Capítulo 24

SOBRE LA PRESIDENCIA DE CLINTON

En las elecciones presidenciales de 1992, el demócrata Bill Clinton, el joven y atractivo gobernador de Arkansas, derrotó al republicano George Bush. Las condiciones económicas del país se estaban deteriorando, y Clinton prometió un “cambio”.

No fue un electorado muy entusiasta (el 45% se mantuvo alejado de las urnas) y, de aquellos que votaron, solamente un 43% votó por Clinton. Bush recibió el 38% de los votos, y casi el 20% de los votantes abandonaron a los partidos políticos más importantes y votaron al multimillonario de Texas Ross Perot, quien prometía apartarse de la política tradicional.

El Consejo Directivo Demócrata, que quería desplazar al partido Demócrata hacia el centro, había apoyado fuertemente a Clinton. Su plan era prometer lo suficiente a los negros, las mujeres y los trabajadores para conservar su apoyo, pero atraer a los votantes conservadores blancos con un programa de inflexibilidad hacia el crimen y de apoyo a un ejército poderoso.

Consecuentemente, Clinton hizo unos cuantos nombramientos al gabinete que diesen a entender que daba su apoyo a los obreros y a los programas de bienestar social. Pero sus nombramientos clave para los departamentos del Tesoro y Comercio fueron para los ricos abogados de las corporaciones, y el equipo de política exterior -el secretario de Defensa, el director de la CIA y el consejero de Seguridad Nacional-eran abonados fijos al sistema bipartidista que alentaba la guerra fría.

Inmediatamente después de su victoria electoral, Clinton dijo: “Quiero reafirmar la continuidad esencial de la política exterior americana”. Efectivamente, en vísperas de las elecciones, había dejado claro que por mucho que hubiese acabado la guerra fría, sólo pensaba reducir el presupuesto militar de Bush en un 5%. Una vez que asumió la presidencia fue fiel a su palabra, y mantuvo un presupuesto militar de $262 mil millones.

Clinton estaba aceptando la premisa republicana de que Estados Unidos debía estar preparado para luchar en dos guerras regionales al mismo tiempo. Esto, a pesar de las declaraciones hechas por el general Colin Powell, quien, viendo el colapso de la Unión Soviética, había declarado en la revista Defense News (8 de abril de 1991): “Me estoy quedando sin demonios. Me estoy quedando sin villlanos. Sólo me quedan Castro y Kim Il Sung”. El secretario de Defensa de Bush, Dick Cheney -que no era una paloma de la paz que digamos- había dicho en 1992: “Las amenazas se han vuelto remotas, tan remotas que es difícil distinguirlas”.

Cuando llevaba dos años en la presidencia, Clinton propuso que se reservara aún más dinero para el ejército. En un despacho del New York Times de Washington (1 de diciembre de 1994) se daba la siguiente información:

En un intento de aplacar las críticas de falta de financiación para el ejército, el presidente Clinton celebró hoy una ceremonia en el Rose Garden en la que anunció que procuraría incrementar el gasto militar para los próximos seis años en $25 millones.

Clinton llevaba apenas seis meses en la presidencia cuando mandó a las Fuerzas Aéreas bombardear Bagdad, supuestamente como respuesta a la conspiración para asesinar a George Bush en ocasión de la visita del antiguo presidente a Kuwait. No había evidencias claras de que existiera tal conspiración, ya que provenían de la policía de Kuwait, famosa por su corrupción. Tampoco Clinton esperó a los resultados del juicio a los acusados de conspiración que se suponía iba a tener lugar en Kuwait.

Los aviones estadounidenses que -según el gobierno- tenían como blanco el Cuartel General de la Inteligencia iraquí, bombardearon un barrio de las afueras. En el ataque resultaron muertas seis personas, incluyendo a una destacada artista iraquí y a su marido. Luego resultó que no se habían causado daños significativos -si es que hubo alguno- en las instalaciones de la inteligencia iraquí. El New York Times comentó: “Las declaraciones categóricas del señor Clinton recordaban las afirmaciones del presidente Bush y del general Norman Schwarzkopf durante la guerra del Golfo Pérsico, que luego resultaron ser falsas”.

La columnista Molly Ivins sugirió que el propósito del bombardeo sobre Bagdad -es decir, el hecho de “enviar un poderoso mensaje”- encajaba con la definición del concepto de terrorismo. “Lo que llega a ser exasperante de los terroristas es que sus actos de venganza o sus llamadas de atención -llámense como se llamen- son indiscriminados… Lo que es verdad en los individuos… también lo es para las naciones”.

La política exterior de Clinton mantenía esa típica insistencia demócrata-republicana en la conservación de las buenas relaciones con cualquier gobierno que estuviera en el poder y promover así rentables acuerdos empresariales, sin tener en cuenta su comportamiento a la hora de respetar los derechos humanos. Se continuaba enviando ayuda a Indonesia a pesar del historial que había tenido este país en cuanto a asesinatos en masa (quizás 200.000 personas muertas sobre una población de 700.000) durante la invasión y ocupación de Timor Oriental.

Respecto a los derechos humanos se evidenció un nuevo caso de insensibilidad en la extraña actitud de la administración Clinton hacia dos naciones que se consideraban “comunistas”. China había masacrado a los estudiantes que protestaban en Pequín en 1989 y había enviado a la cárcel a los disidentes. Cuba había encarcelado a los que criticaban al régimen, pero no poseía un historial sangriento de represión como el de la China comunista y otros gobiernos del mundo entero que recibían ayuda norteamericana.

Estados Unidos continuó enviando ayuda económica a China, y le otorgaba ciertos privilegios comerciales (la categoría de “nación de trato preferencial”) en aras de sus intereses comerciales. Pero la administración de Clinton continuó, e incluso extendió, el bloqueo a Cuba, bloqueo que privaba a la población de comida y medicinas.

Parecía que lo que preocupaba a la administración de Clinton en sus relaciones con Rusia era la “estabilidad” por encima de la moralidad. Insistía en un firme apoyo al régimen de Boris Yeltsin, incluso después de que Rusia invadiera y bombardeara de forma brutal la remota región de Chechenia, la cual quería su independencia.

Tanto Clinton como Yeltsin, con ocasión de la muerte de Richard Nixon, expresaron su admiración por el hombre que había continuado la guerra en Vietnam, que había violado el juramento hecho al acceder a la presidencia y que había eludido los cargos criminales sólo porque su propio vicepresidente le perdonó. Yeltsin dijo de Nixon que era “uno de los políticos más grandes del mundo”, y Clinton dijo que Nixon, durante toda su carrera “había sido un gran defensor de la libertad y la democracia en todo el mundo”.

La política de economía exterior de Clinton no desentonaba de la habida durante la larga historia de la nación, en la que los dos partidos más importantes se mostraban más preocupados por los intereses de las corporaciones que por los derechos de la gente trabajadora -bien fuera aquí o en el extranjero- y veía la ayuda al extranjero como una herramienta política y económica más que como un acto humanitario.

El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, ambos dominados por los Estados Unidos, adoptaron un enfoque de banquero duro para con los países del Tercer Mundo que estaban llenos de deudas. Insistían en que estas naciones pobres asignaran una buena parte de sus escasos recursos a pagar los préstamos a los países ricos, a costa de recortar los servicios sociales a unas poblaciones que ya estaban desesperadas.

En la economía exterior se daba un gran énfasis a la “economía de mercado” y a la “privatización”. Esto obligaba a las personas del antiguo bloque soviético a defenderse por sus propios medios en una economía supuestamente “libre” y sin tener los beneficios sociales que habían tenido bajo los antiguos y reconocidamente ineficaces regímenes.

El concepto del “comercio libre” se convirtió en un objetivo importante para la administración de Clinton. En el Congreso, solicitó el apoyo activo tanto de los republicanos como de los demócratas para que se aceptara el Acuerdo Norteamericano de Libre Comercio con México. Este acuerdo eliminaba los obstáculos para que el capital y las mercancías de las corporaciones pudieran circular a lo largo y ancho de la frontera entre México y Norteamérica sin ningún tipo de restricciones.

Uno de los actos más impresionantes de la política exterior de Clinton fue el de presionar a los líderes militares de Haití -que habían depuesto a Jean-Bertrand Aristide (presidente elegido democráticamente en 1991)- para que volvieran a aceptar a Aristide como presidente y satisfacer a los haitianos. Pero este hecho resultaba algo sospechoso, debido al largo historial político estadounidense de apoyo a los dictadores corruptos en Haití.

La política nacional de Clinton -como era tradicional en los candidatos demócratas- armonizaba más con los seguidores negros, con las mujeres y con los trabajadores. Pero incluso sus medidas progresistas se veían seriamente limitadas por su aparente deseo de cortejar a los conservadores, por su miedo a ofender los intereses de las corporaciones y por los límites establecidos por los enormes gastos del presupuesto militar.

El programa económico de Clinton -anunciado en un principio como un programa para la creación de trabajo- cambió pronto de rumbo y se concentró en la reducción del déficit (con Reagan y Bush la deuda nacional se había elevado a cuatro billones de dólares). Y esto significaba que no habría ningún programa intrépido de inversiones ni en la sanidad universal, ni en la educación, ni en las guarderías, ni en la vivienda, en el medio ambiente, en el arte o en la creación de puestos de trabajo.

Los pequeños gestos de Clinton no se acercaban a lo que necesitaba una nación en la que una cuarta parte de los niños vivían en la pobreza, donde la gente sin hogar vivía en la calle en todas las grandes ciudades, donde las mujeres no podían buscar trabajo debido a la inexistencia de guarderías, donde el aire y el agua se estaban deteriorando de forma peligrosa y donde 35 millones de americanos -10 millones de los cuales eran niños- no disponían de cuidados médicos.

Estados Unidos era el país más rico del mundo, con un 5% de la población de la tierra, pero que consumía el 30% de lo que se producía en todo el mundo. La riqueza estaba polarizada, con un 1% de la población propietario del 35% de la riqueza -aproximadamente $5,7 billones. En sus empobrecidas ciudades, los niños morían en un porcentaje más alto que en cualquier otro país industrializado del mundo. En un año, en 1988, murieron 40.000 bebés antes de cumplir el año, con una tasa de mortandad entre bebés afroamericanos dos veces mayor que entre los blancos.

Para poder alcanzar -más o menos- una igualdad de oportunidades, se necesitaría una drástica redistribución de la riqueza y enormes inversiones para la creación de empleo, la salud, la educación y el medio ambiente. Había dos posibles fuentes para financiar esto, pero la administración de Clinton no se mostraba inclinada a explotar ninguna de ellas.

Una de las fuentes era el presupuesto militar. Durante la campaña presidencial de 1992, Randall Forsberg, un experto en gastos militares, había sugerido que un presupuesto militar de $60 mil millones -cifra que se alcanzaría en un número concreto de años- “ayudaría a perfilar una política exterior estadounidense desmilitarizada, la cual se adecuaría a las necesidades y a las oportunidades del mundo en los años posteriores a la Guerra Fría”. Así se podrían ahorrar $200 mil millones al año que se podrían utilizar en asuntos sociales.

Pero la presidencia de Clinton, como todas las administraciones republicanas y demócratas anteriores, no estaba dispuesta a renunciar a la guerra como instrumento de política nacional. La insistencia en el predominio militar mostraba claramente que este poder se mantenía -y probablemente siempre se había mantenido- no para hacer frente a la Unión Soviética, sino para intervenir en los países del Tercer Mundo, con miras a obtener ventajas económicas y políticas. No se permitiría que ninguna necesidad urgente de la nación se interpusiera a este objetivo.

La otra posible fuente para financiar las necesidades sociales estaba en la riqueza de los multimillonarios. El 1% más rico del país había obtenido más de un billón de dólares en los últimos doce años como resultado de los cambios en el sistema tributario. Un “impuesto sobre la riqueza” podría enmendar eso. Por otro lado, un impuesto sobre la renta verdaderamente progresivo -volviendo a los niveles posteriores a la II Guerra Mundial del 70–90% para los ingresos muy altos- quizás podría reunir cien mil millones de dólares para los programas sociales. De esta manera, podrían conseguirse de cuatro a cinco mil millones de dólares para un sistema sanitario universal, para un programa de trabajo de pleno empleo, para viviendas asequibles, transporte público, arte y medio ambiente.

La alternativa a ese programa tan atrevido era continuar igual, con ayudas insignificantes para los pobres, permitiendo que las ciudades fueran contaminándose, no ofreciendo ningún trabajo útil a los jóvenes y creando una población marginal de personas holgazanas y desesperadas que caen en la droga y el crimen constituyendo una amenaza para la seguridad física del resto de la población.

Para afrontar esta situación, los demócratas y los republicanos se unieron para aprobar una ley del crimen, para construir más cárceles y para encerrar a más personas desesperadas, muchas de las cuales eran jóvenes, y muchas no blancas. Esto era un gesto dirigido a los americanos que se sentían amenazados por el incremento del crimen violento. De esta manera, en 1994, Estados Unidos tenía en las cárceles a una proporción de la población más alta que ningún otro país del mundo: un millón de personas.

Si la administración de Clinton y el Consejo Directivo Demócrata esperaban atraerse a los votantes moderados abandonando los atrevidos programas sociales, reforzando el ejército y usando mano dura contra el crimen, entonces fracasaron. En las elecciones al Congreso de 1994, los republicanos desbancaron a los demócratas tanto en la Cámara como en el Senado y obtuvieron la mayoría en ambas cámaras. Inmediatamente propusieron, con el pretexto de escapar del “gran gobierno”, el desmantelamiento de los programas sociales que se habían creado desde los años del New Deal.

Los victoriosos republicanos pedían un “mandato” de la gente para su programa. Pero tampoco se trataba de eso. Sólo el 37% del electorado fue a las urnas, y poco más de la mitad de ese 37% votó a los republicanos. Si alguien tenía un mandato, era ese 63% de la población que parecía estar al margen de un proceso político dominado por dos partidos políticos mayoritarios muy poco populares. (Un informe de 1988 mostró que dos terceras partes de los votantes querían ver a otros candidatos que no fueran el republicano Bush o el demócrata Dukakis).

De hecho, las encuestas de los años ochenta y principios de los noventa indicaban que los americanos estaban a favor de medidas políticas atrevidas que ni los demócratas ni los republicanos estaban dispuestos a proponer. Estas encuestas mostraban un apoyo del 61% en favor de un sistema sanitario como el de Canadá, y un 84% de apoyo a la idea de subir los impuestos a los millonarios.

Mientras ambos partidos se mostraban críticos con el “sistema de beneficio y ayuda social” (como si las corporaciones y los bancos no recibieran enormes beneficios del gobierno), una encuesta del New York Times/CBS News en diciembre de 1994 descubrió que el 65% pensaba que “es responsabilidad del gobierno cuidar de las personas que no pueden hacerlo por sí solas”.

Si la democracia significaba que el gobierno debía reconocer de algún modo la voluntad de las personas, estaba claro que en 1995 ni los republicanos ni los demócratas lo estaban cumpliendo. Una encuesta llevada a cabo por Los Angeles Times, en septiembre de 1994, descubrió que “cada vez hay más americanos que dicen estar más dispuestos a apoyar a un nuevo partido”. Esto confirmaba la encuesta Gordon Black, efectuada dos años antes, en la que el 54% de los encuestados decía que quería “un nuevo partido reformista nacional”.

Si la experiencia histórica nos enseñó algo, fue que una seria crisis nacional como la que existía en los Estados Unidos a mediados de los noventa, una crisis de pobreza, de drogas, de violencia, de crimen, de marginación de la política y de incertidumbre sobre el futuro, no se resolvería sin un gran movimiento social por parte de los ciudadanos. Este movimiento necesitaría conjuntar la inspiración y el compromiso de toda una serie de movimientos -el abolicionista, el obrerista, el pacifista, el de los derechos civiles, el feminista, el homosexual y el medioambiental- para que la nación pudiera coger un nuevo rumbo.

En algún momento de 1992, el partido Republicano celebró una cena para recaudar fondos en la que los individuos y las corporaciones pagaron hasta $400.000 para poder asistir. Un portavoz del presidente Bush, Marlin Fitzwater, dijo a los reporteros: “Sí, se trata de comprarse el acceso al sistema”. Cuando se le preguntó sobre las personas que no tenían tanto dinero, contestó: “Deben exigir el acceso de otras maneras”.

Eso puede haber sido una pista para los americanos que quieren un cambio real. Tendrán que exigir el acceso a su manera.