El balneario

 

Había una vez.

¿Qué había?

Había un balneario y una mujer. A juicio de la mujer, tendida en su cama con una cadera rota y con la ventana abierta como el simple recordatorio de otras existencias, los balnearios son un horror, una peste, sólo una masoquista como ella elije vivir allí, aunque al instante recuerda que no hubo elección. El olor a crema y a bronceador barato chorrea por los cuerpos acalorados, brillantes y aceitados que ocupan las calles y se permiten inundarlas en una desnudez obscena, ¿por qué no, si es un balneario? Hay carnes de todo tipo: rojas, blancas, rosadas, apretadas y duras, flácidas y grasosas, quemadas, cada una con un toque incandescente. Acarrean distintos objetos en las manos: toallas, canastos de playa, salvavidas inflados, bolsas con pícnic, tablas de surf, a veces hasta motos de agua. Ya no son baldes y palas de plástico para que los niños jueguen en la arena como en sus tiempos, qué va, si ya no hay arena, todo tan, tan repleto, ahora son juguetes adultos que a ella, desde su ventana, le parecen grotescos. Hablan fuerte y gritan y ríen como animales atorados, unen los sonidos de las carcajadas roncas a las estridentes y en los boliches se desatan con la cerveza y los alaridos porque —¡cómo no!— están de vacaciones. Cada día aparece una nueva construcción, apurada, hecha en un dos por tres, total, pagan los rusos, comprimen y estrujan los metros cuadrados para albergar a aquellos embadurnados personajes, siempre hinchados de alegría obligatoria y precaria, y para sacarle partido a la poca vista que queda de ese pobre mar que no tiene arte ni parte en el asunto. En un balneario no hay control sobre la arquitectura, es tal la codicia de sus municipios para aprovechar el territorio que aprueban planos y proyectos sin ton ni son, por no insistir en la regulación de alturas y de estilo porque los montenegrinos necesitan con desesperación más y más edificios para el lugar donde se instalan, no importa si frágiles, si feos o desproporcionados. Se requieren más y más bañistas. No hay una sola calle en la ciudad que no se transforme cuando llega el verano. Y no hay un solo comercio que venda algo que valga la pena. Los turistas se lo tragan todo, desde las cocacolas y papas fritas hasta los anteojos de sol por diez euros, los collares y pulseras plásticas que hacen pasar por coral y turquesa. Todo es un poco falso en el balneario.

Agradece a Dios que desde su dormitorio sólo ve la calle principal que lleva al mar, y no la playa misma. Cree que no podría soportarlo, esa marea humana peleándose por un centímetro donde poner el quitasol o la toalla, pegados unos a otros como manadas acaloradas e inquietas, todos ansiosos, todos infelices.

De más está decirlo, a esta mujer no le gusta la gente. No tiene problemas con las personas en particular sino con la gente en general.

Tiene reparos de todo tipo, comenzando por los ruidos y los olores. Sus problemas con los olores a encierro o a falta de limpieza no son morales sino físicos. Se ufana de sus capacidades olfativas (nunca he prendido un cigarrillo en mi vida, le dice a sus vecinos) y detecta a un metro de distancia al que se ha saltado la ducha aquella mañana. El mal aliento la agrede personalmente como una afrenta y se lava los dientes cinco veces al día. Los ruidos la destruyen: la motosierra de las nuevas construcciones, los gritos de los veraneantes, la música fuerte, la radio mal sintonizada, las bocinas de los autos cuando se arman los inevitables atascos en la calle principal del balneario. Y ni hablar de los que hablan a voz en cuello por sus teléfonos celulares.

En fin.

Ésta es la historia de una mujer y su soledad.

Esta mujer se llama Irma y aunque vive hace muchos años en la República de Montenegro, conserva su nacionalidad chilena. ¿Cómo vine a parar aquí?, se pregunta cuando huele el bronceador de las mujeres por la vereda. Su casa queda en la localidad de Igalo, cerca de la frontera con Croacia. No viven allí más de cuatro mil personas, aunque la cercanía con Herceg Novi, una ciudad bastante más atractiva, confunde a la gente. Los nativos de Igalo, los más viejos, se quedaron pegados a la idea de que su balneario era esplendoroso; hasta Tito tenía allí su casa de verano, suelen recordar. Pero hoy sólo vienen los croatas pobres para los cuales su país se ha hecho muy caro, los habitantes de la Europa del Este cuyas economías aún no logran repuntar y los montenegrinos del interior. Los rusos ricos no paran allí, siguen de largo hasta los alrededores de Budva o de Sveti Stefan, en pos de una frivolidad real. La suerte mía, cómo no había de tocarme la escoria, lamenta Irma mirando por la ventana. Espera a la kinesióloga para hacer sus ejercicios y vuelve a mirar por la ventana.

 

 

Conoció a Dragan en su país natal, hace muchos años atrás, demasiados. Él pasaba las vacaciones en una quinta de Quilicura con familiares que habían aterrizado allí después de la Segunda Guerra, escapando de la pobreza que asolaba en el antiguo continente, de la incertidumbre y del socialismo que comenzaba. Irma lo miró de reojo un día que viajaba en una micro, ella sentada y él parado sujetándose de la baranda. Se bajaron en el mismo paradero y cuando vio que él estaba perdido, se acercó a ayudarlo. Le gustó que fuera inmenso, que sus crespos cayeran tan graciosamente sobre sus ojos y que hablara el español con tanta dificultad. Ella, de estatura baja, había pasado toda su infancia y juventud tratando de reponer en su personalidad lo que no daba en altura. Y fue ese donaire lo que cautivó al extranjero. La invitó a pasar a la quinta cuando llegaron hasta la puerta y ella aceptó con el suficiente regateo y pudor como para parecerle decente. Entre un vaso de Bilz y otro, Irma trató de explicarle su país. Más tarde él le comentaría: no sé lo que me dicen pero sé cómo lo dicen.

La familia de Irma era dueña de un pequeño pedazo de tierra cerca de Quilicura, una gente modesta que poseía algunas vacas con cuya leche hacía su madre un rico quesillo que vendía más tarde en la carretera (antes de que se transformara en autopista). Su padre era dueño de un almacén que trabajaban él mismo y sus hermanos. No recuerda que les hubiese faltado nada, ni comida ni educación. Cuando más tarde fue presentada a la familia de Dragan, él explicó que la novia era hija de un ganadero de la zona central (los montenegrinos no tenían por qué saber que los ganaderos estaban todos en el sur). Hasta hoy la familia postiza ignora que su padre sólo tenía cuatro vacas, y que las vendió para celebrar la boda.

Dragan era una persona de aspecto reconfortante pero nunca parecía tener algo que decir. Irma pensaba en un hombre como una mascota y no se inquietaba con su silencio. Se enojaba un poco con esa capacidad de él para restringir sus sentimientos: cada vez que expresaba algo, lo anulaba de inmediato, ya fuera con una broma, con la autodeprecación, o alzando los hombros para despachar la idea. La gestualidad de su cuerpo tendía a la contención, nunca se dejaba ir del todo. Ella consideraba saludable ponerle palabras a los sentimientos y así rebajar la intensidad emocional. Pero él se burlaba: las mujeres parten olímpicas y terminan enredadas.

Irma aprendió muchas cosas en su nuevo hogar. Entre ellas, que la gran afición de los montenegrinos hasta la Gran Guerra era cortar cabezas y luego exponerlas; cuando algo se lo impedía, cortaban orejas y narices. Tuvo siempre la precaución de no provocar a este montenegrino suyo, orgulloso y libertario hasta la médula.

Desde el primer día, Irma amó su segundo país. Mirar el Adriático era como beber un vino frutoso, no se cansaba de él. Pero lo que más la emocionó siempre fueron esos enormes montes negros que cubrían sus espaldas. Enormes y tan negros.

Siempre estaba resguardada.

Vivían en la bahía de Kotor. La majestuosa bahía con sus aguas y sus precipicios, Cattaro la nombraron los venecianos en su largo reinado sobre ella. Tan negro su entorno, tan verde su falda. Recién casados, los acogió el pueblo medieval con sus enormes muros, y allí Dragan y ella vivieron en la Stari Grad, en un pequeño piso cuya ventana daba a los montes y donde podía mirar la larga continuación, hacia los cerros, de la gran muralla que protegió al pueblo alguna vez. Tienen cojones estos montenegrinos, le decía a Dragan, mira tú que construir una muralla de este tamaño, ni que se creyeran China. (Más tarde volvería a decirlo —ya no a Dragan— cuando se independizaron de Serbia: ¿independientes?, si son apenas seiscientos mil habitantes, ¿cómo piensan mantenerse?, ¡qué cojones que tienen!)

Él trabajaba en el restaurant de la esquina —propiedad de una cooperativa— como jefe de garzones; ella en casa, al lado del horno, haciendo repostería para el mismo restaurant. Había aprendido desde pequeña al lado de su madre que, además de ser una experta en el quesillo, tenía buenas manos para las tortas, los queques y los pasteles. La cotidianidad era plácida, Irma la sentía bastante amable. El socialismo no los incomodaba, ni hostigados ni reprimidos, sólo le resultaba difícil a veces a Dragan sentirse hermano de los musulmanes o católicos de las tierras aledañas. Él continuaba asistiendo a su iglesia ortodoxa, una preciosa construcción medieval en el centro mismo de la Stari Grad, y a ella, su rito y ornamentación la cautivaron más de lo que la Iglesia católica nunca lo había hecho en Chile. Allí criaron al pequeño Sasa. A veces Irma caminaba por el pueblo y se concentraba en los mármoles rojos del suelo de las calles, le gustaba pisarlos, le parecía un lujo que sostuvieran sus pies. Era entonces que pensaba: la vida ha sido generosa. Y procuraba no olvidar el origen de la palabra Balcanes: miel y sangre. Tenía plena certeza de estar probando la miel y con cierta inquietud se preguntaba, ¿por qué la sangre?

 

 

Llega la kinesióloga, abre la puerta del departamento con la misma llave que Irma deja bajo el felpudo para Danitza, la chiquilla que viene cada mañana a asear y a darle comida. Se dirige a su dormitorio saludándola: ¿cómo está mi amorcito hoy día?, ¿durmió bien anoche mi niña? Irma no la quiere y no sólo por su estúpido lenguaje: lo que detesta en la kinesióloga es la permanente descripción que hace de sí misma sin que nadie se lo pida. «Yo soy directa y digo las cosas», «Yo soy puntual, puntual como un reloj», «Yo soy como fiera para los remedios, no se me olvida uno», «Yo soy genial con las caderas rotas, genial, nunca se me queja un paciente».

Hoy avisa que es su último día, que a partir de mañana la necesitan a tiempo completo en el hospital, pero que no se preocupe, su reemplazante es casi tan bueno como ella.

Irma eleva los ojos al cielo y agradece. Por fin se librará de esta molesta presencia. Habla con tan poca gente desde su lecho de enferma, no quiere desperdiciar la energía, que le es tan escasa estos días, en una relación poco gratificante.

Irma es una persona vital. Despliega una enorme actividad en su repostería (que hoy disfrutan los turistas), en trabajos domésticos, en trámites, en Belgrado cuando va a ver a sus nietos. Pero lo que drena su energía es la gente. No es una persona antisocial, es capaz de sentir afectos y empatía, pero en el ejercicio mismo de la relación con el otro, se cansa. Cada dos viernes, por ejemplo, va Iván, el dueño de la carnicería una calle más arriba, a jugar cartas con ella. Le profesa simpatía. Sin embargo, cuando llega la noche —luego de que él ha partido— se tiende en la cama, cierra los ojos y, agotada, echa de menos la energía que Iván le ha quitado. Lo mismo le sucede con Silvana, la italiana grande y divertida que trabaja en la lavandería. Son amigas desde hace casi veinte años. Sin embargo, cuando la invita a comer o a probar alguna torta nueva, considera de mal gusto que su amiga prolongue su visita más allá del café. Bien sabe que esto no obedece a razones ni éticas ni relacionadas con la formalidad sino a su cansancio. Cuando Silvana cierra la puerta al partir, ella llega casi a tientas a su dormitorio, se tiende en la cama como hace siempre que queda sola, y ausculta el silencio. Todo lo que necesita para continuar el día es no implicarse afectivamente con nadie. El otro quiebra algo en su interior. Irma sabe que ese algo no es oscuro ni complejo, es solamente energía. Se pregunta cómo hará la gente, la que logra interactuar con los demás, para no sentir que le roban el alma. Se pregunta si no llevará una vida muy aislada desde la guerra. Si el abandono de su piso en Kotor y de la hermosa bahía no le arrancó algo para siempre. Se pregunta si la viudez no la ha secado. Si aquella carnicería que la dejó sin marido no la habrá roto de forma irreversible.

Tendida en su obligada inmovilidad se pregunta por otros lugares, los más cercanos. El Danubio, por ejemplo, ¿será verde o azul el Danubio? Pero inmediatamente se responde, puedo morir sin saberlo y no importa nada.

Escucha el sonido de la puerta de entrada que se abre. En el umbral de su dormitorio aparece un chico con aspecto de veraneante. Lleva un delantal blanco en la mano pero eso no impide a Irma emitir silenciosos juicios: esos pantalones cortos color caqui, esa camiseta con marcas de sudor, esa piel transpirada y aceitosa, esos músculos al aire, como si necesitara lucirlos. Le falta sólo la tabla de surf, piensa. Además tiene el pelo crespo, como Dragan, pero muy rubio y bastante más largo de lo que lo usaba su marido.

Hay cuarenta y dos grados de temperatura allá afuera, le anuncia, como si esto no le afectara en absoluto. Luego se presenta como su nuevo kinesiólogo. Baldo.

En cuanto se acerca a Irma para comenzar los ejercicios, ella advierte que no se ha duchado. Olvida su premisa de que cada cuerpo maloliente es un cuerpo mugriento y, en vez de condenarlo, se dice: es como un animalito. Siente aquellas manos trabajando sobre su pobre cuerpo y bendice el poco de risa que hay en los ojos de este joven. Le viene una enorme tentación de tocar alguno de esos crespos rubios. No la llama señora sino Irma, a secas.

Su anillo es muy bonito, le comenta Baldo cuando han terminado la sesión, mientras se desprende del delantal blanco.

Tienes buen ojo, responde ella divertida, es lo único que me dejó mi difunto marido.

En estas tierras nadie pregunta por los difuntos. Para qué. Tampoco lo hace Baldo. Sólo admira el pequeño brillante incrustado en el oro. Irma se siente un poco desleal con el pasado, ¿acaso no le ha dejado su marido este departamento en Igalo? Claro, podría haber sido en Kotor, pero él lo heredó de sus padres, no lo eligió, pobre Dragan, cómo iba a sospechar que la guerra se lo llevaría. Y aquí está ella, plantada en este balneario, añorando la antigua piedra silenciosa de las casas de Kotor.

Cuando Baldo llega al día siguiente, exclama: ¡si se ha perfumado Irma hoy día! Ella piensa que él es perspicaz, ¿es que cualquier hombre habría advertido su fragancia? Mientras él se inclina hacia ella y hace el gesto de olerla, ella sonríe con amplitud. Hace siglos que no sonríe de este modo.

El kinesiólogo ejercita su cadera con concentración y cuidado, contando los minutos para terminar e irse a la playa, ella es su última paciente de la mañana, le cuenta, y se da el lujo de tomarse las tardes libres. No tengo obligaciones, explica, hago lo que quiero.

Bendito tú, le responde Irma con cierto sarcasmo.

Vuelve a admirar su anillo y ella recibe contenta la admiración.

El tercer día le comenta apenas verla lo bonita que se ve con aquella camisa de dormir. Es nueva, dice ella, le pedí a Silvana que me la comprara ayer. Él bromea con la cantidad de botones que la adornan, son pequeños, blancos y redondos, refulgen como perlas. Le acaricia levemente el pelo, luego pone su mano en la nuca y se la masajea. ¿Es que un hombre cualquiera advertiría que su camisa de dormir es nueva?

El cuarto día encuentra el dormitorio con un gran vaso de flores amarillas. Él admira las flores.

El quinto, con música de Chopin de fondo. Él admira la música.

El sexto, su último día —el hospital vuelve a cambiar el personal—, él le dice que como despedida le hará el mejor de los masajes. La obliga a sentarse derecha en la cama y se concentra en el cuello y en los hombros. Sus dedos rebuscan entre músculos tensos y olvidados y los vuelve a la vida. Como un ilusionista o un hechicero, un mago con olor a aceite de balneario. Cuando termina, ella lentamente desabotona su camisa de dormir, perla por perla, si él todo lo advierte, la presentirá. Como despedida. Ignora aquel pequeño destello en los ojos de Baldo pues no quiere escudriñar un desconcierto o una confusión. Cuando él acerca sus manos, dócil, para complacerla, Irma desprende el anillo de su dedo sigilosamente. Lo deja en la mesa de noche. Cierra los ojos.