La esencia del hombre es el deseo.
BARUCH SPINOZA
EN DU CÔTÉ DE CHEZ SWANN, Proust nos cuenta el despertar de la vocación literaria de su protagonista, un muchacho a quien deslumbra la belleza del paisaje y quiere conservarla en la memoria:
De pronto, un tejado, un reflejo de sol en una piedra, el olor del camino, hacíanme pararme por el placer particular que me causaban, y además porque me parecía que ocultaban por detrás de lo visible una cosa que me invitaba a coger, pero que, a pesar de mis esfuerzos, no lograba descubrir.
Durante un paseo en coche de caballos le llena de exaltación la aparición y desaparición, siguiendo las vueltas del camino, de los campanarios de unas iglesias.
Sin decirme que lo que se ocultaba tras los campanarios de Martinville debía de ser algo análogo a una bonita frase, puesto que se me había aparecido bajo la forma de palabras que me gustaban, pedí papel y lápiz al doctor y escribí, a pesar de los vaivenes del coche, para alivio de mi conciencia y obediencia a mi entusiasmo. Me sentí tan feliz, tan libre del peso de aquellos campanarios y de lo que ocultaban que, como si yo fuera también una gallina y acabara de poner un huevo, me puse a cantar a grito pelado.
De la misma manera que hay pintores con dedicación exclusiva y pintores «domingueros», también hay «escritores full time» y escritores accidentales. Umbral hizo una parodia de esta diferencia: «Un verdadero escritor es el que escribe aunque no tenga nada que decir. Los otros son señores que escriben».
En el origen de toda actividad humana hay un deseo. Nacemos lanzados a la vida, y cuando nos damos cuenta ya estamos embarcados en un viaje con final, pero sin retorno. El deseo es la conciencia de una necesidad o la anticipación de un premio. Lo peculiar de la inteligencia humana es que está empujada por la necesidad, pero atraída por un objetivo entrevisto, al que anticipa mediante un «proyecto». Éste era un concepto fundamental en el panorama filosófico en que mis dos autores se educaron. Ortega hablaba de proyecto, Heidegger hablaba de proyecto, Sartre hablaba de proyecto. Era el despliegue de la libertad. Cada persona debía emprender muchos proyectos, y el más fundamental de ellos era su «proyecto personal».
JAM. En nuestra época juvenil se hablaba mucho de la «vocación», un concepto que después ha caído en desuso, pero que conviene recuperar al hablar del acercamiento a la literatura. Lo que distingue a una persona que quiere ser escritor de otra que escribe por casualidad o empujada por las circunstancias es que aquélla tiene una motivación fuerte, espontánea y persistente, que intenta articular en un proyecto. ¿Crees que tiene validez explicativa el concepto de vocación? ¿En qué consistiría? Puede entenderse como un especial interés hacia una actividad, como una anticipación de una imagen futura en la que uno se encuentra realizado o como el deseo de aprovechar unas especiales habilidades de las que se siente uno dotado.
AP. Yo empezaría por lo último que has dicho: la vocación aparece a partir de unas habilidades, tenemos más habilidades en unas cosas que en otras. Yo tenía más habilidades verbales, para mí era lo normal escribir y hablar poéticamente, yo contaba cosas. Eso está ligado a las circunstancias educativas en las que yo me movía: un ambiente en el que se contaban muchas historias. Las reuniones a la hora del té eran charlas. La viva voz era protagonista. Siempre me ha gustado hablar, disfruto con esa burbuja mágica que se crea en las buenas conversaciones. Mi vocación literaria es el placer de la viva voz que sigo viviendo hoy en día. Tal vez por eso dicto mis novelas. Por otra parte, la vocación tiene que ver con una especie de animación a la sobre-existencia, una estimulación a la super-existencia, a ser más: parece que la vocación es una voz interior de la conciencia que te dice «quiero más de lo mismo». «Que llegues a ser lo que eras desde siempre» —la frase de Píndaro que usa mucho Nietzsche— es pertinente: eres un ser y una voz te llama a ser eso. La vocación se estropeó mucho porque parecía que tenía un sentido religioso.
En Aparición del eterno femenino, Ceporro, que es una recreación del AP niño, está contando una historia a Belinda, la cocinera: «Iba por la mitad y ya la veo que la empiezan a saltar los lagrimones, como cuando pica las cebollas. Y como Belinda llora más contra más llora, hasta que el delantal le cala entero, me paré a ver si paraba. Como no se paraba ni aun así, la pregunté llorar a qué venía. Y ella me dijo que lloraba de emoción porque yo hablaba lo mismo que el padre Serafín, un capuchino que suele a ella confesarla de haber pensado en don Rodolfo mal».
AP. Es verdad. Imitaba delante de las chachas de casa los sermones que oía en la iglesia. Y lo hacía con gran éxito.
Por mi especial posición, conozco perfectamente la biblioteca de los dos autores, y he podido comprobar que hay algunos libros que están en ambas. Uno de ellos, y con aspecto de haber sido muy usado, es el de Julián Marías Ortega. Circunstancia y vocación. Ortega, creo, consideraba que la vida de un hombre es la dialéctica entre vocación y circunstancia. Dice que Velázquez, un colosal pintor, no tenía vocación de pintor. Él quería ser noble y pintaba cuando no tenía más remedio. Por eso pintó tan poco. Fue un genial pintor circunstancial. Su personalidad artística ocupa un lugar pequeño en su personalidad total.
JAM. La «vocación» es un modo de llamar a una motivación claramente percibida. Y casi siempre «sobre-motivada». Una persona se siente estimulada al pensarse a sí misma como escritor, le interesa la lectura, disfruta escribiendo, se encuentra bien en el «campo social de la escritura», incluso puede pensar que el escritor liga más o que puede tener más éxito social. Los Badinter han explicado en un estupendo libro, Les passions intellectuelles, cómo los grandes científicos de la Ilustración aspiraban a la verdad y, con el mismo fervor, a admirar y apabullar a sus iguales. Y desde que lo leí —hace más de medio siglo— he hecho mío el comentario de Mingote: «Los fenicios extendieron la civilización y cubrieron gastos». La adolescencia, que es cuando suele precisarse la vocación, es época de ensoñaciones. Uno se ve siendo protagonista de una película imaginada y le gusta. Por eso tiende a repetir esa ensoñación, a encerrarse en ella y, en algunos casos, a vivir en ella. Me parecen más reveladoras que los sueños. Hasta tal punto delatan nuestra intimidad que casi nadie se atreve a confesarlas. Hablé mucho de este tema con Carlos Castilla del Pino, que tenía una rica colección de ensoñaciones reveladas en la consulta psiquiátrica. Coincidía conmigo en la extraordinaria importancia que tenían para comprender a una persona. San Agustín decía: si quieres conocer a una persona, no preguntes lo que piensa, sino lo que desea. Las ensoñaciones son reveladoras de nuestros deseos. Contaba Carlos que tenía un paciente, de profesión notario, cuya ensoñación era ser torero y que disfrutaba imaginándose protagonista de una tarde de triunfo. Con frecuencia, según confesaba, iba por la calle, camino de su despacho de escrituras e hipotecas, imaginándose que hacía el paseíllo, y marchando con hechuras de torero. Bien, pues hay muchos adolescentes que disfrutan imaginándose escritores, reproduciendo una imagen irreal de lo que es ser escritor, que cambia con el tiempo. Para el Sartre adolescente, «ser escritor» era ser publicado en La Pléiade. Yo creo que no he tenido vocación de escritor porque nunca me imaginé en la figura de escritor. No tuve ese tipo de ensoñaciones. Las tuve en cambio de organizador de cosas. Era la persona que en una situación caótica aparecía y encontraba la solución. Por eso creo que no soy un escritor de casta, sino más bien un advenedizo. Al final de mi adolescencia, cuando lo que más me emocionaba era el baile, leía con avidez todo lo referente a los ballets rusos, y me veía en el papel de Diaghilev, a quien, además, había visto retratado en una película que me fascinó, Las zapatillas rojas, con una deliciosa Moira Shearer. Por eso, en mis primeros años de carrera fundé tres revistas, y luego prácticamente dejé los estudios para dirigir el Teatro Español Universitario durante un par de años.
AP. Es verdad que hay cierto pudor en contar las ensoñaciones. De niño, me imaginaba lugarteniente del Führer. Lo he contado en Aparición del eterno femenino. Imaginaba que el Führer (el firer, como dice Ceporro), vencido y abandonado por los suyos, llegaba en un submarino a la playa de los Peligros, y allí estaba yo para recibirle como única persona fiel, cuando tantos le habían traicionado, y darle refugio. Tal vez fuera la influencia de la fräulein que me cuidaba. En el internado, cultivaba mi imagen distanciada, de personaje excéntrico e incomprendido. Incluso cojeaba a veces, como hacía Byron. «Estaba entre ellos, pero no era uno de ellos.» Escribía en la revista del colegio con dos seudónimos: Doctor Corazón, que repetía los tópicos del perfecto alumno, copiando de paso los sermones, y Doctor Páncreas, que criticaba acerbamente las ñoñeces del doctor Corazón. Como pedagogo, te interesará saber la importancia que tuvieron para mí los serios comentarios que hacía de esos artículos el padre profesor de literatura. No me importaba que no se supiera quién se ocultaba tras los seudónimos, incluso disfrutaba con el misterio. Luego, a partir de empezar con la Lógica, en primero de carrera, me imaginaba que iba a ser un profesor de lógica material, que escribiría libros de poemas. Me imaginaba a mí mismo como una persona especulativa retirada. Gozaba con la melancolía del perdedor. Me interesaba ser el que en una segunda fila —como los lugartenientes, o como los comentadores medievales, o como los preceptores— conoce sin embargo hasta el fondo la realidad desde ese discreto lugar. Sin ambiciones ni envidias. De hecho, retomé esta figura en La previa muerte del lugarteniente Aloof.
Cuando en Aparición del eterno femenino llega a la terraza que es su reino Elke, una niña alemana refugiada, la recepción de Ceporro —que está «dispuesto a morir por su firer» y que quiere saber si la recién llegada es una espía— entra dentro de la ensoñación contada por AP.
Creo que tú eres alemana, ¿no? Pues entonces bienvenida a bordo de este buque insignia que navega rumbo a El Cairo a bombardear la retaguardia del mierda de Montgómeri y llevar de paso combustible a Romel. Ya más claro, agua, yo pensé. Pero Elke no decía ni sí, ni no, ni se cuadraba, ni me saludaba, ni dejaba de mirarme. ¡Como sean así todas las huérfanas de guerra —pensé yo— se van a divertir los alemanes! Pero sólo dije: «Vamos a ver, tú al mariscal Romel le conoces ¿sí o no?». «Nain» dijo Elke contra todos los pronósticos. Tanto me chocó, que un minuto entero me quedé sin habla. Lo que aquello olía era bastante a chamusquina. «¿Que no sabes quién es Romel? ¿Y tú eres alemana?» Aquello lo entendió porque dijo sí con la cabeza. Menos mal que su patria por lo menos la respeta, pensé yo.
JAM. Aquélla fue la época en que apareció la figura del antihéroe. La decadencia gozaba de cierto prestigio. Nunca sentí ninguna atracción por la decadencia, y por eso en el colegio mayor estuvimos planeando un debate en el que tú ibas a hacer el elogio de la decadencia y yo el de la rebeldía, creo que a propósito de una novela de un escritor francés ahora desconocido, Georges Duhamel. Me parece recordar que se titulaba Confesiones de medianoche. Esa postura ahora me resulta chocante, porque has sido violentamente rebelde a lo largo de tu vida en las cosas que te importaban. Supongo que era una pose estética.
Curioseando en la biblioteca de AP he encontrado un libro de Carmen Castro, titulado Marcel Proust o el vivir escribiendo. «Escribir —leo— es una función vital.» Volveré a la vocación y al deseo de escribir. Rainer Maria Rilke escribió Cartas a un joven poeta. Mario Vargas Llosa escribió Cartas a un joven novelista. Y yo creo que acabaré escribiendo unas Cartas a un joven escritor. Es interesante emparejar las dos ya escritas. Rilke recomienda al joven aspirante a poeta: «Vuelva sobre sí mismo. Investigue la causa que le impele a escribir; examine si ella extiende sus raíces en lo más profundo de su corazón. Confiese si no le sería preciso morir en el supuesto de que escribir le estuviera vedado. Esto ante todo: pregúntese en la hora más serena de su noche: “¿debo escribir?”. Ahonde en sí mismo hacia una profunda respuesta; y si resulta afirmativa, si puede afrontar tan seria pregunta con un fuerte y sencillo “debo”, construya entonces su vida según esta necesidad; su vida tiene que ser hasta en su hora más indiferente e insignificante un signo y un testimonio de este impulso».
El libro de Rilke está en «mis» dos bibliotecas, pero he hojeado el ejemplar de AP. Con gran indiscreción he mirado los párrafos subrayados, modo eficaz de comprender al lector. Uno de ellos es:
Ser artista es: no calcular y no contar; madurar como el árbol, que no apura sus savias y que está, confiado, entre las tormentas de primavera, sin la angustia de que no pueda llegar un verano más. Llega, sin embargo, pero solamente llega para los que tienen paciencia y viven despreocupados y tranquilos como si ante ellos se extendiera la eternidad. Lo aprendo diariamente; lo aprendo en medio de dolores a los cuales estoy agradecido: Paciencia es todo.
Me resulta curioso haber encontrado en varias obras de JAM la misma valoración de la paciencia como gran virtud artística. Con su idea de que cualquier cosa con la repetición entra, ha repetido muchas veces un texto de Van Gogh dirigido a su hermano Theo: «Hoy he leído una verdadera frase de artista, dicha por Gustave Doré: “Tengo la paciencia de un buey”». Y en muchas ocasiones también ha criticado a los artistas precipitados, a los comunicadores precipitados, a los fieles precipitados, que creen que no tienen nada que aprender.
Por su parte, Vargas Llosa cuenta que vivía «en la grisácea Lima de la dictadura del general Odría, exaltado con la ilusión de llegar a ser algún día un escritor, y deprimido por no saber qué pasos dar, por dónde comenzar a cristalizar en obras esa vocación que sentía como un mandato perentorio: escribir historias que deslumbraran a sus lectores como me habían deslumbrado a mí las de esos escritores que empezaba a instalar en mi panteón privado: Faulkner, Hemingway, Malraux, Dos Passos, Camus, Sartre». En ese libro hace una buena descripción de la vocación literaria.
Tal vez el atributo principal de la vocación literaria sea que quien la tiene vive el ejercicio de esa vocación como su mejor recompensa, más, mucho más, que todas las que pudiera alcanzar como consecuencia de sus frutos. Ésa es una de las seguridades que tengo, entre muchas incertidumbres sobre la vocación literaria: el escritor siente íntimamente que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues escribir significa para él la mejor manera posible de vivir, con prescindencia de las consecuencias sociales, políticas o económicas que puede lograr mediante lo que escribe.
Hoy nadie habla de esta manera de la vocación literaria o artística, pero, a pesar de que la explicación que se ofrece en nuestros días es menos grandiosa o fatídica, ella sigue siendo bastante huidiza, una predisposición de oscuro origen, que lleva a ciertas mujeres y hombres a dedicar sus vidas a una actividad para la que, un día, se sienten llamados, obligados casi a ejercerla, porque intuyen que sólo ejercitando esa vocación —escribiendo historias, por ejemplo— se sentirán realizados, de acuerdo consigo mismos, volcando lo mejor que poseen, sin la miserable sensación de estar desperdiciando sus vidas.
Vargas Llosa piensa que hay una «predisposición», que acerca a la literatura, y que luego tiene que haber una «elección». He tomado nota de los libros que recomienda para asistir a la gestación del genio literario. En primer lugar, la voluminosa correspondencia de Flaubert. La conozco, porque la he visto en las dos bibliotecas de mis autores y también El idiota de la familia, de Sartre, y puesto que ellos lo han leído, yo me lo sé. Vargas dice que Flaubert asumió su vocación como un cruzado, entregándose a ella de día y de noche, con una convicción fanática, exigiéndose hasta extremos indecibles. De este modo consiguió vencer sus limitaciones (muy visibles en sus primeros escritos, tan retóricos y ancilares respecto de los modelos románticos en boga) y escribir novelas como Madame Bovary y La educación sentimental, acaso las dos primeras novelas modernas. Una prueba de que se puede aprender a escribir es que Flaubert aprendió.
NINGÚN AUTOR ES MÁS REPRESENTATIVO de la auténtica vocación literaria que Kafka, uno de los escritores que más ha reflexionado sobre el acto de escribir. Tanto en las cartas a Felice Bauer, su eterna novia, a la que sacrificó por la escritura, como en las dirigidas a Milena Jesenská, su inicial traductora y posterior amor, o a su íntimo amigo Max Brod, o en su diario, el motivo siempre es la escritura, pero no en abstracto, sino lo que representaba para él: «Mi felicidad, mi habilidad y cualquier posibilidad de ser útil de alguna forma, se encuentra siempre en lo literario», escribe en su diario el 19 de enero de 1911. Escribir es su esencia, su única vida. «Noto como una mano inflexible me va sacando de la vida cuando no escribo», le dice a Felice. Y en otra carta —1 de noviembre de 1912— le cuenta: «En el fondo mi vida consiste y ha consistido desde siempre en intentos de escribir, por lo general malogrados [...]. Mi forma de vida sólo está organizada para escribir, y si sufre alguna alteración, entonces es para corresponder mejor al escribir, pues el tiempo es breve, las fuerzas exiguas, la oficina un terror, el hogar ruidoso, así que hay que sobrevivir con toda clase de tretas cuando uno no lo consigue con una hermosa vida recta». Medroso y enfermizo, no quiere que sus fuerzas puedan perderse en otra cosa que no sea escribir, ya que conoce sus limitaciones. El 3 de enero de 1911 escribe en su diario: «Es posible reconocer en mí una concentración en la tarea de escribir. Cuando mi organismo se dio cuenta de que el escribir era el enfoque más provechoso de mi ser, todos mis esfuerzos tendieron hacia allí y abandonaron todas las facultades relativas a los placeres del sexo, de la comida, de la bebida, de la reflexión filosófica, de la música» y concluye, como si quisiera disculparse: «Era algo necesario, puesto que en conjunto mis fuerzas eran tan débiles, que sólo unidas podían utilizarse para escribir». Es la renuncia a todo, a la vida entera, para poder escribir. En una ocasión Felice le comenta cuánto le gustaría estar sentada a su lado mientras él escribe. Quiere a Felice —o al menos eso dice en su diario—, pero pensar que alguien pueda irrumpir en el lugar en que le gustaría escribir, «en lo más recóndito de un sótano cerrado herméticamente», le hace sentir que sería «presa de una enorme locura». El miedo, los miedos, le atenazan, y sólo la escritura le alivia: «Desde la tarde tengo un intenso deseo de quitarme de encima mi estado de temor mediante la escritura».
Es admirable su tenacidad, su obstinación, sigue escribiendo de noche, sin apenas comer, sin dormir, enfebrecido, a pesar de todas las dificultades: «Escribir mal y pese a ello tener que seguir escribiendo si uno no quiere ser víctima de una total desesperación [...] mirar las hojas del cuaderno que se va llenando de continuo con cosas que uno odia, que le producen asco, pero que uno tiene que escribir para poder vivir. ¡Qué asco! —se lamenta—. Ojalá pudiera destruir las páginas escritas estos últimos cuatro días, como si nunca hubieran sido escritas». Logra disuadir a Felice de una vida matrimonial, convenciéndola de que sólo podrían tener una hora en común, de la infelicidad que les espera: «Y yo sólo tengo dentro de mí todas las preocupaciones y miedos, vivos como serpientes, yo sólo miro en su interior, sólo yo sé de ellas» . Y concluye: «No te espera la vida de esa mujer feliz que tú ves caminar ante ti, no te esperes la alegre charla cogidos del brazo, sino una vida monacal al lado de un hombre afligido, triste, callado, descontento, enfermizo, quien está atado por invisibles cadenas a la literatura, y que prorrumpe en gritos cuando uno se acerca a él, porque, según afirma, se tocan sus cadenas», le escribe en una carta en marzo de 1913. Un año después escribiría en su diario: «... no pude casarme; todo en mi interior se oponía a ello, por mucho que amase a Felice. Fue el respeto por mi labor literaria lo que me retuvo, pues creí que esta labor peligraría con el matrimonio». Y posiblemente en la última carta que escribió a Felice insiste: «Yo tenía la obligación de cuidar de mi trabajo, que es lo único que me confiere el derecho de vivir».
ESTA OBSESIÓN POR LA ESCRITURA es desasosegante, y no se me ocurriría recomendarla como forma de vida. Lo que quiere decir que tampoco mis autores lo harían. Creo que no es verdad que las vidas desventuradas sean fuente de creatividad literaria, sino que una parte de personas desventuradas pueden encontrar en la literatura cierto consuelo. Termino este capítulo, recapitulando. Llamamos «vocación» a una motivación concentrada hacia una forma de vida. Un componente esencial de ese deseo impetuoso es lo que los especialistas llaman «motivación intrínseca», es decir, la satisfacción intensa en la misma actividad. Podría hablarles de Teresa Amabile y de Mihály Csíkszentmihályi, expertos que han estudiado este asunto con gran detenimiento y prolijidad, pero creo que con lo dicho basta. La vocación es una gran movilizadora de energías, un criterio valorativo que dirige la percepción, una actitud que incita a elaborar proyectos. Es el comienzo original. A los presuntos alumnos de mi todavía más presunto Gymnasium literario les tendré que medir si la fuerza de su deseo de escribir basta para alimentar la paciencia necesaria para seguir el curso. Vivimos en una época de artistas apresurados y, por ello, tienen que nadar contra corriente.