La última edición de La otra historia de los Estados Unidos termina con las elecciones del 2000, cuando el candidato demócrata Al Gore obtuvo cientos de miles de votos más que George W. Bush; pero en el estado de Florida, cuyo gobernador era el hermano de George W. Bush, la funcionaria encargada del recuento, una destacada republicana, declaró ganador a Bush por un margen escaso. Pese a que miles de votos no fueron contabilizados, especialmente en los distritos de votantes negros, ella se negó a efectuar ese recuento. La Corte Suprema de Florida la desautorizó y ordenó un recuento completo, pero la Corte Suprema de los Estados Unidos se opuso por cinco votos (los cinco de miembros republicanos) a cuatro, y refrendó a Bush como ganador.
Mi Otra historia también termina con la tragedia del 11 de septiembre del 2001, cuando unos secuestradores estrellaron sus aviones contra el World Trade Center de Nueva York y mataron a cerca de tres mil personas. Bush declaró inmediatamente una “guerra contra el terrorismo” y proclamó: “No haremos ninguna distinción entre terroristas y los países que albergan el terrorismo”. El Senado y la Cámara de Representantes aprobaron una resolución otorgándole el poder para emprender una acción militar con la negativa de un solo miembro del Congreso, la representante afro-americana de California, Barbara Lee.
Bajo la suposición de que los secuestros habían sido ordenados por el grupo militante islámico Al Qaeda, cuyo jefe era Osama Bin Laden, las fuerzas de los Estados Unidos bombardearon e invadieron Afganistán. Bin Laden nunca fue capturado33 y la organización Al Qaeda siguió viva, pero en la operación militar murieron miles de civiles afganos y otros cientos de miles se vieron obligados a abandonar sus hogares.
El terrible costo de vidas humanas durante la invasión se justificó con el argumento de que se había derrocado a los talibanes, un grupo fundamentalista islámico que gobernó Afganistán con mano de hierro y responsable de innumerables actos atroces contra la población. Sin embargo, la derrota de los talibanes llevó al poder a la Alianza del Norte, que a mediados de los años 90 fue la responsable de muchos actos de violencia contra la población de Kabul y de otras ciudades afganas.
En su Discurso del Estado de la Unión del 2002, George Bush afirmó que con el derrocamiento de los talibanes “ahora las mujeres son libres”. Pero según una organización de mujeres afganas se trataba de una afirmación falsa. Nicholas Kristofß, reportero del New York Times, informó dos años después de la invasión que las mujeres afganas no eran libres. A pesar de que él había apoyado el ataque de los Estados Unidos, ahora se sentía “traicionado al igual que los propios afganos”. Encontró que “el bandidaje y el caos están en auge, los antiguos caudillos militares controlan gran parte del país, los talibanes resurgen en el sureste”, y citó un informe de la ONU alertando que Afganistán pronto quedaría en manos de los “cárteles de drogas y narcoterroristas”.
Dieciséis meses después del inicio de la guerra, un escocés que prestó ayuda médica a trece aldeas afganas se manifestaba angustiado por lo que había visto: “El país está de rodillas… Es uno de los países del mundo más afectados por las minas terrestres… el 25% de los niños mueren antes de los cinco años”. Y concluyó con tristeza: “Ciertamente, al comienzo de nuestro siglo XXI deberíamos haber evolucionado más allá del punto de reducir a polvo un país y su gente por la más débil de las excusas”.
En agosto del 2006, los ataques aéreos todavía mataban a civiles afganos, y el New York Times informó que “la corrupción, la violencia y la pobreza” se habían generalizado en el país.
Era evidente que el ataque militar en Afganistán no había traído ni democracia ni seguridad, ni tampoco había debilitado al terrorismo. De hecho, en su Discurso del Estado de la Unión del 2002, el presidente Bush, mientras afirmaba que “estamos ganando la guerra contra el terror”, admitió que “decenas de miles de terroristas adiestrados siguen en libertad”. En efecto, si algo logró la violencia desatada por los Estados Unidos al provocar la ira de los habitantes en el Medio Oriente fue un aumento del número de terroristas.
Con Afganistán todavía sumida en el caos, la administración Bush comenzó a preparar el terreno para una guerra contra Irak. Richard Clarke, asesor del presidente en asuntos de terrorismo, informó más tarde que inmediatamente después de los ataques del 11 de septiembre, la Casa Blanca estaba buscando razones para atacar a Irak, aunque no había ninguna evidencia para vincular a Irak con esos ataques.
A partir del 2002, George Bush y sus funcionarios más cercanos, el vicepresidente Dick Cheney, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld, y la consejera de Seguridad Nacional Condoleezza Rice, comenzaron una campaña para persuadir a la ciudadanía de que Irak y su dictador, Saddam Hussein, constituían una seria amenaza para los Estados Unidos y el mundo. Acusaron a Irak de ocultar “armas de destrucción masiva”, que incluían planes para construir un arma nuclear.
Un equipo de inspección de la ONU, que llevó a cabo cientos de inspecciones por todo Irak, fue incapaz de encontrar dichas armas. No hubo evidencias de que Irak estuviese trabajando en un arma nuclear, pero el vicepresidente Dick Cheney insistió en que era un hecho y Condoleeza Rice habló amenazadoramente de una “nube de hongo”, que invocaba la imagen de la bomba atómica sobre Hiroshima. Se había creado un clima de histeria. El gobierno señaló las atrocidades cometidas por Saddam Hussein, incluyendo la masacre con armas químicas de 5.000 kurdos iraquíes. Hussein era en efecto un tirano monstruoso, pero cuando la matanza de los kurdos se llevó a cabo en 1988, los Estados Unidos no presentaron ninguna objeción seria. Miraban a Irak como aliado y apoyaban a su guerra contra Irán.
¿Cuál fue la verdadera razón para construir una atmósfera de guerra contra Irak? No era creíble que Irak, un país arruinado por dos guerras (en la década de 1980 contra Irán, en 1991 con la invasión de los Estados Unidos) y devastado por diez años de sanciones económicas, resultara una amenaza para la mayor potencia militar del mundo.
Una razón mucho más probable para la guerra era que Irak poseía la segunda reserva de petróleo más grande del mundo (Arabia Saudita era la primera) y los Estados Unidos, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, estaban decididos a controlar el petróleo del Medio Oriente. Ese motivo estuvo detrás de las acciones de los Estados Unidos cuando, en 1953, derrocaron al gobierno de Irán que había nacionalizado su industria petrolera. El resultado del golpe de Estado fue restaurar en el poder a la dictadura del Sha. Bien fueran demócratas o republicanos quienes ocupaban la Casa Blanca, el petróleo siguió gobernando la política de los Estados Unidos en la región. De hecho, fue bajo la administración del demócrata liberal Jimmy Carter que se enunció la “Doctrina Carter”, que declaraba que los Estados Unidos defenderían sus intereses en el petróleo del Medio Oriente “por cualquier medio necesario, incluida la fuerza militar”.
Nada de esto, sin embargo, se dijo a la ciudadanía. Forma parte de un patrón histórico en la política exterior de los Estados Unidos decirle a su pueblo que la guerra es necesaria para defenderlo de una amenaza, o para llevar la libertad y la democracia a otros países, mientras que los verdaderos motivos de la guerra—las ganancias de las empresas, el control de materias primas vitales, la expansión del imperio—se ocultan.
El gobierno de Bush esperaba conseguir el apoyo de la ONU en la guerra contra Irak, pero no logró convencer a los otros miembros del Consejo de Seguridad a pesar de que el secretario de Estado Colin Powell pronunció un discurso ante la ONU—más tarde revelado como información falsa—en el que enumeraba las armas de destrucción masiva que, según él, poseía Saddam Hussein.
En un documento titulado “Estrategia de Seguridad Nacional”, emitido en septiembre del 2002, la administración Bush declaró su determinación de emprender una acción militar unilateral, es decir, sin el apoyo internacional, cada vez que lo considerara necesario para mantener su supremacía mundial. Esto constituyó una violación de la Carta de las Naciones Unidas, que permitía una acción militar sólo en defensa propia, y sólo cuando estuviera aprobada por el Consejo de Seguridad.
Sin embargo, los Estados Unidos se prepararon durante el invierno del 2002 y la primavera del 2003 para emprender la guerra en Irak. El mundo manifestó su oposición frente a la medida. El 15 de febrero del 2003 se realizaron manifestaciones simultáneas por todo el planeta; entre diez y quince millones de participantes protestaron contra la guerra inminente. Un artículo del New York Times que comentaba estas manifestaciones aseguró que: “Ahora hay dos superpotencias en el mundo, los Estados Unidos y la opinión pública mundial”.
A pesar de las protestas, el 20 de marzo del 2003, bajo el nombre “Operación Libertad Iraquí”, el gobierno de los Estados Unidos lanzó un ataque masivo por tierra y aire, dejando caer miles de bombas y enviando más de 100.000 soldados a Irak. La intensidad de la violencia fue representada por la expresión “shock and awe” (conmoción y pavor). Murieron cientos de soldados estadounidenses y miles de iraquíes, muchos de ellos civiles.
A las tres semanas, la ciudad de Bagdad fue ocupada. El primero de mayo, seis semanas después de la invasión, las principales operaciones militares se declararon terminadas y el presidente George Bush posó de pie, triunfante, en un portaaviones con una enorme pancarta detrás suyo que decía: “Misión Cumplida”.
De hecho, si la misión era tomar el control de Irak, no se había cumplido. La violencia continuó e incluso creció, ya que los insurgentes llevaron a cabo ataques contra el ejército de ocupación de los Estados Unidos. Saddam Hussein fue capturado en diciembre del 2003, aunque su detención no detuvo los ataques. La administración Bush señaló como signo de democracia las elecciones que se celebraron en Irak, pero su resultado llevó al poder a una facción (los chiítas) y dejó fuera al anterior grupo gobernante (los sunitas) y fomentó así más violencia.
La ocupación aumentaba cada vez más el resentimiento entre los iraquíes. Las tropas de los Estados Unidos detuvieron a miles de iraquíes sospechosos de ser insurgentes, reteniendo a muchos de ellos sin cargos y sin ningún proceso judicial. Un año después de la invasión, aparecieron fotos mostrando que las tropas estadounidenses torturaban a los detenidos en la prisión de Abu Ghraib, y había evidencia de que esto contaba con la aprobación del secretario de Defensa Donald Rumsfeld. Cuando el Senado consideraba un proyecto de ley para prohibir la tortura, el vicepresidente Cheney visitó a los senadores para discutir en contra del proyecto. Se agravó aún más la hostilidad contra los Estados Unidos. Las encuestas entre los iraquíes mostraron que una gran mayoría quería que las tropas estadounidenses se marcharan de Irak.
El presidente Bush y su administración se negaron a considerar la retirada de Irak. Debemos “mantener el rumbo”, dijo Bush. No debemos “cortar y correr”, declararon el vicepresidente Cheney y el secretario de Defensa Donald Rumsfeld. Mientras tanto, las bajas de los Estados Unidos iban en aumento, y para mediados del 2006 ya había más de 2.500 muertos y decenas de miles de heridos. Sus heridas eran a menudo graves y requerían amputaciones de brazos y piernas, o causaban ceguera. El gobierno hizo grandes esfuerzos para evitar que el público estadounidense viera los ataúdes o a los veteranos sin brazos o piernas.
Hubo muchas más bajas entre los iraquíes. A mediados del 2006, después de tres años de guerra y de cientos de miles de iraquíes muertos, la sociedad iraquí estaba en ruinas, viviendo en una situación permanente de violencia y caos, privada de agua potable y de electricidad.
Cuando comenzó la guerra, con el recuerdo del desastre del 11 de septiembre aún fresco, una gran mayoría del pueblo estadounidense aceptó el argumento del gobierno de Bush de que Saddam Hussein tenía “armas de destrucción masiva” y que la acción contra Irak formaba parte de la “guerra contra el terror”. Ninguno de los principales órganos de prensa y de televisión lo puso en duda, y el partido Demócrata apoyó ampliamente la guerra y las políticas de Bush, de manera que la ciudadanía estuvo muy desinformada.
Sin embargo, a medida que la guerra avanzaba, la situación se volvió más y más clara. La guerra no había llevado ni democracia, ni libertad, ni seguridad para el pueblo de Irak. El gobierno de los Estados Unidos había engañado a su pueblo con unas “armas de destrucción masiva” que no existían, había exagerado la amenaza de Saddam Hussein mucho más allá de la realidad, había asegurado una conexión con los acontecimientos del 11 de septiembre sin ninguna base en los hechos. Había apoyado la tortura y la detención sin juicio de miles de personas en Irak y en los Estados Unidos.
Y la cifra de muertos en Irak, tanto para los estadounidenses como para los iraquíes, seguía creciendo.
Más aún, la administración Bush utilizaba la guerra como una justificación para violar los derechos constitucionales del pueblo estadounidense. Seis semanas después del 11 de septiembre, presentó la Ley USA PATRIOT, un documento de 342 páginas que el Congreso tuvo escaso tiempo para leer y que, sin embargo, bajo la acalorada atmósfera del 11 de septiembre, la Cámara de Representantes aprobó por una abrumadora mayoría y el Senado dejó pasar con sólo un voto en contra.
Su mismo título sugiere que cualquiera que se opusiera a ella era un antipatriota. La ley ampliaba el poder del gobierno para interceptar las comunicaciones, y otorgó a los organismos gubernamentales el poder para registrar los hogares sin el conocimiento de sus dueños. Esto se asemejaba a los “Writs of Assistance” (órdenes de requisa), que fueron uno de los agravios que sufrieron los colonos americanos por parte de los británicos y que finalmente condujeron a la Guerra de la Independencia.
Poco después del 11 de septiembre, los Estados Unidos comenzaron a detener individuos en Afganistán y otros lugares a los que acusó de terrorismo. En vez de tratarlos como prisioneros de guerra, lo que habría implicado respetarles los derechos conferidos por las leyes internacionales, crearon para ellos la categoría de “combatientes enemigos ilegales” y los encerraron en la bahía de Guantánamo, la instalación militar de los Estados Unidos en el borde de Cuba. No se practicó ningún juicio ni se les dijo cuáles eran los cargos en su contra. Pronto comenzaron a surgir los informes sobre torturas. Después de muchas huelgas de hambre e intentos de suicidio, en junio del 2006 tres de los prisioneros se suicidaron.
Un Comité de Naciones Unidas contra la Tortura informó sobre las políticas de los Estados Unidos en Guantánamo y otros lugares, y sostuvo que debían cerrar el centro de Guantánamo. Además, señaló la evidencia de que los Estados Unidos estaban enviando detenidos a otros países con paradero desconocido y donde muchos de ellos eran torturados.
En el otoño del 2006, el presidente Bush firmó un proyecto de ley aprobado por el Congreso, permitiendo a la CIA continuar con los severos interrogatorios a sospechosos de terrorismo en prisiones secretas en el extranjero. También eliminó el derecho de hábeas corpus para cualquier persona, incluidos los ciudadanos estadounidenses, que fuera designada, por el presidente o por el secretario de defensa, como un “combatiente enemigo ilegal”. Es decir, un detenido no tendría derecho a acudir ante un tribunal para impugnar su detención.
La guerra en Irak costaba ahora cientos de miles de millones de dólares. El presupuesto militar aprobado por unanimidad por el Congreso en el 2006 estipulaba un gasto de medio billón de dólares, el mayor presupuesto militar en la historia. Mientras tanto, se realizaban recortes en los fondos para la educación y la salud. Y las empresas que consiguieron contratos militares con el gobierno generaban enormes ingresos. El precio de la gasolina había subido a niveles récord mientras que la compañía Exxon reportaba ingresos anuales de cuarenta mil millones de dólares.
Los Directores Ejecutivos de las empresas recibían sueldos enormes, 400 veces el salario del trabajador medio, mientras que el salario mínimo se mantuvo en los niveles de los últimos diez años, a $5.15 por hora. Hubo protestas, incluso en las páginas de negocios del New York Times, donde el analista financiero Bob Stein preguntó: “¿Son estos los Estados Unidos, donde demasiados ricos saquean a sus accionistas y patean en la boca a sus empleados, los Estados Unidos por los que luchan nuestros soldados en Ramadi y en Kirkuk y en la provincia de Anbar y en Afganistán… los Estados Unidos por los cuales nuestros hombres y mujeres están perdiendo sus extremidades o regresan a casa dentro de cajas?”
La resistencia del pueblo estadounidense a esta situación creció lenta pero constantemente a medida que avanzaba la guerra. Mítines de repudio, vigilias y protestas tuvieron lugar en todo el país, sin llegar nunca a la escala de las grandes manifestaciones antibélicas que marcaron la era de Vietnam, pero simbolizando el creciente distanciamiento de la opinión pública frente a las políticas de la administración Bush.
Cindy Sheehan, una madre californiana cuyo hijo Casey murió en Irak, se pronunció fuertemente en contra de la guerra, y cuando acampó cerca del rancho de Bush en Crawford, Texas, contó con apoyo proveniente de todas las regiones del país. En un discurso que pronunció en una reunión de Veteranos por la Paz en Dallas, se dirigió a George Bush de la siguiente manera: “Dígame la verdad. Dígame que mi hijo murió por petróleo. Dígame que mi hijo murió para hacer ricos a sus amigos. Dígame que mi hijo murió para que usted pudiera extender el cáncer de la Pax Americana, el imperialismo en el Medio Oriente”.
A medida que la guerra en Irak continuaba, los jóvenes que se habían unido a los militares comenzaron a reconsiderarlo. Un año después de iniciada la guerra, una joven de Illinois, Diedra Cobb, presentó una demanda como objetora de conciencia. Ella escribió: “Me uní al Ejército pensando que defendía, muy posiblemente, algunos de los más importantes ideales del mejor y más poderoso país sobre la tierra… Al final tendría que salir algo bueno de la carnicería. Pero aquí fue donde me equivoqué, porque en la guerra no hay final. Todavía estamos en Alemania, todavía estamos en Corea, todavía estamos en Bosnia, diablos, todavía estamos en América. La lista es interminable, y las únicas cosas que se determinan son quién se quedará y quién se irá, quién vivirá y quién morirá, quién mandará y quién servirá. Yo no sabía que no es posible que de la guerra salga la paz porque la guerra nunca termina”.
A finales del 2004, una noticia de la CBS informó que desde el inicio de la guerra, un año y medio atrás, 5.500 soldados habían desertado. Muchos se marcharon a Canadá. Uno de ellos, Jimmy Massey, un ex sargento de la marina que solicitaba asilo, dijo durante una audiencia en Toronto que él y sus compañeros marines dispararon y mataron a más de treinta personas desarmadas, entre las que había hombres, mujeres y niños, e incluso un joven iraquí que había salido de su coche con los brazos en alto.
Por esas mismas fechas, una historia publicada en el New York Times decía: “Más de 2.000 excombatientes se han resistido a la orden de reincorporarse a las tropas”. El ejército desesperaba por llenar sus filas a medida que se acercaba la conclusión del término prometido a sus soldados. El periódico The Independent, de Inglaterra, informó sobre los desertores de los Estados Unidos: “El sargento Kevin Benderman no puede desprenderse de las imágenes que han quedado grabadas en su cabeza. Aldeas bombardeadas y gente desesperada. Perros comiendo cadáveres arrojados en una fosa común. Y la más recurrente de todas, la imagen de una joven iraquí, de no más de ocho o nueve años, con un brazo gravemente quemado y lleno de ampollas, y el sonido de sus gritos”.
En el otoño del 2006, en Watertown, Nueva York, un grupo llamado Citizen Soldier abrió el café The Different Drummer Internet Café y ofreció a los militares de una base cercana un lugar donde pudieran utilizar Internet, tomar café, y compartir sus opiniones. Durante la guerra de Vietnam, se crearon una docena de GI Coffeehouses (cafés para los miembros de las fuerzas armadas) en las inmediaciones de bases militares, donde los soldados podían acudir a intercambiar información, obtener literatura antibélica o escuchar música.
A medida que a los militares se les hacía más difícil persuadir a los jóvenes para unirse al ejército, los esfuerzos para reclutar adolescentes se intensificaron mediante visitas a las escuelas secundarias y con acercamientos a los estudiantes en los partidos de fútbol y en los comedores escolares. Al mismo tiempo, grupos antibélicos iniciaron una campaña para contrarrestar la propaganda en favor de la guerra de los reclutadores. Contra-reclutadores visitaron escuelas en Chicago, Nueva York, Los Ángeles, Portland (Oregón), San Francisco y otras ciudades.
Para el 2006, la actividad antibélica en los Estados Unidos no había alcanzado el punto álgido del activismo durante la guerra de Vietnam, pero estaba claramente en aumento. Hubo vigilias y reuniones en cientos de pueblos y ciudades por todo el país, y algunas personas se involucraron en actos de desobediencia civil para resaltar la oposición a la guerra. Por ejemplo, en abril del 2006, en la ciudad de Nueva York, dieciocho miembros de la Granny Peace Brigade (Brigada de Abuelas por la Paz), bloquearon la entrada a un centro de reclutamiento militar en Times Square. Fueron detenidas y acusadas de desorden público. Pero durante el juicio, después de escuchar el testimonio de las mujeres, todas con edades entre cincuenta y nueve y noventa y un años, sobre por qué habían actuado como lo hicieron, el juez decidió que habían sido arrestadas injustamente.
Para ese entonces, tres años de guerra en Irak habían convertido a una población que en un principio apoyó la guerra en una mayoría que se oponía a ella y que declaraba su falta de confianza en el presidente Bush. Uno de los signos de esta nueva actitud fue que algunos periodistas que trabajaban para periódicos importantes y que habían apoyado la guerra comenzaron a protestar valientemente. Andy Rooney, en el muy popular programa de televisión 60 Minutes, declaró ante una audiencia de muchos millones durante el Día de los Caídos, 30 de mayo del 2006, resaltando que él mismo era un veterano de la Segunda Guerra Mundial: “Usamos la frase ‘dieron sus vidas’, pero ellos no dieron sus vidas. Sus vidas se las quitaron… Me gustaría que pudiéramos dedicar el Día de los Caídos, no a la memoria de aquellos que han muerto en la guerra, sino a la idea de salvar las vidas de los jóvenes que van a morir en el futuro si no encontramos alguna nueva forma - tal vez alguna nueva religión - de sacar a la guerra de nuestras vida”.
La veterana periodista Helen Thomas, cuyo rostro y cuya voz eran familiares para todos los estadounidenses que veían el programa de televisión Meet the Press, escribió una columna en el periódico diciendo: “No necesitamos más horarios engañosos para prolongar la agonía. Necesitamos salir rápido de un espectáculo malo”. También puso de manifiesto la débil respuesta del partido Demócrata a la guerra: “¿Dónde está la oposición en el partido de la oposición?”
A pesar de que el gobierno trataba de intimidar a los estadounidenses sumiéndolos en el silencio, la gente aún se hizo sentir. Los bibliotecarios de California destruyeron sus registros en lugar de revelar al FBI los nombres de los prestatarios de libros. Por lo menos 200 de las 1.500 bibliotecas encuestadas dijeron que no habían cooperado con las autoridades en la revelación de esa información.
Las personas de las artes levantaron su voz contra la guerra. Las conocidas cantantes Dixie Chicks apoyaron a su voz líder, Natalie Maines, cuando defendió una declaración hecha en Europa en la que se avergonzaba de ser de Texas, el estado natal de Bush. A pesar de que entonces cientos de emisoras de radio se negaron a pasar su música, continuaron llevando multitudes a sus conciertos y vendiendo un gran número de discos.
En la supuestamente conservadora Salt Lake City, el alcalde “Rocky” Anderson fue aclamado por miles de personas cuando calificó al presidente Bush de “presidente deshonesto, belicista, violador de los derechos humanos” y dijo que su presidencia “clasifica como la peor de todas las que nuestra nación haya tenido que soportar jamás”.
Uno de los resultados del ambiente fuertemente nacionalista que la administración Bush intentó mantener arduamente fue el surgimiento de una ola de resentimiento contra millones de inmigrantes, especialmente mexicanos, que habían venido a los Estados Unidos, que no tenían estatus legal, y que fueron vistos como personas que le estaban quitando sus puestos de trabajo a los estadounidenses. Aunque varios estudios demostraron que estos inmigrantes, en lugar de dañar, estaban ayudando a la economía, el resentimiento contra ellos aumentó, especialmente en la sección suroeste del país.
El Congreso aprobó un plan para construir una valla de 750 millas a lo largo de las fronteras del sur de California y Arizona para impedir la entrada a los mexicanos que trataban de escapar de la pobreza en su país de origen. La ironía parecía haberse perdido en el gobierno de los Estados Unidos hasta el punto de que trabajaba tan duramente para impedir la entrada a los mexicanos pobres en un territorio que le fue incautado a México en la guerra de 1846–48.
Mientras se discutía en el Congreso una legislación para castigar a las personas que se encontraban en el país ilegalmente, durante la primavera del 2005 hubo grandes manifestaciones por todo el país, especialmente en California y el suroeste, que involucraron a cientos de miles de personas que pedían igualdad de derechos para los inmigrantes. Los que se unieron a estas acciones no sólo fueron los propios inmigrantes sino también estadounidenses que los apoyaban. Uno de los lemas más comunes era: “Ningún ser humano es ilegal”.
En medio de la creciente oposición a las políticas de la administración Bush, tanto en el país como en el extranjero, ocurrió el desastre de Nueva Orleans, Louisiana, en agosto del 2005. Un huracán mortal rompió los diques que protegen a la ciudad del río Mississippi, matando y lesionando a miles de personas y dejando a cientos de miles sin hogar. Un reportero del Washington Post escribió:
“La gente en todo el mundo no puede creer lo que está viendo. Desde Argentina hasta Zimbabue, las fotos en primera página de los muertos y los desesperados de Nueva Orleans, casi todos ellos pobres y negros, los han enfermado y han puesto en duda sus supuestos sobre el poder estadounidense. ¿Cómo puede ocurrir esto?, se preguntan, en una nación cuyo poder y cuya riqueza parecen casi sobrenaturales en muchas esquinas del mundo donde aún se libran batallas… La reacción internacional ha pasado en muchos casos de la conmoción, la simpatía y la generosidad, hacia una crítica cada vez mayor a la respuesta del gobierno de Bush frente a la catástrofe del huracán Katrina”.
El mismo reportero escribió que “… muchas personas ven en el caos reinante en gran parte de la Costa del Golfo la incompetencia en el mejor de los casos y en el peor el racismo. Muchos analistas han dicho que al centrarse en Irak, el presidente Bush ha dejado a los Estados Unidos sin recursos para hacer frente a los desastres naturales, y muchos dijeron que la furia del huracán Katrina se burló de la oposición de Bush a los esfuerzos internacionales para enfrentar el calentamiento global, que según algunos expertos contribuye a la gravedad de este tipo de tormentas”.
La experiencia del Katrina condujo a una más amplia conclusión sobre la política de los Estados Unidos: mientras que millones de personas en África y Asia, e incluso la gente pobre de los Estados Unidos, morían de desnutrición y enfermedades, mientras que los desastres naturales arrastraban cifras enormes de vidas por todo el mundo (como ocurrió con el tsunami en el sudeste asiático en el 2004), el gobierno de los Estados Unidos derramaba su enorme riqueza en la guerra y la construcción de su imperio.
Había muchos temas en la mente de los estadounidenses que acudieron a las urnas en noviembre del 2006 para elegir a los miembros de la Cámara de Representantes y a un tercio de los miembros del Senado. Pero, sin duda, en primer lugar se hallaba el desastre que se producía en Irak y el drenaje de la riqueza de la nación a causa de los requerimientos de la guerra. Ante las sugerencias del presidente Bush para que el Sistema de Seguridad Social pasara a manos privadas, un millón de estadounidenses firmaron peticiones para salvar el sistema.
El resultado de las elecciones del 2006, en las que los demócratas ganaron el control de la Cámara y el Senado por un estrecho margen, fue más un repudio hacia la administración Bush que una demostración de entusiasmo por los demócratas. Sin embargo, puesto que los candidatos demócratas que se opusieron firmemente a la guerra ganaron los escaños suficientes para lograr la victoria, también fue una dramática indicación del cambio en la opinión pública acerca de la guerra y del reconocimiento por parte de muchas personas de que la administración Bush representaba principalmente los intereses de las clases pudientes. Fue un momento democrático inusual en la historia reciente de la nación.
33 El asesinato de Osama Bin Laden ocurriría el 2 de mayo del 2011, cuatro años después de la escritura de este ensayo.