Ana María llevaba veinte años casada y seguía enamorada de su marido. Por supuesto, hoy ya no eran un par de lirios, mermada la lozanía, el vigor y la potencia. Pero ella siempre decía que deseaba envejecer junto a Víctor y veía el deterioro como una fase más, insalvable, inevitable, inexorable. Le gustaba decirle por teléfono a su amiga Bárbara estas palabras comenzadas en «in», las sentía potentes y seguras de sí mismas. Apuntaba a la ternura como reemplazo del deseo y soñaba con escenas pertinentes, ambos abrazados en la cama matrimonial viendo una película en DVD o cruzando, protector él, la calle de la mano en alguna ciudad distinta, de las muchas que aún deseaban conocer. Si se empeñaba, la vejez les traería una dulzura desconocida y reconfortante. Aun así, por supuesto, no se resignaba al paso de los años. Su apariencia había derivado en su mayor ocupación, bien sabía que Víctor era un hombre guapo y no le pasaban inadvertidas sus ocasionales tendencias a actuar como un seductor. ¿Ocasionales?, le preguntó una vez Bárbara por teléfono y ella se alarmó, luego se enojó y no llamó a su amiga por una semana. Ana María ejercitaba su cuerpo con disciplina. Practicaba la equitación en su parcela al lado de la ciudad, Baby —la yegua— era, después de su marido y sus hijos, lo más cercano a su corazón. Asistía cuatro veces a la semana al gimnasio, se privaba de la grasa y los dulces y llevaba una cuidadosa contabilidad de las calorías diarias que ingería. Además, se hacía masajes —tanto reductivos como de relajación— y nunca faltaba a la cita con el peluquero que incluía la tintura de las canas, el corte, la pedicura y la manicura. A veces se agotaba consigo misma y la embargaba la tentación de dejarse estar, entregarse por fin a vivir la edad que tenía. Después de todo, si era una opción para otras mujeres, ¿por qué no para ella? Pero prefería no hacerse trampas, consciente de que era sólo eso, una tentación, y se decía con paciencia, vamos, Ana María, no todas tienen maridos apuestos como el tuyo, eso impone obligaciones. Y luego agregaba, severa, ¿cómo resistir el asedio de las mujeres jóvenes si no peleo contra la decadencia?
Las mujeres jóvenes era la nomenclatura para todo objetivo donde se posaran los ojos de Víctor, todo foco que no fuese ella. Eran el fantasma, el miedo, el mal. ¡Cómo las aborrecía! Trataba de convencerse de que eran todas tontas, superfluas, incultas. Había llegado a formular una regla aritmética: a más culo y más busto, menor coeficiente intelectual. Así se calmaba. También pensando en los hijos y en lo hogareño que era Víctor, en cómo gozaba de la vida en común, de la casa tan bonita —y tan cara—, del asado del día domingo en el jardín, de los hijos con sus novias, de la perfecta disposición de alguna mano mágica para su buen vivir. Todo aquello parecía imposible con una mujer más joven.
Y sin embargo, la idea de ser abandonada era su peor pesadilla. El fracaso es como la peste, se decía, huele mal, aleja, hace huir a los demás. Nadie se siente cómodo al lado de un fracasado. Al principio te consuelan, luego escapan, ya lo sabía ella, lo había hecho tantas veces.
A Ana María le complacía sobremanera su vida en la cama. Volvía a enamorarse de su marido con cada orgasmo, atestiguar la lujuria en sus ojos le confirmaba ser el objeto de su amor. (Además, le parecía importante sentir la recompensa luego de tanto esfuerzo.) A veces, en muy raras ocasiones, se preguntó si era el sexo lo que de verdad le gustaba o si era Víctor comprometido en el sexo con ella. Se consolaba serenamente con que el tiempo era largo, hoy en día se podía hacer el amor eternamente, y de paso daba gracias a los científicos por haber inventado esa píldora azul, para el día en que resultase necesaria.
Y el día llegó, antes de lo pensado.
Un pequeño tumor en la próstata, sí, hay que extirparlo, nada del otro mundo. Así aseguró el doctor y Ana María lo organizó todo, desde la hora del cirujano hasta los papeles de la Isapre. Una pequeña infección demoró el alta luego de la operación pero no se sintió descorazonada. Acompañó a su marido en todo momento, como una intrusa averiguando sobre remedios y tratamientos. La enfermera de noche, una chiquilla bonita que fue inmediatamente clasificada por Ana María como una de las mujeres jóvenes, insinuó que para eso estaban ellas. Ana María la hizo callar con una sola de aquellas miradas que guardaba para las enemigas. Como buena esposa abnegada, dejaba la clínica de noche, poco después de que la impertinente enfermera empezara su turno, se iba a dormir a casa y volvía prontamente, a las nueve de la mañana, para instalarse al lado de su marido y comprobar el pulso, la fiebre, la presión, los medicamentos. Relájate, mi amor, le decía él, estoy estupendamente bien.
Víctor volvió a casa sano y salvo. Pasaron varios días y Ana María sintió que, junto con la mejora de su marido, ya le correspondía obtener la recompensa a la que aspiraba: la lujuria en sus ojos. Pero no la encontró. Dejó pasar más días y temía perder su paciencia, tan estudiada porque siempre se le confundía con la dignidad. Ensayó lo conocido, esa camisa de dormir negra escotada, la película francesa levemente erótica, la copa de buen vino en la cama, los susurros al oído. Nada. Pensó si sería aún pronto, que toda operación deja sus secuelas, y postergó el intento. Pero siguieron pasando los días y nada parecía encender a su marido. La inquietud empezó a invadirla.
¿Andará con otra, Bárbara?, dime, ¿qué crees tú?
Al teléfono era capaz de desahogarse y de pedir ayuda. En persona, Bárbara no le gustaba mucho, la prefería a través de la línea. Además, cuando se juntaban a almorzar, a su amiga le daba por quejarse de sus problemas económicos y a Ana María le daba vergüenza no ser pobre.
Habla con él.
Así de rotundo fue el consejo de Bárbara.
Y lo hizo.
Víctor, como todo marido, detestaba las conversaciones personales sobre la situación de la pareja, pero esta vez se allanó a hablar, con una receptividad poco común en él. Y lo que le dijo fue que la libido se le había esfumado, que él no podía entender qué había sucedido, pero que el pequeño tumor en la próstata se la había llevado.
No es un tema de performance solamente, Ana María, es más grave... El sexo no me interesa, como si me hubieran operado el cerebro.
Ana María escuchó estupefacta. Acordaron que Víctor visitaría a un especialista. Pero esa noche, mientras él roncaba a su lado, ella sintió una pequeña brisa fresca en el pecho que le pareció tan extraña que optó por ignorarla. Cuando al día siguiente debía madrugar para asistir a su hora de gimnasio decidió quedarse en cama, se pegó al cuerpo tan amado de su marido y se dijo, qué tanto, hoy no iré, y durmió una hora más a su lado, tibia y contenta. De repente, ese cuerpo le resultó un cuerpo que no la desafiaba.
Decidió pasar el día en la parcela montando a Baby, volcar sobre ella su vigor. Y tocarla. Siempre reluciente ese pelaje casi rojo, brillante como la cáscara de una castaña, caliente el hocico que hurgaba su mano en busca de un trozo de azúcar. Perfecta Baby, por eso le gustaba tanto.
Pero pasado un corto tiempo no pudo ignorar las sensaciones que la asaltaban. Fueron tres sus reacciones, una tras otra.
La primera: debo ser una buena esposa, prometí estar a su lado en las buenas y en las malas, me corresponde la comprensión. Es como cuando los maridos vuelven de la guerra, se dijo, claro que el quiste en la próstata fue apenas una pequeña batalla, pero las mujeres decentes los apoyan hasta el final.
La segunda: tengo tanta rabia, me enfurece todo este asunto, y no veo que esté agitándose con doctores ni recuperaciones, ¿qué se cree, que la impotencia es gratis y no tiene consecuencias?, ¿qué es esto de ser la pareja de un hombre sin deseo?
La tercera: Es que, ¿sabes, Bárbara?, ya no pienso las veinticuatro horas del día en las mujeres jóvenes. La falta de libido también corre para ellas, quizás ésta es la gran solución.
Pero, Ana María, ¿no se supone que a ti te gusta el sexo?
Sí, pero más me gusta la fidelidad, respondió con voz segura, percatándose en ese mismo instante que acababa de hacer aflorar una verdad que desconocía.
Y, de súbito, algo muy gratificante la envolvió, como un abrigo de alpaca en una noche helada: sintió que por fin ella manejaba la situación. A un marido impotente se le controla.
Pisaba tierra firme.
Empezó a gozar su nuevo estatus. Y a engrandecerlo. No es el cambio el que de verdad duele, se dijo, es la resistencia a él. Y se sintió iluminada, como un monje del Tíbet que encuentra la armonía en el fluir. Tomó el diccionario de la Real Academia y buscó las palabras celibato y castidad. No le acomodaron las definiciones y prefirió otras más elocuentes: resignación, sublimación y, continuando con ese sonido que le gustó, liberación.
Te cuento, Bárbara, que me puse a ordenar el clóset. Cuando llegué al cajón donde guardo la lencería, me pillé separando los negligés y las camisas de satín y metiéndolos al fondo, donde ni los veo. ¡Bienvenido el cómodo y anticuado pijama de franela!
Pero, Ana María, ándate con cuidado, ¿y si el tratamiento le devuelve la energía sexual y te encuentra en la cama vestida como tu abuela?
Qué tratamiento ni qué nada, la libido es o no es, como la fe. Acuérdate que no es la erección el problema. Y dime tú, ¿quién puede inventarte ganas que no tienes? El punto, Bárbara, es que no es culpa mía. ¡Qué alivio!
Siempre al teléfono, sin reconocerle a nadie que Bárbara le aburría frente a frente, le explicó su eterno terror a la invisibilidad. Aquello sí la asustaba porque entonces, entonces sí, Víctor podía dejarla por otra.
La vida de Ana María empezó a cambiar. Cada viaje que Víctor hacía por razones de trabajo dejó de ser una amenaza, una espina en su ego, ya no había nada que temer de esta especie de hermano tendido a su lado, tierno como una canción infantil. El insistente seductor dormía. Recordó a su madre afirmando, a propósito de la decadencia de un tío a quien le gustaba jugar en el casino más de la cuenta: no se reformó; simplemente se quedó sin energías.
Las mujeres jóvenes dejaron de repelerle. La vida en el hogar tomaba caracteres de largo plazo, sólida y ya moldeada como un jarrón de hierro de alguna cultura antigua, él no se escaparía en puntillas ante la insistencia de la otra. El esfuerzo desaforado por mantenerse joven fue cediendo poco a poco, la desnudez no parecía relevante, ¿para qué tanto trabajo y desvelo? Tener un amante para suplir las carencias de su marido no entraba en sus planes. Bárbara se lo había sugerido pero su rechazo fue inmediato y pertinaz. No necesitaba un amante, no necesitaba el sexo, ya había tenido la cantidad suficiente, ahora disfrutaba de conceptos a sus ojos más confiables que el deseo. La serenidad. La seguridad.
Sus hijos notaron ese cambio. Y les gustó. Antes había puesto toda su energía en máquinas, manos ajenas, diuréticos, productos magros, litros de agua, bisturís, convirtiendo su cuerpo en un templo inaccesible que tendía a encerrarse en sí mismo y, en privado, a curvarse en la sombra como un cachorro asustado.
Víctor estaba de viaje. Ana María decidió hacerse el tarot. Su reciente equilibrio merecía ser validado. Soñó con cartas amables y lecturas apaciguadas. La misma Bárbara le dio el dato y la dirección. Partió a un barrio que nunca visitaba, uno de esos que explican los siete millones de habitantes que le asignan a la ciudad. Se preparó meticulosamente para no perderse, hasta le pidió a uno de sus hijos que se lo mostrara en el mapa de Google. Salió de su casa con anticipación, no debía llegar tarde a esa cita que le había costado tanto conseguir. Disfrutó mucho de la vista tan cercana de la cordillera nevada que la distraía al voltear el rostro a la izquierda del volante esa mañana clara del final de otoño. Mientras conducía hacia el oeste pensó en cuán reducido era su diario recorrido, su propia mirada urbana, y se prometió a sí misma, con optimismo, que lo remediaría. La gente como yo vive con ciertas orejeras, se dijo con severidad, juzgando que aquello no podía ser positivo.
Al llegar al lugar indicado miró su reloj de pulsera y comprendió que estaba adelantada. Pensó que las mujeres que trabajaban nunca aparecían antes de la hora a sus compromisos. Quince minutos. Bueno, escucharé la radio, se dijo, para qué iba a abandonar el auto, se sentía tibia y cómoda en aquel encierro. En ese instante sonó su teléfono celular. Demoró en encontrarlo adentro del amplio bolso de cuero y el sonido le pareció chillón y estridente en medio de esa calma.
¡Mamá! ¡Se escapó Baby!
Era su hija menor llamando desde la parcela.
¿Qué dices?
Te juro que es cierto, mamá, se escapó del establo y no la han encontrado.
¿Cómo puede haberse escapado, es que no tiene puerta el establo?, la voz de Ana María conteniendo la ira.
Dio las instrucciones del caso. Sintió tan estéril la llamada de su hija, como si ella pudiese hacer algo desde la ciudad frente a una yegua que se escapa, minutos antes de entrar a verse el tarot. Pero no era una yegua cualquiera, era su Baby. Negó la idea, cerró su mente ante algo que escapaba de su control. Baby estaba bien, decidió, intuyendo la existencia de una cierta seguridad deformada en el dolor conocido. Y esto le parecía demasiado nuevo.
Para apurar los minutos que faltaban, concentró la vista en las casas de la vereda del frente. Eran edificios modestos pero dignos, todos muy parecidos entre ellos, pareados, sus fachadas de cemento pintadas de un blanco antiguo y mortecino, los pequeños antepatios limpios y bien barridos, las cortinas —aunque con mínima prestancia— colgaban como Dios manda. Se imaginó cocinas pequeñas, probablemente con demasiado olor a comida y un poco desordenadas pero acogedoras. Los dormitorios deben ahogar por su tamaño y los baños deben tener linóleo en vez de cerámicas, pero estarán ventilados y el aseo será fácil. Recordó que alguna vez quiso estudiar arquitectura. Distraída, divisó a cierta distancia una figura que le resultaba vagamente familiar. Pero si no conozco a nadie de esta parte de la ciudad, le reprendió a su imaginación. Sin embargo, a medida que se acercaba, reconoció a aquella enfermera impertinente de la clínica donde habían operado a Víctor. Una de las tantas mujeres jóvenes que la torturaban en su antigua existencia. Qué extraño volver a verla, se dijo Ana María, debe vivir por aquí, qué buen ojo tengo, la reconocí aun sin el uniforme. Es bastante bonita, aunque eso ya lo pensé cuando la vi en el hospital, no niego que me cayó mal de inmediato. Todo esto se dijo Ana María mientras la mujer en la vereda del frente se detenía un instante, dejaba la bolsa de pan que traía en una de sus manos sobre la reja de un jardín y con la otra mano trajinaba la cartera, buscando las llaves, supuso Ana María. Miró bien el número de la casa, no, no era al que ella se dirigía, no era el lugar del tarot, por suerte. Y antes de que la enfermera consiguiera encontrar la llave, la puerta de su supuesta casa se abrió. Un hombre mayor, calzando zapatillas de levantarse y enfundado en una bata, alto, macizo y con el pelo claro, un hombre guapo, la llamó.
¡Mi amor!
Al levantar ella la cara, se suavizó su expresión y en un instante corría a sus brazos.
Ana María demoró unos segundos en reconocer al hombre que llamaba a la enfermera. Apenas lo que tarda una mente para caer en cuenta de la realidad.
A lo lejos creyó escuchar el relincho de una yegua.