Apología de las tortugas

 

 

 

 

Mientras que anunciar la muerte de la novela es una especie de peaje intelectual que cada generación debe pagar, nadie nunca se preocupa por la muerte del cuento, y miraríamos a quien lo hiciera con cierta compasión, como si hubiera perdido un poco la perspectiva de las cosas o ignorara las prioridades adultas de la literatura. El cuento no se muere; tampoco ha gozado nunca de ningún tipo de apogeo. De la misma forma, el cuento no ha recibido ni una mínima parte de la reflexión crítica que ha merecido la novela, y sin embargo en ningún otro arte es tan amplio el cuerpo de reflexiones de los mismos autores sobre su oficio. Creo que hay una razón para ello: no se puede ser escritor de cuentos, ni siquiera de cuentos malos, sin un conocimiento profundo de ciertas herramientas técnicas, de cierta información histórica, de ciertos descubrimientos teóricos. Poe, Chéjov, Quiroga, Flannery O’Connor, Hemingway, Tobias Wolff: todos ellos han sentido la necesidad, ya sea en forma de iceberg o de decálogo, de teorizar sobre su práctica. Más que para beneficio del lector, sospecho que lo hacían para aclararse ellos mismos, como la vieja dama de Forster que decía: «¿Cómo puedo saber lo que pienso hasta ver lo que digo?». Pero lo que importa es otra cosa. Cuando Poe, en su célebre reseña de Hawthorne, habla de la «unidad de efecto o de impresión» del cuento; o cuando Chéjov hace de un estado de ánimo, más que de la trama, el eje de un relato; o cuando Joyce, en cartas a su hermano Stanislaus o en un pasaje de Stephen Hero, explica su concepción de la epifanía, lo que ocurre en la historia de la ficción en prosa es equiparable a la invención de la máquina a vapor o al descubrimiento de la penicilina.

Quizás sea bueno en este punto, para evitar confusiones, que explique un poco cuál es el cuento del que hablo. Harold Bloom dice que el cuento moderno es chejoviano o kafkiano; en la primera genealogía escribe Hemingway, y en la segunda Borges. Tal vez los sorprenda a ustedes algo que debería sorprenderlos: el hecho de que un género, como lo explica Bloom, tenga poco más de cien años. El cuento moderno es prácticamente contemporáneo del cine: un arte sin tradición, cuyo canon se forma a cada segundo. Yo tengo para mí que hay tanta diferencia entre el cuento que practicamos ahora y su antecesor, la forma que en inglés se llama tale, como entre la Ilíada y La guerra del fin del mundo. En inglés se distingue el tale del short story; nuestra lengua no tiene términos similares, y en esto va un poco el malentendido que siempre ha rodeado al género. Por tale yo entiendo una narración relativamente breve, de contenido casi siempre fantástico, no pocas veces con moraleja o lección implícita y en la cual lo importante es la voz que cuenta, al estilo de Cuentos de la Alhambra, de Irving (todo esto sin perjuicio de que Isak Dinesen haya revivido esta forma en colecciones como Siete cuentos góticos; pero Dinesen es, lo sabemos, un anacronismo). Y luego hay un momento, acaso hacia la segunda mitad del siglo XIX, en que lo sobrenatural va quedando de lado, va siendo reemplazado por una cierta pretensión de realismo, y los personajes asumen su propia conciencia. En este punto está Bartleby, que actúa como una bisagra en la historia, y luego aparecen los primeros grandes maestros: Maupassant, Chéjov. Éste es el short story, una especie tan distinta de la novela como la épica o el ensayo, un relato corto que es más —mucho más— que un relato que no es largo, y cuya definición suele arrojarnos, como acaba de hacerlo conmigo, a la tautología o al didacticismo. Pues bien, parecería casi ridículo llamar ambas formas con el mismo nombre, y sin embargo nuestra lengua lo hace.

Ese relato que Bloom llama chejoviano, el que me ha deparado mayores satisfacciones y el que he practicado hasta ahora (ya se sabe que escribimos, en parte, para imitar lo que nos ha deslumbrado), es tal vez la máquina literaria mejor dotada para tratar cierta condición del hombre moderno; ese relato, que yo prefiero llamar impresionista, es también, por naturaleza, una forma en desacuerdo y en conflicto con su personalidad. Anotaré una de las razones posibles de ese desacuerdo.

Como ha dicho Frank O’Connor, el relato corto es una forma individualista, despegada de los grandes movimientos de la sociedad, independiente de las fuerzas económicas y sociales que mueven las novelas de Jane Austen o Dickens (o Vargas Llosa o DeLillo). Ocupándose del Decamerón, también Schlegel opinó que los relatos deben ser capaces de interesar «sin referencia alguna a las naciones, los tiempos, el progreso de la humanidad». Así es: por las limitaciones que le impone su propia extensión, el relato corto involucra personajes desprovistos de telón de fondo, solitarios o marginales, personajes fuera de la ley social. El mal lector, ese que lee, a pesar de la sanción de Nabokov, para identificarse con los personajes, no logra hacerlo con el marginal y el solitario, y un buen cuento nunca llenará sus expectativas; este lector, además, encontrará reprobable que el cuento se regocije en su condición de exiliado, que se muestre tan ostentosamente libre de los complejos compromisos sociales que la novela echó sobre sus hombros en cierto malhadado día. (Ni siquiera en los sesenta se habló de cuentistas comprometidos, o del compromiso del cuento: las frases son risibles en sí mismas, y son también testimonio de la fama de seriedad de la novela, su importancia social, su condición adulta, por oposición a esos juegos de principiante que son los cuentos.) La parábola y la indicación forman parte, también, de las expectativas del mal lector. Para su desencanto, el cuento desprecia la parábola, pero no sólo por razones literarias, como toda buena literatura, sino además por razones técnicas. Chéjov le escribió una vez a un amigo suyo que le reprochaba no condenar de forma explícita a los bandoleros: «Verás, para describir a unos ladrones de caballos en setecientas líneas debo todo el tiempo hablar y pensar en su tono y sentir con su espíritu; de lo contrario, si introduzco la subjetividad, la imagen se vuelve borrosa y la historia no será tan compacta como todas las historias deberían ser». Es posible encontrar un lector de novelas de tesis que también disfrute con Lolita; pero no es posible encontrar un lector de novelas de tesis que también aprecie «El gato bajo la lluvia», de Hemingway, o «Las grosellas», de Chéjov, ya no digamos «Un recuerdo navideño», el mejor de Capote, o «La calle de Dante», de Isaac Babel.

Ahora quisiera entrar en un terreno un poco más complejo. Cuando uno oye a los cuentistas hablar de su arte, hay una palabra terrible que suele aparecer en un momento o en otro: la verdad. Los cuentistas (los cuentistas de esta tradición chejoviana, que tiende a excluir lo fantástico y la fábula) sienten una especie de obsesión infantil por ese momento de revelación en que sus personajes comprenden o dejan de comprender algo esencial, ese momento en que la vida de un hombre cambia para siempre. La poética de la epifanía en Dublineses, que acaso es el mejor libro de cuentos de su lengua, funciona en este sentido, y Nadine Gordimer habla del «discreto momento de verdad al que apunta» un cuento. Me gusta la palabra discreto en esta frase: en el cuento no hay verdades con mayúscula, sino verdades que lo son dentro de las reglas de juego que ha impuesto el propio cuento a sus desdichados protagonistas. Pues bien, es en ese momento que los cuentistas se juegan la vida, y es fascinante ver los trabajos inhumanos por los que pasan para ponerlo en palabras. En la pared, junto a su escritorio, Carver tenía una frase de un cuento de Chéjov, anotada en una tarjeta bibliográfica: «Y de repente, todo se volvió claro para él». A Carver lo fascinaba la simpleza de esa frase: un recurso que Chéjov nos robó para siempre, pues ya nadie pudo ni podrá resolver un relato de esa manera. Lo cierto es que resulta deslumbrante la cantidad de veces que aparece el verbo «comprender» en los últimos párrafos de los cuentos. En «La dama del perrito»: «Y ambos comprendían que aún quedaba mucho camino hasta llegar al fin»; en «El muerto», de Borges: «Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado»; en «Solus Rex», de Nabokov: «R comprendió que su confusión no había pasado desapercibida». Y en dos cuentos de Los gallinazos sin plumas, de Ribeyro, aparece la frase «se dio cuenta que», sin duda equivalente.

Son palabras que hablan de sucesos que ocuparían un par de segundos en tiempo real, pero que deben justificar siglos enteros de narrativa conducida a iluminarlos o a producirlos, y ello se debe, entre otras, a razones técnicas: mientras que la novela tiene un clímax al que todo acude, el cuento es su propio clímax; o, para no ser tan drásticos, el cuento es el clímax de una historia que no se cuenta, pero que debe estar contenida en él. En esto, quizás, radica su tremenda dificultad. Cortázar (cuyas mejores novelas son hoy poco más que una pataleta de época, y cuyas peores novelas ya no existen) decía que la novela era como el cine y el cuento como una fotografía; siempre me ha gustado pensar que esa fotografía es tomada de noche, y con flash, de manera que antes y después de ella todo es oscuridad; y en el buen cuento, para mezclar metáforas, ese instante de luz comenzará pronto a dar vueltas, como un faro, iluminando la otra historia, la historia contenida. El novelista es amigo y aliado del escepticismo: es un incrédulo terminal, un desconfiado. El cuentista, en cambio, persigue un tránsito efímero, pero imprescindible, entre la relativa ignorancia y el relativo conocimiento. No se puede escribir un buen cuento sin creer en algo; en cambio, una novela queda viciada a partir del momento en que el autor deja de ser escéptico. (Tolstoi, cuya fe en la humanidad estuvo a punto de arruinar el final de Ana Karenina, nos ha dado varios ejemplos.) Al mismo tiempo, todos sabemos instintivamente que uno de los atractivos de los buenos novelistas es su visión del mundo, y vamos a sus novelas para recuperar esa percepción; en cambio, en el cuento es inútil buscar una voz, un mundo según Sherwood Anderson o según Malamud. Por supuesto que ese mundo es bien visible en el cuerpo de sus historias, en cada volumen publicado; pero lo que quiero decir es que un cuento, individualmente considerado, no da tiempo ni espacio para explayar esos lujos, y sugiere que el buen cuentista ha sacrificado las fascinaciones de una voz hipnótica o los virtuosismos del tono en pos de valores más inmediatos. El cuento contiene una verdad, pero excluye una visión. Ésta es apenas una de las paradojas que lo agobian.

Publicar cuentos nunca ha sido fácil. Mientras escribía Los amantes de Todos los Santos me acostumbré a leer las correspondencias de los cuentistas que admiro, concentrándome en la época en que intentaban publicar sus volúmenes y resistir lo mejor posible la presión por hacer una novela. Chéjov, por ejemplo, trató de escribir una novela corta por sugerencia de un amigo. «Como no estoy acostumbrado a escribir nada largo y me da miedo escribir en exceso, cada página me sale tan compacta como un pequeño cuento.» Joyce tuvo más problemas para publicar Dublineses que Ulises —sus encontronazos con el editor Grant Richards, ese que también se peleó con el Barón Corvo por razones editoriales, son célebres—, y William Gass tardó siete años en publicar un cuento largo que es (ahora lo sabemos) casi perfecto: «The Pedersen Kid». No sé a ustedes, pero a mí me resulta sospechoso que, a pesar de la hostilidad del sistema editorial y de los desencuentros con los lectores, los escritores sigan escribiendo cuentos. Tal vez podamos desechar por un momento la idea de que todo artista es un mártir y aventurar eso que también se ha dicho muchas veces: que un cuento logrado proporciona un grado de satisfacción emocional y estética directamente proporcional a la dificultad que implicó escribirlo, tanto para el escritor como para el lector. El buen cuento está cercano a la liturgia: conserva de su antecesor, aquel tale, un cierto contenido mítico, pero acaba entregándole al lector una experiencia humana y concreta de intensidad incomparable o sólo comparable a la de la poesía lírica. Y un buen libro de cuentos es esa experiencia ampliada por una caja de resonancia: no es una sucesión de paneles, como el Jardín de El Bosco, sino una serie como las Meninas de Picasso, donde la suma de las partes es más que el todo, pero donde nada está de sobra. Lo que el cuento hace mejor, ninguna otra forma literaria puede hacerlo mejor que el cuento. Un buen cuentista debe ser, por las características mismas del género, un estilista brillante (pero al cual le importa poco que eso se note), un observador agudo y un arquitecto virtuoso. Es un mago, pero un mago que juega sin trampas, con las mangas arriba y todas las cartas visibles sobre la mesa. Son raros los buenos cuentistas que hacen depender su arte del recurso frívolo de la sorpresa final, como O. Henry o Cortázar. Alguien dijo una vez que los cuentos de Chéjov eran sólo la parte del medio, como una tortuga. Y Chéjov mismo escribió: «Cuando se ha terminado un cuento, uno debería borrar el principio y el final». Yo he notado que hay un tipo de lector al que las historias-tortuga molestan mucho. Ese tipo de lector está perdido para el cuento. El público prefiere las novelas a los cuentos, según Todorov, porque cuando se lee un trabajo corto no hay tiempo suficiente para olvidar que se trata de «literatura» y no de la «vida». Ese tipo de lector, que busca hundirse en una historia más que ser elevado por ella, también está perdido para el cuento.

Al final resulta que el cuento, como sus personajes, permanece solitario. «Lo más triste del cuento», escribió Frank O’Connor, «es el entusiasmo con que intentan escapar de él quienes mejor lo escriben». Esto es visible en los títulos de libros de cuentos recientes: La gran novela sobre Barcelona o La novela del siglo. Y a pesar de que los casos de Borges o Tobias Wolff lo desvirtúen, hay algo inquietante en el lamento de O’Connor. Puedo decir, por lo pronto, que me encuentro en el proceso de escribir una novela —y en su momento escribiré también una apología de ese monstruo contaminado—. Pero me temo que después de esos espacios abiertos sentiré un pequeño malestar agorafóbico, y con él la necesidad de volver por un instante, antes del monstruo siguiente, a la soledad cariñosa de mis relatos.