Intranquila y salvaje, demostrando cuán mezquina puede a veces volverse la serenidad de la noche, bailaba la prenda sobre el parche de oscuridad: un vestido azul celeste con dos hileras de botones de nácar en el busto y un raso con incrustaciones de concha de perla en la cintura, como las últimas plumas de una almohada celestial. Insistía en redondear el espacio con movimientos casi obscenos, meneándose de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, levantando los vaporosos vuelos de la falda hacia arriba mostrando los muslos, hacia abajo atisbando el trasero, hacia arriba, hacia abajo, pum paf, paf pum, y tin tin, como sonaba el nácar de los botoncitos mientras el paño azul celeste los sujetaba, recio, no se me escapen, pequeños, en este diseño vuestra presencia es fundamental, jueguen, salten, pero no se les ocurra partir y abandonarme. Al costado de la falda, en el borde, dos hileras de encaje blanco oscuro —ese blanco de las tardes de domingo veraniego en la ciudad—, ese blanco y no otro era el que cerraba y obligaba a los vuelos de organza azulina a imponer cierto sosiego, regalándole al vestido cuotas importantes de fantasía un poco romántica, un poco doméstica.
El día lunes, entre los fajos de carpetas de declaraciones de impuesto a la renta pertenecientes a seres lejanos y desconocidos cuya existencia era para ella sólo virtual, una forma nebulosa apareció enfangando las cifras sobre el papel verde claro, tan feo ese verde al que su jefe era adicto, un verde borroso e insulso que a ella, tras cuatro o cinco horas de trabajo, llegaba a marearla y al mareo se añadía un zumbido molesto que pretendía insinuarle, poquito a poco, que su vida se teñía a menudo de ese mismo tono mortecino, y que el tiempo pasaba. Inexorablemente, agregaría la señora Rosario, que adoraba coronarlo todo con algún lugar común. Ese verde claro. No le llevó más de un instante reconocer la forma nebulosa que había osado mezclarse entre las cifras de las carpetas: era el vestido azul celeste con que había soñado.
(Todo comenzó aquella mañana —un mes atrás— al tomar la micro en la esquina de su casa. Siempre la misma micro, a las siete y media en punto, con o sin luz, con o sin sol, lloviera o relampagueara, sin importar nada la intención de la naturaleza de repeler o dar una cálida bienvenida. Lo único especial de ese recorrido fue la visita, con guitarra en mano, de un chico pobre y enclenque, bastante sucio y mal vestido, que, madrugador, comenzó a ofrecer canciones a los pasajeros. Cuando se acercó a su asiento y empezó a cantar —siempre iba sentada gracias a que el paradero principal de donde partía la micro quedaba a pocas cuadras de su casa—, ella dio un respingo. A esa hora, aturdida, nada recordaba de sus delirios nocturnos, pero al escuchar la voz del chico, que hablaba de un sueño con serpientes, cayó en cuenta de que también ella había tenido un sueño, el primero de todos: dentro de un enorme y abismal espacio rojo bermellón, bailaban, como pequeños planetas, botones y más botones. Miles de botones de diversos tamaños, cada uno en solitario, irremediablemente desparejados, ejecutaban una extraña y casi macabra danza en la órbita, desesperados por mostrar —¿a quién?— su propia originalidad: el nácar, el azabache, la concha de perla, la madera, el hueso. Incluso un pequeño impertinente, escondido por allá atrás, osó exponer su plástico. Estas imágenes golpearon su cerebro a las siete y media de la mañana como si fuesen el resultado de algo terriblemente nuevo y no de un sueño ya soñado. No se trataba de las serpientes de Silvio, no, pero el temor de ese recuerdo le sugirió que podrían ser más peligrosas. Estaba convencida de que si el chico con la guitarra hubiese subido en la micro siguiente, el sueño habría quedado en el olvido y, qué duda cabe, su vidita en paz.)
Con el vestido azul celeste en sus retinas y en sus sienes, se despidió aquella tarde de don Jaime a las seis en punto, dejando como cada día su escritorio exageradamente ordenado —como si al día siguiente no fuese a desordenarlo otra vez—, el tintero al lado del computador, la pluma casi pegadita al teclado —la tecnología no lo es todo, señorita, ciertos trabajos en este despacho deben ejecutarse a mano—, la pesada calculadora tan demodé en su gris acero y sus números enormes, las carpetas de cartón liviano, tantas carpetas, numeraditas todas, con sus códigos de identificación y sus cartones amarillentos, ¿por qué los fabricantes confeccionaban un amarillo así?, si al menos insinuara la nobleza del paso del tiempo, pero no, saliendo de la fábrica ya parecía tener cien años, como don Jaime, como la señora Rosario, como aquellos muros también verdosos con algún resto de humedad, como todo lo que aquella oficina de contabilidad engullía. Cada tarde, antes de despedirse, a siete minutos para las seis, se levantaba de su silla, ya pesado el cuerpo, ya volatilizada cualquier ilusión, ya curvada la espalda, se dirigía al cuarto de baño, oscuro y pequeño como una cárcel marroquí construida especialmente para subversivos en medio del desierto, y extraía del bolsillo de su uniforme o delantal —no le quedaba claro qué era exactamente aquella prenda, indefinida masa de tela color café claro que usaban todos allí— su peineta de carey. Preciosa le parecía la peineta, regalo de su abuela. La guardaba en el cajón superior de su mesa de trabajo, muy escondida al fondo, no fuese a suceder que alguien la encontrara, y si la mala suerte así lo quisiera, que al menos apareciera maniáticamente limpia e inmaculada pues su dignidad sufriría un mortal agravio si un cabello suyo quedase allí agazapado, atravesando o ensuciando algún diente del carey espléndido. Don Jaime no miraba con buenos ojos los muebles cerrados con llave, ¿es que tienen algo que esconder, en mi propia oficina? Si la antipática mujer de la limpieza, esa tal Roxana, encontrara al espiar un rastro de su cabellera, Señor, ¡qué humillación! Total, para las cuatro mechas que tienes, habría dicho su madre. Pero ella se reafirmaba a sí misma sintiéndose una persona muy recatada, muy limpia, muy bien educada. Y siempre peinaba su cabello al salir de la oficina para enfrentarse con el mundo de afuera, aunque allí nadie la conociera o fijara sus ojos en ella. Cinco minutos se peinaba, una eternidad según el concepto de tiempo que compartían don Jaime y la señora Rosario, para arriba y para abajo la peineta de carey hasta que su voluntad se convenciera, sí, mi vida, está sedoso, ordenadito, no te afanes, corazón, igualito a como lo has llevado desde la secundaria, no temas, te ves exactamente igual a ti misma, como cada día desde tus últimos catorce o quince años de vida; ya puedes salir a la calle, sentirte segura, nada, créeme, nada en ti llamará la atención, tal como lo aprendiste cuando emitiste el primer suspiro. Desde tu más tierna infancia, habría acotado la señora Rosario. La imagen que le devolvió el borroso espejo de aquel baño-panteón era, a pesar de todo, nítida. No por culpa de la luz, qué va, es que su peinado era tan predecible que aun en la noche más laberíntica y oscura reconocería aquel pelo liso y largo, aquella raya en el centro, aquellos dos paños de cabello delgado color ratón que, sin una pizca de volumen, caían hasta sus hombros separando su cabeza en dos. Simetría absoluta. Orden total. Bonita chica esta, tan modosita sin ser remilgada.
Aquel día lunes —son marrones los lunes, ¿verdad, abuelita?, sí, mijita, y los martes son verdes y los sábados rojos— abrió la puerta que daba hacia la calle, ansiosa de respirar, y allí, en el vidrio esmerilado, entre las letras pomposas y regordetas que anunciaban el nombre de don Jaime, vio el vestido azul celeste. ¿Cuántas veces se le había aparecido durante la jornada? Hizo un esfuerzo por contarlas, pero aun así temió olvidar los detalles. En un estado de énfasis desacostumbrado en ella, entró al café que colindaba con la oficina y tomó la rara decisión de sentarse en una mesa. Por cierto, nunca, en esa enorme acumulación de días y meses y años, nunca lo había hecho, ni se le había ocurrido. Su sueldo exiguo o su falta de imaginación o su temor de llegar tarde a casa, razones no faltaban, lo cierto es que se sentaba a una mesa de aquel café vecino por vez primera. Cuando el mozo la atendió y no supo sino pedir una cocacola, esperó ansiosa que su pedido fuese despachado antes de apoderarse de una servilleta de papel que descansaba plácida dentro del pequeño servilletero de plástico rosado y, presurosa, extrajo de su bolso el lápiz Bic que vivía allí adentro sin saber muy bien para qué. En un instante, como por arte de magia, comenzaron las líneas a aparecer: botones de nácar, raso con incrustaciones, vuelos de organza, encajes. La servilleta, como toda servilleta de un café ordinario en el centro de la ciudad, pecaba de ser absolutamente blanca. Nada a mano para marcar el azul celeste, el gris perla plateado, el blanco oscuro. Pensó en la caja de cartón que guardaba debajo de su cama, a la que acudía muy de cuando en cuando para recordar su niñez, y su memoria enfocó aquel elástico que evitaba la dispersión de sus lápices de colores. Con suerte juntaría veinticinco. Quiso levantarse de inmediato y correr hacia el paradero para tomar la micro, volar hacia su hogar, hacia su caja de cartón y aquel elástico milagroso. Pero un golpe de soledad la retuvo: no se trataba de aquélla, la soledad natural, sino de la otra, la segunda soledad, la que duele.
Los trapos, todo es culpa de los trapos, gritaba su madre, y su voz, en aquel hogar de no más de sesenta metros cuadrados —imposible no escucharla— taladraba los oídos de cada uno de sus habitantes. En la pequeña cocina, sentada sobre un piso de mimbre, tía Valeria miraba hacia el suelo, gacha su cabeza, por fin humilde y derrotada. Los trapos. La abuela guardaba silencio pegadita a su máquina de coser, apretujada entre el refrigerador y la televisión en la sala de estar, doblando y retorciendo entre sus manos un pedazo de chiffon escarlata; andaría preguntándose si de verdad aquel color precioso y aquella textura sensual serían los responsables. Las niñas, como las llamaban, no osaban salir del dormitorio, el que compartían las cuatro en dos catres de madera con sus respectivos camarotes. ¡Era tan pequeña esa pieza! Pero ella, aunque por ningún motivo pisaría territorio enemigo, alargaba su cuello y atestiguaba todo, enfocando a su madre y a tía Valeria a través de la apertura de la puerta. En medio del alboroto, alcanzó a estrellarse con una sospecha ruin: las enseñanzas de su abuela frente a la aguja y la máquina de coser llegaban a su fin. Y junto a ellas, su tía.
Tía Valeria no tenía vocación de martirio. Creía firmemente que la vida era una y sólo una —por lo tanto, debía vivirse, habría agregado la señora Rosario—. Habiéndole tocado ser la hija menor de la abuela, terminó viviendo junto a ella en casa de su hermana mayor cuando ésta enviudó, contando sólo con una magra pensión y cuatro niñas a las que criar. Para incrementar los ingresos, la abuela, que siempre había tenido manos de ángel para la costura, empezó a hacerlo profesionalmente. Profesionalmente es mucho decir, pero instaló su máquina de coser en la sala, frente al diván donde dormía, y confeccionaba ropa para la gente del vecindario. De entre sus cuatro nietas pequeñas, comprendió muy pronto cuál sería la elegida para seguir sus pasos y a ella le enseñó. Cuando volvía del colegio, luego de hacer sus deberes, se instalaba en una silla al lado de la abuela y la ayudaba con las bastillas y los botones, mientras tía Valeria se entretenía con el cabello de su sobrina, rizándolo con unas tenazas calientes o peinándolo en trenzas que luego amarraba en la nuca o en la punta de la cabeza con una flor seca o una rosa de encajes. Era divertida la vida entonces. Tía Valeria salía a trabajar a una hora moderada, nunca muy temprano, pues la tienda donde atendía no abría hasta las diez y cuando volvía a casa, la inundaba con su risa, con gritos alegres o con historias divertidas. Su hermana viuda la miraba pensativa como a una recién llegada que habla en voz demasiado alta y que no sabe lo que está pisoteando con sus palabras.
No cabía duda sobre cuál era la gran pasión de tía Valeria, sólo para vestirme merecería haber sido rica, solía decir. Y atrapaba entre sus manos las telas que dejaba la abuela sobre la mesa en que comían, las hacía volar por el aire de forma que cayeran sobre su cuerpo, dúctiles y obedientes. Sólo popelinas aburridas, reclamaba, todas las vecinas se visten iguales, trajes camiseros, abotonaditos por delante, una tirita en la cintura y... listo, como si inventaran la vida sólo para usar batas caseras; ¿dónde están las sedas, los tafetanes, los crepes, los rasos brillantes? Y la abuela, con paciencia, le respondía, pero, hija, ¿y cuándo las ocuparían estas mujeres?, ¿para ir dónde? Entonces Valeria empezó a traer sus propias telas a casa para que su madre le confeccionara vestidos; el primer sábado de cada mes, luego de recibir su paga, se calzaba el gran bolso de cuero —aquel enorme pozo de soluciones, a los ojos de su sobrina—, tomaba el autobús a media mañana hacia la zona de la ciudad donde averiguó que vendían los géneros más baratos y volvía radiante a casa. Era su actividad favorita. Una amiga le había dado el dato y así comprobaba que, al por mayor o al por menor, podía hacerse con telas preciosas, incluso importadas, y que por el precio de dos metros en la tienda de su barrio, aquí compraba cuatro. Nada de popelinas ni de algodoncitos floreados; para ella, el fulgor, lo sensual, lo glamoroso. Eligió a la única de sus sobrinas a quien interesaban aquellas cosas y la invitaba cada mes a esta aventura, enseñándole a tocar, palpar bien el material, distinguirlo y nombrarlo. Al llegar a casa tomaba un papel y hacía el esfuerzo de dibujar el modelo que tenía en mente para que su madre lo confeccionara. Entonces, la sobrina elegida le recordaba que llevaba la mejor nota en clases de dibujo y haciéndose ella con el lápiz, escuchaba a su tía dictarle sus fantasías. A veces, la madre las interrumpía con la voz un poco agria, no entiendo para qué haces trabajar tanto a la abuela, Valeria, ¿dónde piensas usar un vestido así? Ya encontraré dónde, ya encontraré, contestaba casi cantando. Y se encerraba en el baño con sus tinturas para aparecer luego rubia, muy rubia. Se teñía el pelo desde siempre y con esmero y se lo cortaban en la peluquería del barrio con revista en mano: quiero parecerme a estas francesas, explicaba Valeria a las peluqueras, nada de pelos aburridos, lo quiero cortito, con movimiento, lo quiero vivo. ¿Y una permanente, Valeria? ¡No, por nada! Si así de liso se me dio, lo aprovecho.
Casi bizca, la mirada de don Jaime era oblicua al fijar sus ojos sobre ella a la mañana siguiente, parecía expresar una idea que se conformaba lentamente en su cabeza pero que aún no tomaba una forma definitiva. Como si se tratase de una intuición. ¿Estoy equivocado, señora Rosario, o anda un poco distraída la chica?, si habitualmente es tan concentrada... Ella no escuchaba pero pensaba aún en las serpientes de Silvio y en el muchacho delgado y desarrapado con su guitarra y su canción inocente. ¿Inocente? Recién ahora le retumbaban palabras que en un principio creyó no oír. ¿Había dicho algo sobre un corazón que muere de cordura o ella lo había inventado? Las cifras de una carpeta amarillenta volvieron a alejarse de su vista, como un viajero despidiéndose, y en su lugar apareció una mancha que escondía todo número. Lentamente, como si estuviese revelando una fotografía en un cuarto oscuro, la mancha comenzó a formar una nebulosa calipso: era la falda de gitana, esa falda repleta de vuelos, larga hasta el suelo, con mil cortes de un calipso profundo, como un pedazo de mar del Caribe, como un diamante disparatado; algunos eran opacos y otros brillantes, transformando así el mismo azul en dos colores que se diferenciaban sólo por la luz que cada uno destellaba, del opaco al brillo y del brillo al opaco. La falda era un capullo cada vez más abierto, cada vez más cercano al cielo. Sí, su sueño de anoche. Y esta vez había despertado, jurando que volaba de nuevo por una órbita colorida y en el espacio, con mucho esfuerzo, se apoderaba de esa falda, la tomaba por una punta, ésta trataba de escaparse pero al fin flotaba sujeta a ella. Al abrir los ojos reconoció su dormitorio y de inmediato la respiración de sus tres hermanas y, aguzando muy poco el oído, los ronquidos de la abuela desde el diván de la sala y los de su madre, más tenues, en la pequeñísima habitación vecina. Nada había cambiado, la falda de gitana lejos, muy lejos de ella, sólo le permitió constatar que el despertador sonaría una hora más tarde, que debería levantarse en silencio para no despertar a sus hermanas, ellas aún estudiaban en el colegio de la esquina, tenían derecho a un rato más de sueño. Iría a la cocina a preparar su almuerzo y subiría a la micro para sentarse allí durante cuarenta y cinco minutos ociosos e inútiles, luego caminaría otros diez para llegar a la oficina, saludaría a don Jaime y a la señora Rosario —quien invariablemente le comentaría la situación del clima—, vestiría su delantal café claro y sólo a la una de la tarde interrumpiría su trabajo para tomar su colación allí mismo —¿dónde si no?, ¿en el frío de la calle?—. Puede usar el horno si necesita calentar su almuerzo, le habían dicho el primer día como otorgándole un gran favor, ¿por qué don Jaime no se compraría un microondas? Luego, de dos a seis de la tarde... números, códigos, sumas y restas, páginas verde claro. Siete minutos antes de las seis se levantaría al baño con su peineta de carey y el espejo le contaría que es ella, que es la misma, que nada ha cambiado.
Nada ha cambiado durante estos últimos quince años, ni su peinado, ni su ropa, ni las batas caseras abotonaditas en el centro de la máquina de coser de la abuela, ni el ánimo agrio de los días de su madre viuda, ni la inocencia de sus hermanas menores que casi no recuerdan a tía Valeria, ni la falta de exclamaciones alegres ni los paseos a las tiendas de tela de aquel barrio lejano, ni los rasos de color damasco ni los terciopelos que fingían serlo. Todo es igual a como lo ha sido siempre, siempre desde que tía Valeria partió. Cuidar la pena de su madre, ésa devino su tarea, según le sopló la abuela al oído. Y dejó crecer su pelo liso y olvidó el brillo y las caídas de ciertos hilos, olvidó cualquier cosa que no fuera comportarse como es debido para apaciguar los temores y las ansiedades maternas. Si de colores se trata, pocos albergan su cotidianidad. Al menos si encontrara un hombre para casarse y así entretenerse un poco —y de paso desocupar una cama, la abuela podría dormir con sus hermanas y no en el diván—. Pero los hombres adquirían una rara cualidad de invisibles, ¿dónde estaban?, ¿dónde se meterían los casaderos?, ¿por qué ella no los encontraba? Sus compañeras del colegio habían abandonado el vecindario, casi todas lograron acercarse un poco a la ciudad grande y muchas de ellas con flamantes maridos del brazo, ¿flamantes?, no, eso lo ponía ella de la cosecha de su autocompasión, flamantes no eran, por supuesto, no se habría casado con ninguno de ellos. ¿Es que la única forma de dejar la casa es el matrimonio? Tía Valeria nunca se casó, pero no sabe si tía Valeria es feliz, sabe que puso una tienda de ropa en otra ciudad y que su hijita la acompaña después del colegio. Si sueña con diseños, al menos logra atraparlos, se consoló, porque no podía imaginar a su tía triste.
De nuevo el cantante, ¿es que estaba condenada aquella micro de las siete y media de la mañana a recibir el día con un estruendo musical? Hoy era su día de pago, tan ansiado, señor, tan ansiado durante el largo mes. Llevaría dinero a su madre, aplacaría en ella algún resentimiento, reservaría un poco para sí misma, la locomoción y las colaciones eran un gasto inevitable y quizás... quizás se comprara un bloc de dibujo con un estupendo lapicero a tinta, de los que se deslizan en la hoja como lenguas de fuego. Pero el cantante se ocupó de sacarla de sus reflexiones, ya se instalaba al lado suyo, a su pesar. Empalagosa le resultó su voz hoy día y con qué fuerza entonaba... Mi vida, charquito de agua turbia... Se preguntó, lastimada, si se lo dedicaba a ella. En forma automática, llevó sus manos al cabello, cada vez más lacio, tan fino que casi raleaba, pálido hasta la grisura. Charquito de agua turbia. Cállate, le dijo sin palabras al cantante, cállate que cualquier silencio es mejor que una alegría como de encargo. Se sumió en una inquietud muda. Su imaginación se encontraba en pleno desorden. Sin embargo, al descender por los escalones de la micro, alguna cosa había mutado, un cambio imperceptible para quien no poseyera una aguda percepción: eran sus ojos. Había en ellos algo desacostumbrado. Allí asomaba una chispa como de gato maligno a punto de dar con la presa, como de aromo de invierno, de aromo amarillo en flor.
En la oficina, las once de la mañana era la hora asignada para entregar el dinero los días de pago. Ella miró su pequeño reloj de pulsera, faltaba un cuarto de hora para mediodía. De súbito, con extraña lentitud, comenzó a gestarse en ella una acción ininterrumpida: cerró la carpeta amarilla, la instaló en el lado derecho del escritorio como hacía cada día a las seis de la tarde, abrió el cajón superior y extrajo del fondo la peineta de carey, y la guardó en el bolsillo, no en el del delantal café claro esta vez sino en el de su vestido. Abandonó su asiento y, sin pensar en dirigirse al baño, miró a don Jaime.
Debo irme, quisiera haber dicho.
¿Cómo?
Es que tengo algunos trámites que hacer, quisiera haber dicho.
¿Y cuánto tardará?
No lo sé, quisiera haber dicho.
No es muy católico lo que dice, señorita.
Lo siento, quisiera haber dicho.
Está bien, está bien... Vaya, pero no tarde mucho.
Es que... ¿sabe una cosa, don Jaime?, quisiera haber dicho.
Dígame.
Es probable que no vuelva, quisiera haber dicho.
Pero no pronunció palabra, como si su voz hubiese quedado olvidada en algún lugar lejano.
Caminó sin dudar hasta la puerta, sólo allí se liberó de aquel feo e informe delantal, tomó su abrigo y su cartera del perchero de la entrada y sin escuchar las exclamaciones de la señora Rosario —que, sospechando que algo inaudito sucedía, se levantaba ya de su asiento—, abrió la puerta hacia la calle. La cegó el sol, aquella lámpara del cielo que se escabullía de sus días oscuros tras esa puerta de vidrio esmerilado. Sabía perfectamente adónde dirigirse, habían pasado muchos años, es cierto, pero el vigor de ciertos pasos no se olvidan. Avanzó hacia el paradero de buses y allí se detuvo para esperar el suyo. Entonces, su memoria comenzó a jugar al escondite. El bus se detuvo y ella no lo tomó. Espérame un poco, ya vuelvo, dijo en silencio, mientras sentía el impulso en su cerebro. El impulso del charquito. Caminó rápida, sus pasos apuradísimos, ¡qué prisa llevaba, por Dios! Cuando divisó el salón de belleza, se detuvo un instante. Obligó a su pulso a calmarse, su cuerpo adquirió una postura largamente olvidada, inventó en el rostro una expresión que no tenía y entró al salón, los ojos de un vivo fulgor.
Una vez instalada en la elegante silla frente a infinitos espejos, nítidos como el verde de las montañas nunca tocadas por la mano del hombre, las palabras salieron de ella como largas cintas de terciopelo.
Córteme el pelo, por favor. Sí, muy corto. Quiero parecerme a esas francesas de las revistas, nada de pelos aburridos ni lacios, lo quiero cortito, con mucho movimiento, ¿sabe?, lo quiero vivo.