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MANIFIESTO PARA UN NUEVO ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

Estos son nuevos tiempos. “La urgencia del ahora”1 que puso en la presidencia a Barack Obama nos obliga también a buscar otros cambios. Ya.

Los latinos son el futuro de Estados Unidos, pero hay muchas cosas que cambiar antes de que se conviertan en mayoría en menos de un siglo.

No se trata sólo de legalizar a los que se encuentran indocumentados, sino también de proteger a todos los latinos y a otras minorías. Uno pensaría que con la elección de Barack Obama se han vencido todos los prejuicios raciales en Estados Unidos. Pero el hecho de que un afroamericano haya llegado a la Casa Blanca no significa que el racismo en contra de miembros de minorías haya sido superado totalmente.

La elección de Obama no es el fin de los prejuicios raciales.

De hecho, tras la elección de Obama hubo varios reportes de prensa sobre un aumento significativo en el número de amenazas y ataques contra minorías. Cientos de incidents fueron reportados.2 Y muchos de los ataques fueron contra latinos.

Esto no es algo nuevo.

Del 2003 al 2007 hubo un aumento del 40 por ciento en los ataques contra hispanos, por el simple hecho de ser hispanos. Dos de cada tres víctimas de violencia en crímenes motivados por la discriminación fueron latinas.3

Cada vez que Estados Unidos vive una crisis, económica o de seguridad, se ve un aumento de críticas y ataques en contra de los inmigrantes y las minorías. Ocurrió después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 y ha vuelto a ocurrir con la actual crisis financiera, de vivienda y laboral.

Es un ciclo predecible, pero no por ello justificable.

Y ahora que Estados Unidos enfrenta la peor crisis financiera desde 1929, los ataques causados por el origen o grupo étnico de la víctima van en alza. “En medio de una recesión económica podemos esperar que el aumento de las inseguridades económicas y de la falta de empleos culminen con los ataques injustificados contra inmigrantes”, dijo Milton Rosado, presidente de la organización Labor Council for Latin American Advancement (LCLAA). “Esta es una peligrosa combinación que puede llevar a un aumento de crímenes de odio en contra de los latinos”.4

Dos ejemplos terribles.

El inmigrante ecuatoriano Marcelo Lucero, de treinta y siete años de edad, murió acuchillado tras ser atacado por un grupo de siete jóvenes blancos de la población de Patchogue, Long Island, en Nueva York en noviembre del 2008. Todos fueron arrestados poco después. Según declaraciones de la policía local, el grupo “sólo quería golpear a alguien que pareciera hispano”.5

Otro caso. Un mes después de la muerte de Lucero, el ecuatoriano José Sucushañay estaba saliendo de un bar de Brooklyn junto a su hermano Romel, cuando fueron atacados con un bate por tres jóvenes que gritaban insultos contra los hispanos y homosexuales. José murió en un hospital dos días después del ataque y un día antes de que llegara su madre de Ecuador.6

A pesar del triunfo de Obama, el racismo sigue siendo el principal problema social de Estados Unidos. No evita ya que un afroamericano llegue a la presidencia. Pero está aún presente.

Una encuesta hecha por Sergio Bendixen para el Banco Interamericano de Desarrollo en el 2007 corrobora esta visión. Una tercera parte de los mexicanos y centroamericanos encuestados en español dijo que el principal problema de Estados Unidos es la discriminación. El 83 por ciento de los mexicanos y el 79 por ciento de los centroamericanos consideran, además, que la discriminación va en aumento.

La conclusión es que aún se necesita hacer mucho más para vencer los obstáculos que enfrentan los hispanos y los inmigrantes latinoamericanos en su integración total a la sociedad norteamericana. Un Obama no cambia de la noche a la mañana los prejuicios y rezagos que se han tardado décadas en construir.

Las palabras importan

El cambio puede empezar con las palabras que usamos. Las palabras importan. El lenguaje nos puede acercar o llevarnos a extremos y tirarnos al precipicio.

En los últimos años el debate migratorio ha estado demasiado cargado de odio y divisionismo. Al debatir el asunto de los indocumentados pocas veces lo hemos planteado como un problema nacional en el que todos estamos involucrados y en el que todos tenemos que participar para encontrar una solución.

Es frecuente encontrar en la radio y en la internet expresiones muy ofensivas y denigrantes respecto a los inmigrantes indocumentados. Será, quizás, que la radio y la internet permiten, más que la televisión, esconder la cara de quienes atacan.

Muchos comunicadores y líderes antiinmigrantes hablan de los indocumentados como si no se tratara de otros seres humanos que, se quiera o no, participan e influyen en la vida diaria de todos los norteamericanos. Y siempre me he preguntado si quienes los atacan se han puesto en alguna ocasión en su lugar.

Pero lo que más llama la atención es la ausencia total de un diálogo. No es una conversación. Es un intercambio de acusaciones y recriminaciones entre los que defienden a los indocumentados y quienes los atacan.

Y algo muy importante que ha faltado es, también, el escuchar las voces de los propios indocumentados. Por eso, en parte, quise escribir este libro. Para hacer escuchar las voces de los que no tienen voz.

¿Cuándo fue la última vez que escuchaste a un indocumentado en los medios de comunicación?

Sus voces, sus explicaciones, sus expectativas y sus esperanzas prácticamente no suelen aparecer en los medios de comunicación en inglés. Oímos, en cambio, a quienes protegidos detrás de un micrófono o posición de poder, hablan de los costos y desventajas de los inmigrantes, pero no de sus aportaciones y beneficios.

Es necesario romper esas barreras y establecer la conversación para que, simultáneamente, escuchemos a los defensores de los inmigrantes, a sus detractores y a los mismos indocumentados. La solución está dentro de ese triángulo.

Esto es, también, una cuestión de lenguaje. Hay que ponerle fin a esas diatribas unilaterales que sólo generan más odios y malentendidos. Se trata de arrancarle a los comentaristas más extremistas de la radio y la televisión la definición de los parámetros del debate y el control mediático de este asunto. Y eso se empieza utilizando los términos correctos.

Desterremos la palabras “ilegal” o “ilegales”. No lo son. Ningún ser humano es ilegal. Son, simplemente, indocumentados; gente sin documentos legales para permanecer en Estados Unidos.

Y es muy interesante notar que tanto el presidente Barack Obama como su ex contrincante republicano, John McCain, suelen evitar la palabra “ilegal”. Esa es una aportación importante porque define más claramente y sin insultos los límites del debate.

Al utilizar la palabra “ilegal” es fácil saltar a la equivocada conclusión de que se trata de criminales o delincuentes. Y no es el caso. La mayoría de los indocumentados no han cometido actos criminales ni delitos graves.

No vale criticar a los indocumentados y, al mismo tiempo, beneficiarse de su trabajo, como hacemos todos los que vivimos en Estados Unidos.

Sí, ellos violaron las leyes migratorias, pero millones de norteamericanos y miles de compañías son sus cómplices al beneficiarse de su trabajo y ofrecerles empleo. Y no por eso somos todos “ilegales”.

Por eso es fundamental el escoger correctamente las palabras que definan este debate. Empecemos por devolverles, también, esa condición humana a los indocumentados. Se trata de personas que, al igual que todos nosotros, viven y trabajan en Estados Unidos. Y tienen nuestras mismas preocupaciones familiares, médicas y laborales. La diferencia, la única diferencia, está en un papel. Eso es todo.

Al final de cuentas, de lo que se trata es muy sencillo: darle un documento que legalice su presencia en Estados Unidos a los indocumentados.

¿Cuán difícil es quitarle la primera letra a la palabra “ilegal” o las primeras dos letras a la palabra “indocumentado”?

Las soluciones

Como todo en la vida, cada cierto tiempo hay que hacerle sus ajustes a las leyes migratorias para que reflejen la realidad. Pero debido al impresionante dinamismo del fenómeno migratorio en Estados Unidos, las leyes en este campo suelen ir muy retrasadas.

Basta ver las larguísimas esperas, a veces hasta de más de una década, para unir a una familia o para resolver un conflicto migratorio. Eso es totalmente inaceptable.

El sistema migratorio de Estados Unidos no funciona y requiere una urgente actualización para que responda a las necesidades del siglo XXI. No es posible que cientos de miles de personas pasen una buena parte de su vida esperando respuesta de una burocracia que no se da abasto.

El sistema migratorio en Estados Unidos es absolutamente kafkiano. Le urge una reforma de fondo y de forma.

El último ajuste de fondo al sistema ocurrió con la amnistía de 1986. Pero para que eso se diera tuvieron que pasar veintiún años desde la reforma migratoria de 1965. Y para llegar a ese momento fue preciso que transcurrieran treinta y seis años desde los cambios a las leyes migratorias de 1929. Ya toca otro cambio.

Han pasado más de dos décadas desde el último cambio importante en las leyes de inmigración y urge desmantelar un sistema ineficiente, anticuado e incapaz de adaptarse a los nuevos requerimientos de la nación.

¿Qué debe incluir una nueva reforma migratoria integral?

Una reforma migratoria requiere, al menos, tres elementos: legalizar a los indocumentados que ya están en Estados Unidos, un sistema que integre eficientemente a los cientos de miles de inmigrantes que llegan cada año y un plan de inversión a largo plazo en América Latina para crear incentivos (como empleos bien remunerados y oportunidades educativas) que eviten la migración hacia Estados Unidos.

Si estas medidas se pudieran poner en práctica, al menos parcialmente, Estados Unidos recuperaría el control de sus fronteras y centros de trabajo. Es decir, si el sistema migratorio funcionara, entonces las medidas de fuerza serían cada vez menos necesarias.

Es un error gigantesco pensar que con simples medidas de fuerza —mayor vigilancia en la frontera y en los centros de trabajo, redadas y deportaciones— se va a resolver un problema eminentemente económico.

Primero hay que resolver el asunto de los indocumentados que ya están aquí y de los que llegan todos los días. Y luego, con el uso de nuevas tecnologías, poner un mayor orden en las fronteras, puertos de entrada, compañías y oficinas.

Para que una reforma tenga éxito, todo tiene que ponerse en práctica simultáneamente. Si se implementan primero las medidas coercitivas nada se va a lograr.

La Casa Blanca, en su página de internet, parece estar consciente de esta necesidad de atacar el problema migratorio de una manera integral e incluye los siguientes elementos en una posible solución. Veamos lo que dice:

“Por mucho tiempo los políticos en Washington han explotado el tema de la inmigración para dividir a la nación en lugar de encontrar soluciones reales. Nuestro quebrado sistema migratorio sólo puede ser arreglado si se hace a un lado la política y se ofrece una solución completa que asegure nuestras fronteras, haga cumplir nuestras leyes y reafirme nuestra herencia como una nación de inmigrantes.

—Asegurar las fronteras. Proteger la integridad de nuestras fronteras. Aumentar el personal, la infraestructura y la tecnología en nuestras fronteras y en nuestros puertos de entrada.

—Mejorar nuestro sistema migratorio. Arreglar la disfuncional burocracia migratoria y aumentar el número de inmigrantes legales para mantener juntas a las familias y para cubrir la demanda de trabajos que los empleadores no puedan llenar.

—Quitar los incentivos para entrar ilegalmente. Aumentar la vigilancia a los empleadores que contratan a indocumentados.

—Sacar a la gente fuera de las sombras. Apoyar un sistema que permita a los inmigrantes indocumentados de buena conducta que paguen una multa, aprendan inglés y se vayan al final de la fila para tener la oportunidad de convertirse en ciudadanos norteamericanos.

—Trabajar conjuntamente con México. Promover el desarrollo económico en México para disminuir la inmigración ilegal”.7

Hasta aquí la propuesta migratoria de la Casa Blanca.

Hay que reconocer que existen muchas posibles soluciones al problema migratorio. No sólo una. Pero es preciso evitar el impulso inicial de los grupos más extremistas que creen que el problema se va a resolver con más redadas, deportaciones y agentes en la frontera. Eso no es así.

Tampoco podemos tomar como propia una visión ingenua de que una nueva legalización evitará la inmigración indocumentada en el futuro. En mayor o en menor grado, pero seguirán entrando indocumentados a Estados Unidos. Pero se trata de retomar el control que, actualmente, no se tiene. Y para eso hay que ser muy realista.

En el ambiente de crisis que estamos viviendo, cualquier solución migratoria tiene que tomar en cuenta, también, la protección de los trabajos de los norteamericanos. Si los estadounidenses ven a los indocumentados como una amenaza a su situación laboral, será sumamente difícil encontrar apoyo político para una reforma migratoria en Washington.

Sin embargo, el propósito a largo plazo debe incluir la significativa disminución de la inmigración indocumentada a cambio de un sistema que logre integrar las necesidades laborales de Estados Unidos con el hasta ahora inevitable flujo migratorio de Sur a Norte.

La solución al problema migratorio requiere una visión pragmática, no política e ideológica. Y ese es precisamente el reto: saltar por arriba de los gritos de los grupos más extremistas y encontrar una solución que corresponda al principio de la Declaración de Independencia de que todos somos iguales.

Las manos del Dr. Quiñones

Las manos —y la vida— de Alfredo Quiñones son el mejor ejemplo de lo que puede lograr un indocumentado en Estados Unidos cuando se le da una oportunidad.

Alfredo llegó a Estados Unidos como indocumentado en 1987. Tenía tan sólo diecinueve años de edad. “Brinqué el cerco”, me dijo en una entrevista, “entre Caléxico y Mexicali … Yo lo único que quería hacer en aquel entonces era proveer alimento y las cosas más necesarias a una familia muy pobre en México”.

Alfredo, uno de seis hermanos, cruzó la frontera sin coyote. Su familia no tenía los 600 dólares que en ese momento costaba la cruzada.

Su primer trabajo fue como campesino, cultivando tomates, ajíes y algodones en el Valle de San Joaquín, en el centro de California. Ganaba 3 dólares con 35 centavos la hora. Luego se mudó a una pequeña ciudad y probó otros trabajos: barredor, herrador, soldador. Fue así como empezó a aprender inglés y fue aceptado a un colegio comunitario.

El segundo gran brinco en su vida, tras cruzar la frontera, tuvo lugar cuando lo aceptaron para estudiar en la Universidad de California en Berkeley. Alfredo quería ser médico y nada lo iba a detener.

Su abuela, en México, había sido curandera y partera, y de ahí surgió su interés por la medicina. “He tenido muchos modelos a seguir pero me doy cuenta que en mi historia ella jugó un papel muy importante”, me comentó. “Mi abuela fue una persona increíblemente respetada, no nada más por sus hijos y la sociedad, sino también en esa pequeña comunidad agrícola que existía a las afueras de Mexicali, en Baja California”.

Tras graduarse de Berkeley, Alfredo fue aceptado en la Universidad de Harvard, donde estudió medicina, y decidió convertirse en neurocirujano.

“Acuérdate”, apunta, “que [el líder campesino] César Chávez decía que uno de los principales problemas que tenemos es el miedo a fallar. No tenemos que tener miedo a fallar. Y yo no tenía nada que perder”. Y ese joven que inició su vida laboral en la pisca del algodón se graduó de Harvard con mención honorífica.

Tras seguir un largo proceso legal, Alfredo se convirtió en ciudadano norteamericano en 1997. Y en Boston, durante la ceremonia de ciudadanía, se dio cuenta de que en sólo una década había logrado lo que a otros ha tomado generaciones enteras.

“La persona que estaba dando el discurso en la ceremonia empieza a hablar de cómo su bisabuelo había venido de Italia, y que su abuelo había trabajado duro para que su papá fuera maestro, y él eventualmente llego a ir a la Universidad de Harvard”, recuerda. “Y yo me di cuenta que en menos de diez años había brincado todas esas generaciones”.

Como él mismo me dijo, “ese salto ha sido increíble pero no es imposible”.

Pero ¿dónde está el secreto de su triunfo? “Dedicación, determinación, disciplina, sueños y el apoyo de muchas personas, de mis padres especialmente”, responde. Y un país, Estados Unidos, que le dio las oportunidades que Alfredo nunca pudo encontrar en su México natal.

Hoy Alfredo Quiñones es profesor de Neurocirugía y Oncología en la Universidad Johns Hopkins y está encargado del programa de tumores cerebrales. Su trabajo como cirujano es, literalmente, salvar vidas. Todos los días. Y, como científico, su objetivo es encontrar el origen de los tumores cerebrales y una solución al cáncer de cerebro. “Ese sería mi sueño”, me comentó. “Y lógicamente que muchas personas dicen que es imposible. Pero lo mismo dijeron de mí en aquel entonces cuando yo solamente tenía dieceinueve años” (y era un campesino indocumentado).

Las manos del Dr. Quiñones han pasado de los campos de cultivo a la sala de operaciones. “Imagínate”, me dijo entusiasmado. “Estas mismas manos que recogían ajíes y tomates son las mismas manos que tocan ahora los cerebros de mis pacientes”.

La historia de Alfredo Quiñones es improbable. Cierto. Pero tiende a repetirse en Estados Unidos. A principios de este siglo ya había más de medio millón de latinos que eran doctores, como el Dr. Quiñones, abogados o tenían una maestría o un doctorado.8

El mismo fenómeno se repite entre empresarios y dueños de negocios. En 1997 había 1,2 millones de hispanos que eran dueños de sus negocios. Una década después el número había aumentado a 1,6 millones. Y según la Oficina del Censo, los hispanos crean pequeños negocios tres veces más rápido que el promedio nacional.9

Es decir, tenemos a muchos doctores Quiñones entre nosotros.

Mis veinticinco años en Estados Unidos

Poco antes de que yo llegara a vivir a Los Ángeles, la Oficina del Censo contó a sólo 15 millones de latinos en 1980 en todo Estados Unidos. En los veinticinco años que llevo viviendo en Estados Unidos la población hispana se ha triplicado.

Me tocó estar en la cúspide de la ola latina.

Y por eso estoy convencido de que, eventualmente, Estados Unidos tratará a millones de inmigrantes indocumentados con la misma generosidad que me ha tratado a mí durante más de un cuarto de siglo.

Estados Unidos es un país de historias improbables, de vidas que no hubieran podido darse en ninguna otra parte del mundo. No creo que mi vida como periodista libre y escritor podría haberse dado, con todas las posibilidades que he tenido, en otro país. Por eso me vine a vivir aquí.

Estados Unidos me dio las oportunidades que México no me pudo dar.

Mi pasado está escrito, es inmovible. No hay nada que quiera o que pueda cambiar al respecto. Pero Estados Unidos me ha permitido escoger mi propio futuro.

Pocos países te ofrecen una segunda oportunidad. Y Estados Unidos me la dio a mí y a muchos más.

Estados Unidos es, simultáneamente, el país que tomó la generosísima decisión de adoptarme y el país que yo escogí para que me adoptara.

Uno no puede escoger al país en el que nace. Pero somos muy pocos los que podemos escoger el país en el que queremos vivir. Estados Unidos le ha dado esa oportunidad a millones de inmigrantes en sus más de dos siglos de historia.

Estados Unidos es un país muy joven —comparado con la mayoría de las naciones del planeta— y, sin embargo, tan profundamente maduro como para entender la importancia de la diversidad, la tolerancia y la apertura hacia los que vienen de fuera. Este es un país que creció de prisa.

Estados Unidos rápidamente se convirtió en el país del futuro —de todos nuestros futuros— luego de que sus fundadores entendieron que en la defensa de nuestras diferencias radicaba su fuerza. Y lo que separa a esta nación de muchas otras es que sus futuros tienden a ser mejor que sus presentes y pasados. Esa es la promesa.

Estados Unidos es hoy mi hogar y el hogar de mis hijos. Estados Unidos es el lugar donde encontré la promesa de que mis hijos, Paola y Nicolás, podrían vivir mejor de lo que yo viví. Y lo sigo creyendo.

Este es el país de las mezclas, el país de todos los países. O, como lo dijo el poeta y ensayista Walt Whitman, Estados Unidos “no es únicamente una nación, sino una fecunda nación de naciones”.10 Es tierra de todos. De ahí surge el título de este libro.

Estados Unidos es el país donde un extranjero se puede reinventar y, de pronto, encontrarse a millones como él.

Este es el país donde los extranjeros dejan de serlo.

Tras veinticinco años en este país tengo la absoluta confianza de que Estados Unidos, eventualmente, hará lo correcto. Tanto en la cuestión migratoria y en lucha contra el racismo como en la defensa de los derechos humanos.

Creo que este es un país que corrige sus errores, que no se queda atorado en el pasado y que empuja siempre hacia el futuro.

Es curioso cómo los inmigrantes suelen tener tanta confianza o más en el sistema y las oportunidades que ofrece Estados Unidos que muchas personas nacidas aquí. No soy una excepción.

Hace un cuarto de siglo llegué al país en donde la Declaración de Independencia nos asegura que todos seremos iguales. Y este es el momento de mantener viva esa promesa.

Es cierto que Estados Unidos está viviendo una latinización. Con el enorme aumento de la población latina es inevitable que los hispanos tengan una creciente influencia en la cultura y sociedad norteamericana.

Pero, al mismo tiempo, es preciso promover una americanización de los nuevos hispanos y de los inmigrantes latinoamericanos que viven aquí. Y es aquí donde viene el tema de la legalización. Sería un error no abrir y ajustar el sistema migratorio para integrar a estos millones de personas cuyo máximo sueño es formar parte de Estados Unidos.

Si quieren que los indocumentados hablen inglés, conozcan las costumbres del país y se integren a la sociedad norteamericana, es necesario proveerles de un documento que les permita vivir fuera de las sombras y sin miedo. La legalización es una manera de americanizar a los indocumentados.

Los grandes países se definen por la manera en que tratan a sus más débiles y por la forma en que los integran al resto de la sociedad.

Rescatar a los más vulnerables, a los indocumentados, hacerlos parte de la nación, es un ejercicio que Estados Unidos ha repetido a lo largo de su historia. No estamos pidiendo nada nuevo.

Lo único que estamos pidiendo es que, haciendo honor a su historia y a su nombre, Estados Unidos sea Estados Unidos.

Nada más. Nada menos.