A mí me tocó la bandera

 

Corre el mes de febrero y las aguas del país se agitan bajo los puentes. Que el cambio de gobierno, que el bicentenario. Doscientos años independientes de España no es poco.

En la población decidimos festejar lo segundo (por nada lo primero, a ninguno aquí le gusta la derecha). Tanto aniversario triste en este país, cómo no celebrar lo que es bueno. Tantos días, meses y años acumulados en nuestros cuerpos durante esos tiempos feos que se nos metieron en el alma. Ya sé que todo aquello pasó, me acusarán de que insisto, el problema es que, aunque las heridas vayan cerrando, ¿qué hago con las cicatrices? Me las miro de día, las restriego de noche, nunca me dejan tranquila.

Nos reunimos las de siempre, la Alicia con la Ana, la Rosa con la Nena, y la Manuela, ésa soy yo. Horneé un queque y la Ana hizo el té. Corría un viento helado aunque todavía no acababa el verano, se colaban unas pequeñas ráfagas por las maderas del Centro de Madres. Agarré la taza con fuerza para calentarme bien las manos y así entibiar también el ánimo. No hay caso con la tetera eléctrica, sólo una para todas las oficinas y nunca nos alcanza a tocar a nosotras. Y eso que somos las más antiguas de por aquí. Llevamos más de treinta años cosiendo y cosiendo. ¡La de cosas lindas que han hecho nuestras manos! Arpilleras las llaman, paños repletos de pequeños recortes de tela contando una historia. Los extranjeros le dicen patchwork. Empezamos a hacerlas porque no teníamos trabajo, porque nuestros maridos ya no estaban con nosotras y había que darle de comer a los cabros. Aparte de las tareas de la casa, no sabíamos hacer otra cosa. Por eso se nos ocurrió, qué tal si cosemos, dijo la Nena, ¿coser qué?, preguntó la Rosa, historias, contemos historias, le contestó la Nena. Con la aguja y el hilo. Y con todos los retazos de telas que encontramos trajinando por los cajones. Armamos figuras, sólo de lo que conocíamos, nosotras mismas, los niños, la casa, la cordillera. Así empezamos. Al principio nos resultaban unos mamarrachos, bailaban los bordes imperfectos de cada silueta, la pelota no era suficientemente redonda ni los techos de una buena línea recta. Insistamos, dijo la Alicia, no nos demos por vencidas. Salimos casa por casa en la población a pedir camisas de hombres que estuvieran rotas, ojalá fueran celeste para hacer el cielo, verde para un árbol o café para la tierra. Afinamos la puntada y las tijeras. Un día la pelota me salió redonda, redondita. Entonces supe que ya podía cortar muchas otras formas. Cuando juntamos como veinte arpilleras las llevamos a la feria. Nos instalamos bajo el sol, nuestro trabajo tendido sobre paños de cocina para que no se ensuciara. Y ante nuestra sorpresa, a la gente le gustó. Las miraban, las tocaban, preguntaban por su precio. Así fue como empezamos. Y casi sin darme cuenta, me había transformado en la vecina de la verde selva, en la arpillerista azul, verde y granate. Como la Violeta Parra.

La bandera.

A mí me tocó la bandera.

Coser, unir esos brillantes retazos de rojo, azul y blanco. Me senté con mis agujas, mis hilos y mis tijeras en la silla que da a la ventana de la cocina, sola, sin hombre que me acompañara. La estrella, pensé, cómo cortar bien la estrella para que cada punta sea igualita a la otra, paraditas todas, orgullosas. Entonces la brisa nocturna empezó a adormecerme. La fatiga del día ya por terminar se me metía en los huesos, despiadada la fatiga esta, obligaba a los pobres músculos a perder la alerta. Los párpados cedieron, el trabajo a medio hacer sobre mi falda y la estrella al lado sin cortar.

Soñaba con banderas que flameaban al viento y con oscuras cocinas de adobe repletas de ancianas que las cosían cuando de repente vi a una mujer parada junto a la ventana de la cocina de mi casa. Me sobresalté.

Hola, Manuela.

Y tú, ¿quién eres?, pregunté.

Soy la Javiera Carrera.

Miré su aspecto. Cubría su cabeza un largo paño blanco, como un velo, sólo dejaba ver una frente noble y ancha, y el nacimiento del pelo dividido severamente con una partidura permitía que dos rizos le colgaran a cada lado de la cara. Su vestido, muy ajustado en la cintura, caía largo y repolludo hasta el suelo y un escote pronunciado dejaba al descubierto el nacimiento de unos pechos muy blancos. Embelesada, pensé que sólo había visto figuras así en algún olvidado libro de historia.

Al notar la sorpresa en mi cara, ella habló.

Si no me conoces por mí misma, deberé aludir al hombre más famoso de los que me rodearon: soy la hermana de José Miguel, el prócer de la Independencia de Chile. Mi cuerpo está enterrado en la catedral. A mí me llamaron la madre de la patria que nacía, mis tres hermanos fueron patriotas y cada uno de ellos fue asesinado. Yo era la mayor de todos, trabajé hombro a hombro con ellos y fue como si a mí me mataran tres veces.

¿Por qué me visitas, a mí, una modesta arpillerista?

Porque vi desde la ventana tus costuras y quería relatarte que fui yo quien hizo la primera de todas nuestras banderas. Fue en el tiempo de la Patria Vieja. José Miguel me la encomendó. No sólo la bordé sino que elegí sus símbolos y colores. ¿Sabías que el rojo no estuvo en nuestra primera bandera?

No, no lo sabía. ¿Qué colores elegiste?

Los de la naturaleza nuestra. El azul, por nuestro cielo tan limpio. El blanco por las nieves de nuestra cordillera. Y el amarillo por nuestros campos en cosecha, cuando se tiñen del color del oro. El rojo vino después, como cinco años más tarde, cuando ya la guerra de la Independencia había cobrado tantas vidas que hubo que cambiar las cosechas por la sangre derramada: en ese rojo viven mis hermanos, mis amigos y mis compañeros. Quizás también yo, aunque a mí me dejaron morir de vieja. Ya sabes, de haber sido hombre me habrían ejecutado.

Hoy día matan también a las mujeres, le dije.

Me miró sonriente, la figura del libro de historia de la escuela, igualita a las ilustraciones de entonces, y se sentó a mi lado junto al horno de la cocina, como que se acurrucó, cruzó los brazos contra el pecho y desvió la vista hacia un punto lejano.

Mira, Manuela, mi vida fue muy difícil, desesperé y clamé al cielo cada día y cada noche durante la lucha por nuestra independencia. ¡Qué no habría hecho si hubiese sido un varón! Podía traficar con armas escondidas dentro de un carro con paja pero no podía dispararlas. Podía idear una campaña pero debía soplársela a mis hermanos en el oído. No tuve ninguno de los honores que les reconocieron a ellos. Aunque yo era más inteligente y más combativa, no pude ocupar cargo alguno. Siempre tras sus sombras. En mis salones se urdían los mayores complots pero no era yo quien se los apropiaba. Los sufrimientos, sin embargo, eran parecidos. Yo viví en mi cuerpo el dolor de los vencidos, el horror del destierro, el abandono a mi marido y a mis hijos para salvar la vida. Como si fuera poco, me casaron cuando cumplí quince. Parí siete veces. Crié a mis hijos, bordé, cociné, toqué el piano, consolé, cuidé a los enfermos, enterré a los muertos, hice todo lo que se esperaba de una mujer.

No quise interrumpirla, con tan ilustre visitante cómo ser desatenta, pero pensé para mis adentros que mi quehacer no ha sido tan distinto. A pesar de que no soy ninguna heroína, también he criado a mis hijos, también he cocinado para ellos y he bordado para darles de comer y los he educado y aunque no toco el piano, los he consolado a ellos y a otros tantos a mi alrededor. Debí cuidar a mi madre inválida y a mi suegra diabética y cerré los ojos de cada muerto de la familia. He abierto los brazos a la pena de todas las otras mujeres que pasaron por lo mismo que yo. Y además de hacer lo que se espera de una mujer, debí ir más lejos: he sido padre y madre a la vez. Quise echarle en la cara a esta mujer de tanta alcurnia: ¿cómo crees que se criaron mis hijos desde que quedaron huérfanos de padre?, ¿cómo se alimentaron?, ¿quién traía el dinero al hogar?, ¿quién tomaba las decisiones y salía a la calle, ya fuera a vender o a protestar?, ¿quién saca las hojas de la canaleta cada año antes de que empiecen las lluvias, subiéndose a unas escaleras que dan vértigo?, ¿quién mata a las gallinas y a los cerdos para llevarlos a la olla?, ¿quién clava las tablas del techo que se corrieron con el último temblor?, ¿quién sale en la noche a buscar al hijo que se quedó en la plaza con los drogadictos?

Pero mi invitada está hablando de otras cosas, no sabe de canaletas ni drogadictos, ella de tanta fortuna, y me espabilo cuando veo que toca la tela de mis pantalones. Echa una risotada.

¿Te imaginas lo que era andar siempre con nuestras polleras enormes y nuestros corsés? Y aquellos zapatitos nos rebanaban los pies. La comodidad nunca fue un privilegio para nosotras.

Tomó con sus manos delicadas el paño blanco que cubría su cabeza, con un solo gesto rápido se deshizo de él y con otro se soltó la cabellera y los dos rizos siguieron inmóviles colgando a cada lado de la cara.

Cuánto quisiera ser como tú, me dijo como de pasada, con voz liviana y contenta.

Sí, lo imagino. Pero cuando cae la tarde estamos tan cansadas. Como mi madre, como mi abuela, como mi bisabuela. Todo lo que sucede en el hogar sigue siendo cosa nuestra, trabajo nuestro. El fuego debe estar siempre encendido.

Sí, el fuego debe estar siempre encendido. Y nunca debe faltar el agua.

¿El agua y el fuego?

Sí. Una de las labores más importantes en el hogar colonial era encender y conservar el fuego. La mujer era la guardiana del hogar y daba comienzo al día al encender las primeras brasas. Era de suyo dar la primera campanada al clarear la mañana para avisar que la vida podía echar a andar, que ya había calor, que ya había luz, que ya había comida, que ella lo había procurado todo en cada uno de los tres patios de la casa. En aquella época se usaba comer seis veces al día, por lo que el fuego nunca podía apagarse. De noche se mantenía prendido un tizón para iluminar cuartos y corredores. Y en el invierno, con un pedacito de otoño agregado al principio y otro de primavera al final, el calor dependía de estas hogueras en el centro de los patios y en las chimeneas de los salones. El agua, Manuela, no corría por cañerías en aquella época. Había que acarrearla de pozos vecinos o, las que eran más pobres, de la acequia más cercana. Una vez en casa, se distribuía en pequeños jarros con sus respectivas bandejas en las habitaciones para el lavado de manos y rostros. Se almacenaba también en los patios para dar de beber a los sirvientes y a los animales, y para asear las bacinicas. Y, por cierto, se acumulaban grandes cantidades en la cocina, ya fuera para preparar los alimentos como para ir lavando los utensilios de plata, porcelana o madera que se iban ocupando a través de las numerosas comidas diarias. Y el hielo, la nieve le decíamos, venía en carretela desde la cordillera, los caballos arriaban unos grandes bloques que nunca parecían derretirse.

O sea, llevamos doscientos años haciendo lo mismo.

Y seguimos bordando.

Y siguen bordando.

¿Sabes, Javiera, cómo se llama nuestra bandera? No la que tú hiciste sino la que debo hacer yo. «La estrella solitaria.» ¿Quieres bordar conmigo? Estoy tan cansada y debo terminarla para mañana.

Descansa, Manuela, duerme tranquila. Yo continuaré con tu labor.

A través de los ojos entrecerrados alcancé a ver a mi ilustre visita mientras tomaba delicadamente con sus manos la estrella de tela blanca junto a los hilos y el dedal. Su pollera se volvía vaporosa entre las nubes que la rodeaban. Dormirse así, como siempre hubiera querido, entre el baile de colores azul y rojo, acunada por otra que te acompaña, cubierta por algo sostenido y palpitante.

Ya era medianoche.

Desperté cerca de la madrugada con un enorme remezón. Un retumbar horrible e inclemente. La tierra se movía y aullaba. La naturaleza nos castigaba aun antes del juicio final.

Los volcanes de nuestra tierra.

Mi modesta casa de madera no sufrió. Ya en el sosiego prendí una vela y busqué los daños. Mis adornos y enseres permanecían en su lugar. Entonces vi los trozos de tela que cubrían la desnudez del piso. Pensé en mi país.

El trabajo estaba terminado. Pero la bandera estaba rota.