La persona creativa es una configuración única, una finalidad organizadora, un conocimiento y una emoción, cada uno evolucionando bajo la influencia de la obra misma y del medio externo. Precisamente por esta complejidad y mutabilidad, el método del case study es indispensable.
D. B. WALLACE Y H. E. GRUBER,
Creative people at work
ME VEO OBLIGADO A EJERCER DE MAESTRILLO y proporcionarles unas pizcas de psicología. La memoria, el conjunto de hábitos, lo que los clásicos llamaban «carácter», forma parte de la personalidad. En sentido estricto, deberíamos hablar de una «personalidad recibida» (temperamento), de una «personalidad aprendida» (carácter) y de una «personalidad elegida» (proyecto personal). Cuando decimos que la personalidad es la fuente de las ocurrencias, volvemos a recalar en la memoria. La memoria es un caso claro de lo peligrosas que pueden resultar las metáforas. Se la ha comparado siempre con un almacén. «Ingens aula memoriae», dijo san Agustín. Pero en los almacenes, o en los archivos, las cosas reposan inertes, mientras que la memoria es un sistema muy dinámico.
La memoria se parece más a un «hábito muscular». Decimos que hemos aprendido a nadar cuando, después del entrenamiento necesario, somos capaces de realizar los movimientos imprescindibles para avanzar en el agua. Un buen tenista ha automatizado múltiples hábitos que le permiten responder con rapidez a la pelota lanzada por el contrario. Su creatividad se basa en la riqueza de esos esquemas musculares. En ellos se integran habilidades visuales, táctiles y cinestésicas. La destreza adquirida es el resultado de repeticiones que el atleta ha olvidado, pero sus músculos no.
Todo el mundo está de acuerdo en que el sistema muscular es un órgano de respuestas cuyas posibilidades de acción están siempre presentes, actuando de manera más o menos explícita. La agilidad, que manifiesta los recursos de un sistema muscular, no es un movimiento, sino la posibilidad de realizar muchos movimientos. No ejecuta todas sus habilidades musculares, pero en cada momento actúa desde la totalidad de su sistema muscular en el que están presentes todas sus habilidades. Salvar un obstáculo con soltura es realizar una de las posibilidades ofrecidas por el hábito, de la misma manera que decir una frase oportuna es actualizar una de las posibilidades proporcionadas por el lenguaje, que también es un hábito. La «agilidad mental», la «fluidez lingüística», no tiene por qué funcionar de diferente manera.
AP. Siempre me ha impresionado el elogio a los pies del mensajero que trae la buena nueva, que se lee en la Biblia. Y también el análisis que hace santo Tomás de la «agilidad» como propiedad del cuerpo glorioso. En una oración pide ser «agilem sine levitate», ágil pero sin liviandad.
Ortega decía que para tener mucha imaginación hay que tener mucha memoria, y estaba en lo cierto. Gran parte de las operaciones que llamamos creadoras se basan en una hábil explotación de la memoria. Desde ella vamos a poder interpretar la experiencia, o buscar información en el mundo real. «Lo que llamamos realidad —escribió Marcel Proust— es cierta relación entre las sensaciones y los recuerdos que nos circundan simultáneamente.» Y su pariente Bergson había dicho algo muy parecido: «Percibir es, sobre todo, recordar». Y puesto que describir es narrar lo que se percibe, resulta que la descripción está también penetrada de recuerdos, aunque a veces no lo reconozcamos.
JAM. Como concesión a tu afición por Heidegger, voy a transcribir la «descripción» que hace de «lo que ve» en un caso particular: al contemplar un patético cuadro de Van Gogh que representa un par de botas viejas:
En la oscura oquedad del gastado interior de la bota queda plasmada la fatiga de los pasos laboriosos. En la ruda pesadez de la bota queda retenida la tenacidad de la lenta marcha por los monótonos y dilatados surcos del campo por el que corre un viento áspero. En el cuero está depositada la humedad y saturación del suelo. Bajo las suelas se desliza la soledad del sendero al caer la tarde. En la bota vibra la llamada silenciosa de la tierra, su callado ofrendar el grano que madura y su misteriosa inactividad en el árido yermo del campo invernal. Este útil está transido de la inquietud latente por la seguridad del pan, la callada alegría por la superación recorvada de la penuria, la angustiada espera del parto y el temblor ante la amenaza de la muerte. Este útil pertenece a la tierra y está resguardado en el mundo de la campesina.
¿Es verdad que Heidegger vio todo esto? Sí, con tal que definamos el percibir como la iluminación del horizonte mnémico de las cosas. Pero es otra forma de decir que percibimos desde la memoria.
AP. Creo que es pertinente recordar un famoso texto de Cartas a un joven poeta, de Rilke:
Para escribir un solo verso, hay que haber visto muchas ciudades, muchos hombres y muchas cosas; hay que conocer los animales, hay que haber sentido el vuelo de los pájaros y saber qué movimientos hacen las flores al abrirse por la mañana. Hay que tener recuerdo de muchas noches de amor, todas distintas, de gritos de mujer con dolores de parto y de parturientas, ligeras, blancas y dormidas, volviéndose a cerrar. Y haber estado junto a moribundos, y al lado de un muerto, con las ventanas abiertas, por la que llegarán, de vez en cuando, los ruidos del exterior. Y tampoco basta con tener recuerdos. Hay que haber olvidado cuando son muchos, y hay que tener la inmensa paciencia de esperar a que vuelvan, pues no sirven los recuerdos. Tienen que convertirse en sangre, mirada, gesto; y cuando ya no tienen nombre, no se distinguen de nosotros, entonces puede suceder que, en un momento dado, brote de ellos la primera palabra de un verso.
JAM. No es por traer el agua a mi molino, pero fíjate que Rilke dice que «hay que olvidar» esas experiencias, pero no perderlas, sino integrarlas en uno. Ésa es la presencia inconsciente y activa a la que me refiero. Y ahora, por el fácil procedimiento de «cortar y pegar», añado un texto de Valéry:
El Buen Dios —la Musa— nos da gratuitamente el primer verso. Pero a nosotros nos corresponde hacer el segundo, que debe rimar con éste y no ser indigno de su hermano. El comienzo verdadero de un poema debe venir al autor como fórmula mágica, de la que ignora aún todo lo que abrirá. Ha de sacar provecho del accidente afortunado.
Esa memoria maneja informaciones en estado no consciente. Por eso es importante saber qué hay en la cabeza de un escritor en el momento previo a pensar o escribir una frase.
AP. Ahora te puedo responder a la pregunta que me hiciste antes sobre si había una experiencia poética anterior a la expresión poética. Como hemos dicho, creo que en los grandes creadores su primera creación es su mundo propio, su manera de captar o interpretar la realidad. Su obra poética trata de expresar ese mundo. Hay, en efecto, algo antes de la expresión.
JAM. Estoy de acuerdo. Parece evidente que cada expresión literaria emerge de algo anterior: la personalidad, la actitud, el proyecto de una persona. Aunque parezca una verdad de Perogrullo, el autor es la fuente de ocurrencias.
Sé lo que está pensando JAM: que el autor alberga una fuente de ocurrencias, en cierta manera autónoma, lo que hace posible que sintamos que esas ocurrencias son nuestras y no nuestras, al mismo tiempo.
AP. Me parece interesante citar un texto de uno de los libros que me han acompañado a lo largo de toda mi vida. Me refiero a El concepto de la angustia, de Kierkegaard. Ahora no es muy leído, pero tuvo una importancia trascendental en la historia de la filosofía. Kierkegaard utiliza el concepto de concupiscencia. Comentando un texto de san Pablo, en el que dice que la prohibición es causa del pecado original, porque despierta la concupiscencia, escribe: «La concupiscencia es una determinación de pecado y de culpa antes del pecado y de la culpa». Aquí tenemos una situación en que el deseo, el anhelo (ardiente: concupiscere sólo significa deseo ardiente), determinan la situación posterior (en este caso el pecado y la culpa) con anterioridad a la comisión del pecado o la carga de la culpa. El preceder de la concupiscencia es análogo al preceder de la actitud poética: solía hablarse (muy poéticamente, por cierto) de la concupiscencia de los ojos: esto es estupendo: al abrir los ojos, surge la concupiscencia de los ojos, el deseo ardiente del mundo, anterior a la posesión del mundo: ese desear deseante del mundo precede al mundo deseado, al objeto deseado.
JAM. De lo que estás hablando aquí es de un cierto a priori. Volvemos otra vez a Kant. A priori es el requisito subjetivo para la aparición de una cosa. La «actitud poética» sería un a priori intencionalmente elegido para permitir que la realidad apareciera como fenómeno poético.
AP. Pero entonces sería un acto voluntario, de alguna forma sobrevenido. Me pongo en actitud poética como me pongo en actitud irónica. El asunto es que el dato más constante de alguien que se ha propuesto escribir un poema es la indefinición de su proyecto: con la excepción del célebre soneto del soneto, que es puro artificio, un poema puede empezar siendo una simple negación. Uno de mis poemas empieza de ese modo: «Yo no soy de esta ciudad ni de ninguna». Y el estado de espíritu en que continúa ese poema no es del todo el estado de espíritu en que se perciben o se piensan objetos bajo conceptos: lo que uno percibe en ese estado al comenzar a escribir ese poema, es un estado premonitorio, pre-figurativo, y, en cierto modo, somnoliento: uno se deja ir.
JAM. Estás volviendo a la experiencia mitológica de la inspiración, de escribir al dictado de alguien.
AP. Me estoy refiriendo a una experiencia muy trivial. Yo dicto. He dictado todas mis novelas. Sólo escribo a mano poemas. Sucede una cosa curiosa. Quien escribe bien al dictado —con rapidez y exactitud— muchas veces sorprende al «dictador» con lo siguiente: ha tomado al dictado todo lo que acaba de oír y, sin embargo, en ocasiones apenas lo ha entendido. Ha sido receptor fiel, pero sin conocer bien lo que recibía. Quien dicta un texto poético o narrativo de cierta extensión coincide con quien lo toma al dictado en una cierta clase de ensoñación o somnolencia inducida: el suave teclear de nuestros ordenadores digitales que es como un cosquilleo rígido y continuo, puntea, como un fondo, la agitada elocución de quien dicta y ciertamente imprime lo que quiere decir en la conciencia de aquél a quien se lo dice quien, a su vez, lo reproduce. Ninguno de los dos al terminar lo recuerda todo del todo. ¿Qué es lo que se recuerda nada más acabar? Se recuerda la entonación que precediera rítmicamente a la expresión de un contenido determinado. Lo que acabo de describir aquí es, sin más, el dictado escolar de toda la vida. Nosotros hacíamos muchísimos dictados. Recuerdo que nos dictaban páginas del Quijote, no sé qué les dictan a los escolares ahora, pero la experiencia del dictado es extraordinariamente importante. Voy a atreverme a dar una definición/descripción del acto de dictar/tomar al dictado: es la producción de un texto con sentido, tomado de oído al hilo rítmico sin detenerse en el fraseo analíticamente considerado. Si quien escucha un dictado se detuviese en el fraseo perdería el hilo del dictado. Tenemos aquí una experiencia de lo escrito en el momento del pre-sentido: estoy a punto de añadir que se trata de estado de encantamiento o de ensoñación dirigida.
Introduzco una pausa reflexiva, porque estoy perdiendo el hilo. Lo que ha dicho AP me recuerda una frase brillante de Rosa Montero. Escribir una novela es un «delirio controlado». Creo que AP dice que se escribe en una especie de trance, en que las palabras acuden como saliendo de una niebla. Por su parte, JAM ha descrito en muchos artículos su experiencia. Los viernes a las nueve se pone a escribir su artículo semanal para La Vanguardia. No sabe en ese momento sobre qué va a escribir, pero sabe que a las doce estará escrito. Sólo tiene que aguardar a que lo que llama «inteligencia generadora», su fuente de ocurrencias, comience a funcionar.
JAM. Me parece interesante la descripción del «escribir» como un «escribir al dictado», en un estado confuso, tal vez el état chantant del que hablaba Valéry, en el que vive una cierta melopea. Pero en el acto de escribir, el que dicta y el que escribe al dictado son la misma persona. Eso es a lo que se refería el concepto de «inspiración». Es un fenómeno que puede explicarse como el propio esfuerzo por expresarse de nuestra inteligencia generadora de ocurrencias, que profiere significados aún no lingüísticos que quiere expresar en palabras. El mismo Valéry escribió: «La poesía es el intento de restituir por medio del lenguaje articulado, esas cosas que oscuramente intentan expresar los gritos, las lágrimas, las caricias, los besos, los suspiros…». La inteligencia generadora dicta confusamente, y la inteligencia ejecutiva acompaña, corrige, vigila esa elocución. Me quedo con la idea de que no vamos a la realidad con una conciencia cristalina, sino desde una precomprensión que pertenece a la personalidad del sujeto y que alumbra su propio mundo. El ejemplo de la concupiscencia me parece espléndido. Nuestra relación con la realidad es estructuralmente deseante, antes de que se haya concretado en un deseo concreto. La concreción de los deseos hace aparecer el mundo privado y, por eso, tenía razón san Agustín al decir que si quieres conocer a una persona no debes fijarte en lo que piensa, sino en lo que desea.
YA SABEMOS BASTANTES COSAS. Es, como la memoria muscular, un conjunto de esquemas operativos. Es, como la memoria biográfica, un conjunto de anécdotas. Es, como el léxico mental que todos tenemos, una serie de redes semánticas. Y es también una memoria afectiva que rige en parte la selección de ocurrencias: el «gusto». La memoria es un conjunto de habilidades. Los estudios de Chase, Simon y Gilmartin han mostrado que lo que distingue a los jugadores expertos en ajedrez de los principiantes no son diferencias en los procesos de juego sino más bien en la base de conocimientos sobre la que los expertos podían apoyarse con éxito. Los investigadores calcularon que un gran maestro de ajedrez debe tener un repertorio de cincuenta mil posiciones en el tablero y que desde este archivo percibe las nuevas jugadas y gracias a él extrae más información que un novato. Un gran jugador de ajedrez, dicen, no es un pensador profundo, sino un gran perceiver, un gran perceptor. (¡Un vidente, como Rimbaud! El mundo es un pañuelo.)
Los grandes creadores han tenido descomunales memorias para lo referente a su arte. Proverbial es la de Mozart, pero no es un caso único. Vasari se asombra de la memoria de Miguel Ángel, y Proust lucía en los salones su capacidad para recordar obras ajenas. Voy a hacer un vanidoso ejercicio de erudición. Helen Vendler ha contado las clases de composición impartidas por Robert Lowell. El gran poeta norteamericano recordaba continuamente poemas ajenos: «Daba la impresión —escribe Vendler— de que era el depositario de todos los usos que se habían dado a la palabra a lo largo de la historia de la poesía». Stephen Spender lo expresa con claridad: «La memoria ejercitada en forma determinada es el don natural del genio poético». Y la filósofa Susanne Langer, una gran especialista en el estudio de los sentimientos, escribe un interesante recuerdo autobiográfico: «Mi memoria verbal es como el papel matamoscas. Eso es bueno y malo porque la mente se llena con cosas inútiles lo mismo que con las útiles. Por ejemplo: todavía recuerdo cualquier rima de anuncios que vi en mi niñez, rimas que saltan a la memoria en los momentos más inesperados y más ridículos. Sin embargo, al mismo tiempo recuerdo montañas de magnífica poesía que he leído al pasar de los años, lo que me parece delicioso». George Steiner ha lamentado con razón que el extendido descrédito de la memoria haya eliminado de nuestras escuelas la costumbre de aprender textos de memoria.
Sin embargo, la memoria, para ser creadora, tiene que ser una memoria creadora. Esta tautología de apariencia tan idiota es un pretexto para destacar dos ideas. Una: la memoria tiene que tener una índole dinámica. Otra: la memoria debe ser manejada dentro de un proyecto creador. Un principio general de la creatividad nos dice que crear es integrar las operaciones mentales comunes dentro de un proyecto creador. Proust no consiguió su estilo trufando su memoria de textos ajenos, desde luego. Únicamente cuando los textos se aprenden como matrices, cuando se lee como escritor, lo aprendido puede transformarse en un sistema productor de ocurrencias. Esto le ocurría a Proust, que podía copiar sin dificultad cualquier estilo literario: «Tan pronto como comienzo a leer a un autor determinado —escribió— adivino la melodía bajo las palabras de su canción, melodía que es distinta en cada escritor. Y esto me permite escribir parodias, porque tan pronto se oye la melodía de un escritor, las palabras fluyen por sí mismas».
La memoria integra hábitos, y mediante ellos puede ir configurando voluntariamente su inconsciente, porque los hábitos convierten acciones realizadas intencionadamente en automatismos no conscientes. En eso consiste el entrenamiento. Estuve muy interesado por el yudo cuando se introdujo en España, porque interesaba a mis dos autores. El entrenamiento era muy pesado, porque se repetía centenares de veces un mismo movimiento, para conseguir realizarlo automáticamente. El yudoka no recordaba cada uno de esos movimientos, pero su memoria muscular, sí. Es interesante que Suzuki, uno de los introductores del budismo zen en Occidente, al hablar de estos entrenamientos —en su caso se refería al arte de la espada— diga que permite adquirir unas capacidades sorprendentes de anticipación. El guerrero puede adivinar la presencia de un enemigo no visible. Y llama a esos ejercicios «adiestramiento del inconsciente». Lo he leído en un libro que he visto en la biblioteca de JAM. En realidad, no estoy diciendo nada nuevo. Las teorías tradicionales de la creatividad distinguen cuatro etapas: planteamiento, incubación, realización, evaluación. Mi única originalidad es decir a las claras lo que todo el mundo ya sabía: que la incubación es un proceso dirigido, pero no consciente.
Todo esto debería tratarse en el piso tercero de mi Gymnasium, que estaría dedicado a la construcción de una memoria creadora, en su doble aspecto: semántico y operativo. Sin embargo, lo de educar el «inconsciente literario» me suena rarísimo, sobre todo porque lo relaciono con explicaciones psicoanalíticas que me consta que no convencen a ninguno de mis dos autores. Por eso, me he recluido una tarde en la biblioteca de JAM y he revisado los libros de una estantería, catalogados con el título de «el nuevo inconsciente». Al parecer, es una noción nueva, derivada de la neurología, sin las connotaciones ideológicas del inconsciente freudiano, y que, en efecto, se puede educar. El último fundamento está en la plasticidad del cerebro humano. Mediante el aprendizaje podemos cambiar sus redes neuronales y, posteriormente, estas redes neuronales generarán ocurrencias.