CAPÍTULO 50
El festival tenía por público a todo el vecindario y vecindarios vecinos. Los miembros de esa secta puritana habían alzado un gran escenario. Unos enormes parlantes, tan potentes como los que usaba la banda Kiss en sus inicios, dejaron oír la voz de un anfitrión. Muchas pruebas de sonido se hicieron.
Dos camionetas trajeron artefactos para los juegos familiares; se estacionaron cerca al escenario. A las once de la mañana las entradas a nuestro vecindario se cerraron. La mayoría de personas (en su mayoría ancianos y niños), curiosas, pero no realmente interesadas, observaban todo desde sus ventanas.
Los oficiales de policía seguían ahí, atentos a cualquier evento. Habían permitido que los pequeños del vecindario subieran a su unidad para que no se perdieran el show. Además, los tipos de ley y orden habían ayudado a controlar el tráfico de los coches de la ciudad: impidieron que accedieran al vecindario por ambas entradas, instalando cintas con unas letras que rezaban: PROHIBIDO EL PASO. Eran esas cintas amarillas con las que encierran el perímetro de una escena de crimen.
Eran unos tíos realmente nobles.
En el festival no hubo muchas cosas sospechosas. Las ancianas sentadas en el escenario, disfrutaban la animación de unas bellas animadoras que amenizaban aquella empresa. Mary las acompañaba.
Las viejas agasajaban la vista viendo a niños y padres participar en las diferentes actividades. Parecían el Papa en la Basílica que disfrutaba de los malabares de los bufones y sus malabares, de los pirómanos, y tragasables poniendo en riesgo sus vidas. Eso les encantaba…
A las siete de la noche, un elegante anfitrión con gorra de copa, y traje negros (una copia del Tío Sam), dio por terminada la reunión de feligreses.
Las masas desaparecieron, esparciéndose.
—Vaya fiesta —dijo el oficial Peterson—. Hubo mucha comida, nuestros estómagos estarán llenos hasta la cena de mañana. Además —señaló el interior del coche de policía—, esas amables viejecitas nos han regalado muchas deliciosas meriendas y dulces.
—Eso me alegra, oficiales —dijo Alice, siguiendo a los niños dentro de la casa.
—Señor Hardin, mi compañero y yo pensamos que sería buena idea llamar al detective Oldman. Tal vez tenga noticias sobre la muerte de su cliente.
Peterson tenía razón. Oldman aún no se había comunicado con nosotros. ¿Estaría ocupado pensando y estudiando aún el caso?
—Creo que tiene razón, oficial.
—¡Oficiales!, ¡señor Hardin! —dijo la Rowell desde lejos, todavía cerca al escenario—. ¿Podrían ayudarnos con estas sillas?
—Nosotros iremos —dijo Dale, adelantándose a Peterson—. Usted llame al detective. Creo que él también muere por saber de usted.
—Un momento, señora Rowell —gritó Dale.
—Le explicaremos cómo usar la radio de la unidad. El detective no está lejos de aquí. Sólo tiene que presionar este botón llamado “push to talk”, y sintonizar la frecuencia 10-31. El detective tiene esa frecuencia activa en su radio personal.
—¿10-31? —dije—. ¿Qué significa ese código en cristiano?
—Significa crimen en progreso —respondió Dale.
—Bueno eso es básicamente —afirmó Peterson—. Si desea puede esperar que volvamos. Quisiéramos que esas viejecitas nos dieran más comida.
—No. Lo intentaré. Si no logro comunicarme con él, esperaré por vuestra ayuda.
Los dos corrieron como perritos al llamado de la Rowell.
Logré sintonizar la frecuencia 10-31. Insistí varias veces, pero no obtenía respuesta de Oldman. Intenté incontables veces. Los oficiales de policía parecían ya haber terminado. La Rowell los hizo ingresar a su casa embrujada…
—Hola, ¿con quién hablo? —dijo una voz al otro lado de la línea. Se escuchaban interferencias y débiles zumbidos tras cada frase.
—Detective Oldman ¿es usted?
—Sí. ¿Hardin? —respondió la voz. Al fin pude reconocerla.
—Su colega al habla. Cambio.
—Me alegra saber de usted. Espero que los oficiales estén realizando un gran trabajo. Son los mejores para estos casos.
No quise ensuciar tamaña reputación de los oficiales, ni tampoco decirle que me habían abandonado por unos manjares de esas ancianas. No era un tipo que tiraba mierda a los demás. Era el que recibía la mierda de los demás.
—Sí. Están aquí a mi lado, detective. ¿Alguna novedad?
—No mucha.
—Esas no son buenas noticias.
—Ni tampoco creo que sean buenas para usted.
—¿A qué se refiere?
—Hoy hubo una festividad de unos feligreses ¿cierto?
—Sí. Aunque no sé qué religión haría esos eventos tan pintorescos. Si Dios existe, dudo mucho que sienta adoración hacia él.
—Esa religión es desconocida por muchos —dijo Oldman. Tosió para aclararse la voz.
—Cuando vivía en Boston, hasta hoy, no he sabido cuál es el nombre de esa religión, detective.
—Por lo que sé, el evento fue realizado por judíos.
Me quedé en silencio. Tragué saliva. Respetaba a los judíos, pero había escuchado ciertas difamaciones a su religión, sobre todo a sus líderes millonarios, desconocidos por Forbes, que al igual que el Papa, ejercen cierto poder e influencia en el planeta. Poderosas dinastías que han intervenido en la historia del mundo. Pero esos feligreses no lucían como judíos. No todos los convertidos a esta religión tienen que verse igual a ellos. Muchos eran americanos.
—No puede ser…
—¿Qué cosa, señor Hardin?
—Tengo una ligera sospecha sobre algo.
—¿Cuál sospecha? Sea claro.
—Tengo que hablar con usted. Debo visitar un lugar, y deseo que usted me acompañe.
Oldman calló unos segundos.
—Mañana a primera hora estaré con usted, y escucharé lo que sea que tenga en mente.
—Me parece bien. Los oficiales pueden quedarse vigilando mi hogar y mi familia.
—Excelente decisión.
—Necesito confesarle muchas cosas. Aunque algunas serán etéreas.
—Espero no sean cosas graves. Ojalá esta conversación no altere mi investigación.
—Para nada. Mañana quisiera confesarle todo lo que ha sucedido. Tal vez podamos atar cabos sueltos y dar con mi asesino.
No estaba seguro por qué había reservado esa cita con Oldman, pero tenía tres cosas en la cabeza. Todo apuntaba a algo: niños, ancianas, y judíos…
Creía ahora más que nunca en las palabras de ultratumba de Bob. Y a eso decidí aferrarme.