Otoño

 

Querida mamá,

Antes que nada, relájate, he guardado la mordacidad en un cajón de la cocina y en este instante soy tan dulce como un caramelo. Estoy aquí, instalada en tu casa; supuse que en tu ausencia le vendría bien un poco de vida. Tú no dejas nada al azar, por cierto, y tu fiel Gaspar cuida y asea, pero igual he ventilado, corrido cortinas, abierto ventanas y permitido así que el sol esconda o disimule algunas huellas en los muros cada mañana.

Ambas sabemos lo difícil que ha resultado mi existencia en los últimos tiempos, por lo que te ahorro cualquier explicación y de paso me las ahorro a mí misma. No es que me empeñe en buscar culpables, pero sin duda tendría aún marido y trabajo de no ser por los famosos «in vitro» y toda la energía que me demandaron (en eso estamos de acuerdo, ¡supongo!). La sola idea de regresar a las clínicas y a los ginecólogos me horroriza, no sabes cuánto me alivia dejar atrás todo aquello. Creo que nunca más volveré a abrir las piernas, ¡sea para los efectos que sea! Lo que me sorprende es que, sabiendo a ciencia cierta que la mayoría de los defectos de los hijos son cien por ciento heredados de sus madres, tú hayas resultado tan prolífera y que reproducirte no te haya significado mayor problema. Raro, ¿verdad? (hablo de rareza por no hablar de justicia).

No sé si estás enterada de que entregué el departamento que arrendaba. Bueno, no, no tienes por qué saberlo, esto acaba de ocurrir. Cuando me despidieron del trabajo, el muy lindo de Jorge prometió seguir pagándolo él, lo cual era justo ya que no contaba más con mi sueldo y el embarazo también lo deseaba él, no era yo la única obsesionada (no olvides que el virtual hijo habría sido también suyo). Pero parece que se ha enamorado de otra o algo por el estilo y me avisó que el acuerdo terminaba. ¿Dirás que debo llevarlo a juicio? Quizás, soy aún su mujer legítima, pero, en fin, no es un tema que me desvele por ahora, lo dejaré para más adelante. Si tu hermosa casa me alberga en estos momentos, para qué preocuparme. Ya sé que te gusta vivir sola, pero no serás tan egoísta como para poner reparos, ¿no es cierto? Lo que quiero decir es: no te habrás convertido en una fanática de la soledad, ¿o me equivoco? Tu hijo mayor —o tu hijo único, como me gusta a mí llamarlo— insinuó que era desfachatado de mi parte llegar aquí e instalarme sin más, dice que eso no se hace, ni siquiera con la casa de una madre.

Me he dedicado a caminar por la ciudad. El otoño comienza —tú estás en primavera, ¿no es así?— y el aire aún tibio se acompasa con mi cuerpo, casi escucho el agradecimiento que profesan mis pobres músculos ante el ejercicio. Ya sé que ésta debiera ser una actividad permanente, pero a decir verdad, me parece un poco banal —por no decir ocioso— vivir en torno a la esclavitud del cuerpo habiendo otras más relevantes. En el fondo, madre mía, me da mucha pereza dedicarme a las cosas a las que se dedican las mujeres.

En realidad, camino por la ciudad porque me he aficionado a los parques. Son hermosísimos y creo que hoy los veo por primera vez. También hay plazas muy bonitas donde van las jóvenes madres con sus pequeños durante esas horas flojas en que no saben qué hacer consigo mismas ni con ellos. Sé que tú jamás pisaste una plaza y era la niñera quien nos llevaba a nosotros, pero no da la impresión de que las madres de hoy sufran por hacerlo. Más bien, yo diría, se ven contentas. Aún hay niñeras, como en tu época, pero son las menos. La esclavitud está extinguiéndose.

Te evitaré el lugar común de contarte sobre las hojas en las veredas, pero el otoño está dotado de colores majestuosos.

Me enteré por la oficina de adopciones que mi caso es bastante poco alentador. Desesperanzador, para ser más exacta. Una madre soltera —no importa que mis papeles establezcan un matrimonio si en la práctica éste no existe— no tiene la más mínima oportunidad según las leyes de este país. O por ponerlo de otro modo, nadie te lo dice, pero, antes que tú, estarán en la lista todas, óyeme bien, todas las otras mujeres que postulan a adoptar un hijo. Quizás debiera decir familias más que mujeres. Bueno, quién sabe mejor que tú la diferencia entre esos conceptos, para qué voy a explicártelos.

Entonces, en mis paseos otoñales, pienso en la injusticia. No es que piense maníacamente, pero pienso. (Un par de veces, por culpa de mi concentración, he estado a punto de ser atropellada. «¡Loca!», me gritó un conductor hace unos días, «¡usted está loca!».)

¡Ah! Tu auto. Estoy usando tu auto, magnífico este Audi, no sufras, te lo estoy cuidando. Ayer lo estacioné frente al parque aquel al lado del río, olvidé el nombre, allí donde vivía tu amiga actriz, ¿recuerdas?, es un lugar precioso, hay una pequeña ciudadela; la llamo así por nombrarla de alguna forma, es un claro entre los árboles donde han instalado columpios, casitas de muñecas, balancines. Me distraje mucho rato mirando a la gente, me encanta mirar a la gente e inventarles historias (¿recuerdas cómo me acusabas de fabuladora cuando lo hacía de pequeña?). Me sorprendió una niñera —sí, ya te dije que aún existen— que estaba a cargo de dos niños. Uno era un muchachito como de tres años y la otra muy chiquita, apenas unos meses, dormía en un coche. Cuando pasé por su lado miré a la niña largamente y era una preciosura, tenía un lunar arriba del labio que me hizo pensar en la Cindy Crawford e imaginé que al crecer sería tan linda como ella. El niño era un revoltoso y se notaba que la pobre niñera no se la podía con él y que debía perseguirlo cada vez que escapaba lejos de ella e insistía en subirse a los columpios de los niños más grandes, aquellos que no tienen barandas de protección. Pues bien, previsiblemente, el niño se cayó de uno de esos columpios, que estaba un poco lejos del banco donde se habían instalado, y la cansada niñera tuvo que salir disparada a levantarlo del suelo y limpiarlo y consolarlo, dejando a la pobrecita del lunar a lo Cindy Crawford sola su alma abandonada al lado del banco.

La verdad sea dicha, mamá, es una irresponsabilidad mandar a los niños a la plaza con niñeras. Sólo una madre los protege como Dios manda. Creo que tú fuiste francamente atrevida con nosotros, quién sabe a cuántos riesgos nos sometiste.

Pero ya escribí al comenzar esta carta que hoy no estaba para malas ondas. Y lo digo de verdad. Quiero afirmar ante ti que por primera vez en mucho, mucho tiempo, me declaro una mujer feliz. Las tribulaciones han quedado en el pasado. Debieras ver mis ojos y el orgullo que de ellos se desprende. ¿Orgullo de qué, te preguntarás? Bueno, ya lo verás tú misma cuando llegues. No sé si me expandí mucho, pero el objetivo de esta carta era contarte que te tengo una sorpresa. Ojalá tu curiosidad sea la suficiente como para adelantar tu regreso.

Se despide de ti tu hija que te quiere.

 

P. D. Siempre te gustó la Cindy Crawford, ¿verdad?