Para Rocky
Actuar como sus ojos, aquélla era mi labor. Mirarlo todo por ella. Recorrer cada día el parque guiándola, evitar que los pies se enredaran en las rosas o se estrellaran contra el tronco del ombú. Alrededor de la piscina debía dar vueltas con especial cuidado, era muy grande, un azul profundo como una mancha en el verde del pasto. Al lado de la piscina estaba el peumo que daba la sombra en los días de verano y allí me instalaban, sentado a su lado, amarrado a una rama del árbol para no molestar. Porque soy molestoso. Me gusta saltar y jugar y pasar la lengua por todas las superficies y también me agrada la gente pero no siempre me permiten verla. Mi hermano el Tonto se sienta bajo el peumo a mi lado y no molesta a nadie. Cuando llegan las visitas, agachamos la cabeza para que nos permitan quedarnos. La Dueña hace como si no existiéramos, nos ignora. Y cuando aparece la Bella, entonces sí soy feliz. El Tonto ni la mira, yo, en cambio, me vuelvo loco de placer y armo un gran alboroto, por lo que siempre me llega un coscacho en la cabeza. Ella, preciosa como es, ilumina el parque con su cuerpo fino, delgado y gracioso, ocultando la mitad de su silueta con ese pelo color maíz, tan largo lo tiene. La Bella me hace cariño. Se inclina y pasa su mano juguetonamente detrás de mis orejas. Ella todo lo hace con delicadeza, incluso tocarme.
Sólo con mirar este parque, sus árboles centenarios, sus estatuas blancas, su piscina gigante, sus senderos perfectamente dibujados, la enorme casa al centro y las muchas hectáreas de frutales detrás, se entiende de inmediato que la Dueña es millonaria, no hay que ser inteligente para deducirlo. Por lo tanto, la Bella es la gran heredera, tan bonita y apetecida como en los cuentos de hadas. Antes de la aparición del Bellaco venía de visita un ejército de pretendientes. Me pregunto para qué la quieren heredera, como si no bastara con su belleza. Pero parece que los seres humanos son así. Como si nunca les resultara suficiente.
El día de su boda, porque la Bella se casó con el Bellaco, me encerraron y me perdí toda la fiesta. Igual que la Dueña, no vi nada. Sólo divisé de lejos al Bellaco pavoneándose, como si se hubiera ganado la lotería, y pensé, claro, pues, sí que se la ganó. Y aunque no fui invitado a la fiesta, ella, hermosísima en su largo vestido blanco, tuvo un momento para ir a saludarme, se acordó del Tonto y de mí, y fue a la parte trasera de la casa a tirarnos un beso, un beso largo y etéreo que atravesó los velos y las flores de su vestido y que nosotros tratamos de sujetar.
Fueron opacos y un poco tristes los días que siguieron al matrimonio, la casa parecía vacía y el parque inútil sin su presencia. Todo continuó como siempre, nada cambiaba, yo sacaba todas las mañanas a la Dueña a caminar, la paseaba entre los árboles, me detenía ante los frutales para que ella pudiese alargar su mano y sentir que una pera era una pera y una manzana, una manzana. Todo era igual, pero la Bella no estaba ahí. Había partido. Entonces, durante la mañana de un sábado, escuché una cierta algarabía, toda la casa parecía haberse puesto en movimiento, como por arte de magia. La cocinera sacó a relucir los mejores olores, el jardinero metió mucha bulla con la cortadora de pasto, la Dueña estaba tan ocupada que olvidó pasear. Comprendí que la Bella venía, su primera visita como mujer casada.
Nos amarraron al peumo en el mismo momento en que se escuchó, desde lejos, el sonido del portón automático abriéndose, con su leve crujido de siempre, quejándose. El Tonto y yo, al lado de la piscina, esperando que algo pasara. Todos se dirigieron a almorzar bajo el ombú y la Bella fue de inmediato a saludarnos. Se balanceó alegremente con su gracia acostumbrada: su pelo era aún el maíz de los potreros y su cuerpo una espiga, no parecía haberla arruinado el matrimonio. Soltó una cascada de sonrisas y palabras en nuestras cabezas.
En la vida del parque existía la costumbre de que después de esos grandes almuerzos, todos los invitados, presididos por la Dueña, desaparecieran a sus aposentos a dormir la siesta. Lo sé bien porque, cuando estaban de novios, la Bella y el Bellaco aprovechaban esos largos ratos para hacerse arrumacos al lado del agua azul de la piscina. Muchas veces olvidaban desamarrarnos y debíamos permanecer allí, tranquilos y resignados bajo la sombra del peumo, testigos involuntarios de los avances del galán descreído hacia el cuerpo de su novia. El Tonto dormía, indiferente.
Así sucedió también aquel día.
El Bellaco anunció que igualmente él se dormiría una siesta. Partió, ostentando unos bostezos muy poco refinados. La nueva esposa no parecía tener sueño, la única de toda la comitiva que decidió aprovechar la tarde silenciosa. Sacó de su bolso un aparatito negro y se enchufó unos audífonos en los oídos. No me eché en el pasto, como era mi hábito, sino que me quedé parado aguardando cada paso de la Bella, atento, quizás quisiera jugar un rato conmigo. Pero en cambio se recostó sobre una tumbona y cerró los ojos, como si el mundo no existiera. Y los oídos siempre tapados por esos aparatitos de sordera que llevan al otro tan lejos. El tiempo transcurrió lento, como sólo sucede en los lugares de soledad. Porque el parque parecía inmensamente solo. Daba la impresión de que el sueño hubiese adormecido a cada uno de sus habitantes, incluyendo a mi hermano, que se pasaba la mitad de la vida roncando. Fue entonces que escuché unos pasos.
Me puse de inmediato en alerta.
Era el Bellaco. Avanzaba casi oculto tras los árboles, como escondiéndose. No me gustó su forma de caminar, había algo ladino en él, algo torcido. Se había puesto el traje de baño y acarreaba en su mano derecha una botella de vidrio transparente que contenía un líquido castaño. En la izquierda, un vaso grande. Inquieto, me puse a ladrar. Él se acercó a la tumbona por detrás, situó cuidadosamente la botella y el vaso en el pasto y ubicó sus manos en el cuello de su esposa. No sé si lo apretaba o lo acariciaba. Ella no escuchaba nada con los audífonos puestos y no se dejó advertir por mis ladridos. Habrá pensado que era un juego. Entonces el Bellaco tomó su hermosa cara, le abrió la boca a la fuerza y comenzó a derramar el líquido castaño por su garganta. Ella reía al principio y le decía que no, que la dejara tranquila. Hasta que dejó de reír. Fue la expresión de sus ojos la que cambió. Se oscurecieron. Los audífonos volaron en el forcejeo y recién entonces escuchó mis ladridos, distinguió en ellos una cualidad nueva. Pero ya era tarde. El Bellaco la sujetó bien por la espalda, volvió a abrir su boca a la fuerza y continuó vertiendo sobre ella el contenido de la botella. Estaban al borde de la inmensa piscina, apretó el cuerpo de su esposa al suyo, y con un solo movimiento, corto, preciso y enérgico, la arrojó al agua, tirándose él con ella. Una vez adentro, la empujó sin piedad hacia la parte más honda. Ella casi no reaccionaba, estaría muy atontada o sencillamente no quería creer en la veracidad de lo que ocurría. Se esforzaba débilmente por sacar la cabeza para respirar.
Mis ladridos llegaban al cielo en su ferocidad y ningún ser humano los escuchaba.
Una vez inerte ese cuerpo tan bello, el hombre salió del agua, se secó en un instante y corrió parque adentro hacia la casa, entrando a su habitación por la puerta lateral que yo tan bien conocía. Lo imaginé poniéndose la ropa y tendiéndose en la cama, listo para aparentar el gran sueño.
Y yo, amarrado al árbol, sin poder hacer nada para salvarla. Se apoderó de mí tal fuerza, una fuerza desconocida hasta entonces, que corté la correa que me sujetaba y con rama y todo me liberé del árbol que me tenía prisionero. Corrí al agua. El Tonto se quedó mirando muy desconcertado pero no fue capaz de seguirme. Nunca había nadado, la piscina estaba prohibida para mí. Pero cada miembro de mi cuerpo respondió al desafío y muy luego llegué hasta la silueta que flotaba en el medio de la piscina. La tomé de la ropa, traté de sujetarla con mi hocico. No tenía fuerza, ella pesaba más que yo. Pero me la inventé. Traté con mis patas delanteras de tomarla pero al hacerlo sólo conseguía hundirla. La torpeza de mis miembros. Entre cada bocanada de agua, ladraba. Seguía ladrando.
Al fin salió gente de la casa, advertida por mis ladridos y los de mi hermano, que a esas alturas había entendido el peligro. La cocinera, la primera en reaccionar, llamó a gritos al Bellaco cuando vio de lejos la escena. Todas las puertas empezaron a abrirse hacia el parque, menos la de él. Dormía tan profundamente, como dijo más tarde. Sacaron a la Bella del agua, un cuerpo lánguido y oscurecido. Ya no había nada que hacer.
—¡El perro! —gritó el Bellaco—. ¡Ese perro maldito la ahogó!
La única huella de sangre sobre el cuerpo la habían dejado mis uñas.