El director Ma observa por la ventanilla del coche los campos que labraba cuando era un joven a reformar. El abrasador sol de agosto ha quemado una fila de pimpollos plantada a lo largo del río Fenshui. Por detrás, distingue el imponente almacén de ladrillo rojo construido en la década de 1920 junto a un muelle donde las barcas procedentes de las ciudades situadas río arriba recogían cargamento en su travesía a Ziyang. Ahora el río no es lo bastante caudaloso para que naveguen embarcaciones grandes, pero durante la lucha violenta, iba lleno de barcos y atronaban los disparos. Facciones rivales se enfrentaban por el control del frente fluvial para asegurar la llegada de suministros a sus fuerzas apostadas en Ziyang. Fue aquí donde Oriente Es Rojo y el Millón de Osados Guerreros libraron sus batallas más sangrientas.
En una batalla de mayo de 1968, una unidad de Oriente Es Rojo de la planta eléctrica se unió a una sección de campesinos de clase media y baja y estudiantes de la escuela secundaria Bandera Roja para recuperar el control del embarcadero. Se acercaron en botes de remo disparando metralla contra el almacén rojo y amarraron en el muelle. Una docena de trabajadores desembarcó y cargó contra el almacén con metralletas al grito de «¡Las fuerzas enemigas deben rendirse o morir!». Pero los miembros del Millón de Osados Guerreros estaban preparados. Arrojaron granadas de mano al muelle y lo incendiaron. Luego ametrallaron a todo trabajador de Oriente Es Rojo que saltara al río y mandaron lanchas motoras a cerrarles las vías de escape.
Al cabo de cuatro días, nuestra unidad se aproximó al almacén rojo en un tanque armado y lanzó un ataque de venganza. Al llegar, vimos un centenar de cadáveres hinchados y negros aún atrapados bajo el muelle… Mientras Ma Daode mira fijamente ahora el almacén rojo, huele la carne en descomposición… Oficiamos un funeral. Una chica se subió a un banco de piedra y recitó un poema por el megáfono: «Me muero, madre. / Dile al Millón de Osados Guerreros que ningún crimen contra la humanidad escapará al castigo de la historia». Habíamos encendido cientos de palitos de incienso para intentar enmascarar el hedor, pero era tan intenso que después de leer solo dos versos la chica se calló y vomitó.
Al otro lado del río ve el Parque Industrial de Yaobang. Hace poco talaron el bosquecillo para abrir la carretera que conducirá al puente de acero que están construyendo. Con el tiempo el Parque Industrial crecerá al otro lado del río, duplicará su extensión y sepultará todo Yaobang. Los lugareños han organizado violentas manifestaciones en contra de estos cambios, de modo que las obras llevan seis meses paradas. Pero el gobierno ha decidido que hay que demoler Yaobang cuanto antes, y como Ma Daode vivió aquí durante la Revolución Cultural, el alcalde Chen lo ha mandado a convencer a los aldeanos de que abandonen sus hogares por las buenas.
En una reunión convocada anoche por la Agencia de Demoliciones, el director Ma se enteró de que el gobierno ha ofrecido a Yaobang una compensación mayor que las recibidas por ninguna otra localidad demolida del país. Pero debido a la proximidad con Ziyang, durante la última década los campesinos de Yaobang se han enriquecido vendiendo setas, hierbas y aves de corral a la ciudad y se han construido casas de tres plantas que en su opinión valen mucho más de lo que el gobierno les ofrece. Las discusiones parecen no tener fin. Al director Ma no le queda más remedio que apretar los dientes y acometer un último esfuerzo desesperado para convencerlos.
Se acuerda de cuando, al año de dejar la aldea, regresó con su compañía teatral de propaganda para representar la escena final de La chica del pelo blanco. Ma Daode era el héroe proletario y Juan su prometida, la campesina de pelo blanco. Después de rescatarla de la cueva de la montaña y derrocar al malvado hacendado, la conducía hacia un glorioso futuro comunista, saltando y haciendo piruetas por el escenario con tal gracilidad que el público se quedaba con la boca abierta. Al anochecer, el secretario Meng, el cabecilla de la aldea, los invitó a cenar. Les sirvió vino y verduras fritas, y hasta mandó matar un pollo en su honor. Los aldeanos estaban orgullosos de que los jóvenes desterrados que habían tenido a su cuidado durante tanto tiempo hubieran triunfado.
La carretera recta de cemento por la que conducen a Ma Daode en un Land Cruiser japonés se construyó en 1978, al comienzo de la época de reformas. El camino de tierra al que sustituyó se embarraba siempre que llovía. La primera vez que Ma Daode llegó al lugar acompañado por otros once adolescentes de Ziyang, se resbalaba tan a menudo en el barro que terminó por quitarse las zapatillas de lona y recorrer descalzo el resto del camino hasta la aldea mientras contemplaba el culo de la chica que andaba delante y que acabaría siendo su esposa. Esa primera noche el secretario Meng entregó a cada joven desterrado una piedra de afilar labrada a mano. Pasados cuatro años, cuando recibió la notificación oficial que le ordenaba regresar a Ziyang, Ma Daode caminó hasta el final del muelle, sacó la piedra de la bolsa y la lanzó al río con todas sus fuerzas.
A lo lejos atisba el eslogan de la Revolución Cultural LAS FUERZAS ENEMIGAS DEBEN RENDIRSE O MORIR pintado en una pared que, al momento, descubre que se ha convertido en el nuevo perímetro del Parque Industrial. Cuando el coche pasa de largo, se da cuenta de que es él quien está embadurnando el presente con el pasado.
Empezó la chica del banco de piedra y después todos los demás se pusieron a vomitar. Luego arrastraron a cinco chicos harapientos del Millón de Osados Guerreros desde el almacén rojo hasta el muelle, les patearon las piernas por detrás y los obligaron a arrodillarse. Apuntando al aire una pistola Mauser, un chico de mirada enajenada llamado Tan Dan anunció que debíamos vengar la muerte de los ciento veinte camaradas caídos de Oriente Es Rojo. Acto seguido se acercó a los cinco cautivos y les disparó en la cabeza uno a uno y los tiró al río a patadas. Cuando se marchó, en el muelle solo quedaban medios cráneos goteando sangre.
El director Ma le pide a su chófer, el señor Tai, que aparque en el arcén, se apea, junta las manos y respira hondo, tratando de vaciar la mente. No quiere que esas visiones de pesadilla lo distraigan de la tarea para esta mañana. Los operarios de demoliciones que intentaron derribar la aldea el mes pasado fueron atacados con tal violencia que varios tuvieron que ser hospitalizados y estuvieron a punto de morir. Este mediodía un equipo de trabajo formado por policías municipales, policías armados y sanitarios entrará en la aldea para forzar la evacuación. En la carretera a lo lejos el director Ma ve banderas rojas ondeando en la azotea de una casa falsa construida con bloques de hormigón y contrachapado.
—Director Ma, suba al coche, por favor —le pide su secretario, Hu—. Ha quedado para almorzar a la una con el director del hotel Prosperidad para tratar la esponsorización del Sueño de las Bodas de Oro, es mejor no retrasarse.
—¿Tenemos que seguir? —pregunta, nervioso, el señor Tai—. ¿Y si los aldeanos nos sacan del coche por la fuerza?
Viste un elegante traje occidental y tiene el cuello largo y fino. A su lado, en el asiento del acompañante, viaja un joven de la Agencia de Demoliciones.
—Sigue adelante, sin miedo —dice el director Ma—. Durante la Revolución Cultural me desterraron aquí, así que nos tratarán con respeto. —Luego telefonea al comandante Zhao, jefe de la Agencia de Demoliciones, y al director Jia, jefe de Seguridad Pública, que viajan en el coche que va detrás, y dice—: Entraremos primero nosotros. Esperad aquí. Si os necesito, llamaré.
El Land Cruiser se detiene frente a la casa de hormigón festoneada de banderas rojas. Antes de salir esta mañana, su red de informantes le ha avisado al director Ma de que el cuartel general de la protesta está en la casa falsa y que las torres de vigilancia improvisadas que la rodean solo cuentan con ladrillos, barras metálicas y bidones de gasolina y serían fáciles de someter. La casa falsa se alza justo a la entrada de la aldea. Tres postes de telégrafo derribados cortan la carretera y pancartas y banderas rojas ondean en los árboles de ambos lados. Los campos de alrededor están salpicados por otras viviendas falsas que los campesinos han construido en los últimos meses con la esperanza de que pasen por auténticas y obtener así una compensación mejor. Estas casuchas no tienen ni electricidad ni escaleras y se usan sobre todo para cultivar champiñones o criar cerdos. Aunque muchos aldeanos trabajan en las fábricas de la ciudad, pocos se han atrevido a salir de Yaobang últimamente por si les expropian las tierras en su ausencia. Para proteger sus propiedades han formado la Liga por la Defensa de la Tierra y se turnan para vigilar desde las torres. Aunque expulsaron a la última cuadrilla de demoliciones, la victoria no fue completa. Arrestaron a veinte aldeanos y treinta fueron hospitalizados; desperdigaron por el campo los champiñones de la choza de Gao Wenshe y un buldócer cegó el estanque del pueblo con tierra y mató todos los peces de colores del viejo Yang. Ma Daode ha sido informado de que para el asalto de hoy Genzai, el hijo del viejo Yang, ha construido un cañón y ha transformado su furgoneta de reparto en un tosco tanque armado.
Un grupo de lugareños se acerca a avisarles:
—No se permite la entrada de vehículos a la aldea.
—Pedidle al secretario Meng que venga a parlamentar —grita el director Ma, bajándose del Land Cruiser.
Encima del dintel de la casa de hormigón una pancarta reza TORRE DE VIGILANCIA DE LA LIGA PARA LA DEFENSA DE LA TIERRA. El director Ma se asoma por una ventana sin cristal y ve a varios aldeanos sentados en mesas jugando al mahjong. Durante el último mes, el secretario Meng le ha telefoneado infinidad de veces, suplicándole que convenza a las autoridades para que salven Yaobang. El director Ma trasladó la petición, pero sospecha que la promotora ha entregado un soborno suculento al alcalde Chen porque la cuadrilla de hoy tiene órdenes estrictas de arrasar la aldea. El valor del director Ma flaquea. El corazón le late con fuerza.
—El secretario Meng está en casa, enfermo en la cama —responde un joven de cabeza afeitada desde el fondo de la habitación.
—Pues entonces quiero hablar con Genzai, el comandante de la Liga para la Defensa de la Tierra —replica el director Ma, metiendo aún más la cabeza por la ventana.
—Soy yo —dice el joven, acercándose—. Un momento… ¿eres el viejo Ma? ¿Cómo has engordado tanto?
Genzai es igual de alto que su padre, el viejo Yang, pero las cejas y la frente le recuerdan a la hermana que se ahogó, Fang.
—¡Ah, Genzai, eres tú! —dice el director Ma, dulcificando el tono con la esperanza de congraciarse con él—. Tu querido padre, el viejo Yang, fue como un padre para mí. Se encuentra bien, espero…
—Mi padre me dijo que ahora que eras un líder municipal te habrías olvidado de los viejos amigos de Yaobang. —Genzai sale de la casa falsa y se lleva un cigarrillo a los labios.
—Como suele decirse: «Cuando bebes un vaso de agua, nunca olvidas quién la sacó del pozo». Le guardo cariño a la aldea de Yaobang, te lo aseguro. —El director Ma confía en ganarse a Genzai y que el resto del pueblo le siga.
—Bueno, pues entonces les dices a tus amigos de la Agencia de Demoliciones que se vayan a tomar por el culo —replica Genzai—. A menos que acepten nuestras demandas, no les dejaremos entrar.
Cuando Ma Daode llegó la primera vez a Yaobang como joven desterrado, vivió unos meses en casa del viejo Yang hasta que terminaron de construir la escuela nueva. Era una casita de ladrillo dividida en tres habitaciones mediante tabiques de adobe. La habitación central solo contenía una estufa de leña, algunos aperos de labranza y cestas de mimbre, así que el viejo Yang le reservó un rincón con una cortina de bambú. Fang, que por entonces tenía ocho años, solía arrodillarse frente a la estufa para poner agua a hervir. Genzai nació al poco de instalarse Ma Daode. Hoy, con camisa gris y pantalones de nailon, parece un administrativo municipal.
En el teléfono viejo que utiliza para conversar con su amante Li Wei, recibe un mensaje que dice: CADA MAÑANA TE SERVIRÉ PAN, LECHE Y HUEVOS DUROS. CONTIGO A MI LADO DESAPARECERÁN LAS PREOCUPACIONES… Ojalá pudiera apagar el teléfono y no tener que leer los mensajes, pero le ha prestado el otro móvil al comandante Zhao y necesita tenerlo encendido.
—La ampliación del Parque Industrial beneficiará a todo el mundo —dice el director Ma con una amplia sonrisa—. Recibiréis un piso en el pueblo nuevo, a solo dos kilómetros, y tendréis un buen empleo en alguna fábrica. Mira el puente que están construyendo. Lo han diseñado ingenieros extranjeros y será el primer puente de acero que cruce el Fenshui. Una magnífica puerta de entrada para los visitantes de Ziyang.
—¡Qué huevos tienes, director Ma! Te cuidamos durante cuatro años y ahora que eres funcionario, en lugar de devolvernos el favor, ¡vienes y nos derribas las casas! ¡Cabrón desagradecido!
Ma Daode reconoce al hombre que tiene delante. Durante la Revolución Cultural el padre fue tildado de «antiguo hacendado». Ma Daode estuvo una vez en su casa. Las paredes encaladas, el suelo de ladrillo impoluto y la tetera de arcilla evocaban las vidas más sencillas de un pasado lejano.
El director Ma se plantea pronunciar el discurso que ha ido hilando mentalmente, pero no quiere malgastarlo ante un público tan escaso. Se vuelve hacia el hombre de expresión más amistosa, el anciano cartero, y le dice:
—¿Puedes pedirles a los vecinos que salgan? Quiero decirles varias cosas importantes.
—Como alguien intente destruir el hogar de mis antepasados, lo mato —grita un joven con gorra de béisbol roja, plantado detrás de Genzai—. Hoy tenían que soltar a los veinte vecinos que arrestaron la última vez, pero todavía no han aparecido.
Ma Daode sabe que el joven es un confidente. Las autoridades le han prometido que si los derribos de hoy salen según lo previsto se convertirá en el chófer del gestor del Parque Industrial.
Dingguo, un viejo amigo del director Ma, se adelanta, con la cabeza vendada, y grita:
—¡No hace falta que medies!
En el último encontronazo con la cuadrilla de derribos, Dingguo recibió un porrazo en la cabeza cuando intentaba impedir que arrestaran a su hijo. El director Ma sabe que también debe ganárselo. Aunque es cuatro años más joven que él, Dingguo ya tiene todo el pelo blanco. Ma Daode recuerda cuando a Dingguo le gustaba salir con él a pasear y le contaba el origen de todos los perros de la aldea.
—Me alegro de verte, hermano Dingguo. Vamos a ver si llegamos a un acuerdo.
Ma Daode quiere empezar recordándole que le consiguió trabajo en el gobierno municipal a su hija Liu Qi.
—No sirve de nada hablar con funcionarios corruptos como tú —espeta el confidente de la gorra de béisbol roja—. No lo entendéis: si no podemos trabajar la tierra, los tractores y los arados se convertirán en herrumbre.
—Ahora te alimentas de manjares exquisitos, Ma Daode —dice Dingguo—, pero nosotros somos pobres labriegos. Si nos quitas la tierra, nos dejas sin nada. ¿Y cómo esperas que compremos una casa en el pueblo nuevo con la triste expropiación que nos ofreces?
A pesar de las arrugas profundas y las canas, cuando el enfado le tensa la cara Dingguo parece todavía un niño.
—¿Y los fajos de billetes que escondes bajo el colchón? ¿Por qué no nos das unos cuantos? —pregunta un hombre llamado Liu Youcai.
Su abuelo construyó el almacén de ladrillo rojo. Tras el ascenso de los comunistas al poder, sus padres lo donaron al Estado y se mudaron a la edificación anexa orientada al norte, cálida en invierno y fresca en verano. Es un hombrecillo sagaz de piel rubicunda y ojos negros, hipnóticos. En cuanto levantaron el templo taoísta en el monte Diente de Lobo, consiguió un permiso para instalar un puesto de adivinación a la entrada y gracias a los beneficios se ha comprado un Volkswagen familiar y una casa de dos plantas con placas solares. Los del pueblo acostumbran a acudir a él para pedirle consejo y orientación y, antes de partir a la ciudad a buscar trabajo, le consultan la fecha más halagüeña para viajar.
Liu Youcai mira al gentío, esperando a que callen todos, y luego se vuelve hacia el director Ma y dice:
—Se me ha notificado que el derribo de la aldea está programado para el mediodía. La última vez que intentaron echarnos no murió nadie. Pero como vuelvan los buldóceres, pelearemos hasta el final. Te han mandado a ti primero para camelarnos, ¿a que sí? Si ganas la batalla, te nombrarán secretario municipal del Partido, seguro. Si la pierdes, conservarás el puesto actual. Pero nosotros, si perdemos, nos convertiremos en vagabundos desarraigados y pasaremos lo que nos quede de vida entrando y saliendo de la cárcel, presentando recursos en vano. ¿Qué podríamos sacar de pactar? A lo sumo, algún empleo en una fábrica del Parque Industrial. Pero piensa en lo que perderíamos: el templo budista centenario, el histórico Salón Ancestral del Clan Liu, las casas con patios de ladrillo negro, que son únicas, la acacia blanca de mil años. Nuestros antepasados eligieron este lugar para instalarse por su ubicación privilegiada, con la cordillera que se extiende como un dragón protector hacia el norte y el río de la vida al sur. En los últimos doscientos años el pueblo ha dado cuatro estudiosos eminentes y tres funcionarios del condado. Hemos decidido defender Yaobang hasta morir, no solo para preservar nuestro medio de vida, sino, sobre todo, para conservar nuestro legado y las tumbas de nuestros antepasados. De modo que, lo siento, director Ma, pero no vamos a aceptar la mísera compensación que nos ofreces.
—¡No os aferréis a ridículos sueños de clan! —replica el director Ma—. Abrazad el Sueño Chino, que luego será el Sueño Global, y el mundo se abrirá para vosotros. Podréis emigrar a Europa y vivir en el castillo o la finca que más os guste.
—¿Crees que vas a engañarnos con esa gilipollez? —grita Genzai—. ¿Por qué no te largas tú a Europa y, ya puestos, visitas a tu viejo amigo Karl Marx? Conocemos nuestros derechos. ¿Te acuerdas del discurso que dio el presidente Xi Jinping la semana pasada? Mira, hemos pintado una cita en la pared: CUALQUIER FUNCIONARIO QUE EXPROPIE TIERRAS DE FORMA VIOLENTA EN PERJUICIO DE LOS CAMPESINOS TENDRÁ QUE RESPONDER ANTE LA JUSTICIA.
—Hemos oído que Ziyang y Zigong han desplazado hasta aquí cien agentes armados y ochenta antidisturbios. Pero no tenemos miedo. ¡Nos apoya el mismísimo presidente Xi Jinping!
El hombre que grita desde el tejado de la casa falsa es Guan Dalin, el director comercial de la cementera del Parque Industrial. Es capaz de vaciar una botella de vino de arroz de una sentada y el único de la aldea que ha conseguido casarse con una mujer con permiso de residencia urbana.
El director Ma se siente fuera de lugar y sofocado, como un cisne atrapado en un gallinero. En toda su carrera, jamás se había enfrentado a un desafío tan hostil.
—Nos hemos preparado para la batalla —dice Genzai—. Ayer pintamos un retrato enorme del presidente Xi. Está ahí arriba en la azotea. Cuando lo despleguemos sobre la fachada, a ver qué excavadora se atreve a acercarse. ¿Sabías que de joven el presidente Xi pasó siete años en esta provincia?
—Lo mandaron al norte de la provincia… no tuvo relación con nadie de aquí —replica el director Ma—. ¿Sabes algo de las luchas violentas al principio de la Revolución Cultural, antes de que disolvieran la Guardia Roja y los expulsaran a todos al campo? Por entonces, ni siquiera la muerte permitía huir del terror. Ese almacén rojo de ahí se llenó de cadáveres. El hedor atraía a las moscas, que se pegaban a los ladrillos en nubes tan densas que el edificio parecía de color esmeralda oscuro. Había muertos tirados por todas partes. Lo vi con mis propios ojos, compatriotas. Vi a dos niños de facciones contrarias gritar «Larga vida al presidente Mao» antes de dispararle al otro a la cabeza. No debemos repetir las tragedias del pasado. Más de trescientos guardias rojos y trabajadores rebeldes yacen enterrados en ese bosquecillo. —Consciente de que vuelve a adentrarse en el pasado, el director Ma se calla y cierra la boca.
—La «rebelión cultural» o como se llame… no tenemos ni idea de lo que hablas —dice el joven cultivador de champiñones, Gao Wenshe, con los dientes de conejo destellando al sol—. Lo único que sabemos es que este es nuestro pueblo y, si intentan echarnos, lucharemos hasta el último aliento.
El director Ma se dirige a un joven con un pendiente en la nariz, vaqueros y camiseta negros, y le pregunta:
—¿Cómo te llamas? No te tengo visto.
—No preguntes… No soy de por aquí —responde, agitando su móvil con un gesto despectivo.
—Su madre, Juduo, nos ha sido de gran ayuda —explica Genzai—. Se mudó a Zigong hace unos años para dar clases en el instituto. Desde que recibimos la orden de desahucio del gobierno ha venido varias veces a informarnos sobre las leyes de expropiación de tierras.
—¿Eres el hijo de Juduo? —le dice el director Ma al joven en el tono más amistoso que puede—. La conozco bien. Le gusta cantar óperas revolucionarias, ¿a que sí? Recuerdo que en una manifestación en contra de la novela burguesa Los forajidos del pantano cantó un verso precioso: «Tengo más tíos de los que puedo contar, con corazones leales y rojos».
—¿Cómo te atreves a mentar a mi madre, cerdo? —le suelta el joven con desdén—. Tenemos baldes de estiércol para echártelos a ti y a los otros cerdos que has traído contigo.
El gentío se ríe. Ma Daode también quiere reírse, pero cuando piensa que en menos de dos horas arrestarán a toda esa gente, la apalearán o la matarán, aprieta la mandíbula, atemorizado.
—Juduo es una de la veintena de vecinos que arrestaron la última vez y todavía sigue en prisión —explica Liu Youcai, y sus ojos negros ya no brillan.
La multitud sigue creciendo. El móvil del director Ma sigue vibrando, pero él no se atreve a contestar. No sabe qué hacer. A mediodía se bloquearán las señales de los móviles. Sabe que lo han mandado allí por guardar las apariencias, para que el gobierno pueda argumentar que estaba dispuesto a negociar. Pero, convenza o no a los aldeanos para que se marchen, Yaobang va a ser demolido.
Se enciende un cigarrillo, inspira hondo y mira hacia el monte Diente de Lobo y el campo que se extiende hasta los bosques oscuros a sus pies. Una noche, después de diez horas de trabajo duro, la pandilla de jóvenes desterrados nos reunimos al final de ese campo para jurar fidelidad eterna al presidente Mao. Juan temblaba de agotamiento y se le cayó sin querer el ejemplar de El libro rojo. Consciente de que su vida corría peligro si alguien se daba cuenta de que había dejado caer al barro la colección sagrada de pensamientos de Mao, me apresté a recogerlo y devolvérselo. Por suerte, había tantas banderas rojas por todas partes que nadie lo vio. Esa noche, Juan se acercó a mi cama, me dijo que se había dejado un guante en el campo y me pidió la linterna. Salí con ella para ayudarla a encontrarlo y, para darme las gracias por haberle salvado la vida, hizo que me adentrara con ella en los bosques oscuros.
El director Ma conoce la orden de REALIZAR EL SUEÑO CHINO Y LUCHAR HASTA EL FINAL POR NUESTRA TIERRA de la pancarta roja que cruza la carretera, porque es lo que sus empleados y él son instados cada día a cumplir cuando entran a trabajar.
La fuerza del sol ha convertido la tierra en un polvo fino que cubre la carretera. Cada vez que pasa una moto, se levanta una nube amarilla. El director Ma decide que ha llegado el momento de pronunciar el discurso. Ahora se habrán congregado un centenar de vecinos. Un grupo pequeño se ha acercado al Land Cruiser a admirar el lujoso interior y charlar con el representante de la Agencia de Demoliciones. El director Ma se sube al techo de un coche abollado, levanta el megáfono que le ha entregado Hu y dice:
—Compatriotas, me llamo Ma Daode. Pasé cuatro años aquí durante la Revolución Cultural, trabajando los campos y enseñando en la escuela. Y antes, durante la Gran Hambruna, viví aquí seis meses con mis padres. Quiero a estas montañas y ríos tanto como vosotros, y aplaudo vuestra determinación al intentar protegerlos. Hoy no he venido a obligaros a marcharos, esa no es mi tarea. No, hoy he venido simplemente a advertiros de que el equipo de demolición llegará a mediodía. Si os resistís, tendréis que sufrir las consecuencias: la desposesión, la falta de un hogar, hasta puede que la muerte. Pero si os marcháis por las buenas y aceptáis el reasentamiento voluntario, el nuevo Parque Industrial os reservará cientos de puestos de trabajo. ¡Veréis el Sueño Chino de Rejuvenecimiento Nacional en acción! Compatriotas…
—¡Ya basta de intentar engañarnos! —grita Dingguo, enfurecido por la traición de su viejo amigo—. Nos prometieron una compensación de setenta millones de yuanes, pero solo hemos recibido novecientos mil. Equivale a menos de mil yuanes por persona. Si nos quitáis la tierra, ¿cómo queréis que nos ganemos la vida? En la primera fase de expansión del Parque Industrial consiguieron trabajo cuarenta vecinos del pueblo y a la mitad ya los han despedido. La segunda fase será otra promesa vacía.
—¿Quién te da derecho a confiscar el hogar de nuestros antepasados? —chilla una vieja entre el gentío blandiendo el bastón.
—Bueno, la mitad habéis firmado el contrato de reasentamiento voluntario —replica el director Ma.
Sabe que la aldea fue construida por la venerable familia Liu cuando llegó procedente de la provincia de Shanxi. En el Salón Ancestral del Clan Liu hay una placa de piedra de la dinastía Song con el siguiente poema: EN EL VIEJO CAMINO, NOS DESPEDIMOS DE LA TIERRA DE LAS SÓFORAS. / UN MILLAR DE LIS RÍO ABAJO, EL BOSQUE DESTILA SENTIMIENTOS. / FUNDAMOS NUESTRO HOGAR A LOS PIES LLUVIOSOS DEL DIENTE DE LOBO.
—Pero si hoy nos desahucias a la fuerza, todos los que firmaron perderán el derecho a una compensación —se queja un joven—. ¡Es una trampa!
—El gobierno lleva años de connivencia con promotores inmobiliarios corruptos —dice una mujer sosteniendo una bolsa de la compra—. ¡Míranos! El río Fenshui se ha vuelto negro como el té, está lleno de peces muertos. Cuando regamos los campos con sus aguas las plantas se mueren.
Al director Ma se le hace un nudo en la garganta.
—Las nuevas directrices medioambientales nos obligaron a cerrar la cementera, por eso se despidió a los trabajadores que decís. Pero esta segunda fase se centrará en altas tecnologías, o sea que los empleos están garantizados. Si queréis una vida mejor, tendréis que renunciar a algunas cosas. Os pagaremos un precio justo por la tierra, no esperéis cobrar por las casas falsas que habéis levantado en esos campos.
—Pues las chozas de Yiniao no tenían ventanas y el gobierno pagó la expropiación —grita desde la azotea el director comercial Guan Dalin.
—El pueblo nuevo se edificará ahí mismo, a los pies del monte Diente de Lobo —insiste el director Ma, señalando a lo lejos—. El plan ya está aprobado. Dentro de dos años trabajaréis en el Parque Industrial, cogeréis el autobús de vuelta a casa, os daréis una ducha caliente y veréis la tele en un piso nuevecito. ¡Viviréis el Sueño Chino! —El director Ma gesticula con tanta pasión que casi pierde el equilibrio.
—¡Otra vez hablando de sueños! Con las migajas que nos ofrecéis nunca podremos permitirnos uno de esos pisos nuevos. Te lo advierto, si no dejas de acosarnos me subo a un autobús y me prendo fuego como el hombre ese del otro día. —Guan Dalin se refiere a un campesino de la aldea vecina que se inmoló en un autobús repleto de pasajeros para protestar por la expropiación de sus tierras.
—Dile a la cuadrilla de demolición que me he traído una lata de diésel y, como se les ocurra entrar en mi casa, yo también me inmolo. —Este hombre de mediana edad con uniforme de camuflaje del ejército lleva unos prismáticos colgando del cuello y sujeta a un labrador atado a una correa.
—A ese la última vez le dieron un porrazo en la cabeza —susurra el confidente al director Ma, quitándose la gorra de béisbol roja para secarse el sudor de la frente—. El coche al que te has subido es suyo.
Un grupo de hombres sale de la casa de hormigón cantando: «Esta es nuestra tierra. Cada grano de este suelo es nuestro. Si el enemigo quiere arrebatarlo, pelearemos hasta la muerte…». Todos conocen esas canciones de la Revolución Cultural ahora que las vuelven a poner en la radio todo el tiempo. Ma Daode recuerda cantar esa misma canción, de pie en el balcón de la Torre del Tambor de Ziyang, agitando una bandera de Oriente Es Rojo. El cuero cabelludo le sudaba entonces igual que ahora.
—Atended, compatriotas —grita—. Dos unidades de la policía armada entrarán hoy por la fuerza en el pueblo acompañadas de la guardia municipal y sus ayudantes. No podéis ganar. Como dice el refrán: «Un brazo no puede derrotar a una pierna». Rendíos y confiad en que el gobierno vela por vosotros.
—¡Basta de mentiras! —dice Dingguo, agarrando una pala—. Nada de lo que digas nos hará cambiar de opinión. Estamos dispuestos a morir por el pueblo. Hemos prometido que, si hoy cae alguno, el resto cuidará de sus hijos. Tienes suerte de los lazos que te unen a este lugar, si no te habríamos dado una paliza. Así que lárgate y diles a tus jefes que no nos rendiremos nunca.
Ma Daode sabe gracias a Liu Qi que en el último ataque también detuvieron al hermano de Dingguo. Bebe un trago de la botella de agua que le pasa Hu y responde:
—No se tocará una piedra del Templo de la Luz de Buda ni del Salón Ancestral, lo prometo. Solo derribarán el cementerio y las casas viejas. Luego trasladaremos el pueblo y podréis comenzar de nuevo. ¡Aprovechad la oportunidad, compatriotas! Nuevos caminos se abrirán para quienes abandonen las dudas; la primavera eterna espera al que supera las reticencias.
—¿Ves este cuchillo de cocina? —pregunta una chica con un herpes labial enorme, saliendo de la casa de hormigón—. Como se me acerque el comandante Zhao, ¡le corto la polla!
Genzai grita desde la azotea:
—¿Y qué harás con ella cuando te la lleves a casa?
Todos se ríen y los perros ladran con ellos.
Ma Daode recuerda cuando arrastró al secretario Meng hasta la plaza del pueblo para someterlo a una denuncia pública. Otro joven desterrado le puso una escupidera en la cabeza y los aldeanos se carcajearon. Ahora ve las mismas sonrisas pintadas en los rostros que lo rodean. Intenta regresar al presente, pero los recuerdos son como balones en un estanque: cuanto más fuerte trata de hundirlos, con más fuerza resurgen.
—¡Compatriotas! —brama con todas sus fuerzas—. Para salvaguardar los logros de la revolución debemos desmantelar vuestra plaza. Se eliminará a todo el que se oponga a la línea revolucionaria del presidente Mao.
De pronto se recuerda de pie frente al cuartel general del Millón de Osados Guerreros al final de las luchas violentas. En la fachada se leía la cita favorita de Mao de Sueño en el pabellón rojo: SOLO QUIEN NO TEME MORIR DE MIL CORTES SE ATREVE A DERRIBAR AL EMPERADOR, que él mismo había pintado allí el año antes. En la barricada de costales de arpillera que tiene delante ve las trescientas balas que acaba de entregar su facción. La angustia de la derrota le encoge el corazón. Durante su primer mes en Yaobang, adonde lo mandaron pocas semanas después, se le hacía tan raro dormir sin una pistola en la mano que solía despertarse aterrado en plena noche y ya no volvía a conciliar el sueño.
—¿Qué quieres decir con «la línea del presidente Mao»? —repite con desdén Liu Youcai—. ¡Este es el imperio del presidente Xi!
—Sí, perdón, quería decir que ¡el Sueño Chino del presidente Xi llevará la felicidad a toda la nación! —Sin saber si emplea las palabras adecuadas para la época, el director Ma, aturullado, salta del coche abollado y le devuelve el megáfono a Hu. Luego mira el móvil y comprueba que solo faltan diez minutos para mediodía. A lo lejos ya oye el rumor de los camiones y buldóceres en movimiento. El ruido evoca la imagen de una patrulla del Millón de Osados Guerreros desfilando por la Carretera de la Victoria rifles en alto y apresando a todos los que encuentran a su paso: niños repartiendo folletos, transeúntes, enemigos de clase cavando zanjas en la tierra, y conduciéndolos a la plaza pública de la Torre del Tambor mientras otra unidad ocupaba la azotea de la oficina general de correos y apuntaba a la muchedumbre de la plaza.
Desde el balcón de la Torre del Tambor el comandante del Millón de Osados Guerreros gritó: «¿Cómo os atrevéis a atacarnos, malnacidos de Oriente Es Rojo? Si no os rendís inmediatamente, os detendremos a todos». Llevaba un pesado abrigo militar con la pistola en el cinturón. Como era el único guardia rojo de Ziyang que había asistido a uno de los mítines de masas de Mao en Pekín, y su padre era general del ejército, había sido elegido el líder sin discusión.
Chun el Bizco estaba conmigo en la plaza. Agitó un panfleto y chilló: «Conservadores enemigos de la Guardia Roja, Oriente Es Rojo jamás se rendirá. ¡Defenderemos la línea revolucionaria del presidente Mao hasta la muerte!». Al segundo, atronaron dos disparos, le fallaron las rodillas y se desplomó. Dentro de mi bolsillo, yo seguía aferrando la baraja de cartas que acababa de darme y a la que le faltaba el rey de tréboles. Me miró desde el suelo y preguntó: «¿Voy a morirme?». «No lo sé», respondí. «Voy a convertirme en cadáver, lo noto —farfulló, con la voz cada vez más débil—. No me entierres. No…». Intentó seguir parpadeando hasta que abrió los ojos por última vez y ya no pudo volver a cerrarlos.
El director Ma mira hacia el Templo de la Luz de Buda para pensar en otra cosa. Es un edificio antiguo de ladrillo gris con una cubierta alta de tejas amarillas. Hace cien años, acogió el cadáver embalsamado de un antepasado de los Liu que llegó a bodhisattva.
A medida que los buldóceres se acercan, la tierra tiembla y los aldeanos se dispersan. Los jóvenes suben a la azotea de la casa de hormigón, mientras que las mujeres y los niños buscan cobijo en las calles.
El móvil del director Ma vibra. LÉELO, VIEJO CARIÑITO: UN HOMBRE LEE ESTE ANUNCIO: «SIN CIRUGÍA. PARA CONSEGUIR UN PENE MÁS GORDO Y LARGO, MÁNDENOS UN CHEQUE CUANTO ANTES». ASÍ QUE LO MANDA Y A LOS POCOS DÍAS RECIBE UN PAQUETE QUE CONTIENE… ¡UNA LUPA! No le ha dado tiempo a sonreír cuando oye a Liu Youcai gritándole: «¡Si Ma Lei viera cómo nos traicionas se revolvería en la tumba!». Mientras el director Ma se apresta a borrar el mensaje, ve la cara de su padre, que se retuerce haciendo una mueca morbosa. Se acuerda de que en invierno su padre llevaba siempre una chaqueta negra guateada y en verano una túnica larga blanca. Cuando lo condenaron por derechista en 1959, por culpar al sistema agrícola colectivista del Gran Salto Adelante de Mao de la gran hambruna que asoló la mayor parte del país, le retiraron el cargo de jefe del condado de Ziyang y lo mandaron a Yaobang a controlar la producción y distribución de grano. En lugar de dar el brazo a torcer, su padre siguió criticando el sistema y escribió un artículo donde revelaba que la cosecha anual de los maizales de Yaobang se había reducido a la mitad desde la colectivización de las granjas. Los aldeanos admiraban su valentía y sinceridad y, aunque les habían ordenado hostigarlo, lo dejaban en paz. Ocho años después, cuando enviaron a Ma Daode a reeducarse en el campo, pudo aprovechar las relaciones de su padre para conseguir un puesto en Yaobang. Como es el pueblo más cerca de Ziyang, todos los guardias rojos de la ciudad querían exiliarse allí.
El rugido de las excavadoras acercándose estremece a Ma Daode. Detrás de las máquinas ve un furgón tras otro de policía armada y guardia municipal avanzando entre la polvareda.
—Vámonos, Hu —dice—. He intentado ayudarles, pero la amabilidad rara vez se recompensa.
Hu se adelanta y hace una señal al chófer. Mientras el Land Cruiser da la vuelta Ma Daode ve reflejada en el parabrisas la cara sanguinolenta que le acecha en sueños. Al día siguiente de que mataran a Chun el Bizco de un par de tiros en la plaza de la Torre del Tambor, entramos con una camioneta blindada en la oficina general de correos. Yo iba de pie en la caja abierta del vehículo, arrojando granadas de mano y lanzas contra los guardias rojos del tejado.
El director Ma mira hacia el puente que están construyendo sobre el río Fenshui y piensa en los cadáveres enterrados en la otra orilla, donde antes estaba el bosquecillo. Una mañana atamos a tres chicos del Millón de Osados Guerreros a la parte de atrás de la camioneta, junto a los cadáveres de seis camaradas. El más alto era un matón grandote que yo conocía de primaria. Nuestro himno de Oriente Es Rojo sonaba a todo volumen por los altavoces: «Nos clavan una navaja ensangrentada en la garganta y piensan que estamos muertos. ¡Pero no moriremos nunca! La bandera de Oriente Es Rojo ondeará para siempre en el viento acre y la lluvia carmesí…». El chico que escribió la letra del himno había muerto en el campo de batalla la semana anterior. Al llegar al bosquecillo desatamos a los tres prisioneros y les obligamos a cavar una tumba para los cadáveres y luego los enterramos vivos con ellos. No… no es del todo verdad. Antes de rellenar la tumba con tierra, primero apuñalamos a dos de los prisioneros. Íbamos a apuñalar también al matón, pero nos dio miedo que gritara «Larga vida al presidente Mao» mientras la hoja se le hundía en el pecho, así que le llenamos la boca de ramitas y lo enterramos vivo con los ocho cadáveres.
SI FUERAS UNA LÁGRIMA, NO VOLVERÍA A LLORAR NUNCA MÁS PARA NO PERDERTE… El director Ma no hace caso de este último mensaje y escribe en el móvil que sostiene en la otra mano: ALCALDE CHEN, PESE A QUE HE PUESTO TODO MI EMPEÑO EN CONVENCERLOS, LOS ALDEANOS SE NIEGAN A MARCHARSE. Al mandarlo se fija en que está perdiendo la señal, así que se apresura a escribirle a Wendi, la agente inmobiliaria: ESTA NOCHE PASO A VERTE Y TE MATO A POLVOS, seguido de una fila de emoticonos enfadados.
Un ladrillo aterriza en el techo del Land Cruiser. Al menos no ha roto el parabrisas.
Desde detrás de un muro de barro un cañón improvisado lanza huesos de pollo en llamas y condones rellenos de polvo de cemento. La policía alza los escudos de plástico para protegerse, luego los baja. Gorilas de la guardia municipal vestidos con camisetas negras blanden las porras y atizan alegremente a la muchedumbre. El director Ma ha quedado atrapado entre dos furgones policiales y una ambulancia.
Alza la mirada hacia la azotea de la casa de hormigón y ve a Genzai desplegando un retrato inmenso del presidente Xi Jinping.
—Es tan grande como el cartel que hemos encargado para el Sueño de las Bodas de Oro —comenta Hu—. Les habrá costado una fortuna plastificarlo.
Cuando se unió al batallón suicida de Oriente Es Rojo para atacar la oficina general de correos, los camaradas del director Ma echaron un vistazo a las palabras LARGA VIDA AL PRESIDENTE MAO de la enorme pancarta que colgaba sobre la entrada y se quedaron petrificados. A mí también me daba miedo tocar aquel eslogan rojo sagrado, pero les dije que si no atacábamos nos matarían. Así que entramos arrastrándonos por debajo de la pancarta. En cuanto asomamos al otro lado, uno murió en el acto de un ladrillazo en la cabeza.
—Que no ataquen todavía la casa de hormigón —ordena Ma Daode a los hombres de los buldóceres—. Primero hay que descolgar a Xi Jinping.
Le alivia descubrir que por fin lo que piensa en la cabeza se corresponde con las palabras que salen de su boca. Un olor a podrido que parece emanar tanto del pasado como del presente le inunda los pulmones. El director comercial Guan Dalin está de pie en la azotea al lado de Genzai, ondeando la bandera nacional. Algunos jóvenes que acaban de regresar del trabajo en las fábricas de la ciudad se han encaramado a las barricadas de la entrada del pueblo y filman la escena con los teléfonos móviles.
—Recordad que nuestro objetivo es evacuar el pueblo sin derramamiento de sangre —grita el jefe de los municipales—. Esta vez tenemos que actuar con rapidez y no repetir los errores que cometimos la semana pasada en Xiaozhai.
La moderna cresta de mohicano que se ha hecho esta mañana no casa con el uniforme oficial. Su equipo se ha puesto los cascos amarillos y sus pastores alemanes negros ladran a los perros del pueblo. Aunque todavía no ha empezado la batalla, el director Ma ve patas de sillas rotas en las ramas de los árboles y las calles de Ziyang sembradas de ladrillos y cadáveres tras otro ataque del Millón de Osados Guerreros. Llevamos a los camaradas fallecidos a la orilla del río, nos lavamos la sangre de las manos, nos pusimos uniformes limpios y celebramos un funeral a los pies de la Torre del Tambor. Nos rodeaban los cadáveres de nuestros enemigos bajo el sol abrasador de junio. Estaban hinchados y hedían. Una chica muerta tenía la cara infestada de moscas y el envoltorio de un polo pegado al cabello. Tras el choque de hoy no quedarán cadáveres en la calle. Hay ambulancias con bolsas especiales preparadas para llevárselos y hasta tienen jaulas para las mascotas huérfanas.
Sacan a Dingguo a rastras de la casa de hormigón y lo inmovilizan en el suelo.
—¡Largaos a la puta Siberia, hijos de puta! —grita a los agentes—. ¡Que se os mueran las hijas congeladas con los putos osos polares!
—Esposad al imbécil ese y al furgón con él —ordena el cabecilla de los municipales con un pitillo entre los labios.
La chica que ha amenazado con cortarle el pene al comandante Zhao también está inmovilizada y esposada. Mientras forcejea, tuerce la cabeza y muerde al agente en el brazo, pero recibe un puñetazo.
—Follaperros —grita la chica.
Al ver el mordisco del brazo, el agente grita:
—¿Cómo cojones te atreves a morderme, guarra? Espera a que te pille esta noche…
—Espera tú a que amarre a tu madre a un ventilador y la tenga girando hasta la muerte… —Se le han saltado los botones de la camisa y se ve cómo le tiemblan los pechos cuando grita.
—¡Mete a esa puta en el furgón! —brama el cabecilla. Una banda de antidisturbios la empuja dentro del vehículo.
A uno de los policías que está tratando de descolgar el póster de Xi Jinping le lanzan un bidón de gasolina. El líquido moja la cara del presidente, que prende al instante. Mientras el miedo paraliza a los vecinos de la calle, los oficiales armados desafían a las llamas y sacan a los que todavía quedan dentro de la casa de hormigón. Se aproxima un camión de carga frontal. El anciano cartero arranca a correr y golpea a un guardia municipal con una barra de hierro. Mientras el guardia sangra por el cuello, un policía armado con porra eléctrica y escudo antidisturbios golpea al cartero y lo derriba a patadas.
El director Ma recuerda el día en que Oriente Es Rojo atacó un hospital ocupado por el Millón de Osados Guerreros. Cuando se nos acabaron las balas, nos protegimos detrás de una pila de vallas de propaganda, esperamos a que el Millón de Osados Guerreros gastara las granadas y los cócteles molotov y luego cargamos y los asaltamos con aperos de labranza. Luchamos día y noche y fuimos avanzando desde la planta baja hasta la cuarta. Por todos lados resonaban palas, azadas y lanzas. Yao Jian tenía un tajo en un lado de la cara. Se me echó encima y forcejeamos en el suelo. Dos años antes, haciendo el bruto con los compañeros de clase por el pasillo de la escuela, Yao Jian había intentado derribarme, así que lo había tirado al suelo de un empujón y las canicas que llevaba en el bolsillo salieron disparadas por el cemento. Esta vez, en el pasillo del hospital, levanté una azada de hierro dispuesto a atizarle, pero me la quitó de las manos de una patada, saltó y me agarró del pelo y tiró hacia atrás, sacó unas tijeras y presionó con la punta contra mi cara. Yo le di un buen puñetazo en la mandíbula, le arranqué las tijeras afiladas y, de un solo gesto, se las clavé en el cuello. La sangre asquerosamente tibia que le salía por la boca me salpicó por toda la cara.
Los aldeanos gritan «¡Larga vida al presidente Xi!» y arrojan piedras y cócteles molotov. Los obreros de los derribos comienzan a avanzar hacia el pueblo protegidos con cascos amarillos detrás de un cordón policial. Los ayudantes con los perros y las horcas embisten primero y persiguen a los vecinos que se escapan. Una pareja anciana que se ha caído al suelo grita «¡Larga vida al presidente Mao!» mientras dos mujeres policías se los llevan a rastras.
Un cóctel molotov prende la pancarta roja que reza HAZ REALIDAD EL SUEÑO CHINO, ¡LUCHA HASTA EL FINAL POR NUESTRA TIERRA! Ma Daode huele los vapores de la gasolina. El cuartel general de Oriente Es Rojo apestaba a diésel, tinta de imprenta y ajo. Éramos unos cien los que dormíamos allí. Cuando el Millón de Osados Guerreros recibió un cañón de sus partidarios en el Ejército de Liberación Popular, volvieron a atacarnos. Un centenar de Guerreros rodeó el cuartel general y cargó contra la planta alta al grito de «¡Rendíos y os perdonaremos la vida!». Cuando llegaron al salón de arriba, un guardia rojo agarró a un chico llamado Cui Degen, que estaba a mi lado, lo tiró al suelo, lo esposó y le golpeó una y otra vez en la cabeza con una granada de mano hasta que puso los ojos en blanco y empezó a sacudir las piernas. Yo agarré una pica y se la clavé al asesino. Entonces se abalanzaron sobre mí otros dos guardias rojos y peleamos a puñetazos hasta que uno me clavó tres puñaladas en el pecho y me derrumbé. Entonces Sun Tao, un chico que iba un curso por detrás que yo, se separó del grupo del Millón de Osados Guerreros, me dio un bofetón y chilló: «¡Eres hijo de un perro derechista!».
—¡Defenderemos al presidente Xi con la vida! —brama Genzai al cordón de policías armados con escudos—. ¡Atacad si no teméis morir!
Un buldócer embiste la casa de hormigón y destroza una parte de la fachada. La gente de la azotea, temiéndose que la estructura ceda, se tira bocabajo al suelo. Pero el director comercial Guan Dalin sigue de pie, enciende tranquilamente una cerilla y se prende fuego. Durante unos segundos bota como un loco entre las llamas, luego salta del tejado, aterriza en el buldócer y rueda por la calle. Los bomberos lo rocían con los extintores y mientras se agita cubierto de espuma aúlla: «Larga vida al presidente Xi Jinping»… Uno de los chicos del Millón de Osados Guerreros recibió el impacto de un cóctel molotov en nuestro cuartel general. Nos quedamos plantados viendo cómo brincaba entre las llamas naranjas y luego, despacio, se derrumbaba. Cuando un camarada suyo se acercó para llevarse el cadáver, levanté la pistola y le disparé a la cabeza.
El buldócer acelera otra vez, escupiendo una humareda de diésel, y arremete de nuevo contra la casa con una estruendosa embestida.
—Mirad —grita el comandante Zhao, con el sudor goteándole por la cara—. Los obreros de la construcción se acercan desde el puente a ayudar a los vecinos.
—Y esos conductores se han parado para ver qué pasa —responde a gritos el jefe Jia—. Rápido, sargento Pan, acordone la zona y arreste a cualquiera que filme con el móvil.
La casa falsa al final sucumbe entre un estrépito ensordecedor. El director Ma entrevé fugazmente a Genzai, derrumbándose entre la lluvia de hormigón, aferrado todavía a la bandera nacional mientras el sol le arranca destellos de la calva afeitada justo antes de que desaparezca entre una nube de polvo. Recuerda que cuando cavó la tumba de sus padres en el bosquecillo del otro lado del río, apretaba en la mano derecha una insignia del presidente Mao. Baja la mirada y descubre un condón roto, y junto a él una insignia exactamente igual a la que rememoraba, dorada, con la cara del presidente Mao. Un ladrillo le pasa volando por encima de la cabeza y choca contra el parabrisas de un coche policial. El jefe Jia se baja la visera y grita:
—¡Putos vándalos!
Las orugas de los buldóceres levantan olas de polvo; huele a cebolletas y orines. El director Ma ve a un hombre de mediana edad vestido de camuflaje arrastrarse hacia el furgón policial.
—¡Hijos de puta! —grita el hombre, soltando espuma por la boca—. Como me tiréis la casa, me mato aquí mismo.
Ha perdido el zapato izquierdo tratando de soltarse y hunde los dedos descalzos en la tierra. Su labrador también suelta espumarajos por la boca.
—Muy bien, mátate si quieres —le responde a gritos el jefe Jia, furioso porque el campesino se ha atrevido a ponerse un uniforme militar.
—¡Si me tiras la casa, mato a tu madre! ¡Te mataré! —Mientras sigue gritando, la policía agarra al perro y lo mete en una jaula.
Las orugas de los buldóceres traquetean y chirrían. Llegan más vecinos desde una calle lateral con idea de sumarse al ataque, pero al ver la enorme columna de policías armados, sueltan las horcas y huyen.
En cuanto los agentes se hacen con los cañones y tanques caseros, la situación se calma. También detienen a los confidentes de las gorras de béisbol rojas para no levantar sospechas. El director Ma huele el perfume de una de las detenidas. El pintalabios y las mechas rubias le invitan a pensar en los placeres de alcoba. La mujer tiene una soga al cuello y tres policías la empujan al interior del furgón policial.
Mientras Ma Daode da media vuelta y se dirige al Land Cruiser, un vecino lo golpea con una bici abollada y el director Ma cae despatarrado de espaldas con las piernas temblando. Hu corre a asistirlo. El comandante Zhao también ha recibido un golpe en la cabeza y lo transportan a la ambulancia en camilla. Al pasar por el lado, el director Ma le coge la mano y dice:
—Camarada, dame tu Libro rojo. Ya lo guardo yo. Has caído en combate como un héroe. Tienes el brazalete de la Guardia Roja empapado de sangre. Pero no te asustes. La bandera de Oriente Es Rojo ondeará eternamente en las calles de Ziyang…
—¡Vamos, director Ma! —dice Hu, tratando desesperadamente de llevarlo al coche.
—¿Me has tomado por un puto esclavo, Ma Daode? —grita el comandante Zhao mientras conducen la camilla a la ambulancia—. ¡No cobras más que yo! Obligarnos a demoler pueblos enteros para costear tus malditos espectáculos para el Sueño Chino y el puto Dispositivo para el Sueño Chino. Hijo de… —Levanta un puño tembloroso de pura rabia mientras se cierran las puertas de la ambulancia.
—Sí, vámonos, no me encuentro bien —dice Ma Daode.
Ya dentro del Land Cruiser, saca el móvil y lee un mensaje nuevo: DIRECTOR MA, ¿NO HABÍAMOS QUEDADO PARA ALMORZAR EN EL HOTEL PROSPERIDAD? TE ESPERO EN LA HABITACIÓN 123. DATE PRISA, POR FAVOR…
—Por cierto, ¿fue usted miembro de Oriente Es Rojo, director Ma? —pregunta Hu—. Me he fijado en que últimamente tiene muy presente la Revolución Cultural…
Es la primera vez que Hu le pregunta al director Ma por su pasado. Aunque el tono es despreocupado, el director Ma capta una chispa en la mirada y sospecha que esconde algo más.
El señor Tai arranca, pero no puede avanzar porque la calle está cortada por varios vehículos.
—Sí, me uní a Oriente Es Rojo. Ver al comandante Zhao con la cabeza vendada me ha recordado la época de las luchas violentas. En enero de 1968, los chicos del Millón de Osados Guerreros atacaron nuestro cuartel general en la Facultad de Maquinaria Agrícola. Nosotros solo teníamos doce rifles que habíamos requisado de la oficina de entrenamiento militar de la universidad, pero ellos acababan de recibir un cañón y cincuenta pistolas de sus simpatizantes del ejército. Entraron a millares en el edificio y nos atacaron sala tras sala, arrojando granadas de mano al avanzar. El ruido te reventaba los tímpanos. Cuando llegaron arriba del todo, ataron a nuestro subcomandante y lo torturaron con dos taladros. Caían tripas y sangre por todos lados. Y lo llamaban Revolución Cultural… ¡Los cojones! Fue una lucha armada. Si no nos hubieran rescatado las fuerzas auxiliares, los sesenta prisioneros habríamos muerto. Aun así, me apuñalaron tres veces en el pecho. Es un milagro que sobreviviera.
—¿Para qué remover el pasado? —replica Hu, con la calva brillante de sudor—. Ahora es un líder municipal: sus deseos son órdenes. Mi madre murió en la Revolución Cultural. Trabajaba para la oficina de suministros del condado. Mi padre no me ha dicho nunca dónde la enterraron y yo nunca se lo he preguntado. —Hu tiene la mirada vacía, pero le tiembla la voz.
—Éramos adolescentes, estudiantes de secundaria —continúa Ma Daode—. Boicoteamos las clases y nos lanzamos a la revolución antes siquiera de poder elegir bando. Y en cuanto estalla la violencia, sigue por propia inercia. Al principio son puñetazos, luego ladrillazos y en un santiamén aparecen las pistolas. Mira lo que ha pasado hoy, Hu: ha sido como entonces, cuando las facciones enfrentadas se mataban entre ellas, ¡aunque ambas juraban lealtad eterna al presidente Mao!
El director Ma mira por la ventanilla hacia el montón de escombros que antes eran la casa de hormigón. ¿Por qué no me enterraron con mis camaradas hace años?
—Una vida que merezca la pena y una muerte digna… no se puede pedir más —apunta el señor Tai. Pone una emisora musical en la radio y siguen el ritmo con los dedos sobre el volante.
—Sí, tienes razón, Hu, hay que olvidarse del pasado. Por eso quiero desarrollar el Dispositivo para el Sueño Chino. Señor Tai, ¿te importa cerrar las ventanillas y poner el aire acondicionado, por favor? —El director Ma se frota el sudor del cuello con un pañuelo de papel que le deja unas marcas rojas alargadas en la piel.
—En la Agencia andan diciendo que su dispositivo es la quimera de un loco —dice Hu, con una pizca de malicia en la voz—. Que propone proyectos disparatados porque se ha quedado sin ideas.
—No me digas quién lo dice. Oye, Tai, dame un pitillo.
Al director Ma le inquieta lo que acaba de contarle Hu, pero no sabe si dice la verdad. La semana pasada el alcalde Chen le ofreció un mes sabático, pero Ma Daode lo rechazó por temor a que Hu le usurpara el puesto durante su ausencia.
—Pero la Revolución Cultural fue un período heroico, ¿no? —dice el señor Tai. Saca un cigarrillo de la guantera, lo enciende y se lo pasa al director Ma.
—Teníamos una fe inquebrantable —responde el director Ma—. Creíamos que en vida debíamos seguir al presidente Mao y una vez muertos nos reuniríamos con Karl Marx. Todo nuestro ser estaba consagrado al Partido Comunista. Gira a la izquierda… la carretera del río está llena de baches.
Cuando se ha acabado el cigarrillo, el director Ma tira la colilla por la ventanilla… Me arrastré durante horas por la nieve sucia y aplastada. Mi padre había mandado a un vecino a buscarme. Durante todo el camino detrás de mí iba un hombre empujando una bicicleta que chirriaba y gruñía. Las botas militares que había robado me calentaban los pies. Cuando abrí la puerta de casa olí a pollo guisado. Mi hermana estaba en la cocina, removiendo las gachas de maíz que hervían en una olla. En el suelo había plumas y cagadas de pollo. En una silla de un rincón había un cartel que decía abajo el malvado derechista ma lei y un capirote alto. Mi padre estaba sentado en la cama debajo de una lámpara, escribiendo una carta. Levantó la vista y me vio el vendaje de la cabeza. La víspera, cuando atacamos una convención de facciones rebeldes, un soldado que protegía la tribuna me había golpeado con la culata del rifle. Mi madre salió de debajo de la cortina que hacía de puerta con un cuenco con agua caliente esterilizada con permanganato potásico violeta. Le pidió a mi padre que estirase las piernas. Tenía las rodillas ensangrentadas, cubiertas de finas astillas de carbón. Mi madre me susurró: «Ayúdame a sujetarle las rodillas, Daode», pero no le hice caso. Lavó las rodillas de mi padre con agua desinfectada hasta que se le tiñeron las manos de lila. Mi padre se estremecía de dolor, pero no emitió sonido alguno. Siguió mirando de reojo la carta que estaba escribiendo. Esa tarde, la Guardia Roja lo había obligado a arrodillarse encima de ascuas de carbón. Pero yo había trazado una línea política clara entre ese viejo derechista llamado Ma Lei y mi persona, por lo que no podía permitirme ayudar a mi madre a curarle las heridas.
Por la ventanilla del coche entra una brisa caliente. El director Ma aprieta el botón para subirla otra vez. Con la cabeza vendada y una expresión hosca y resentida, me arrodillé junto a la estufa y fui dándole al fuelle para avivar las llamas y miré un momento la cara de mi padre, que se secaba con una manopla. «Bastará con limpiar las heridas», le dijo a mi madre. La manopla estaba empapada de su sangre y sudor. Cuanto más se secaba el cuello, más lo ensuciaba.
El olor a pollo guisado dulcificaba el ambiente. Le pedí a mi hermana que me contara quién le había hecho aquello a mi padre. Mi hermana echó sal a la olla y cogió unas cebolletas picadas. «Ha sido otra sesión de lucha, cómo no —respondió al final—. Espero que algún día ese crío sepa lo que es arrodillarse sobre ascuas ardiendo con un pesado cartel colgado del cuello. Tenga, madre». Condimentó las gachas de maíz con las cebolletas picadas y se las pasó a mi madre, luego me sirvió a mí. Devoré la comida, soplando cada cucharada para no escaldarme la boca.
—Tengo vendas de sobra —dije, atento a no mirar a nadie en particular.
—Estoy bien… Vamos a acostarnos —dijo mi padre—. Has caminado mucho. Lávate un poco y acuéstate.
Aunque no levantó la mirada, supe que hablaba conmigo. Me pregunté para qué me habría mandado llamar si solo íbamos a comer y acostarnos. Mi madre me pidió que me quitara los calcetines sucios y pusiera agua a hervir para mi padre. Tenía ganas de gritarle, pero estaba demasiado cansado. Llevaba meses viviendo en la calle, librando batallas sin fin, y rara vez tenía ocasión de dormir. El Millón de Osados Guerreros se había apoderado de las afueras. Nosotros habíamos tomado cuatro de las catorce escuelas de Ziyang y la mayoría de los hospitales, oficinas de correos y centros comerciales, pero habíamos sufrido numerosas bajas en varios choques cerca de la estación de tren y la Torre del Tambor. En cuanto me acosté en el sofá me pudo el agotamiento y caí profundamente dormido.
En mis sueños oía a mi padre gemir como un buey. Mi hermana me despertó gritándome: «Levanta. ¡Mamá y papá se han encerrado en el desván!». Corrí escaleras arriba y aporreé la puerta. Por las grietas se colaba un fuerte olor a pesticida. «Abrid la puerta —rogó mi hermana—. ¿Qué hacéis ahí dentro?». Rompió a llorar y siguió llamando a la puerta, una y otra vez. Dentro se oían uñas arañando los tablones del suelo. Necesitaba una lámpara. Mi hermana bajó a tientas y corrió al patio trasero. Luego me gritó que saliera, trepara al desván y rompiera la ventana. Hice lo que me pidió. Una vez que me encaramé al interior, encendí la luz y vi a mis padres en el suelo, la mano teñida de violeta de mi madre se aferraba a la mano cetrina de mi padre mientras sus almas partían hacia las Fuentes Amarillas del más allá. Junto a mi padre había una botella abierta de pesticida. El líquido que salía de ella apestaba a ajo crudo y parafina. La palangana esmaltada que mi madre usaba para lavarse la cara estaba volcada a su lado en mitad de un charco.
La aflicción del director Ma pesa como una pera demasiado madura que anhela desprenderse de la rama pero tiene miedo de hacerse pedazos. El Land Cruiser se acerca a la calle de la Torre del Tambor en el barrio viejo de Ziyang. El Cielo Blanco está a la vuelta de la esquina, a la izquierda. El director Ma entrará por la Puerta de la Paz Celestial, informará al jefe de propaganda Ding de lo sucedido por la mañana y se dirigirá al hotel Prosperidad. Tras un rápido intercambio con el director del hotel sobre el Sueño de las Bodas de Oro, pedirá habitación y hará el amor con su nueva amante. Es una chica que acaba de regresar de América con un título en empresariales y ahora se hace llamar Claire. Se conocieron hace diez días cuando se presentó en la Agencia para el Sueño Chino y les propuso ayudarles a instalar una pantalla gigante en el centro de la ciudad.