Aquel lunes amaneció sumido en un extraño silencio, un silencio denso y un poco saturado, como si un aliento determinado faltase, como si la ausencia de una respiración alterara la composición del sonido. María Bonita distinguió esa mañana de todas las otras mañanas de treinta y tres largos años. En verdad se llamaba Fresia, pero como le gustaban las rancheras y sabía cantarlas, desde siempre la llamaron María Bonita.
Se levantó de la cama y se dirigió a la cocina, como cada día, para hervir el agua para el té. Después de lavarse y vestirse, saldría a comprar el pan y limpiaría un poco la casa. Y luego, ¿qué? Sentarse frente a la tele, mirar el velorio, tratar de entender a los fanáticos que lo acompañaban. Pero salir a la calle, no. Muchos en la población partirían al centro a celebrar la muerte del dictador. Sin embargo, su ánimo no era festivo. Tanto esperar este acontecimiento cada día, cada uno de los largos días de todos estos largos años. Siempre pensó que el cuerpo de Manuel aparecería antes del momento en que esta muerte se anunciase. Apostó a ello, como una carrera, quién gana: me enteraré de la verdad o morirá él, yo gano, conoceré el paradero de mi marido mientras él esté vivito y coleando, no se me puede morir antes de eso. El día anterior, un domingo soleado de diciembre, luego de escuchar la noticia, pensó, desalentada: ¿y ahora qué? Observaba la pantalla, con champagne celebraban los ricos, con pancartas y cerveza los pobres, todos en la calle. Siempre supuso que ella sería la primera en salir a festejar el instante en que esto ocurriese, ¿no era su carga una gran herida? Pero llegó el momento y sus dos piernas se convirtieron en cubos de plomo, pesados, inamovibles, como si un hechicero triste le robase el cerebro y extendiera la inmovilidad por su cuerpo. Instalada en el viejo y deshilachado sillón verde, las imágenes de la pantalla y su propia vida se fundían. Miraba el ataúd rodeado por uniformes pero era a Manuel a quien veía, el día de su boda, el día en que ganó Allende, el día que lo vinieron a buscar y nunca más volvió. Cuando hablaban los periodistas en la tele ella escuchaba todas sus esperanzas rotas, su eterno peregrinar, su hermandad con las otras viudas, los huesos encontrados que nunca fueron los suyos.
María Bonita se acostumbró a despertar por la mañana y a recordar que alguien en la ciudad respiraba también y que esa respiración correspondía a su enemigo jurado. Su sola existencia le inyectaba el poder de la energía. Cuando la respiración se trasladó a los hospitales de Londres, ella temió no escucharla, pero el océano la traía cada mañana y diligente atravesaba el mundo y llegaba a sus oídos. Lejana, pero igual llegaba. ¿Y ahora qué?, volvió a preguntarse. Mañana lo enterrarán y pasado mañana los diarios empezarán a hablar de otra cosa, ninguna noticia, por importante que sea, resiste tanta cobertura, y la vida continuará y él ya no respirará cada mañana. ¿Y yo?
Como las manillas de una brújula espantada por algún golpe repentino e inmerecido, María Bonita se estremeció. Atisbó una verdad: su norte era su enemigo. Y el enemigo había muerto.