Al segundo día de vuelta en la oficina después de su suspensión de dos semanas, el director Ma desenrosca la tapa del termo del Caldo de la Vieja Dama que ha preparado la víspera como buenamente ha podido, bebe un buen trago y luego abre de golpe la ventana y grita que quiere ir volando a la plaza Jardín. Hu lo agarra del cinturón, le advierte de que tenga en cuenta las consecuencias políticas de semejante comportamiento y lo sienta de un empujón en la silla giratoria.
Rápidamente acuden tres guardias que se lo llevan de la Agencia para el Sueño Chino al departamento de seguridad, en la planta baja. El peculiar olor del Caldo de la Vieja Dama se expande por la Casa Blanca y la Puerta de la Paz Celestial y se queda flotando en el ambiente durante días. A raíz de este episodio desafortunado, le diagnostican depresión maníaca y esquizofrenia y le prohíben regresar al despacho. Pero Ma Daode insiste en que está perfectamente y que la pérdida transitoria de la cordura se debió a un error en las proporciones de los ingredientes de la receta del caldo. Promete seguir probando hasta dar con la fórmula correcta, presentar la patente, regresar a la Agencia para el Sueño Chino y comercializar la poción por el mundo con la marca de Sopa del Sueño Chino.
En la prueba de hoy vierte una taza de sangre de gato negro en una botella vacía de Coca-Cola, luego añade un corazón de lobo, una rodaja de jengibre que ha marinado durante una semana en la boca de un cadáver y unas gotas de la nauseabunda agua de la Fuente Amarilla que le compró al maestro Wang por cien mil yuanes. Lo agita y prueba con la punta de la lengua el agrio brebaje. Sabe bien. Ahora solo falta ir al bosquecillo, derramar unas cuantas lágrimas y añadirlas a la botella; después podrá beberse el contenido y ver de qué se olvida. Decide partir de inmediato, pero en cuanto sale a la calle, el día anterior se esfuma de su mente. Aterrado ante de la posibilidad de olvidarse también de quién es, entra otra vez corriendo, escribe MA DAODE, DIRECTOR DE LA AGENCIA PARA EL SUEÑO CHINO en la tapa de una caja de zapatos y se la cuelga al cuello con un cordón. Luego sale otra vez y se pone en camino.
El frío viento de octubre lo inunda de una lúgubre soledad. Intenta recuperar algún recuerdo de esa mañana. Me he puesto el traje y me he mirado en el espejo mientras me ajustaba la corbata. Es de color rojo sangre. Llevo un zapato negro; el otro es uno de los zapatos bicolores de cordones de mi padre. Se mira los pies. Sí, aquí está. Luego Juan, descalza en la cocina, desperezándose, me ha recordado que me tomara las medicinas. ¿Quién se cree que es esa mujer? ¡No pienso tocar las puñeteras pastillas! Después han llamado por teléfono. ¿Era mi hija? No. ¿Era la chica esa, Yuyu, que se fue a la Universidad de Birmingham? No… llamó hace unos días, amenazando con volver el año que viene si no le mando más dinero. ¡Menuda pieza! Con todo, no es tan mala como la agente inmobiliaria esa, Wendi, que me denunció a la Comisión de Asuntos Legales y Políticos. Aunque ya no importa. Cuando mi Sopa del Sueño Chino llegue a las tiendas todos esos que se han reído de mí por el fracaso del Dispositivo para el Sueño Chino van a tener que ver cómo regreso a la Agencia para el Sueño Chino con todos los honores.
Camina con aire decidido. Ahora que se le ha engordado el culo con la vejez, pisa más firme. De la gente a lo lejos solo distingue una franja de ojos negros que avanza hacia él como una cortina de lluvia. Esta calle, que une el bulevar de la Revolución con la calle de la Torre del Tambor, antes era de adoquines y estaba flanqueada por los tenderetes donde los granjeros de los alrededores vendían sus productos, pero desde que Ziyang alcanzó el rango municipal, se ha ampliado y ahora es una calle concurrida de cuatro carriles que conecta con la autovía provincial. Ma Daode nunca la había recorrido porque el camino al trabajo discurre un poco más al norte. Pero hoy quiere ir al bosquecillo del otro lado del puente de las Urracas y esta es la ruta más corta. Se fija en unos bloques de pisos ruinosos que bordean la calle nueva con los balcones engalanados por la colada de vivos colores brillando al sol. Al girar a la derecha por la calle de la Torre del Tambor, recientemente peatonalizada, ve las farolas de estilo inglés que han instalado en las aceras hasta la torre restaurada del fondo. Observa la neblina que flota por encima de las losas relucientes del pavimento y recuerda que antes los adoquines de este viejo distrito siempre estaban sucios. Ma Daode creció aquí. Por esta calle paseaba con su mujer Juan al anochecer. Nota un picor en la garganta y arranca a cantar un tema militar: «¡Adelante! ¡Adelante! Los soldados marchamos de cara al sol por la tierra de la patria…». Son más o menos las diez de la mañana. La gente come gachas de maíz en las mesas de las aceras; los tenderos descargan cajas de fideos instantáneos y las amontonan delante de los comercios. Un granjero de una mesa cercana le grita al pasar:
—Un poco temprano para salir a publicitar el Sueño Chino, ¿no, director Ma?
Ma Daode mira los dientes de conejo del granjero y contesta:
—Hola, eres Gao Wenshe, ¿no? El que cultiva champiñones en la aldea de Yaobang, ¿verdad? Me recuerdas mucho a tu hermana.
—No tengo hermana, y tampoco existe ya la aldea de Yaobang. —Tiene un grano de maíz amarillo en la comisura de la boca y a juzgar por el pelo aplastado acaba de levantarse.
—Tenías una hermana —replica Ma Daode—, pero durante la Gran Hambruna tu madre pasó tanta hambre que no tuvo más remedio que matarla para comérsela. —Le inunda una oleada de compasión por ese recuerdo suprimido desde hace tanto.
—¡Lárgate, anda! No tengo ni madre ni hermana, ¡y hace meses que los funcionarios corruptos como tú arrasasteis el pueblo para llenaros los bolsillos!
—De verdad, tuviste una hermana. Se llamaba Gao Tianmu. Lo juro por el presidente Mao. —Ma Daode quiere rubricar el juramento con un gesto, pero no recuerda dónde debe colocar la mano derecha.
—¡Que te den! ¡A ti y al Sueño Chino! —grita Gao Wenshe. Luego se levanta de un salto, arranca el cartel que Ma Daode lleva al cuello y lo tira al suelo.
—¡Serás desagradecido! De no haber sido por tu hermana ahora no estarías aquí. Tu madre tuvo que comérsela cuando naciste para poder amamantarte.
Ma Daode recoge el cartel del suelo y sigue su camino hacia la Torre del Tambor. Aunque ha tomado unos sorbos de la Sopa del Sueño Chino, no se han borrado todos los recuerdos de su niñez. La carita de Gao Tianmu, blanca como la cera, sigue grabada en su memoria. Se acuerda de la mañana en que, camino de la escuela, la niña estaba tan hambrienta que se paraba todo el rato a descansar y, aun así, Ma Daode la engañó para que le diera la caca de oca tostada que llevaba en la mano. Como la familia de la niña se había quedado sin comida, la madre había robado los excrementos de las ocas del vecino y los había cocinado en el wok para no morir de hambre.
Aparece ante él una mujer mayor. Ma Daode reconoce a la vieja que habló en la celebración del Sueño de las Bodas de Oro.
—Eres la madre de Pan Hua, ¿verdad? Hoy te veo muy animada. ¿Has venido a comprar algunos productos de la región?
Ma Daode se siente completamente despierto y decide que su Sopa del Sueño Chino activa el cerebro incluso más que el café.
—¿Animada? ¿Qué dices? Estoy muerta —contesta la mujer, mirándolo fijamente a los ojos.
—Entonces habrás bebido el Caldo de la Vieja Dama. ¿Ya has cruzado el Puente de la Desesperanza? Me recuerdas, ¿no? Soy el director Ma.
—Todas las almas de los muertos beben una taza del Caldo de la Vieja Dama antes de cruzar el Puente de la Desesperanza y regresar al mundo mortal. Pero cuando llegué al puente, la Vieja Dama no estaba. En su lugar estaba un viejo amigo del colegio, que me dejó pasar sin beber. Y por eso todavía recuerdo mi vida pasada. He vuelto al Mundo de los Vivos a buscar a la reencarnación de mi hija.
Ma Daode se pregunta si después de todo la azafata Número 8 del club nocturno de la Revolución Cultural podría ser la reencarnación de Pan Hua.
—¿Crees que está aquí, en Ziyang? —pregunta Ma Daode.
—No andará lejos. He averiguado que debe de tener unos cuarenta años. Y sé que la encontraré. —La vieja suena decidida.
—¿Ves esto? —dice Ma Daode—. Lo llamo la Sopa del Sueño Chino. Es una versión mejorada de la receta de la Vieja Dama. Prueba un poco, por favor.
La mujer olisquea la botella y se la devuelve.
—No, gracias. Huele peor incluso que el Caldo de la Vieja Dama.
—Cuando llegue al bosquecillo, le añadiré unas cuantas lágrimas y me la tomaré de un trago y tu hija desaparecerá para siempre de mi mente.
Ma Daode siente una conexión muy fuerte con la mujer y quiere alargar la conversación.
—Veo en tu mirada que tienes una deuda de sangre —dice ella—. No te dejarán cruzar el Puente de la Desesperanza. Te arrojarán al Río del Olvido y serás un fantasma salvaje toda la eternidad.
La mujer da media vuelta y se aleja.
¿Un fantasma salvaje? Ma Daode no da crédito a sus oídos. ¡Qué injusto! Solo luché en defensa del Pensamiento de Mao Zedong. ¿Cómo puede ser que me castiguen por eso? Cuando nuestra facción de Oriente Es Rojo y una unidad de obreros rebeldes llegamos a la estación de tren tratando de escapar, descubrimos a los chicos del Millón de Osados Guerreros apostados encima de los vagones con dos ametralladoras enormes. Las mujeres y los niños de los obreros rebeldes nos esperaban agazapados en un rincón. En cuanto nos vieron salieron corriendo al andén, y al instante los mataron a tiros. Los niños atrapados en el fuego cruzado se aferraban a las columnas paralizados por el miedo. Nadie se acercó a retirar los cadáveres. Se quedaron allí durante días, inflándose y amoratándose como berenjenas podridas. Quiero borrar todas esas imágenes espantosas de mi cabeza. Pero sobre todo quiero olvidar la vergonzosa traición a mi padre. Cuando vuelva a verlo, me arrodillaré y le suplicaré que me perdone.
Oye el zumbido de un mensaje en el móvil y desea poder mandarle uno a su padre, aunque sabe perfectamente que en la lista de contactos no hay ningún pariente. Desde que murieron sus padres, su hermana y él no han compartido ni un solo Año Nuevo. Mi hermana se metió un ejemplar de la Antología de Mao Zedong en la bolsa, reunió las cuatro pertenencias que no habían quemado los guardias rojos y les prendió fuego en el patio de atrás. La carta que nos había dejado nuestra madre estaba escrita en tinta verde. Tenía una caligrafía delicada, inclinada a la derecha, mientras que la letra de mi padre cargaba a la izquierda. A los pocos meses de enterrarlos, mi hermana se mudó a la provincia de Xinjiang.
OJALÁ FUERA TU MÓVIL: PEGADO A TU PECHO, CONTEMPLADO POR TUS OJOS, ANHELADO POR TU CORAZÓN. ¿Quién lo ha enviado?, se pregunta Ma Daode. ¿Ha sido la mujer que eligió la música para el vídeo promocional del Sueño Chino? En cuanto borra el mensaje, la mujer se evapora de su memoria.
Ve a su derecha el supermercado Familia Rica, recién construido. Los leones de piedra que flanquean la entrada aportan un toque antiguo a la edificación moderna. Ocupa el lugar donde estaba la casa de su familia. Ma Daode vino el mes pasado después de que la derribaran para ver cómo levantaban el supermercado. Se fija en que han abierto una Tienda de Dumplings de Qingfeng en la planta baja. Yo dormía en una habitación que estaba justo donde ahora está la tienda de dumplings, en una cama de hierro forjado encarada al sur. Vivíamos en una casa de ladrillos grises de dos plantas. La puerta principal y las ventanas estaban pintadas de rojo oscuro. Al volver del trabajo mi padre solía sentarse en un taburete en el patio delantero a leer el periódico y solo entraba en casa cuando encendíamos la luz y empezaban a acosarle los mosquitos. Era una casa húmeda, con las ventanas demasiado altas. Cuando cerrábamos la puerta de entrada, no se veía nada. Solo cuando mi madre ponía agua a calentar en la estufa y llamaba a mi padre el salón resultaba un poco más acogedor. Cuando mi padre pasó de jefe del condado de Ziyang a derechista condenado, tuvimos que dividir la casa y compartirla con otras dos familias. Mis padres prepararon un dormitorio en el desván de nuestra porción de casa para mi hermana y para mí. Nos encantaba nuestra casa nueva más pequeña, donde los cuatro nos chocábamos constantemente yendo de un lado para otro. Ahora la consigna LARGA VIDA AL MARXISMO-LENINISMO que pinté en la pared del salón se adivina por encima del escaparate de la tienda de dumplings. ¿O me engaña la vista? Cuando los guardias rojos entraron en casa por la fuerza, pusieron a mis padres de cara a la pared, con la cabeza agachada. Los zapatos cosidos a mano que calzaban mis padres desentonaban en la atmósfera de terror.
Yo corrí de un lado para otro enseñándoles a mis compañeros de la Guardia Roja dónde escondían mis padres sus pertenencias burguesas. Song Bin, que vestía un uniforme de faena caqui con un brazalete rojo, bajó a rastras la maleta de cuero de mi madre del desván y la abrió de una patada, del interior cayeron las reliquias de la vieja sociedad: un qipao de seda, unos zapatos de tacón, un collar, una pulsera y un bolso de mano bordado en oro. Los enfurecidos guardias rojos le arrojaron los objetos incriminatorios a mi madre mientras le gritaban: «¡Destruye las viejas ideas, la vieja cultura, las viejas costumbres, los viejos hábitos! ¡Abajo los Cuatro Viejos, arriba los Cuatro Nuevos! ¡Elimina la ideología reaccionaria!». Pero entonces abrieron de una patada la otra maleta de cuero y sacaron el álbum familiar, y de entre sus páginas cayó una vieja fotografía de mi madre con la familia inglesa para la que había trabajado.
Al segundo los oí aullar: «¡Abajo la espía Zhu Mei!» y me explotó la cabeza. Sabía que estaba perdido. Saquearon nuestro hogar en un ataque de furia, tiraron a la calle todo lo que encontraron y le prendieron fuego. Yo, para demostrar mi compromiso revolucionario, busqué entre las botellas de pesticidas, las lámparas de parafina, los espejos y los calzadores y rescaté de las llamas un panfleto ciclostilado de las políticas del presidente Mao y el primer boletín de la Escuela de Secundaria Sol Rojo que me había dado Song Bin, me los guardé con cuidado en la bolsa y me alejé de allí ante las miradas de desprecio de vecinos y compañeros de clase. Ser hijo de un derechista era malo, pero ser hijo de una agente de los imperialistas occidentales era imperdonable.
Me expulsaron de la Guardia Roja a la mañana siguiente. Pero no desesperé. Al contrario, decidí aprenderme de memoria las Citas de Karl Marx y comprometerme todavía con mayor celo con la revolución. Cuando Oriente Es Rojo me acogió bajo sus alas, corté toda relación con la familia y consagré todo mi ser al presidente Mao. Aunque de vez en cuando me escabullía de vuelta a casa para comer un poco y dormir una noche de un tirón, no volví a dirigirles la palabra a mis padres, ni siquiera la última noche que pasamos juntos, justo antes de que se suicidaran.
Los transeúntes empiezan a rodear a Ma Daode y a señalarle. «¿Está yendo a la Agencia para el Sueño Chino a elevar una petición?», pregunta un hombre a los demás. El guardia jurado del supermercado apostado junto a un león de piedra le dice: «Si quieres comprar algo entra, pero no te quedes ahí, que bloqueas la entrada».
Ma Daode señala la vieja placa de piedra de encima de la puerta y grita:
—¡Retirad inmediatamente ese artefacto feudal! ¡Eliminad las viejas ideologías y costumbres de la clase explotadora!
Agitado, se mira el cartel que tiene en la mano y le recuerda que es Ma Daode, director de la Agencia para el Sueño Chino. Pero ¿qué Ma Daode soy? Tras un breve titubeo, vuelve a colgarse el cartel del cuello.
Song Bin sale de la tienda de dumplings y comenta:
—¿Qué? ¿Has venido a «mezclarte de incógnito con las masas», amigo? ¡Genial! Entra y prueba los dumplings del presidente Xi.
El director Ma no tiene más remedio que estrecharle la mano.
—Tu mujer ha tenido vista al abrir una franquicia justo aquí y justo cuando empieza la era del Sueño Chino. Espero que tenga éxito.
—¿Crees que Hong ha abierto este lugar? ¡Mi mujer no tiene ni idea de negocios! La verdad es que con la de funcionarios corruptos y mujeriegos que han pillado últimamente, me pareció más seguro adelantar la jubilación. ¡Así que esta tienda de dumplings es mi pequeña escapatoria! Pero a ti te ha ido bien, Daode. De toda la Escuela de Secundaria Sol Rojo eres el que ha llegado más alto. No puede haber sido fácil. Hoy en día hay un sinfín de normas que acatar, ¿verdad? ¡Tanto papeleo!
Song Bin le lanza una sonrisa cómplice y de pronto Ma Daode comprende que quiere sacarle algún favor. Qué listo es el cabrón. Quiere que le quite de encima a algún departamento del gobierno, seguro. Siempre mirando por lo suyo. Durante la lucha violenta evitó casi todas las batallas más sangrientas refugiado en el cuartel general del Millón de Osados Guerreros, ciclostilando los informes semanales.
—Medré, es cierto, pero no duró mucho —replica Ma Daode—. Como un cangrejo vivo en el agua hirviendo: en cuanto enrojecí, me morí.
Dentro de sus bolsillos, Ma Daode agarra el móvil con la mano izquierda y la botella de Sopa del Sueño Chino con la derecha. Se muere de ganas de alejarse de su antiguo condiscípulo.
—Todo el mundo tropieza de vez en cuando —continúa Song Bin—. Acuérdate de tu padre: solo porque llevaba el mismo corte de pelo que el presidente Mao, los guardias rojos lo acusaron de intentar suplantar al Gran Timonel. Le afeitaron la cabeza y lo obligaron a desfilar por Ziyang. Recuerdo que le hicieron marchar a la fuerza por esta misma calle. Yo estaba entre la muchedumbre que gritaba: «Si Ma Lei no confiesa su crimen, lo destruiremos». Cuando tenga ocasión debería reflexionar sobre aquellos tiempos. En fin, parece que la Agencia para el Sueño Chino avanza a pasos agigantados. Tengo entendido que controla las webs y las plataformas de redes sociales. Se diría que Hu está haciendo un buen trabajo en tu ausencia.
—Saqueaste nuestra casa, Song Bin —le dice Ma Daode, mirándole fijamente a la cara de mono—. Aquí mismo, justo donde nos encontramos. Perseguiste con tanta dureza a mis padres que se suicidaron. Tu Millón de Osados Guerreros asesinó a trescientos miembros de Oriente Es Rojo. Esta calle era un río de sangre. ¿Es que lo has olvidado todo?
—¡Pero Oriente Es Rojo mató a quinientos de los nuestros! Y recuerda que fuiste tú quien nos mandó a registrar tu casa. Nos guiaste hasta allí. Juro por el presiente Mao que yo jamás he matado a nadie. A nadie.
Cuando Song Bin cierra la boca, le desaparecen los labios.
—En Ziyang murieron mil personas. Los dos combatimos. Ahora no vengas con que no tienes las manos manchadas de sangre. El día que atacamos la oficina general de correos, ¡le clavaste una horca a un tal Zhao Yi! —Ma Daode se da un puñetazo en el pecho para mostrar por dónde Song Bin le clavó la horca a su víctima. Para finiquitar la conversación, añade—: ¡Va, suéltalo! ¿Qué departamento te busca las cosquillas? ¿Industria y Comercio, Seguridad Pública, Prevención de Incendios…?
—Pues mira, resulta que es tu Agencia para el Sueño Chino. Los administradores de internet han encriptado lo que soñé anoche. Acabo de pedirles que me dejen acceder a mi sueño, pero no quieren. Dicen que es un sueño de la Revolución Cultural.
—No te negarían el acceso solo por eso —replica Ma Daode—. Habrás dicho algo que les ha molestado.
—Bueno, les he dicho que tengo la misma edad que el presidente Xi. Les he dicho que el presidente y yo fuimos guardias rojos de la Revolución Cultural y nos deportaron juntos al condado de Yanhe…
—¡Ah! ¡Pues claro! ¡Te han etiquetado como «guardia rojo con exceso de celo»! Mezclar al presidente Xi en tus asuntos… ¡hay que tener redaños! Si no hubieras trabajado tantos años para el gobierno estarías metido en un buen lío. ¿Qué pasa contigo? Ya te has retirado, ¡y aún no sabes comportarte!
Recuerdo la mirada de odio de Song Bin cuando aterrorizaba a nuestros maestros. Abofeteó tan fuerte a la profesora de matemáticas que sonó como si aplastara una mosca contra la pared. A la mujer se le puso la mejilla de color púrpura. Ma Daode mira el eslogan nuevo que han pintado en la pared exterior del supermercado: EL PARTIDO COMUNISTA ES BUENO, ¡LA GENTE ES FELIZ!, y descubre, pintado debajo, otro más viejo: ¡BATALLA HASTA EL FINAL PARA PROTEGER LA LÍNEA REVOLUCIONARIA DEL PRESIDENTE MAO!
—Pronto se habrán erradicado todos los sueños de la Revolución Cultural —continúa Ma Daode—. ¿Ves esta botella de Sopa del Sueño Chino? Si sale todo según lo planeado, el nuevo Sueño Chino eliminará y reemplazará las pesadillas que nos torturan. Tú y yo podremos olvidar las penas pasadas, ¡y forjarnos un nuevo futuro! —Se aleja, pero echa la vista atrás y añade—: En el cole te regalé dos sellos de la amistad sino-soviética. En el de veintidós céntimos salía la cara de Stalin. Hoy tiene que valer una fortuna.
Indignado porque no ha querido ayudarle, Song Bin pone los brazos en jarras y grita:
—¡Qué buena memoria tienes! Ven luego a comerte unos dumplings de Xi y tendremos una conversación como es debido.
Ma Daode ve un triciclo con carrito aparcado cerca de la Torre del Tambor. Se acerca y le dice al propietario:
—El presidente Mao nos ordenó pelear con palabras, no con armas. Rápido, descarga todos esos ajos tan peligrosos y distribúyelos entre las masas.
—¿Qué te crees, que eres policía municipal? —se mofa el campesino—. Tú no me mandas. Si quieres ajos, van a veinticinco yuanes la cesta. Se cultivan para exportarlos a Corea del Sur. Cien por cien ecológicos. Y si no quieres nada, aire.
—¿No sabes quién soy? ¡Eso lo he hecho yo!
Ma Daode señala al vídeo publicitario del Sueño Chino que pasan en la pantalla gigante de la Torre del Tambor. En ese instante aparece su amante Claire, la joven emprendedora, levantándose de la cama vestida con un camisón rosa para abrir la ventana y contemplar el cielo azul.
—Calla, sucio mendigo… eres una vergüenza para la ciudad —le dice el campesino, apartándolo a empujones; luego escupe la colilla al suelo y la aplasta con el zapato.
El director Ma se siente atrapado entre sus dos yoes. Da igual que hable por el de la izquierda que por el de la derecha, nunca da con las palabras adecuadas. Se dirige a la Torre del Tambor. Todavía no han abierto la taquilla. Sin pensar, cruza las puertas abiertas y sube despacio por la escalera de madera.
Cuando llega al balcón de la torre, se asoma a contemplar la ciudad. Ve que casi toda la parte vieja se ha convertido en una masa de edificios altos. Hace años que demolieron el Monumento a la Revolución, el hospital del condado y el Palacio Cultural. Lo único que permanece inalterable es el río Fenshui, que fluye lentamente en paralelo a la vieja carretera del oeste. ¿Por qué se suicidaron mis padres? Sopla una brisa suave que levanta algunas hojas de la plaza. El director Ma se mira el zapato de cordones bicolor del pie derecho. Estos zapatos son lo único que heredado de mi padre. ¿Por qué llevo solo uno? Recuerdo el día que pintaron en la torre el trascendental eslogan de Mao: hacer la revolución no es un crimen; rebelarse está justificado. Saqué el cuaderno y lo copié fielmente. En los meses siguientes denunciaron y apalearon a mi padre en incontables ocasiones, pero por la misma situación pasaron millones de personas que consiguieron no perder la esperanza. La noche que me mandaron llamar, ¿por qué no nos advirtieron a mi hermana y a mí de que pensaban suicidarse? Por supuesto, mi padre nunca se recuperó del dolor que le causó que avisara a los guardias rojos para que saquearan nuestra casa… A Ma Daode le remuerde la conciencia. Le gustaría poder ir a ver a sus padres y abrazarlos.
El teléfono del bolsillo vibra. Es un mensaje de su hija: DEBERÍAS INVITAR A FAMILIAS BRITÁNICAS A CHINA Y MANDAR A GRAN BRETAÑA A FAMILIAS CHINAS PARA INTERCAMBIOS CULTURALES. APORTARÍA MUCHO MÁS A AMBOS PAÍSES QUE LAS APRESURADAS VISITAS A LOS MONUMENTOS TURÍSTICOS HABITUALES… Le aconseja montar una agencia de viajes y poner en marcha la idea. Ma Daode se pregunta si los intercambios pertenecerían al Sueño Chino o al Sueño Británico. Se fija en que la gente de la plaza lo está mirando, o quizá miren hacia la pantalla gigante de debajo del balcón. Cuando la Agencia para el Sueño Chino abrió un concurso para erigir una pantalla gigante en la torre donde emitir películas promocionales y anuncios de interés público, muchos empresarios pugnaron por el contrato, le ofrecieron sobornos en forma de dinero y bellas mujeres, pero Ma Daode los rechazó y adjudicó el proyecto a su amante más longeva, Li Wei, que de hecho era la mejor candidata puesto que ya tenía la torre alquilada.
—¿Has subido a suicidarte? —grita un guardia de seguridad voluntario ya mayor con un brazalete rojo en el brazo izquierdo—. ¡Baja ahora mismo!
—¡Mirad! —chilla Ma Daode, encaramándose al borde almenado del balcón y señalando el cartel que le cuelga del cuello.
Empieza a juntarse gente que comenta la situación:
—Seguro que es un trabajador inmigrante tratando de sacar algo de dinero.
—No, será un campesino que no quiere que las autoridades derriben su casa.
—Deberíamos llamar a la policía. Está alterando el orden público.
El vendedor de ajos se acerca y les dice:
—No, es solo un loco que se cree que es un funcionario del gobierno. ¡Eh, tú, idiota! ¡Salta si tienes huevos!
Ma Daode carraspea y se pone a soltar un discurso:
—Camaradas, compañeros de armas, ¿veis este cartel? Lo que dice es verdad, soy el director de la Agencia para el Sueño Chino, un líder del gobierno municipal. Pero hoy quiero hablaros no en calidad de funcionario, sino como ciudadano de a pie de Ziyang. He nacido y crecido en esta ciudad. Durante cuatro años me desterraron a Yaobang, por allí, para que me reeducaran los campesinos. —Ma Daode señala al oeste—. Ahora trabajo en la quinta planta de la enorme sede del Partido y el gobierno. —Señala al norte—. Os preguntaréis qué es esto que tengo en la mano… —Levanta la botella de Coca-Cola.
La muchedumbre grita:
—¡Un cóctel molotov! ¡Corred! ¡Rápido!
—¡No, volved! —replica Ma Daode—. ¡No es una bomba! Es una versión nueva y mejorada del Caldo de la Amnesia de la Vieja Dama de los Sueños, que he bautizado como Sopa del Sueño Chino. Enseguida vais a descubrir que es capaz de borrar por arte de magia todas las pesadillas y sustituirlas por el Sueño Chino. Sin pastillas ni inyecciones, ni siquiera hace falta el Dispositivo para el Sueño Chino. Un sorbo de sopa y podréis olvidar el pasado…
—Esa cara de sapo la tengo vista… —dice una voz entre el gentío—. Cortó la cinta inaugural de la Compañía Diez Mil Fortunas.
—¿El Caldo de la Vieja Dama de los Sueños? —grita otro—. Eso solo lo beben las almas muertas que necesitan olvidar las vidas pasadas antes de reencarnarse en un nuevo cuerpo. No he oído de ningún vivo que lo haya probado. Va, zumbado. ¡Echa un trago a ver qué pasa!
—Me lo beberé, pero antes de borrar para siempre mi memoria, quiero ver a mis padres por última vez —dice Ma Daode, señalando hacia la plaza Jardín, a unos doce kilómetros de distancia—. Fui un mal hijo que los condujo a la tumba. Pero he cambiado. He cambiado de arriba abajo, por completo, hasta la médula.
—¿Eres el hijo de Ma Lei y Zhu Mei? —pregunta un viejo con gafas—. Eran buena gente. Durante la Revolución Cultural los obligaban a desfilar por las calles a diario.
—¡Sí, es él! El hijo del derechista. Se sumó a Oriente Es Rojo, peleaba con navaja, lanza y pistola además de con los puños y dominaba el kung fu. Una vez lo vi corriendo hacia el cañón de un fusil. ¡No tenía miedo a nada! —El hombre que está hablando lleva un mono azul de trabajo y no tiene cabeza.
Vista la gran cantidad de curiosos que se han reunido en la plaza, Song Bin saca de la tienda varias cestas de dumplings humeantes, las carga en un carrito y, ayudado por su mujer, se pasea entre el gentío voceando:
—¡Probad los dumplings de Xi! ¡Blancos y gordos, suaves y tiernos! ¿Quién se resiste? Solo diez yuanes el par.
—El camarada Chun se presenta, oficial Ma —grita un chico bizco desde la multitud.
Ma Daode baja la vista hacia su viejo amigo y ve que las dos balas que le atravesaron el hombro salieron por la cintura. Debió de ser una ametralladora de gran calibre porque no hay sangre alrededor de las heridas.
—Camarada Chun, cuando te enterramos, te coloqué las dos balas en la mano para que pudieras vengarte en el otro mundo —responde a gritos Ma Daode, notando todo el peso del pasado sobre los hombros. Vuelve a dirigirse al gentío—: Sin la Sopa del Sueño Chino el pasado y el presente se entrelazan en una telaraña imposible de romper. Seguro que todos tenéis recuerdos horribles que querríais olvidar. Bueno, pues si abrís esta botella de sopa, le añadís unas lágrimas vuestras, agitáis bien y bebéis un sorbo, el pasado se borrará tan rápido y definitivamente como un mensaje del móvil. Así que para una vida de felicidad desatada, ¡bebed Sopa del Sueño Chino! —Ma Daode ve que la plaza de abajo se ha llenado de gente, pero todos tienen el rostro inexpresivo—. ¡Quien quiera probarla gratis que levante la mano! —grita. Se levanta un mar de manos—. Maravilloso. Ahora, pensad en algo triste que os haya ocurrido en el pasado y preparaos para derramar unas cuantas lágrimas.
—Fácil, mi mujer me dejó el año pasado para irse a trabajar a una fábrica en Cantón y se niega a volver —dice un trabajador inmigrante acuclillado en una esquina.
—Yo en mi vida he llorado por nada, pero tengo el corazón rebosante de pena —dice un calvo. Luego aplasta un diente de ajo y lo muerde con un dumpling.
—Un médico de planificación familiar estranguló a mi hijo recién nacido delante de mis narices —dice una mujer con una diadema azul—. Lloré tanto que ya no me quedan lágrimas. ¿Qué hago?
—Pídelas prestadas —sugiere Ma Daode—. Los que tengan lágrimas que se las presten a los que no tienen. Recibiréis la recompensa en la próxima vida. Y ahora viajemos de regreso a la Revolución Cultural y cantemos todos juntos: «Los libros del presidente Mao son mis favoritos. Los leo mil, diez mil veces. Cuando asimilo su profundo significado, el corazón se me ilumina de cálida alegría…».
—Puede que tu corazón se te ilumine de cálida alegría, cabrón, pero el mío es una puta piedra helada. ¡Deja que te lo arranque a ver si está tan caliente como dices!
La frente ensangrentada del chico que acaba de hablar parece una sandía aplastada. Lleva un mono sucio y el brazalete del Millón de Osados Guerreros. Ma Daode lo reconoce, es el chico al que tiró de la azotea de un edificio de una patada. Sí, le até las manos a la espalda con una cuerda y lo arrojé al vacío de una patada. Volví a casa pisoteando la nieve con sus botas de cuero. La batalla se prolongó varios días. Cuando regresé, al cabo de una semana, me enteré de que habían incendiado la Torre del Tambor con cócteles molotov. El Millón de Osados Guerreros había tomado la torre y cortado las rutas de huida de la ciudad con la ayuda de algunos trabajadores rebeldes de la Fábrica de Maquinaria Agrícola y el Grupo Combatiente Espada Roja. Pan Hua se quedó atrapada en este balcón. Después de que un cóctel molotov impactara contra su pecho, saltó y voló hacia las Fuentes Amarillas con el pelo y la ropa en llamas.
—Debemos superar el pasado y mirar adelante, adelante. Por eso he preparado esta sopa… —contesta Ma Daode, esforzándose por darle la respuesta adecuada al chico que mató.
—¡Ma Daode, baja y ábreme la puerta! —le grita su amante Li Wei—. Tengo que entrar en la oficina.
Lleva un vestido de lana y botas de cuero altas hasta las rodillas. La larga melena sedosa parece recién salida de la peluquería.
—No le hagáis caso. ¡Esa es del Millón de Osados Guerreros! —grita con dureza Ma Daode.
—¡No finjas que no me conoces! —replica Li Wei, echando atrás el cuello para verle bien—. Soy Li Wei, tu amante más antigua. Baja ahora mismo. Tengo este edificio alquilado y como le pase algo será mi ruina.
La pantalla gigante proyecta una luz azul sobre su aterrorizado rostro.
—Mi amante se llamaba Pan Hua. En lo peor de la lucha violenta, se arrojó de esta torre al grito de «¡Larga vida al presidente Mao!».
—¡Para ya, Ma Daode! —chilla Li Wei, pataleando y gimoteando—. Eres el único hombre con el que he estado en la vida. Deja ya de comportarte como un loco y baja enseguida.
—No te preocupes, no va a saltar —dice una mujer que acaba de comprar ajos y dumplings—. Me ha prometido un trago de Sopa del Sueño Chino para que pueda olvidar las penurias pasadas. ¡Confío en él!
—No eres más que un mocoso, un don nadie de Oriente Es Rojo —grita el chico de la frente ensangrentada—. En cambio, yo soy el oficial de comunicación del Millón de Osados Guerreros. Si no me hubieras tirado de la azotea ahora sería jefe de propaganda de Ziyang.
Ma Daode respira hondo y saborea el delicioso aroma de los dumplings de cerdo y el ajo crudo. Una gota de vinagre negro y estarían sublimes.
—Ya me dais todos igual. En cuanto me beba la sopa desapareceréis. Como también desaparecerá ese otro Ma Daode, ¡y por fin seré libre!
Ma Daode se acerca la botella a los ojos e intenta derramar una lágrima, pero comprende que solo podrá llorar cuando vuelva a ver a sus padres.
Su secretario, Hu, lo llama desde abajo:
—Me lo he callado todo este tiempo, pero ahora tengo que confesar. Durante la lucha violenta tu facción de Oriente Es Rojo organizó una exhibición de criminales contrarrevolucionarios. Mi madre fue una de las piezas que expusisteis. La encerrasteis en una jaula de madera durante días y dejasteis que los visitantes le clavaran varas de bambú y le escupieran a la cara. —Señala a una figura fantasmal con melena blanca que está de pie a su lado.
—¡Te reconozco, anciana! —dice Ma Daode—. Trabajabas en la oficina de suministros del condado. Pero ¿por qué eres un fantasma? No te matamos.
Recuerda que era una mujer jovial con el pelo permanentado. Durante una batalla callejera contra la facción rebelde de la mujer, Ma Daode levantó la vara dispuesto a desnucarla, pero sus amigos los rodearon y le dijeron: «No la mates. Oblígala a lamer un cadáver». Así que Ma Daode la arrastró hasta un camarada muerto y la obligó a lamer la sangre del rostro machacado.
—He venido a apoyar a las tropas —dice un adolescente con el pecho acribillado de agujeros de bala—. No te preocupes, no me mataste tú. Estamos todos desesperados por probar la sopa, ¡de modo que calla y deja que la tomemos!
—¿A qué facción perteneces? —pregunta Chun el Bizco, acercándose.
—Soy un guardia rojo de la universidad provincial —responde el adolescente—. Me han destinado aquí a apoyar al Millón de Osados Guerreros.
—¡Hijo de puta! —grita Chun, echándosele encima—. ¡Voy a vengar mi muerte!
Los dos chicos forcejean en el suelo estirándose de la ropa y los pelos.
Ma Daode mira abajo y descubre que una unidad de Oriente Es Rojo se ha apostado a la entrada de la Torre del Tambor para impedir el paso de una banda del Millón de Osados Guerreros. Los dos grupos se encaran, se insultan. Luego Ma Daode mira hacia la plaza y ve que empiezan a llegar miles de guardias rojos de todas direcciones. Atrapada en la marabunta caótica de gente y fantasmas, Li Wei lloriquea:
—¡Prometiste que nunca nos separaríamos, Ma Daode! En todos estos años no he dejado de quererte. ¿Por qué mis muslos blancos y brillantes y el húmedo santuario que flanquean no bastan para que te quedes conmigo?
—Mi corazón pertenece a Pan Hua, pero Pan Hua murió hace muchos años.
Ma Daode mira el océano impenetrable de gente y, con la impresión de que está interpretando un ballet trágico, adopta una expresión de profunda aflicción.
—Pobre Juan, ¡casada con un cabrón infiel como tú! —chilla la mujer de Song Bin, Hong—. ¡Ojalá que esto sea lo último que comas!
Hong coge un dumpling del carrito y se lo lanza a Ma Daode, pero la empanadilla choca contra la pantalla para el Sueño Chino y el jugo sale a chorretones grasientos. En cuanto Song Bin le sujeta las manos para que no lance nada más, Ma Daode le grita desde el balcón:
—¡Tú no pierdas de vista a tu marido, Hong! Revísale los mensajes del móvil.
Acto seguido, Hong se suelta y le da un puñetazo en la cara a Song Bin, después lo persigue entre la gente mientras él trata de escapar.
—¡Mira, soy Pan Hua! —grita Li Wei—. Mi espíritu se ha reencarnado en el cuerpo de Li Wei para poder estar otra vez contigo. Cuando me caí de la torre y me enterraron en el bosquecillo, fuiste el único de la clase que vino a visitar mi tumba. Por eso quiero volver contigo.
En el instante mismo en que estas palabras abandonan sus labios, Li Wei se transforma en Pan Hua, vestida con un uniforme militar desvaído con un pañuelo rojo al cuello. Solo la larga y brillante melena sigue igual.
—Pero ¿recuerdas el panfleto que escribieron los guardias rojos, «Crímenes del derechista Ma Lei, marido de una espía que trabajó para una familia inglesa»? Cogiste uno del montón y lo copiaste palabra por palabra en tu cuaderno. Me despreciabas.
Ma Daode mira hacia la Casa Blanca y la Puerta de la Paz Celestial.
—Solo lo copié para entender mejor a tus padres. Al acabar comprendí que en el fondo tu madre era una buena mujer y decidí enamorarme de ti.
Desde que Li Wei se ha transformado en Pan Hua, su voz suena más ronca y tiene acento de Sichuan.
—¡Ah, ojalá lo hubiera sabido! —se lamenta Ma Daode—. Ahora entiendo por qué estabas tan desesperada por alquilar esta torre, Li Wei, quiero decir, Pan Hua. Por cierto, te busca tu madre. Me la he encontrado aquí, en la Torre del Tambor, hace nada.
Ma Daode se fija en que la insignia roja de Mao que Li Wei lleva al pecho comienza a hincharse. Nota que le fallan las piernas, hasta el punto de que casi se cae del balcón. A lo lejos resuenan unos gritos beligerantes y Ma Daode ve a un escuadrón de guardias rojos sacar de la vieja oficina general de correos a un grupo de prisioneros con las manos en alto en señal de rendición, y a Tan Dan, el chico de mirada enajenada, blandir una pistola Mauser sobre una barricada de sacos de arpillera, igual que hizo cuarenta años atrás después de ejecutar a los prisioneros en el muelle fluvial de Yaobang.
Pan Hua se une a los otros reclutas de Oriente Es Rojo, que obligan a retroceder a la facción enemiga lejos de la taquilla. Un grupúsculo del Millón de Osados Guerreros corre hacia un lado, se cuela por un hueco de la valla y comienza a formar una escalera humana para trepar por la Torre del Tambor. De la multitud zarandeada se elevan gritos: «¡Largaos de aquí, Millón de Osados Guerreros, cabrones!».
Al ver que vuelcan su triciclo, el vendedor de ajos chilla: «¿Dónde están los municipales, por qué no detienen a estos gamberros?». Un grupo de guardias rojos rodea el carrito de vaporeras de bambú de Song Bin aullando: «¡Los miembros del Millón de Osados Guerreros somos los mejores! ¡Iros a la mierda, cerdos de Oriente Es Rojo!». Luego abren las vaporeras, agarran los dumplings de Xi, con forma de pechos pequeños, y los arrojan contra la pantalla del Sueño Chino. Uno le da a Ma Daode en la comisura de la boca y le cae sobre el zapato bicolor. A lo lejos, Ma Daode distingue un camión del Ejército de Liberación Popular cargado con más guardias rojos y obreros rebeldes avanzando por la calle de la Torre del Tambor. Un clamor ensordecedor de gongs y tambores se funde con los gritos desgarradores de la batalla. Todas las azoteas de los edificios circundantes se han llenado de curiosos. Entre ellos destaca el jefe de propaganda Ding, que agita una bandera roja llameante. Desde los enormes altavoces que flanquean la pantalla gigante de debajo, atruena el nuevo himno del Sueño Chino, cuya letra ha compuesto el mismísimo Ma Daode: «El Sueño Chino es estupendo, estupendo, estupendo…».
Por encima de la cacofonía, Ma Daode chilla:
—¡Compañeros de armas! Con nuestra sangre y nuestras vidas hemos instaurado la nueva era gloriosa del Sueño Chino. Despidámonos del pasado y cantemos al unísono: «La Revolución Cultural es estupenda, estupenda...». Perdón, quiero decir: «El Sueño Chino es estupendo, estupendo…».
Justo cuando se dispone a repetir «estupendo» por tercera vez, ve cómo Song Bin saca a su padre, con una estilográfica inglesa asomando del bolsillo de la camisa blanca y un zapato bicolor de cordones en el pie izquierdo, a rastras de la Tienda de Dumplings de Qingfeng. Un chico bajo y fornido, que Ma Daode reconoce enseguida como Yao Jin, le echa la cabeza a su padre hacia atrás y le arranca un mechón de pelo, luego levanta la mirada y grita:
—¡Como no bajes ahora mismo, Ma Daode, subo a bajarte yo de una patada!
Ma Daode se queda mirando lleno de estupor a Yao Jin, que sangra por la boca con unas tijeras en la mano y un charco de sangre a sus pies, exactamente igual que en la pesadilla que lo persigue noche y día.
De repente Ma Daode lo ve todo negro y empieza a sangrar por todos los orificios del cuerpo. Rápidamente levanta la botella para atrapar algunas gotas carmesíes. Poco a poco nota que el cuerpo se relaja y pesa menos, y una nueva determinación inquebrantable se adueña de su mente. Chilla a pleno pulmón: «¡Larga vida a mi padre! ¡Larga vida a mi madre! ¡Larga vida al Sueño Chino!», y luego agita la botella y con una gran floritura rocía con su contenido al gentío congregado en la calle. Cuando les cae en el pelo la hedionda Sopa del Sueño Chino, algunos lloran, otros ríen y otros se tapan la nariz y salen despavoridos como una colonia de hormigas escapando de un chorro de orina.
El fétido olor de la sopa inunda calles y callejones. Ma Daode sonríe. Aunque él todavía no la ha probado, sus recuerdos ya se han desvanecido y se le ha despejado la cabeza. Aparta la vista del mar de banderas rojas y mira al frente. La gente sigue lanzándole dumplings, pequeños y blandos. Pero cuando entran en su campo de visión, lo único que ve Ma Daode son suaves nubes blancas girando en el cielo azul. Todo parece limpio y puro. Ma Daode está seguro de que la escena celestial que contempla es el Sueño Chino del presidente Xi Jinping. Reúne hasta la última pizca de energía que le queda y tira el móvil que no para de vibrar y, con la gracilidad de un bailarín, salta desde el borde del balcón y vuela hacia arriba y hacia delante, hacia un radiante y hermoso futuro.