre había pecado de escasa sutileza. Respecto a Grenada, un artículo del Wall Street Journal aparecido ocho años después de la invasión militar (29 de octubre de 1991) hablaba de “una invasión de bancos” e hizo notar que St. George, la capital de Grenada -con sus 7.500 habitantes- tenía 118 sucursales bancarias internacionales: una por cada 64 residentes.

A menudo la justificación de las invasiones estadounidenses ha sido la de “proteger” a los ciudadanos. Pero cuando los escuadrones de la muerte patrocinados por el gobierno mataron a cuatro religiosas en El Salvador en 1980, no hubo ninguna intervención estadounidense. Por el contrario, continuaron tanto las ayudas militares al gobierno como el adiestramiento de los escuadrones de la muerte.

El papel histórico de los Estados Unidos en El Salvador, donde el 2% de la población poseía el 60% de las tierras, era el de asegurarse de que los gobiernos que estaban en el poder apoyaran los intereses de las compañías de los Estados Unidos, sin importarle para nada el consiguiente empobrecimiento de la gran mayoría de la población. Así que había que hacer frente a la rebeliones populares que amenazaban a estas empresas. Cuando en 1932 el gobierno militar se vio amenazado por el levantamiento popular, Estados Unidos envió un acorazado y dos destructores para vigilar mientras el gobierno llevaba a cabo una masacre en la que perdieron la vida 30.000 salvadoreños.

En febrero de 1980, el arzobispo católico de El Salvador, Oscar Romero, envió una carta personal al presidente Carter en la que pedía que dejara de enviar ayuda militar a El Salvador. Con anterioridad, la Guardia Nacional y la Policía Nacional habían disparado sobre un grupo de manifestantes delante de la Catedral Metropolitana, matando a 24 personas. Pero la administración Carter siguió con las ayudas. Un mes después el arzobispo Romero fue asesinado.

Existieron claras evidencias de que el asesinato había sido ordenado por Roberto D’Aubuisson, un líder derechista. Pero D’Aubuisson contaba con la protección de Nicolás Carranza, ministro adjunto de Defensa, que en esa época cobraba $90.000 al año de la CIA. Elliot Abrams, que -para colmo de las ironías- ocupaba el cargo de secretario de Defensa adjunto de Derechos Humanos, declaró que D’Aubuisson “no estaba implicado en el asesinato”.

El Congreso se sintió desconcertado por las matanzas de El Salvador y exigió que, antes de dar ninguna ayuda más, el presidente debía certificar que se estaban produciendo progresos en el campo de los derechos humanos. Reagan no se lo tomó en serio. Se produjeron más masacres y los certificados y las ayudas continuaron viento en popa.

Durante los años de Reagan la prensa se comportó de una forma especialmente tímida y obsequiosa. Cuando el periodista Raymond Bonner continuó informando sobre las atrocidades que ocurrían en El Salvador -y del papel que jugaba Estados Unidos en ellas- el New York Times le cambió de destino. En 1981 Bonner había informado acerca de la masacre de cientos de civiles en el pueblo de El Mozote, acción llevada a cabo por un batallón de soldados adiestrados por los Estados Unidos. La administración Reagan se mofó del informe, pero en 1992, un equipo de antropólogos forenses empezó a desenterrar los esqueletos que había en el lugar de la masacre, la mayoría de niños; al año siguiente una comisión de la ONU confirmó la versión de Bonner sobre la masacre de El Mozote.

La administración Reagan, que no parecía hacer ascos a las juntas militares que gobernaban en Latinoamérica (Guatemala, El Salvador, Chile) -siempre que éstas fueran “amables” con Estados Unidos-, se sentía muy molesta cuando les era hostil un régimen tiránico, como lo era el gobierno de Muammar Gaddafi en Libia. En 1986, cuando unos terroristas desconocidos pusieron una bomba en una discoteca de Berlín occidental matando a un militar estadounidense, la Casa Blanca decidió tomar represalias inmediatamente. Lo más probable es que Gaddafi haya sido el responsable de varios actos de terrorismo a lo largo de los años, pero no había ninguna evidencia real para pensar que fuera el culpable en este caso en particular.

Se enviaron aviones a la capital, Trípoli, con instrucciones específicas de bombardear la casa de Gaddafi. Las bombas cayeron en una ciudad abarrotada; murieron unas cien personas. Gaddafi no resultó herido, pero una hija adoptiva suya perdió la vida en el bombardeo.

A principios de la presidencia de George Bush, tuvieron lugar los acontecimientos más dramáticos de la escena internacional desde la conclusión de la II Guerra Mundial. En 1989, con un nuevo líder dinámico a la cabeza de la Unión Soviética, Mijail Gorbachov, el descontento popular -largamente reprimido con la “dictadura del proletariado”, que resultó ser una dictadura sobre el proletariado- estalló en todo el bloque soviético.

Las masas salieron a manifestarse por las calles de la Unión Soviética y en los países del este de Europa que llevaban muchos años dominados por la Unión Soviética. Alemania Oriental decidió unirse a Alemania Occidental, y el muro que separaba Berlín oriental de Berlín occidental -desde hacía mucho tiempo, el símbolo del estricto control de Alemania Oriental sobre sus ciudadanos- fue desmantelado en presencia de los exultantes ciudadanos de ambas Alemanias. En Checoslovaquia nació un gobierno no comunista, encabezado por Vaclav Havel, un escritor de teatro y antiguo disidente que había estado en la cárcel. En Polonia, Bulgaria y Hungría surgieron nuevos liderazgos que prometían libertad y democracia. Lo sorprendente del caso es que todo esto tuvo lugar sin guerras civiles, en respuesta -simplemente- a la aplastante demanda popular.

En los Estados Unidos, el partido Republicano afirmaba que la política de línea dura de Reagan y el incremento de los gastos militares habían derribado a la Unión Soviética. Pero el antiguo embajador americano en la Unión Soviética, George Kennan, escribió que “el efecto general del extremismo que acompañaba la guerra fría fue retrasar -más que acelerar- los grandes cambios que se produjeron en la Unión Soviética hacia finales de los años 80”.

Según Kennan la política de la guerra fría supuso un tremendo coste para el pueblo americano: “Lo pagamos con cuarenta años de enormes e innecesarios gastos militares. Lo pagamos con el despliegue de las armas nucleares hasta tal punto que el vasto e inútil arsenal nuclear se convirtió en un peligro (y todavía continúa siéndolo) para el medio ambiente de nuestro propio planeta”.

En el momento de producirse el repentino derrumbamiento de la Unión Soviética, el liderazgo político de los Estados Unidos no estaba preparado. Se habían sustraído varios billones de dólares a los ciudadanos americanos -en forma de impuestos- para mantener el enorme arsenal nuclear y convencional, y también las bases militares dispersas por todo el mundo, con la justificación primordial de “la amenaza soviética”. Ahora Estados Unidos tenía la oportunidad de reconstruir su política exterior y liberar cientos de miles de millones de dólares al año del presupuesto para utilizarlos en proyectos constructivos y sanos.

Pero esto nunca ocurrió. Junto al júbilo del “hemos ganado la guerra fría” sobrevino una especie de pánico: “¿Qué podemos hacer para mantener nuestra institución militar?”

El presupuesto militar seguía siendo enorme. El presidente de la Junta de Estado Mayor, Colin Powell, dijo lo siguiente: “Quiero que el resto del mundo se muera de miedo. Y no lo digo de manera agresiva”.

Para probar que la gigantesca institución militar todavía era necesaria, la administración Bush emprendió, durante su mandato de cuatro años, dos guerras: una pequeñita, contra Panamá, y otra masiva, contra Irak.

El dictador de Panamá, el general Manuel Noriega, era corrupto, brutal y autoritario, pero el presidente Reagan y el vicepresidente Bush pasaron por alto este dato porque Noriega cooperaba con la CIA en muchas facetas. Sin embargo, en 1987, Noriega dejó de ser útil, sus actividades en el tráfico de narcóticos estaban al descubierto y se convirtió en un objetivo ideal para que la administración Bush demostrara que Estados Unidos -potencia que parecía no poder destruir el régimen de Castro, ni a los sandinistas ni al movimiento revolucionario de El Salvador- todavía mantenía su predominio en la zona del Caribe.

En diciembre de 1989, Estados Unidos invadió Panamá con 26.000 soldados, con el pretexto de que quería llevar a juicio a Noriega por tráfico de drogas. También dijo que era necesario proteger a los ciudadanos estadounidenses.

Fue una victoria rápida. Noriega fue capturado y llevado a Florida donde fue juzgado (y declarado culpable y condenado a pena de prisión). Pero en la invasión se bombardearon barrios enteros de la ciudad de Panamá y murieron cientos -o quizás miles- de civiles. Se estimó que unas 14.000 personas se habían quedado sin hogar.

En el poder se instaló un nuevo presidente, aliado de los Estados Unidos; pero la pobreza y el desempleo continuaron y en 1992 el New York Times informó que la invasión y la destitución de Noriega “fracasaron en su intento de poner fin al tráfico de narcóticos ilegales en Panamá”.

Sin embargo, Estados Unidos tuvo éxito en uno de sus objetivos: el restablecimiento de su fuerte influencia sobre Panamá. Los demócratas liberales (los senadores John Kerry y Ted Kennedy de Massachusetts, y muchos otros) aprobaron la acción militar. Los demócratas estaban siendo fieles a su papel histórico de apoyar intervenciones militares y ansiosos por mostrar que la política exterior era bipartita. Los demócratas parecían dispuestos a demostrar que eran tan duros (o tan despiadados) como los republicanos.

Pero la operación de Panamá fue de una escala demasiado limitada para conseguir lo que tanto querían las administraciones de Reagan y Bush: vencer el aborrecimiento que sentía el pueblo americano -desde los tiempos de Vietnam- por las intervenciones militares en el extranjero.

Dos años más tarde la guerra del Golfo contra Irak les proporcionó esa oportunidad. Bajo la brutal dictadura de Saddam Hussein, Irak había invadido, en agosto de 1990, a su pequeño vecino de Kuwait -un país rico en petróleo.

Por aquel entonces George Bush necesitaba un revulsivo que acrecentara su popularidad entre los votantes americanos. El Washington Post informó en octubre: “Algunos observadores de su propio partido temen que el presidente se verá forzado a entrar en combate para prevenir nuevas erosiones de sus apoyos en casa”.

El 30 de octubre se tomó una decisión secreta a favor de la guerra contra Irak. Las Naciones Unidas había respondido a la invasión de Kuwait estableciendo sanciones contra Irak. Los testimonios secretos de la CIA realizados en el Senado afirmaban que con las sanciones se habían reducido las importaciones y exportaciones de Irak en más de un 90%. Pero Bush estaba decidido. Después de que las elecciones de noviembre hubieran supuesto un incremento de demócratas en el Congreso, Bush dobló las fuerzas militares americanas en el Golfo hasta llegar a la cifra de 500.000, creando lo que claramente era una fuerza ofensiva, más que defensiva.

Según Elizabeth Drew, una escritora del New Yorker, John Sununu, el ayudante de Bush, “iba contando a la gente que una corta pero victoriosa guerra tendría su peso en oro para el presidente y que eso aseguraría su reelección”. Esto, junto con el antiguo deseo de los Estados Unidos de tener voz y voto en el control de los recursos petrolíferos de Oriente Medio, era un elemento crucial en la decisión de declarar la guerra a Irak.

Pero no fueron ésos los motivos expuestos a los americanos. Se les contó que Estados Unidos quería liberar a Kuwait del control iraquí. Los medios de comunicación más importantes insistieron en que ésa era la razón para declarar la guerra, sin reparar en que otros países habían sido invadidos sin que Estados Unidos mostrara ningún tipo de preocupación (Timor Oriental había sido invadido por Indonesia, Irán por Irak, Líbano por Israel, Mozambique por Sudáfrica, etc., sin contar los países invadidos por los propios Estados Unidos: Grenada y Panamá).

La más acuciante justificación pro-guerra era que Irak estaba construyendo una bomba nuclear, aunque realmente había pocos indicios de que esto fuera cierto. Pero incluso si Irak hubiera podido construir una bomba en uno o dos años -según los cálculos más pesimistas- no contaba con ningún sistema para poder lanzarla. Por otra parte, Israel ya poseía armas nucleares. Y Estados Unidos poseía unas 30.000. Lo que la administración Bush intentaba por todos los medios era crear una paranoia en la nación con la excusa de una bomba iraquí que todavía no existía.

Bush parecía estar dispuesto a apostar por la guerra. Había habido varias oportunidades de negociar una retirada iraquí de Kuwait justo después de la invasión, incluyendo una propuesta iraquí de la que informó el corresponsal Knut Royce en el Newsday el 29 de agosto. Pero Estados Unidos no respondió a la propuesta. Cuando el secretario de Estado James Baker fue a Ginebra a reunirse con el ministro de asuntos exteriores iraquí, Tariq Aziz, las instrucciones de Bush eran de “no negociar”.

A pesar de los meses que Washington llevaba advirtiendo del peligro que suponía Saddam Hussein, las encuestas mostraban que menos de la mitad del público estaba a favor de la acción militar.

En enero de 1991, Bush, que aparentemente necesitaba alguna clase de apoyo, pidió al Congreso que le diera autoridad para entrar en guerra. El debate del Congreso fue animado. (Llegó un momento en que un discurso pronunciado en el Senado fue interrumpido por manifestantes que gritaron “¡No a la sangre a cambio de petróleo!” desde el balcón reservado al público. Los que protestaban fueron desalojados por los guardias.) El Senado votó a favor de la acción militar por sólo unos pocos votos de diferencia. La Cámara apoyó la resolución por una gran mayoría. Sin embargo, una vez que Bush hubo ordenado el ataque sobre Irak, ambas cámaras -con sólo unos pocos votos contrarios, tanto demócratas como republicanos- votaron “apoyar la guerra y apoyar a las tropas”.

Fue a mediados de enero de 1991, después de que Saddam Hussein ignorara un ultimátum para abandonar Kuwait, cuando Estados Unidos lanzó su ataque aéreo sobre Irak. Se llamó “Tormenta del desierto”. El gobierno y los medios de comunicación habían pintado a Irak como una impresionante potencia militar, aunque estaba lejos de serlo. Las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos tenían un control total del aire y podían bombardear a voluntad. Pero eso no era todo. Los oficiales estadounidenses tenían un control casi total de las ondas radiofónicas. El público americano estaba abrumado por las imágenes televisivas de las “bombas inteligentes” (Smart bombs) y por las confiadas declaraciones que aseguraban que las bombas láser se estaban dirigiendo con perfecta precisión contra los objetivos militares. Los principales medios de comunicación presentaban todas estas declaraciones sin ponerlas en duda o criticarlas.

La confianza que había de que las “bombas inteligentes” no herirían a los civiles puede haber contribuido al cambio de opinión pública. Se pasó de una división al 50% de apoyo a la guerra a un 85% de apoyo a la invasión. Quizás lo que más influyó en este cambio fue que una vez que el ejército americano estuvo implicado, mucha gente que antes se había opuesto a la acción militar creyó que criticar la decisión equivaldría ahora a traicionar a las tropas que estaban ahí. Por toda la nación se exhibieron lazos amarillos que simbolizaban el apoyo a las fuerzas que luchaban en Irak.

En realidad se estaba engañando al público respecto a la “inteligencia” de las bombas que se estaban lanzando en los pueblos iraquíes. Tras hablar con antiguos oficiales de la inteligencia y de las Fuerzas Armadas, un corresponsal del Boston Globe informó de que aproximadamente un 40% de las bombas dirigidas por láser y lanzadas durante la operación Tormenta del desierto no hicieron blanco en sus objetivos. Reuter informó de que en los primeros ataques aéreos sobre Irak se habían utilizado bombas dirigidas por láser, pero que a las pocas semanas se empezaron a usar B-52 -que transportaban bombas convencionales-, lo cual significaba bombardeos más indiscriminados.

John Lehman, secretario de Marina en la administración del presidente Reagan, estimó que se había herido a miles de civiles. Un despacho de Reuter desde Irak describió la destrucción de un hotel de 73 habitaciones de un pueblo al sur de Bagdad, y citó las palabras de un testigo egipcio: “Hicieron blanco en el hotel lleno de familias, y luego regresaron para volver a bombardearlo”.

A los periodistas americanos no se les permitió que observaran la guerra desde cerca y sus despachos estuvieron sujetos a la censura. Parecía como si, tras haber visto cómo había afectado a la opinión pública la información de la prensa sobre las bajas de civiles en la guerra de Vietnam, esta vez el gobierno estadounidense no quisiera arriesgarse.

A mediados de febrero, los aviones estadounidenses lanzaron bombas sobre un refugio aéreo en Bagdad a las cuatro de la mañana, matando a 400 o 500 personas. Un reportero de la Associated Press -uno de los pocos con autorización para visitar el lugar-, dijo lo siguiente: “La mayoría de los cadáveres que se han encontrado estaban tan quemados y mutilados que era imposible saber su identidad. Era evidente que algunos de los cadáveres eran de niños”. El Pentágono aseguraba que se trataba de objetivos militares, pero el reportero de la Associated Press que estaba en el lugar de los hechos dijo: “No podía verse ninguna evidencia de presencia militar entre los escombros”. Otros reporteros que también inspeccionaron el lugar confirmaron estas declaraciones.

Después de la guerra, quince jefes de agencias informativas de Washington se quejaron en una declaración conjunta de que el Pentágono ejerció un “control virtual total sobre la prensa americana” durante la guerra del Golfo. Pero mientras ésta tenía lugar, los comentaristas más importantes de la televisión se comportaron como agentes al servicio del gobierno de los Estados Unidos. Cuando el gobierno soviético intentó negociar el final de la guerra-sacando a Irak fuera de Kuwait antes de que empezara la guerra en tierra- el corresponsal más importante de la CBS, Leslie Stahl, preguntó a otro periodista: “¿No es éste un escenario de pesadilla? ¿No estarán los soviéticos tratando de detenernos?”

La última fase de la guerra, apenas seis semanas después de que hubiera comenzado, fue un asalto por tierra, que al igual que la guerra en el aire, apenas encontró resistencia. Con la victoria segura y el ejército iraquí en plena retirada, los aviones estadounidenses siguieron bombardeando a los soldados que, mientras se retiraban, obstaculizaban las autopistas que salían de la ciudad de Kuwait. Un reportero calificó la escena como “un infierno ardiente… una horrible imagen. Los cadáveres de los que huían yacían en la arena, del este al oeste”.

Después de la guerra quedaron al descubierto, con claridad aterradora, las consecuencias humanas de la guerra. Se reveló que los bombardeos de Irak habían causado el hambre, las enfermedades y la muerte de decenas de miles de niños. Un equipo médico de Harvard informó en mayo que la mortalidad infantil había aumentado dramáticamente y que en los primeros cuatro meses del año (la guerra duró desde el 15 de enero al 28 de febrero) habían muerto 55.000 niños más que en el mismo período del año anterior.

El director del hospital pediátrico de Bagdad contó a un reportero del New York Times que la primera noche de la campaña de bombardeos se quedaron sin electricidad: “Las madres se llevaron a los niños de las incubadoras, quitándoles los tubos intravenosos de sus brazos. Se sacó a otros niños de las cámaras de oxígeno y fueron llevados al sótano, donde no había calor. Perdí a más de 40 niños prematuros en las primeras 12 horas del bombardeo”.

Aunque en el transcurso de la guerra los oficiales estadounidenses y la prensa habían descrito a Saddam Hussein como a otro Hitler, la guerra llegó a su fin sin que se llegara a entrar en Bagdad, dejando así a Hussein en el poder. Parecía que Estados Unidos había querido debilitarle pero no eliminarle, para así mantenerle como contrapeso frente a Irán. En los años anteriores a la guerra del Golfo, Estados Unidos había vendido armas tanto a Irán como a Irak, favoreciendo a veces a uno, a veces a otro, como parte de la tradicional estrategia del “equilibrio de poder”.

Así pues, cuando la guerra terminó, Estados Unidos no apoyó a los disidentes iraquíes que querían derrocar el régimen de Saddam Hussein. El New York Times informó: “El presidente Bush ha decidido que sea el presidente Saddam Hussein quien sofoque las rebeliones de su país sin intervención americana antes de arriesgarse a la fragmentación de Irak”. Esta decisión dejaba impotente a la minoría kurda que se estaba rebelando contra Saddam Hussein. También dejaba sin apoyo a los elementos anti Hussein que había entre la mayoría iraquí.

La guerra provocó una desagradable ola de racismo árabe en los Estados Unidos durante la cual se insultaba, golpeaba o amenazaba de muerte a los árabe-americanos. Los parachoques lucían pegatinas que rezaban: “I don’t brake for Irakis”. Un hombre de negocios árabe-americano fue apaleado en Toledo, Ohio.

El partido Demócrata estaba de acuerdo con la administración Bush. Estaba satisfecho con los resultados, y aunque tenía ciertos recelos acerca de las bajas civiles, no constituían una oposición.

El presidente George Bush estaba satisfecho. Al terminar la guerra, hizo unas declaraciones por radio: “El espectro de Vietnam ha sido enterrado para siempre en las arenas del desierto de la península árabe”.

La prensa oficial estaba completamente de acuerdo. Las dos revistas de noticias más importantes, Times y Newsweek, publicaron ediciones especiales aclamando la victoria en la guerra y haciendo hincapié en el hecho de que sólo había habido unas pocas bajas americanas. No se mencionaban las bajas iraquíes. Un editorial del New York Times decía: “La victoria americana en la guerra del Golfo Pérsico… proporcionó una justificación especial al Ejército americano, el cual explotó su potencia de fuego y movilidad con brillantez y aprovechó para borrar los recuerdos de sus penosas dificultades en Vietnam”.

June Jordan, poetisa negra de Berkeley (California), tenía una opinión diferente: “Opino que es un golpe similar al del crack… y su efecto no dura mucho”.