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—Creemos que todo dura para siempre, y no todo dura para siempre.

El fluorescente parpadeaba arañando la oscuridad. La reactancia ronroneaba como un estómago hambriento, con borborigmos persistentes que lo inundaban todo.

La fábrica estaba en Barcelona, en la calle Bolivia. Hacia delante, la torre Glorias, la polla de Barcelona, el gran consolador. Hacia detrás, la comisaría de los Mossos, la de Sant Martí.

El señor Rovira llamaba a la Torre Glorias, antigua torre Agbar, el supositorio, el puto pene, la mierda “esa” o la gran bala, según el día, según su humor cambiante, según con quien hablaba, y aunque había tenido una fábrica en la calle Pedro IV, en el número 345, donde estaba La escocesa, también en el Poblenou, Pueblo Nuevo, había querido construir su búnker en el distrito digital, el 22 arroba.

El búnker estaba en el sótano. Se accedía a él por una trampilla, y al cerebro que lo controla todo lo bautizó con el nombre de Hal, en homenaje, por supuesto, a 2001 Odisea del espacio, de Stanley Kubrick.

En el interior del búnker, el almacén despensa, aquel primer día, el señor Rovira pensaba que iba a ser un día como cualquier otro.

Y se equivocaba.

Como en tantas otras cosas.

Una manzana podrida y muy madura caía al cubo de basura del compost, que estaba medio lleno y casi se deshacía al chocar contra los otros desperdicios. En la pequeña despensa del búnker de la fábrica del señor Rovira, la chica de la limpieza, Núria, a sus veinticinco años mantenía sus bellos rasgos mejicanos, aún siendo la chica de la limpieza, vestida con una bata verde que ocultaba una falda tan corta como dos cinturones.

Tiró la fruta en el cubo del compost de la despensa que ya había empezado a madurar más de la cuenta. Alguna pera, algún melocotón, un mango mustio.

Las manos pequeñas de su sobrino Lizano, de doce añitos, y aspecto frágil, le ayudaron a vaciar el gran frutero repleto de uvas, trozos de col, naranjas y mandarinas.

Tiró una naranja al cubo, como si fuera un balón de básquet y cayó fuera. No todos podían ser Lebron James, o Michael Jordan, según decía su mamá.

Nuria, no estaba enfadada con él, pero le miró como advirtiendole, no seas traviesillo, y Lizano estuvo ágil, recogió la naranja y la volvió a lanzar, de más cerca, dentro de la basura.

Le sonrió.

La despensa del búnker tenía unos treinta y cinco metros cuadrados, iluminados por tres pequeñas luces LED. Había varias estanterías de madera alrededor, repletas de comida diversa, aunque abundaban las latas en conserva. También había una estantería central, que separaba la estancia. Todo estaba un tanto desordenado, como la habitación de un adolescente maleducado. Una parte de la estantería estaba repleta de botellas de vino: Pere Punyetes, del Penedés, y caldos similares de diversas denominaciones de origen, porque el señor Rovira no le hacía ascos a nada que fuera bueno, viniera de donde viniera, o estuviese donde estuviese.

También había agua embotellada, leche, arroz, legumbres y por último un interminable y maravilloso rincón con abundantes galletas. Algunas de chocolate. Mientras Lizano seguía con la uva, Nuria comprobó la fecha de caducidad de las latas de alubias. Lizano vio como Nuria colocaba varias latas en una bolsa de basura.

Nuria trabajaba con unos croks de plástico, con una suela de un dedo de alto, violetas y blancos, que estaban descubiertos por el tobillo y que agradecía a la hora de limpiar. Usaba una bata verde, bajo la cual llevaba una camiseta de AC/DC y la falda corta como dos cinturones, aunque hubiera preferido llevar unos tejanos desgastados.

Pensaba en lo agradable que había sido poder dormir bien, o medio bien, porque el capullo del vecino de arriba aquella noche no había bebido, ni había discutido con la parienta. Cuando te acostumbras a que alguien insulte a alguien hasta te puede parecer normal, pero ni lo es ni se parece en nada a lo que es el amor, y el respeto. No sabe ni imagina ya no que hay otros mundos, sino otras vidas posibles.

Cualquiera, mejor.

Así que haber dormido la tenía tan contenta como poder compartir algún momento más con su sobrino.

Lizanito debería estar en la escuela, pero su mamá, Teresa, y su tía, Nuria, saben que sufre bulling y que está mejor sin ir durante una temporada. Quizá el búnker no era el mejor escondite del mundo, pero era menos conflictivo que el barrio y mucho más seguro. Teresa no podía esconderlo en el trabajo, pero Nuria sí.

De momento, lo había conseguido.

—¿Y por qué no la dejamos fuera? Como hacen en el súper del barrio. Hay gente que la cogería —dijo Lizano.

—En este barrio, no hay gente de ese tipo —dijo Nuria.

—¿Tita, y nosotros de qué tipo somos?

Nuria lo miró, no supo qué decir. Se limitó a sonreírle, y le tocó el pelo. Siguió mirando las botellas de leche. A Lizano solo le quedan unos plátanos muy maduros en el frutero, Nuria, se comió uno que más o menos se podía comer y le ofreció otro a Lizanito, que no quiso, y puso cara de asco, con una mueca que imitaba un posible vómito.

—Pues tíralos, y luego pásame los huevos— dijo Nuria, señalando a una bolsa de cartón, donde se veían unos huevos.

 

Lizanito cogió los plátanos que casi se le deshacían en las manos, y con cara de asco los dejó caer en el cubo de compost entonces ya casi repleto.

 

No sabía que pronto iba a pensar en las cosas que saltaron por los aires, los cristales, las monturas de gafas derretidas que luego formaban pastas pegajosas, o los hierros retorcidos como restos de dibujos sobre la arena ahogada por las aguas.

Restos carbonizados. Restos esparcidos. Restos que parecían salidos de oscuras pesadillas.

 

Restos de un mundo en descomposición.