CAPÍTULO 10

 

 

 

Ese sábado en la mañana, antes de ver a Bob con los ojos en blanco salir en su sillón de cuero de la oficina, no tenía responsabilidades o si las tenía, ya las atendería luego de los episodios de Space Ghost, Skyhawks, Jonny Quest, entre otras series que difícilmente puedo recordar ahora.

Vería esos programas de TV cuando Mary partiera. Tendría que abrir unos cuantos libros y cuadernos sobre mi escritorio, así ella se sentiría animada a ir al trabajo sin ninguna preocupación.

—Stevie, recuerda, tesoro —dijo, dándose los últimos retoques al cabello—. Si llaman a la puerta y es la señora Cotton, entrégale el paquete que está en la mesa de la cocina. ¿De acuerdo?

—Está bien. —Ella jaloneó de mis cachetes, con supuesta ternura.

Tomó su bolso de felpa y partió.

Me quedaría solo en casa. Estaría condenado a lo que me hagan esas visiones. ¿Y si aparecía la señora Norton cuando estuviera de espaldas frente a la televisión? Sus manos frías, pesadas se posarían sobre mí por sorpresa.

Las diez de la mañana estaban llegando y las agujas del reloj se apuraban porque sea así, me costó respirar. Tener en mente su aparición repentina tras de mí, en su verdadera forma, me llenaba de horror. Enjugué con mi mano desnuda la frente. El frío sudor la gobernaba.

¿En qué demonios estaba pensando? ¿Por qué había olvidado sucedió a menos de dos horas? ¿Dónde están visiones mías? ¿Acaso en la oficina donde una risa siniestra sugería diversión?

Cuando logré calmarme, noté que el día podía ser excelente para andar en la bici que hace un par de años me regalaron. Cuando al fin convencí a mi respiración de que nada podía dañarnos, me propuse una misión: entregar personalmente el paquete a la señora Cotton que Mary me había encomendado. Así que me puse en marcha rumbo a la cochera. Abriría la puerta donde Sansón…

Tomé el paquete. Saqué la llave gemela que Bob siempre dejaba bajo el felpudo (donde se leía: BIENVENIDO) del comedor, imperceptible a primera vista. Sólo él y yo sabíamos que ahí se encontraba.

Cerré la puerta de la cocina sin activar el seguro de la cerradura

(¿Por qué no vienes por la puerta principal? Ella no está espiando ahora, Stevie…)

y me dirigí a la cochera. El verde gras increíblemente se mantenía intacto. Me tomé el tiempo para examinar si en la pared, bajo el cobertizo, quedaban restos de Sansón. Eso explicaría que el espectáculo de mis padres no había atraído a los vecinos...

Nada. Ni la más mínima mancha. Supuse que él se había levantado antes que cualquiera en el vecindario. Antes que los dependientes del camión de la basura que recolectaban toda la inmundicia del hercúleo intestino de la ciudad.

Frente a frente, la puerta de la cochera y yo esperábamos la siguiente acción del otro. Inserté la llave por el ojo de la cerradura, giré con valentía, hasta hacer un pequeño ruido similar a un tronar de dedos. Supe entonces que la cochera ya era accesible para mí. Las telas de araña, dándome la bienvenida, se encontraban deshabitadas en las esquinas. Si uno ponía quieta la cabeza por un instante y dejaba guiar sus ojos por el aire que meneaba las telas, podía apreciar un reflejo plateado que iba y venía, como la luz del atardecer sobre las olas del mar.

Como era de esperarse, nada ahí dentro se encontraba limpio, sólo ordenado. El polvo dejó caer su fina textura sobre las mangueras y las cajas de detergente a medio abrir para el lavado del coche. Era sorprendente la clase de repuestos que tenía el viejo ahí: dos cajas de bombillas para no gastar tiempo yendo a por una a las tiendas, una caja repleta de bujías, otra de filtros de aceite y aire, dos cajas de pastillas de frenos, una de amortiguadores, y colgados en las paredes más largas de la cochera cuatro neumáticos para el reemplazo inmediato que su amado Mustang necesitara. Lógicamente eran las piezas que se reemplazaban más a menudo. Según un estudio de la Stanford Research Institute, Bob pertenecía a ese diminuto cinco por ciento de la sociedad que tendía a comprar en grandes cantidades artefactos por seguridad y prevención de un Apocalipsis.

Ahí dentro había tres cajas de herramientas de tres tamaños y, con la que tenía en el coche serían cuatro. Determinar el número de herramientas en cada uno de esos cofres, era fatigoso, casi suicida para el nuevo explorador de esas tierras: tornillos, llaves, alicates, etc., ordenados según su respectiva envergadura.

Los desarmadores con doble extremo resultaban ser los predilectos de Bob, sólo había que hacer un cálculo mental de las características del tornillo y venir con dos o tres ejemplares de estos y empezar a operar. Por mi parte, me resultaban extraordinarias las puntas en estrella. Verle un par de neumáticos en la capota trasera del Mustang era tan típico como sus sólidas creencias cristianas, totalmente opuestas al extremismo que practicaba la señora Norton y su masía de retrógradas.

Si había alguien que repudiaba a la señora Norton, ése era mi padre. Había encarado directamente a la arpía, al mal de ojo, al viernes trece, al falso Mesías que se alzaba con los brazos abiertos tras ella: un falso y ciclópeo Cristo esculpido en piedra. El Cristo que no necesitaba tu mirra y mimbre, sino tu oro, tus monedas y billetes, y si era necesario tus títulos de propiedad. Nadie era capaz, sólo Bob Hardin. Sólo Bob tirándole sus verdades en la cara. Algo que jamás la multitud que se congregaba en sus reuniones nocturnas, orquestadas por cualquier hermano de buena voluntad, se atrevía a hacer; eso era levantar falso testimonio.

Ellos le rendían pleitesía a su Cristo de piedra pulida, inerte. Ellos sabían que era falso. Ellos sabían que todos llevaban máscaras puestas: la falacia de chancarse el pecho un fin de semana y el resto de ella ser las mismas escorias. ¿Y lo sabían? ¡Claro que sí! ¡A la perfección! Bob se burlaba por eso los cuatro de julio. Me dijo una vez (e incontables veces más) que ver caer el agua de lluvia sobre ellos era como si Dios orinara en ellos de repudio.

Con la luz fuera, el ambiente del desolado lugar concebía un matiz casi fantasmal. Vi el caucho de las llantas sobresalir de las faldas de una delgada sábana, la retiré y pude notar una discreta mancha de grasa en el cuadro de mi Sears Spyder. Parecía ser que el jefe tenía todo hecho una porquería, pero podía mantener su palabra de proteger la nave del cachorro de la casa. Monté sobre ella y sentí de nuevo el vértigo. Dando tumbos en la cochera, practicando y afilando la memoria antes de partir, pude dar varias vueltas bajo el cielo raso. ¿Cuánto tiempo era que no salía a andar en bici? Las partes de la Spyder andaban a las mil maravillas. No podía quejarme de nada. Sólo un detalle la separaba del calificativo «recién salida de fábrica»...

Cuando pude obtener el equilibrio necesario, di varias vueltas, acelerando hacia la salida de la cochera, pero la bici no se detenía. Los frenos no funcionaban. Haberla usado demasiado en las exploraciones con los muchachos al bosque no fue buena idea. «¡Oh, maldito Meiers! ¿Cuántas veces te dije que no la llevaras por las condenadas piedras del bosque? ¿No era mejor andar a pie por ese terraplén? ¡Malditos sean tú y tus repentinos frenados!», me decía a mí mismo.

La velocidad no pudo ser alterada con nada, y al ver los setos limítrofes, militantes de los Lewis, logré bajar los pies y detenerme justo a tiempo evitando una colisión. Mala suerte, vaya. Había que tener mucho cuidado.

Nuevamente, junto a la puerta, tomé la llave. Me paré sobre una silla repleta de grasa y polvo en el asiento, jalé fuertemente el manubrio de la puerta hacia abajo, con ambas manos. Introduje la silla dentro de la cochera con una suave patadita. Antes de cerrar la puerta, vi grabadas en el piso las líneas circulares que dejé tras culminar mi práctica, formaban conjuntos como en las clases de matemáticas; y así se quedarían por un tiempo. Cerré la puerta, guardé la llave en uno de los bolsillos de los tejanos, monté la bici y me dirigí al domicilio de la señora Cotton.

Los coches del vecindario estaban junto a las casas, como mascotas guardianas. Muchos coches recibieron un baño, otros se nutrían del sol, otros dormitaban en las cocheras. A la distancia, las gemelas Whitman jugaban al avioncito mientras su padre preparaba la parrilla para recibir a los amigos del trabajo en su jardín. Los sábados, las charlas eran debatidas bajo el motivo de visiones emprendedoras, acompañadas por las carnes más caras del mercado y un buen vino, algo que se nos era muy difícil siquiera añorar. Una charla de idiotas repleta de egos. Sueños de republicanos, fanáticos del tío Sam.

Jenny Owen, hija de una pareja de negros, de los escasos negros que aparecieron en el periodo de la gentrificación en Boston, jugaba sola con su ula-ula. No se permitía salir de su patio por temor a ganarse represalias o insultos de los otros padres y niños. Por lo general, hasta donde yo sabía, ella solía pasarla bien con el resto en clases. En esos momentos, la marcha de 1963, la Marcha de Roxbury, recién estaba dando sus frutos. Pero no lo eran del todo, según Jenny, prefería jugar a solas los sábados que vérselas cara a cara con los padres e hijos blancos, luego vería a los pocos amigos que tristemente había sumado en la escuela. Aunque sea a escondidas.

El padre de las Whitman provocó que media población vea como peste a los pocos negros que iban poblando el vecindario y en los condados vecinos. Era racismo y fanatismo por la esclavitud, algo aprendido desde viejas generaciones: el hombre blanco debe tener el poder.

—Jenny —dije.

—Hola, Stephen —dijo, esbozando una sonrisa cansada.

—¿Quieres dar un paseo? Me vendría bien alguien con quien hablar.

Ella echó la cabeza hacia atrás, sorprendida. Sus trenzas eran de un color negro azabache, majestuoso.

—¿Adónde piensas ir? —dijo.

—Tengo que entregar este paquete a la señora Cotton —Alcé el paquete agitándolo un poco.

—Ya veo. Creo… Creo que no podré acompañarte, Stephen —dijo, mirando sus tenis.

—Vamos. ¡Anímate, Jenny! —insistí. Lanzó una mirada sobre un hombro, luego a ambos lados de la calle.

—Bueno, está bien. Pero sólo un momento. Papá y mamá no están.

Tenía suerte. Ella jamás había aceptado salir un sábado de su casa. Pero sabía muy bien —y ella también— que siempre podía contar conmigo cuando ella lo quisiera.

—Tu bicicleta es grandiosa —dijo, dando saltos alrededor de mí.

—Sube. ¡Iremos lejos! Ella se subió. Se sentó en el tubo de metal, de costado, apoyando un brazo en el timón, luego me golpeó levemente el pecho con el codo.

—¡Vamos! —dijo, y pedaleé. Su sonrisa amplia me inspiró a pedalear, casi a volar.