Son las dos de la madrugada y con manos temblorosas y cansadas recorre un pequeño Larousse que alguien ha dejado en la mesita de la sala. Se pregunta quién se dedica a mirar diccionarios mientras espera y piensa que a lo mejor es parte del mobiliario, como las revistas del corazón en los salones de belleza. Sin darse cuenta siquiera, llega a la letra P y busca pancreatitis, como si sus dedos la llevaran hacia allí ajenos a su voluntad. No, no existe la palabra según los editores del Larousse. Como si no existiera la enfermedad. Páncreas, Pancreático, Pancreatina.
El joven hijo de Ana yace en la Unidad Intensiva del hospital luchando entre la vida y la muerte. En una pequeña y silenciosa sala de visitas, Ana pasa los días y casi todas las noches a la espera de una palabra del doctor, de poder atisbar a su hijo desde el vano de la puerta, de la información de cualquier mínimo cambio en el cuadro clínico. A esa sala impregnada de dolor llegan a acompañarla las mujeres de su vida. Las redes se han expandido y entre la familia, las amigas y las compañeras de trabajo se turnan para imbuirse ellas también de la pena y así lograr diluir un poco la suya. No gritan ni se mesan los cabellos como en otras culturas; por el contrario, todo sucede en la más absoluta sobriedad, en susurros, casi en silencio.
Calma, Ana, no sacas nada con desesperarte, eso no ayuda a tu hijo.
Se va a mejorar, qué duda te cabe, está en las mejores manos del mundo.
Ni por un minuto te pongas pesimista, Ana, tu propia fe lo salvará.
Ya recordarás estos días más tarde, cuando todo vuelva a su cauce, y encontrarás una razón para haber pasado por ellos.
Ya sabes, siempre la situación puede ser peor, hay que agradecer que hay órganos intactos. Al hijo de una amiga mía le pasó lo mismo y salió adelante, mientras respirara, ella nunca desesperó.
Entra a la sala María, amiga de Ana. La abraza en silencio. Luego se sienta a su lado y le tiende un vaso de café. Le dice: esto es lo peor que puede pasarle a una mujer durante su existencia, ver cómo su hijo se debate entre la vida y la muerte.
Las demás la miran escandalizadas. Todas piensan al unísono, ¡qué desatino! Nadie ha mencionado en estos días la palabra muerte. Pero María continúa, muy serena: éste es un momento para perder la compostura, Ana, creo que tienes derecho a llorar, a gritar, a golpear las paredes. Y si crees en Dios, maldícelo, ¿con qué derecho te envía este espanto?
En los ojos de Ana aparece una nueva expresión, como si la palabra consuelo por fin se hiciera carne.
Ana conoció a María hace muchos años, fueron compañeras en el mismo colegio en la secundaria. Hoy, Ana es una mujer relativamente estable, con un trabajo de cocinera que se ha inventado para sí misma, mantiene a sus dos hijos sin depender enteramente de la cifra que les debe legalmente pagar al mes su exmarido (que ya se ha casado con otra) y sus días son bastante apacibles, parecidos a la lluvia que le gusta mirar tras la ventana en el invierno, monótona pero cautivante al fin y al cabo. Siempre puede transformarse en tormenta. O diluvio. Aspira a pocas cosas, es —en todo sentido— austera. Sólo desea sacar adelante a sus dos hijos, mirarse al espejo sin maldecir, que la película que va a ver el viernes al cine con sus amigas la convenza, que la ciudad no se congestione más de la cuenta, cambiar el auto cada cinco años para que no se desvalorice, tomarse varias copas de vino blanco helado una noche de verano con sus primas y confiar un poco en Dios. ¿El amor? Le da mucho miedo que vuelvan a herirla. Teme, de golpe, sentir el incendio que puede estallar bajo sus párpados. No se cierra ante la posibilidad de enamorarse pero no ve cómo podría esto suceder, a veces ha conocido a hombres atractivos en su entorno laboral, sin embargo, siempre resultan ser gays o muertos de hambre. Duda de que todos los humanos deban vivir en pareja aunque tampoco se rasgaría las vestiduras negándolo. Si alguien le preguntara por su vida, ella respondería —con un candor irreflexivo— que la suya es una que merece vivirse.
María, en cambio, gira dentro de un remolino. Sus días son muy ocupados, gana bastante dinero con la decoración de interiores y se la puede ver volando entre un carpintero y un anticuario, entre una casa en la playa o una empresa que ha renovado sus edificios, un restaurant elegante con un cliente o una fábrica de telas para tapizado. El espacio y lo que éste puede contener son su obsesión y pareciera que su imaginación nunca se agota, como si brotara por cuenta propia sin control de su razonamiento. Su vida sentimental es inquieta e impredecible como ella misma, aquí y allá mira y se arriesga, para decidir que al fin nadie la merece. Se casó siendo muy joven con un hombre que podría haber sido su padre, un matrimonio que todos predijeron que no duraría, y a los dos años ya era una mujer separada. La maternidad nunca ha sido una prioridad en sus objetivos.
Ninguna de las dos era muy rigurosa a la hora de mantener un ritmo que le diera continuidad a la amistad, pero cuando se encontraban, brotaba en ellas un genuino gusto por escucharse. María envidiaba la serenidad de Ana y Ana, a su vez, los dedos largos llenos de anillos y el pelo revuelto de María, que le colgaba por la espalda brillante y un poco desaforado. Cada una admiraba de la otra aquello que le era ajeno a su personalidad.
Una tarde, como otras, llega María al hospital, toma a Ana del brazo y le dice: vamos, debes refrescarte un poco. Ana reclama que no puede ni debe alterar su frágil rutina, que un mal movimiento suyo puede cambiar la situación de su hijo. María le responde que eso suena a superstición más que a otra cosa y le insiste. La hermana menor de Ana, sentada a su lado en el sillón de la sala de espera —de la que ya se han apropiado— deja la revista que está leyendo y apoya la idea de María. Yo te reemplazaré, le dice persuasiva a su hermana, prometo llamarte ante el más mínimo signo de cambio.
Caminan hacia el estacionamiento, Ana tiembla un poco, más por la duda y la preocupación que por la culpa anticipada, la que ha palpado, a pesar suyo, cada noche que el cansancio le ha dictado que vuelva a casa y duerma en una cama como Dios manda. Odia esa culpa ansiosa pero no sabe cómo evitarla. Con docilidad sube al auto de María y hace el gesto automático de fajarse con el cinturón de seguridad y de abrir un poco la ventana para respirar. Cuando el auto ya está en marcha, pregunta con cierta timidez hacia dónde van.
Al nuevo shopping centre, le responde María, ¡apuesto a que no lo conoces!
No, no lo conozco, lo abrieron unas semanas antes del accidente, está muy cerca del hospital...
No han pasado quince minutos y ya caminan por la inmensidad de los terraplenes y de los techos iluminados y a medida que suben por escaleras mecánicas huelen distintas fragancias que se escapan por las puertas de las perfumerías. Ana, abrumada por el tamaño y la elegancia del lugar, no toma ninguna decisión, prefiere seguir a María, que camina con toda seguridad entre las miles de ofertas, entre tantas tentaciones que llaman y provocan, verdaderas escenografías del deseo: ella sabrá dónde detenerse.
Entran en una boutique cuya vitrina, con una seductora luz amortiguada en puntos estratégicos, exhibe glamorosos maniquís que más parecen estatuas de algún museo vanguardista que portadores de prendas pasajeras.
Esto se ve como salido de la Rue Saint-Honoré, comenta Ana, impresionada.
¿Y tú sabes de esa calle?, le pregunta María, sorprendida.
Ana la mira con picardía y entra a la tienda con una sonrisa en los labios, la primera de la tarde, piensa María. Ha guardado su teléfono celular en la cartera, siempre encendido, por supuesto, pero ya no pegado a sus manos como una prolongación de sí misma.
María echa un rápido vistazo a los percheros y va arrancando ganchos para pasárselos a Ana. No mira los precios, sólo tallas, colores y formas. Se engolosina con una amplia falda color arena a cuya cintura se planta una tela fucsia, ancha y rayada en diversos tonos del mismo color, coronada por un brillante y masculino chaleco de terciopelo negro.
Pruébatelo, te quedará precioso.
Ana obedece y parte al probador. Momentos después aparece vestida con esta ropa extraña que, sin embargo, la transforma y la ilumina. Sus prendas antiguas, colgadas meticulosamente en la percha del probador, parecen mirarla como una persona triste y desahuciada.
¡Estupendo!, exclama María entusiasmada, ¡te queda perfecto!
Sí, concede Ana, pero dime la verdad: ¿cuándo me pondría yo esta ropa?
Cualquier día, la despacha María de inmediato, a cualquier hora y para cualquier actividad. Y mira, encontré la blusa justa que va con esa tenida.
Pero ¿y si me arrepiento?, insiste Ana.
No te vas a arrepentir, hazme caso.
Parecen tener alas, piensa Ana mientras impregna la yema de sus dedos con los nuevos materiales, cuando son finos y suntuosos parecen pájaros que volaran. Y mira con nueva complicidad la tela color arena de la falda, los fucsias del cinturón, el terciopelo del chaleco, como si también ellos se entusiasmaran con la transformación de su portadora. La blusa, mitad seda, mitad lino, le queda de perlas. La línea en el ceño de Ana se ablanda.
Bolsas en mano, siguen con su cometido. Las espera la mejor de las perfumerías, a juicio de María, donde entran seguras de sí mismas e inspeccionan estantes y muestrarios. Prueban las cremas y las huelen. Ana toma en sus manos un pequeño y redondo envase de color verde. Un poco desconcertada lee en voz alta lo que dice en el reverso: está confeccionada con aceite de huevos de hormiga.
Puede cambiarte la vida, qué duda te cabe, le dice María.
Ambas se largan a reír.
Dos horas más tarde, agotadas y repletas de paquetes, deciden tomar algo en el bar del shopping centre antes de emprender la retirada. Se instalan en una pequeña mesa al fondo y empiezan a revisar todo lo que han comprado.
Yo no puedo entrar al hospital con tanto paquete, María, piensa qué imagen daría...
Déjalos en mi auto, los paso a dejar mañana a tu casa.
Piden un pisco sour que beben casi con codicia y a la hora de pagar Ana insiste en hacerlo ella, en agradecimiento a las horas que María le ha dedicado. Pero llega el mozo un instante después y le avisa que le han rechazado la tarjeta de crédito.
¡La reventé!, exclama Ana, entre asombrada y divertida y se dirige a su amiga con expresión incrédula: María, ¡he usado todo el crédito de mi tarjeta!
¿Reventaste la tarjeta?, le pregunta María, sin lograr darle a su tono una gota de preocupación o descontento.
Se miran, como frente a la crema de los huevos de hormiga, y estallan en una risa contagiosa. En ese momento suena, desde las profundidades de la cartera de Ana, su celular. Su expresión cambia radicalmente aunque una gota de risa aún permanece en sus ojos. Lo busca con desesperación, aterrada de no encontrarlo a tiempo y perder la llamada. Logra encontrarlo entre billeteras, peinetas, boletas de todo tipo, servilletas de papel y mira la pantalla para ver de dónde proviene la llamada. Pero María ya sabe. Se levanta del asiento antes de que Ana comience a hablar y recoge uno a uno todos los paquetes.