Lo que es a mí, me alcanzó el futuro. Hacer lo mejor o lo peor no es muy distinto.
A veces pienso que es todo culpa del tío Fernando. Era buen mozo, era divertido, tenía apellido rimbombante y, como toda mi familia, era rico. Se casó con la mujer que le correspondía, léase, buena moza, divertida, con apellido rimbombante y rica: la tía Mónica. Vivían en el campo, en las tierras familiares de Colchagua, un poco ajenos al devenir de los seres humanos comunes y corrientes y daba la impresión de que se lo pasaban en grande. Mis recuerdos de infancia en su casa están ligados a grandes comilonas y grandes tomateras. Tuvieron tres hijos. La Moniquita, la Bea y Ramón, primos hermanos de mi madre. Por esas desgracias de la vida, la Bea nació ciega. Yo creo que algo veía pero no mucho. Entonces no existían políticas para la discapacidad, lo que llevó a mis tíos a internarla en un hogar para ciegos en Santiago, en la comuna de La Cisterna. Ramón, que no andaba muy bien de la cabeza, se quiso venir con ella, pero no lo aceptaron en el hogar porque sus dos ojos estaban sanos. Nadie sabe cómo logró la pobre Bea manejar su crecimiento y su desarrollo, pero ahí estaba. Recuerdo cómo la tragedia envolvió a toda la familia el día que la violaron. Fue en el hogar, dijo mi madre, tiene que haber sido uno de los ciegos. ¿Y cómo le achuntó, entonces?, preguntó mi hermano Pablo y lo echaron de la mesa. La Moniquita se quedó en el fundo familiar por un tiempo hasta el día en que apareció a la hora de la comida avisando que se había casado con el jardinero. El tío Fernando y la tía Mónica pensaron que se trataba de una broma de mal gusto. No, era cierto. Nelson, el hombre que podaba las rosas y regaba el pasto, había enamorado a la Moniquita y la convenció de que se fuera con él. Era el único hombre joven en muchos kilómetros, aclaraba mi mamá, como si eso lo explicara todo. Por supuesto, echaron al jardinero en el acto y la virtual heredera partió con él. El tío Fernando la borró de su mente, su hija dejó de existir. (Digo virtual porque a la muerte de mis tíos no hubo herencia alguna que reclamar. La tierra en que vivían pertenecía a la familia extensiva, mi abuelo y sus otros hermanos, por lo tanto se dividió entre ellos sin mediar hijos ni yernos. Y la fortuna que se les calculaba había desaparecido. La casa, hipotecada, vendidos supongo los óleos del siglo pasado que adornaban los corredores, ni una marina quedó, nada. Hacia dónde partió el dinero, nadie lo sabe de cierto, pero tenemos intuiciones.)
Volviendo a Moniquita: huyó con el jardinero a Santiago y se llevó a su hermano Ramón con ella. Se instalaron en una casa —la única que pudieron pagar— en una población en Lampa, la zona más fría de la ciudad. Nelson vendía sus servicios a las casas del barrio alto, donde siempre temía encontrarse con alguien de la familia de su esposa. Ella no pudo salir a trabajar —fuerzas no le faltaban— porque tuvo un hijo tras otro, ni píldoras ni condones, nada. Como si fuera del Opus Dei. Ramón cooperaba un poco con los críos pero no era una ayuda confiable ni permanente porque desaparecía por semanas enteras. Estará donde la Bea, decía Moniquita tranquila, no se inquietaba con facilidad. Nadie se acordaba mucho de ellos. Como si hubiesen partido a Australia, algo así.
Un día mi padre llegó lívido a la casa. Tomó a mi madre del brazo y la llevó a su escritorio: he visto a la Bea en la calle, le dijo (yo espiaba detrás de un sillón). ¿Y qué tiene de particular?, preguntó ella, lista para zafarse de cualquier cosa que se relacionara con esa familia (aparte de la ropa que le llevaba a Moniquita, todo lo que me quedaba chico partía para allá, junto a las sábanas y toallas viejas). Cantaba, Julita, estaba cantando en Ahumada con Huérfanos, en la esquina del Banco de Chile, con un plato con monedas en la acera. ¿Y sabes quién canta con ella? ¡Ramón! Me contó que limpia autos en una tienda en la Alameda, frente a la Universidad Católica. Cuando no tiene mucha pega, va y acompaña a la Bea en el canto.
Los suspiros de mi madre llenaron la habitación. Esto parecía ser más grave que la violación. Primando en ella su responsabilidad familiar más que su bochorno, partió a las esquinas señaladas para: 1) comprobar si era cierto, y 2) preguntarle a la Bea qué pretendía. Llegó de vuelta a casa envuelta en derrota, casi desesperada: ¡es que a la Bea le complace cantar en las esquinas!, ¡lo hace por gusto!
Nunca pensé que el arribismo tendría su opuesto, sentenció mi pobre madre a la hora de la comida, enarcando las cejas, síntoma ineludible, aviso del enojo que venía.
El abajismo, repuse yo.
Esa palabra no existe, y si no existe, por algo será.
Nunca fui un trofeo para nadie. Ni para mis compañeras, que no se peleaban por ser mis amigas, y menos aún para los hombres. Aparte de mi evidente timidez en lo social, mi exterior era bastante poco significativo (es, aún en el presente). Yo era la menor y daba la impresión de que nadie se molestaba en educarme, como si ya hubiesen intentado en vano la tarea con anterioridad. Todo a mi alrededor me aburría un poco. Mi familia más que nada. Papá-empresario-que-no-tiene-tiempo-para-nada. Gran proveedor, un poco inculto, seguramente mujeriego pero no me consta, solía verlo en fotografías de la prensa con una sonrisa de mentira. Aburrido mi papá. Mamá-estupenda-opinadora-dueña-de-la-verdad. Aplastante, observadora de todas las costumbres, astuta, un poco distante, los berros eran su plato preferido. Aburrida mi mamá. Hermana-mayor-intelectual-severa. Cada vez que la veía llegar de clases, con pesados textos bajo el brazo, con cara de haber estudiado tanto, me daba la impresión de que yo era una cucaracha. ¡Aquí vengo yo!, parecía decirnos para que no osáramos molestarla. Aburrida mi hermana. Hermano-débil-perezoso-un-poco-alcohólico-copia-de-su-padre-pero-humano. Entre una desintoxicación y otra, lograba que una lo quisiera e inspiraba ganas de protegerlo pero duraba poco, de la nada se volvía irascible y a veces violento y yo me escapaba de él. Trabajaba en la empresa de mi papá. Aburrido mi hermano.
Por supuesto estaban las nanas que me cuidaban. Algunas me quisieron pero cambiaban muy seguido, algo pasaba entre mi madre y ellas, que no duraban. La lista fue larga y ninguna quedó grabada a fuego en la memoria.
Mi único amor era mi gato Ladislao. Vivía en mi pieza, dormía en mi cama, le daba de mi comida. Compartíamos un extraño lenguaje y un afecto infinito. Me miraba a veces con tal concentración —como nadie más lo hacía— y sus enormes ojos negros transmitían mensajes ineludibles que ya me calmaban o alegraban, según el momento. El día en que lo atropellaron se cerró un pedazo de mi corazón. Tenía quince años y ocho con él a mi lado. Como no hay protocolo para un duelo de este tipo, no supe cómo vivirlo. No había espacio posible para contener mi dolor porque cuando se muere un gato la vida sigue y yo estaba obligada a seguir también. Si se muere un familiar, una deja de ir al colegio, se encierra a llorar, existen las ceremonias y liturgias que te anestesian y los demás te permiten irte a la mierda e incluso te acompañan en el dolor y te cuidan. Por lo tanto, una muerte en la familia es una luz verde para irse por el barranco y caer y caer. Yo no tuve nada de aquello y cómo me hizo falta. En la casa me decían, ya, pues, Belén, si es sólo un gato. Sí, es sólo un gato, como si eso lo despachara. Entonces me puse a comer. Cada vez que la ausencia de Ladislao se me volvía intolerable, bajaba de mi pieza a la cocina y abría el refrigerador. Subí cinco kilos en dos meses y cambié de talla. Mi mamá se alarmó. Me puso en una dieta estricta. A veces, a escondidas de ella, buscaba algo calórico, lo más calórico posible, y me lo tragaba, culposa y desesperada. La escuché diciéndole a Loreto, mi hermana mayor: me aterra que la Belén adquiera identidad de gorda, ¿te has fijado que las gordas caminan de una forma determinada, se sientan de otra, miran al mundo desde la gordura?
Hasta el día de hoy.
Mi clóset, exiguo como es, contiene todas las tallas por las que he pasado, bien ordenaditos los vestidos de las tallas 38, 40, 42, 44, 46. Todos grises, azules o café. Nada de color, nada estridente, nada muy visible. Por favor, nada brillante. Me aterraría llamar la atención. No pierdo las esperanzas. Hoy vivo la faceta de la talla 44 pero estoy segura de que recuperaré la 38, no sólo para verme bien sino para que mi madre no me mire con desprecio. Volveré a ser delgada, sea como sea.
Para compensar las dietas comencé a fumar. Lentamente me fui haciendo adicta al tabaco, nada me fascinaba más que sentir los primeros efectos en el cuerpo cuando aspiraba en la mañana. Para estudiar, fumaba. Para oír música, fumaba. Para hablar por teléfono, fumaba. Para no tener hambre, fumaba. La cantidad de cigarrillos diarios fue en aumento. Hace un par de años decidí dejarlo, odiaba mi dependencia a medida que nos iban cercando a los fumadores. Ya en ningún lugar te dejan tranquila y la vida se nos está haciendo cada día más difícil. No es que yo tome muchos aviones ni me hospede en muchos hoteles pero hasta en la fuente de soda de la esquina me lo prohíben. Entonces le pedí a un amigo médico que me ayudara, ya fuera con hipnosis, medicamentos, cualquier cosa. Me hizo elegir una fecha determinada para ir haciéndome a la idea de una vida non smoking. Recuerdo la noche final, cuando había llegado el día asignado. Tomé mis cigarrillos, mis encendedores y todos los ceniceros que había en la casa, los metí adentro de una bolsa plástica y partí al bote de la basura: aún revivo el sollozo enorme que estalló en mi pecho en el minuto que los tiré. Era como enterrar a Ladislao. Esa noche dormí apenas, como una esposa amante que sabe que al día siguiente enviudará, un sobresalto tras otro, puros malos presagios. Empezó mi calvario de la vida sana. Andaba por la calle y miraba a los fumadores y no sabía quién era yo. Por las noches, lloraba. Me sentía tan sola. Me parecía que todos mis actos se volvían insignificantes. Si me preguntaban sobre el tema, empezaban los pucheros y no lograba responder sin largarme a llorar. Pasaron siete meses, siete largos, eternos meses sin fumar. El día en que me di cuenta de que había abandonado a mi mejor amigo, partí a la fuente de soda y muy tranquila pedí una cajetilla de Kent. Al día de hoy tengo una tos de perro pero una compañía leal y segura.
Así, ante el mundo, éramos una familia común y corriente, como todas. Vivíamos en una casa grande y bonita en Vitacura, yo estudiaba donde unas monjas rígidas y anodinas, preparándome para un futuro previsible pero asustada de que se me escapara.
El futuro. Bonito concepto, tramposo, elusivo, hijo de la gran puta. No sabía bien qué hacer con mi vida en medio de tal aburrimiento y elegí estudiar Trabajo Social pensando que al menos podría encontrarme con historias de verdad. La noticia fue recibida en mi familia sin ningún entusiasmo. Quizás el día de mañana puedas hacerte cargo del personal de nuestra empresa, opinó mi padre, con escepticismo mal disimulado. Mi madre arqueó las cejas. Loreto no se enteró, menos aún mi hermano Pablo, siempre sumergido en su mundo.
A nadie le interesaban mucho las historias que tenía para contar. Las tragedias son tan de la clase media, mijita, ahórratelas. Y yo guardaba silencio. Fue entonces que conocí a Arturo. Éramos compañeros en la escuela y no tardamos en simpatizar. Hacíamos planes grandiosos para cuando fuésemos profesionales, seguros de que de verdad cambiaríamos el mundo. Sus padres eran modestos trabajadores: él, empleado de Impuestos Internos; ella, cajera en un supermercado. Vivían en Puente Alto. (La primera vez que fui a estudiar a su casa tuve que llevar mapa, no podía creer que la ciudad se extendiera tanto y que hubiese tantas estaciones del Metro desconocidas para mí.) La mamá de Arturo nos hizo un queque para la hora del té. La primera vez que él fue a la mía, le tocó la hora del almuerzo. Con mi madre en la cabecera. Cuando terminamos la entrada, ella tocó la campanilla para avisar a la cocina, gesto eterno en mi hogar que a mí nunca me había llamado la atención. Pero cuando volvíamos a la escuela, Arturo me dijo que eso era inadmisible, que sólo se llama con la campana a los animales o a los esclavos. Y mi madre, a su vez, no pudo reprimirse: mi amor, tus nuevos amigos no saben usar los cubiertos, ¿viste que no tocó el cuchillo para el pescado?
A pesar de los cubiertos y de las campanillas, nos enamoramos.
Mi experiencia previa con el amor no había sido muy satisfactoria. Debiera decir «con el sexo», pero como me enseñaron a unir las dos palabras, así las ocupo. Dos de aquellos hechos fueron relevantes para arrojarme en los brazos de Arturo. El primero, Francisco Javier, era ex alumno de un colegio conocido, nuestros padres se encontraban en las comidas, él estudiaba segundo año de Ingeniería Comercial en la Universidad Católica y se había mudado a vivir con unos amigos para «adquirir cierta experiencia». Era alto, de buena constitución y tenía los ojos muy, muy verdes. Una noche se anduvo emborrachando un poco en una fiesta y empezó a atracar conmigo mientras bailaba. Prefiero no ahondar en detalles sino sólo contar que cuando estaba en su cama, desnuda en sus brazos, me sentí la mujer más afortunada del mundo. A la mañana siguiente me despertó con un aire de mucho apuro, me sacó de su cama aduciendo que llegaría tarde a un examen de Estadística Inferencial, que debía volar a la universidad. Le dejé mi número de teléfono en su velador. Cuando pasaron los días y no recibí su llamada, partí a verlo. Vivía en El Golf, bastante cerca de mi casa. Al abrirme la puerta de su departamento, no me hizo entrar. Allí, reclinado en el vano, me dijo que olvidara aquella noche, que no significaba nada, que lo sentía. Me cerró la puerta en la cara. Yo me quedé ahí, petrificada. Toqué y toqué el timbre y no me volvió a abrir. Me senté en los escalones que daban a su piso y lloré toda la noche, ahí, en la puerta de su casa, desconsolada.
El segundo episodio no fue muy distinto. Asistí a una fiesta de una antigua compañera de colegio y allí conocí a Luis Ignacio, publicista, medio ocioso, trabajaba de forma independiente luego de haber estudiado arte o algo así. Era muy guapo, el tipo de hombre que nunca miraba a mujeres como yo y eso explica mi sorpresa e inevitable fascinación cuando me invitó a seguir la fiesta en su casa. También vivía en un departamento, como todos los solteros de esta ciudad, pero en un barrio más ad hoc para su carácter, en el Parque Forestal. Pasamos una noche fantástica, logró que por algunas horas no me sintiera opaca ni mediocre. Me pareció de buen sentido calcular que algo así continuaría, ¿cómo no? Pero tampoco me llamó por teléfono después, ni aunque yo revisara mil veces mis llamadas, esperándolo. Decidí que debía tener mal anotado mi número y fui a verlo. Con toda la inocencia del mundo toqué su timbre un miércoles por la noche. La expresión de asombro en su cara al encontrarse conmigo debería haberme advertido. Me hizo pasar, me ofreció una cocacola y a los pocos minutos se disculpó, que tenía una comida, que debía partir, que había sido muy agradable verme. Me quedé en el rellano esperando verlo salir. Algo me decía que no era cierto, que no existía la dicha comida. Y no salió. Toqué el timbre y no abrió la puerta. Me senté una vez más en los escalones y lloré y lloré. Toda la noche.
¿Por qué putas los hombres me dejan?
Arturo no se escondió luego de nuestro primer encuentro sexual ni me echó de su casa. Me ofreció matrimonio al terminar los estudios, convencido de que el solo hecho de recibirnos nos aseguraba trabajo. Por si alguien se lo pregunta: no, no hay colas de empleadores para los trabajadores sociales. Arturo logró que lo contrataran en una dependencia del Ministerio de Salud, con un sueldo risible. Que se lo subirían más adelante, que no se preocupara, que debía hacer carrera dentro del ministerio. Yo apliqué a cuanto lugar se me ocurrió y, por cierto, no eran demasiados. Mujer y en edad fértil, nadie me respondía. Le pedí a Arturo que postergáramos el matrimonio hasta que los dos tuviéramos pega, no me imaginaba cómo podríamos vivir con su puro sueldo. Me sugirió que, en vez de postergar, mejor nos fuésemos a vivir a Puente Alto. ¿Tú, de allegada?, me preguntó mi madre horrorizada, ¡por ningún motivo! (No es que me haya ofrecido espacio en su casa, enorme y con varias piezas vacías.) Al fin conseguí un trabajo de medio tiempo en una fundación que gestionaba proyectos de salud mental para mujeres populares (sin fines de lucro, disculpa para pagar lo mínimo). Estaba tan cansada con las discusiones familiares, todos insistiendo que esta unión era un desatino, que lo único que deseaba era partir de ahí. El día en que me contrataron le dije a Arturo que nos apresuráramos. ¿Tienes miedo de que terminen convenciéndote?, me preguntó. Prefiero saltarme los pormenores de la ceremonia misma. Sólo que Arturo no quiso, por nada del mundo, una celebración tipo muchacha-del-barrio-alto-se-casa-con-gran-fiesta. El día en que reunimos a nuestros padres para que se conocieran, los nervios suyos y míos amenazaban con hacernos tiras. Se miraron, se olfatearon como perros enemigos, marcaron cancha, y, por supuesto, mis suegros se fueron de vuelta a Puente Alto con una sensación inevitable de humillación (y con la certeza de que no volverían a pisar el barrio de Vitacura). Decidimos no festejar. No hubo ni fiesta ni vestido blanco, nada.
¿Por qué Belén se resta de las cosas a las que tiene derecho?, eso se lo escuché más de un par de veces a mi madre.
Me parecía imposible hacer un listado de mis derechos, no sabía bien cuáles eran. O cuáles eran a los que mi madre se refería.
No hay una cosa más triste que vivir arriba de una vulcanizadora. Da la impresión de que todo se contamina con la grasa y el desorden y la inmundicia de las piezas de automóvil. Debía saltar sobre los neumáticos en el suelo y sobre tubos destripados para acceder a la escalera. Fue el único lugar que encontramos, un segundo piso en la avenida Irarrázaval. Claro, en Puente Alto también había arriendos baratos, o en La Cisterna, donde quedaba el Hogar de Ciegos de mi tía Bea, pero yo no quería estar tan lejos de mi trabajo y del mundo que conocía. Eran tres piezas en total, todas pequeñas, más el cuarto de baño. En una dormíamos, en la otra comíamos y en la tercera cocinábamos. Ni Arturo ni yo hacíamos mucha vida social, no nos hacía falta espacio para «recibir». Yo volvía a casa a las dos de la tarde y almorzaba sola, Arturo nunca llegaba antes de las siete. Yo comía cualquier cosa, reservaba las energías para cocinar cuando él llegara. Pero no sabía ni prender el horno, nunca me enseñaron las tareas domésticas, es más, nunca vi a mi madre en la cocina, ella sólo daba órdenes a las empleadas desde su dormitorio. Arturo me enseñó algunas cosas básicas y mi suegra otras. Así fui aprendiendo. Los domingos nos íbamos a Puente Alto y comíamos bien, allá hacían parrilladas y grandes ensaladas de papas, nunca más los espárragos o las sopas de champiñones o el melón con jamón crudo.
Llevábamos un mes casados aquella mañana en que Arturo me despertó muy enojado porque su terno no estaba planchado. Pensé, inocentemente, ¿qué tengo yo que ver con su terno?
No sé planchar, le dije.
Levantó el teléfono y llamó a su madre. Le pidió que por favor viniera en la tarde a enseñarme. Lo tomé con sentido del humor. No me venía mal aprender algo tan básico. ¿Qué me enseñaron en la casa de mis padres, Dios mío?, me dije, ¡si no sé hacer nada!
Los problemas comenzaron cuando me enteré de que, al margen de mi buena voluntad de recién casada, era mi deber alimentar a mi marido. Eso no entraba en discusión. Un día llegué con berros y rúcula del mercado y Arturo me miró como si estuviera loca. Yo no como pasto, me dijo. ¿Cómo que pasto?, pretendí discutir, en mi casa siempre lo hemos comido. ¿Tu casa?, ¿te refieres a la casa de tus padres? Escucha bien, Belén, ésta es mi casa, olvídate de todo lo demás.
Empecé a engordar otra vez. El día en que me casé estaba en la talla 40. Al año me acercaba a la 46. Cuando llegaba a la casa, en vez de almorzar, me comía una marraqueta con queso. Ya no más brie ni gruyere, no, sólo con el queso mantecoso más barato.
Y, para colmo, mis dientes. Cuando estábamos en situaciones de intimidad, Arturo me miraba los dientes y me decía, bromeando, cierra esa boca, esconde esas perlas para no envidiarte. Resulta que mi dentadura iba en directa relación con mi casa en Vitacura. Sus piezas eran blancas, parejas, perfectas. Y no entendí hasta mucho más tarde que Arturo odiaba mis dientes.
Conocí en la fundación a una mujer que me llamó la atención. Era abogada, un poco mayor que yo, trabajaba medio día para ganarse la vida y el resto del tiempo se dedicaba a las obras sociales. Me pareció desde el principio una persona atractiva, desde su apariencia —guapa, el pelo corto, castaño y muy brillante, siempre bien vestida aunque nunca formal— hasta su postura en la vida, una mezcla entre progresista, rigurosa, con gran sentido común y con la cuota de frivolidad necesaria para hacerla entretenida. Por supuesto, su talla era la 36 y era dueña de un par de piernas muy largas. Un día nos atrasamos en el trabajo que debíamos entregar y ella me propuso seguir en mi casa. Y nos tomamos un trago, me sugirió. Yo me puse un poco nerviosa, en mi casa había sólo pisco o cerveza e imaginaba que ella tomaba vino blanco o vodka. Compremos una botella de vino en el camino, me dijo, como si intuyera mi dilema. Estábamos sentadas en la mesa del comedor en plena conversación —ella me contaba de su primer marido (ya tenía dos) y adornaba sus historias con anécdotas divertidas, lo que me tenía a mí encantada— cuando llegó Arturo. Capté su expresión y la tensión en su cara cuando se la presenté. Se retiró al dormitorio lo antes posible para «no interrumpir nuestro trabajo». Cuando Carolina, así se llamaba la abogada, partió, él no tardó en hacer comentarios mordaces. Con candor le pregunté qué le desagradaba de ella. Se cree mejor que nosotros, fue la respuesta. Tardé como tres días en caer en cuenta de lo que le sucedía: Carolina le acomplejaba. Y no quería que yo la tuviera cerca.
Pasaba largas horas sola en mi casa. Prendía la tele, veía cualquier estupidez, trataba de hacer labores domésticas como lavar ropa, planchar, pasar la aspiradora, preparar comida. Igual, me sobraba tiempo. Me aburría. Miraba esas paredes con algunas huellas de humedad, calculaba sus metros cuadrados, me imaginaba que era Albert Speer en su celda en Spandau cuyo único ejercicio era caminar por ella imaginándose kilómetros de tierra abierta. Me tendía en la cama y odiaba esas frazadas gruesas y feas que la cubrían, todo porque Arturo se negó a que me trajera el edredón de plumas de ganso de la casa materna. Todo lo que me rodeaba era más bien feo, pero yo nunca había aspirado a la belleza. De vez en cuando iba de visita a casa de mi madre.
Tienes el pelo grasoso, Belén.
Ay, mamá, dale con el pelo, déjame tranquila.
¿Cuánto estás pesando, Belén? Es que me preocupa...
Furiosa, encendía un cigarrillo para calmarme.
No, tesoro, en esta casa no se fuma, no sé qué harán tus amigos en ese mundo en que vives, pero aquí, cigarrillos, no.
Me volvía a mi departamento arriba de la vulcanizadora pensando en el tío Fernando, en la Bea y en la Moniquita, y en que yo tampoco parecía tener espacio ya en el mundo de mi familia. Mi hermana mayor se había recibido de médico cirujano y Pablo, mi hermano, dejaba que mi padre lo explotara en su industria: no los veía y ellos no se interesaban por mí. Mis amigas del colegio nunca fueron muy cercanas. Sólo me quedaba la gente de la universidad —los amigos de Arturo a decir verdad— y su familia. A nadie le importaba cuántos kilos pesaras en Puente Alto. Entonces, luego de pasearme por horas a lo Albert Speer, cuando empezaba a sentir una cierta nostalgia por la casa de mis padres, recordaba las frases de mi madre, y decidía no poner un pie afuera de mi departamento. En cambio, iba a mi clóset y acariciaba mis vestidos, mirando sus tallas.
La Fundación y el proyecto en el que trabajaba cerró de la noche a la mañana y quedé cesante. Mientras buscaba trabajo y mandaba aplicaciones y currículums a cuanto lugar encontraba en la red, pasaron un par de meses. El sueldo de Arturo definitivamente no nos alcanzaba. Ya ni queso barato podía comprar. Me atiborraba de pan y marraquetas mientras, sentada frente a mi computador, pensaba sobre mi futuro. Pasé a la talla 48. Las cuentas empezaron a quedar impagas. El Transantiago subió el precio. Y llegó el día en que Arturo me enfrentó. Que nos fuéramos a vivir donde sus padres, que no había otro remedio. Me imaginé de allegada, en casa ajena, teniendo sexo en silencio, lavando platos sin parar, con un delantal atado a la cintura, respetando a mi marido las veinticuatro horas del día —o al menos simulando respetarlo—, tomando eternos metros y buses para llegar a un lugar cualquiera que me resonara en la cabeza. Y ociosa, cesante, conviviendo con mis suegros dentro de pocos metros cuadrados, sin alternativa de escape. Mi expresión ofendió a Arturo. Al menos sus padres habían ofrecido ayuda, los míos ni eso.
Hablaré con mi madre, le dije.
Por sobre mi cadáver, me respondió.
Esa noche, entre los ronquidos de Arturo, me pregunté por el fracaso. ¿Qué coño significa esa palabra? Pensé en su ambigüedad, en todas las connotaciones sociales que destellan sólo con pronunciarla. ¿Se fracasa según el otro o según una misma? Pensé en el tío Fernando, en la prima Moniquita, en la Bea con su ceguera y en Ramón con su falta de cordura. El único fracaso es el que se puede medir en el interior, me dije despacito mientras los ojos se me cerraban.
Al día siguiente, en cuanto Arturo partió al ministerio, me duché, me lavé el pelo, me vestí lo mejor que pude y tomé el bus a casa de mi madre. Pensaba que la Moniquita, en Lampa, lo pasaría, seguro, peor que yo.
Mi madre estaba instalada en la salita, una habitación en el primer piso al lado del living que ella inventó para nuestros pololeos, aterrada de que alguien del sexo opuesto pisara uno de nuestros dormitorios. Una taza de café en una mano, una página del diario en la otra, el aseo recién hecho, toda la pieza olorosita, la luz del sol por las ventanas subrayando la limpieza y el bienestar.
No te has limado las uñas, fue lo primero que me dijo, para luego agregar, ¿cuántos kilos has subido desde la última vez que viniste?
Le pedí un café a la empleada de turno, me senté en el sillón tapizado de flores amarillas, intentando acumular fuerzas para hablar con ella. Me contaba de una fiesta en casa de mi hermana Loreto para celebrar no sé qué éxito profesional, una fiesta a la cual nadie me había invitado, de los canapés, de la centolla y del champagne argentino que era estupendo ahora que el francés estaba tan caro. De repente detuvo la cháchara cuando me levanté del sillón para dejar la taza de café.
Belén, la escuché como si su voz viniera de muy lejos, ¿es idea mía o el material de tu chaqueta es sintético? Es sintético, digo, por la caída...
Sí, mamá, es de acrílico.
¿Qué te pasó, hija?, me preguntó arqueando las cejas, preparándose para el enojo, ¿cómo llegaste a este estado?
La miré fijo.
Perdón, mamá, tengo que irme.
Salí de esa casa como si el diablo me persiguiera. Afuera, prendí un cigarrillo, los Kent, siempre leales, me devolvieron a mí misma. A una mí misma entre plácida y vencida cuyas afirmaciones nunca eran del todo definidas, siempre quedaban en bosquejo.
Caminé hacia la parada del bus.
Me subí a la micro y logré tomar un asiento, a esa hora sólo viajan los que no tienen trabajo, como yo. Pensé que no hay cosa más triste que vivir arriba de una vulcanizadora, no debiera ser el destino final de nadie. Al menos en Puente Alto los neumáticos destripados no están a la vista.