La libertad es la recompensa, el resultado de una disciplina sabia.
PAUL VALÉRY
HEMOS APOSTADO FUERTE. Crear es un hábito. Es decir, un poder aprendido, guardado en la memoria, que actúa automáticamente, pero que a partir de sus productos, de sus outputs, puede ser controlado, guiado, reiniciado, por la inteligencia ejecutiva. Para ser escritor, pues, como para ser jugador de baloncesto, tenista, bailarín o maestro zen, hay que entrenarse.
JAM. Entrenarse es una de las exclusivas humanas. Los animales se ejercitan, que es otra cosa. Entrenarse consiste en fijarse una meta y trabajar con los recursos que se tienen para conseguir alcanzarla, lo que acaba cambiando esos recursos. Es una ampliación de posibilidades. Y por eso me parece maravilloso y necesario en cualquier actividad. Paul Valéry pensaba escribir un libro exponiendo su filosofía. Se iba a llamar Gladiator, y en él mantenía que toda ciencia, arte o técnica debía aprender de la gimnasia. Por cierto, he releído el primer artículo que publicaste en la revista Aquinas que yo dirigía. Teníamos dieciocho años. Escribiste sobre «Rilke: la realidad como misión». Hablabas de la visión poética y escribías: «Para acceder un día a esta experiencia sobrenatural (el orden lógico de la naturaleza es rebasado) el poeta seguirá una lenta vía de entrenamiento».
AP. Siempre me ha interesado el tema del entrenamiento o de la ascesis —dicho en un término más solemne—. Cuando estudiaba bachillerato en los jesuitas tuve la suerte de contar con un profesor extraordinario, José María Cagigal, que después renovaría el concepto de deporte en España, y que insistía en la necesidad de entrenarse continuamente.
En la mayoría de los casos, el escritor suele ser su propio entrenador. Reflexiona sobre su propio estilo, al propio tiempo que va elaborando sus criterios de evaluación, lo que quiere conseguir. Es un proceso largo. Los estudios de Ericsson, corroborados por otros muchos, dicen que hacen falta diez mil horas para adquirir maestría en cualquier dominio. También en el literario.
JAM. Para dirigir ese entrenamiento, el autor se vale de su «proyecto de escritor». ¿Qué tipo de escritor quiero ser? De la respuesta a esa pregunta dependerá el tipo de entrenamiento que deberá escoger. La idea que tiene de lo que representa ser escritor y de la función que atribuye a la literatura resulta fundamental. Una de las posibilidades es que no tenga ninguna idea sobre esos dos temas, es decir, que escriba porque le gusta, sin plantearse más problemas. Otros escritores, en cambio, se sienten investidos de una especie de misión. Tienen conciencia clara de su importancia.
AP. Me gustaría citar aquí un texto de Wallace Stevens en el que insiste en la nobleza del filósofo y del poeta o del filósofo poeta, como figura que ya no está de moda pero que lo estuvo y que quizá vuelva a estarlo. Nosotros lo sentíamos en nuestra juventud. Más aún, lo sentimos. Dice Stevens en su ensayo sobre el ángel necesario: «Lo que convierte al poeta en la potente figura que es o que fue o que debería ser es que el poeta crea el mundo al cual nosotros incesantemente nos volvemos incluso sin darnos cuenta y que el poeta da vida a las ficciones supremas sin las cuales nosotros seríamos incapaces de concebir el mundo real en que vivimos». El artículo se titula «The noble rider». Y añade: «Para el poeta sensible, consciente de las negaciones (consciente de la finitud y de la negatividad del mundo) no hay nada más difícil que las afirmaciones de la nobleza. Y, sin embargo, nada hay que se requiera del poeta más persistentemente que las afirmaciones de nobleza puesto que en ellas y sólo en ellas se encuentran las justificaciones que son las razones de ser del poeta. Y también las justificaciones del éxtasis ocasional o de la libertad extática de la mente que es su especial privilegio».
JAM. Pero eso es lo que has atribuido siempre a la poesía como función: la rehabilitación del mundo (en tu lenguaje), la alabanza en el lenguaje de Rilke. Cuando has escrito poéticamente sobre los membrillos, los vencejos, las mulas, los corrales, estás transfigurando el mundo. ¿Aceptarías esta palabra para designar la función poética?
AP. La aceptaría encantado.
Si hiciéramos un estudio de lo que los escritores piensan sobre su oficio, podríamos identificar dos tipos: los trascendentales y los pragmáticos. Aquéllos piensan que su tarea es revelar un modo nuevo, más profundo o más verdadero, de ver la realidad. Aceptarían la idea de nobleza. De las tres relaciones que he señalado en la obra de arte —con la realidad, con la tradición técnica, con las emociones del lector—, el escritor trascendente se interesa por su modo de dar a luz la realidad. Los pragmáticos, en cambio, se interesan más por las técnicas y habilidades literarias, y por el efecto que causan, y piensan que la literatura es una actividad interesante, divertida, productiva, sin ínfulas metafísicas. La tarea del escritor no es descubrir la verdad escondida de las cosas, sino escribir buenas obras y seducir al público.
JAM. Siempre has mantenido una idea trascendental de la poesía, cercana al poeta como vate, como un inspirado, como el que va a revelar una verdad. ¿No te parece que éste es sólo un tipo especial de poeta? Metafísico podríamos decir, o religioso.
AP. Sí. Tengo una idea parecida a la de Heidegger. Ya sabes que Eliot decía de Coleridge que se drogaba con metafísica. A mí me sucede lo mismo. Tal vez sería más exacto decir que me drogo con teología. Heidegger dedicó muchas páginas a analizar filosóficamente la poesía de Hölderlin y la de Rilke. «Lo que permanece lo fundan los poetas» es un verso de Hölderlin en el que creo por completo.
JAM. Heidegger dice —comentando a Hölderlin— que el lenguaje es «el bien más peligroso». El lenguaje ha sido concedido para hacer patente al ser como tal y custodiarlo, dice. Pero puede haber una palabra esencial y una palabra inauténtica, inerte, vulgar, que oculte al ser.
AP. Lo que nos abre a lo más alto, nos abre a lo más bajo. «Poéticamente habita el hombre la tierra» es un verso de Hölderlin que comenta profusamente Heidegger. Tú también lo has comentado muchas veces.
JAM. Pero interpretando «poéticamente» en el sentido de «creadoramente». Nuestra inteligencia va más allá de lo dado. Necesita descubrir posibilidades, comprender, nombrar. Inventa cosas para conocer la realidad (teorías), para ponerla en valor o transfigurarla (arte, poesía), y para transformarla (tecnología y ética). ¿Estarías de acuerdo con esta triple función?
AP. Sí.
ALGUNOS ESCRITORES, PUES, creen que su tarea es transfigurar el mundo o, al menos, ser ocasión de que aparezca un suceso hermoso, se preocupan por cuidar su yo, que es, al fin y al cabo, la condición de posibilidad de esa emergencia. Lo cierto es que algunos de ellos cuidan su subjetividad, como el científico cuidaría su microscopio o su telescopio. Afinan su sensibilidad. La entrenan. Es el caso de los románticos. Schiller escribe en su poema «Los artistas»:
El hombre que progresa extiende consigo
agradecido el arte con un sublime impulso,
nuevos mundos de belleza surgen
de la naturaleza así enriquecida.
Podemos interpretar la «naturaleza enriquecida» como «el mundo intencional del poeta», su peculiar hechura de la realidad. Según Schiller, este paso sólo es capaz de darlo un alma bella, que puede conocer un cierto más allá: «Lo que ni el oído oyó ni ojos vieron, / es lo bello, lo verdadero. / No está afuera, donde lo busca el necio, / está en ti, tú lo creas continuamente». Schiller añade algo que cierra el círculo de su pensamiento: «Lo que recibimos ahora como belleza / se nos presentará un día como verdad». Algo que está muy cercano al «mundo como tarea» del que hablaba Sartre.
Entre los «entrenadores del yo» hay dos poetas que interesan mucho a mis autores: Rilke y Rimbaud. Rilke se excusa de la falta de atención que dedica a su mujer, diciendo que está «demasiado ocupado consigo mismo». «Es tanto el trabajo que me da mi propio yo de día y de noche, que a veces siento hasta hostilidad hacia los que tienen derecho sobre mí», escribió en una triste carta. Necesitaba el sufrimiento para crear, dice una de sus biógrafas, aunque después niega que fuese un «masoquista», como mantuvo el doctor Simenauer, y que «gozara renunciando», como supone Lou Andreas-Salomé. Cuando su esposa, Clara, al igual que Lou Andreas, le aconsejan que se someta a psicoanálisis, se niega porque supone que si se deshiciera de sus sufrimientos perdería también su capacidad creadora. Al fin y al cabo, había escrito: «Es un privilegio poder sufrir hasta el fin, para conocer de la vida hasta sus más íntimos secretos». El 14 de enero de 1912 dice en una carta al doctor Emil von Gebsattel, médico psicoanalista: «Si no me equivoco, mi mujer está convencida de que es una especie de dejadez por parte mía lo que me impide hacerme analizar conforme al aspecto piadoso de mi naturaleza (como dice ella); pero esto es falso; es precisamente, por así decir, mi piedad lo que me impide aceptar esta intervención, ese poner en orden mi interior, esa cosa que no forma parte de mi vida, esas correcciones en tinta roja en la página escrita hasta ahora. Ya lo sé, estoy mal, y usted, querido amigo, ha podido ya comprobarlo; pero créame, estoy tan lleno de cada maravilla incomprensible e imaginable que es mi existencia que, desde un principio, parecía imposible y, no obstante, continuaba, de naufragio en naufragio, por caminos cuajados de las más duras piedras, que si pienso en la posibilidad de no volver a escribir, me trastorna la idea de no haber trazado sobre el papel la línea maravillosa de esta existencia tan extraña». Rilke se consideraba investido de una misión: «También yo tengo una misión de Dios —escribió—. Soy el ejecutor dócil y humilde de las órdenes que me dictan desde arriba».
Me ha sido impuesta una tarea inefable y difícil, pero los Poderes que así me subyugan quieren, igualmente, volver a levantarme todas las veces en que mi corazón, abrumado por el peso de la humildad, se someta a sus manos que obran desde la altura.
El caso de Rimbaud tiene claras concomitancias. Quería ser «vidente», como Rilke. Ambos proponen un entrenamiento especial para conseguirlo. Rilke, en su Cartas a un joven poeta, piensa que lo importante es atesorar experiencias. Rimbaud es más activo. En su carta a Paul Demeny, escribe:
Es preciso ser vidente. El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura; se busca a sí mismo, agota en sí mismo todos los venenos para guardar sólo la quintaesencia. Inefable tortura en la que necesita toda la fe, toda la fuerza sobrehumana, en la que se llega a ser el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito ¡y el supremo Sabio! Porque llega a lo desconocido. El poeta es realmente el ladrón del fuego.
Rimbaud no quiere escribir: quiere ser vidente. Y para ello elige un método peculiar. Una especie de contra-mística: un descenso a los infiernos basado en una contra-ascética. Como dice en una carta a Georges Izambard:
Ahora me vuelvo lo más crápula posible. ¿Por qué? Quiero ser poeta y trabajo para volverme «vidente». Usted no lo comprenderá y yo apenas podré explicárselo. Se trata de llegar a lo desconocido por el desarreglo de todos los sentidos. Los sufrimientos son enormes, pero es preciso ser fuerte, y haber nacido poeta. Yo me he reconocido poeta. No soy culpable. Es falso decir: «Yo pienso». Se debería decir: «Se me piensa». Perdón por el juego de palabras. Je est un autre.
JAM. Tal vez por mi profesión de educador, siempre me ha irritado esta idea de Rimbaud, que forma parte de una ideología, de una «concepción patológica de la creatividad literaria». Si eres «normal», no tienes nada que hacer. Se confundió lo «anormal estadístico» con lo «anormal patológico». Sin duda, un genio artístico es estadísticamente anormal. Y también lo es un campeón olímpico. Pero pasar de ahí a un elogio creativo de la locura, o de las drogas, me parece un disparate. ¿Qué opinas?
AP. Opino exactamente lo mismo que tú. Creo que el malditismo contemporáneo que viene de Baudelaire y otra gente ha sido un tomar el rábano por las hojas: confundir la excepcionalidad del momento de creación poética con cualquier estado alterado de conciencia. El cántico a la ebriedad me ha parecido siempre absurdo. No hay ocurrencias inducidas por drogas. Puede haber, como en el caso de los estimulantes, de las anfetaminas, un efecto de centrar la atención, de eliminar el cansancio, pero nada más.
Mi omnisciencia me permite mencionar un artículo de AP del que él, sin duda, no se acuerda, publicado en 1995. Se titulaba «El contrapunto de una ebriedad sobria», y trataba de la relación de Sartre con el Corydrane, una mezcla de aspirina y anfetamina que aquí en España se vendía sin receta hasta finales de los sesenta como analgésico. Cito:
Al repasar su vida en 1974, Sartre declaró que su confianza en el Corydrane «era un poco la persecución de lo imaginario». Y describe, con característica precisión, que, tras tomar diez pastillas por la mañana, mientras trabajaba, entraba en un estado de completo abandono de su cuerpo. Se aprehendía a sí mismo a través de los movimientos de su estilográfica: «Pensaba que tenía en la cabeza —pero no separadas, no analizadas, en una forma que debía llegar a ser racional— todas las ideas que ponía sobre el papel». Cualquiera que se haya propuesto seriamente exponer un concepto, entiende lo que Sartre dice aquí: la idea a expresar está siendo, a la vez, pensada entera, en la totalidad de sus implicaciones y, sin embargo, exponerla de palabra o por escrito, encajarla en un sistema argumentativo, hacerla ver, sólo puede lograrse linealizándola, administrándola, como el suero a un enfermo, gota a gota. Y esto es desesperante.
AP. En efecto, lo había olvidado. Lo más curioso es que Sartre tomaba anfetaminas cuando escribía filosofía, no cuando escribía literatura. De hecho, se refirió al exceso de su consumo mientras escribía Crítica de la razón dialéctica. Mis ideas no han cambiado en estos casi veinte años.
JAM. La mística de la ebriedad creo que está en retroceso. Recientemente se ha celebrado en París un congreso sobre el alcohol y la literatura. El alcohol ha perdido su prestigio literario. Alexandre Lacroix, autor de Se noyer dans l’alcool?, señala que había un cierto prestigio en la figura del alcohólico, de los grandes bebedores de absenta. Ahora, a un alcohólico se le recomienda que vaya al hospital. Como comenta Philippe Sollers, cuando se está borracho, a lo sumo se puede tomar alguna nota, que luego será difícil de descifrar. Deleuze escribió que bebía «porque tenía la impresión de que eso le ayudaba a crear conceptos. Pero todo lo que se ha creído hacer gracias al alcohol, se descubre que se podía hacer sin él». Dejó de beber, aunque comprendiendo que el trabajo puede exigir alguna ofrenda. Recordaba a Fitzgerald, profeta desesperado «que vio en la vida algo demasiado grande, que sólo el alcohol le permitía soportar». Patrick Deville da una explicación parecida: «Se escribe, se pinta o se compone porque la vida no se basta a sí misma. Ese sentimiento puede estar en el origen de ciertas adicciones». Lo importante es que las drogas no pueden proporcionar contenidos conceptuales o lingüísticos nuevos. Sólo se puede sacar de donde hay previamente.
Un caso muy conocido, que citaré en apoyo de lo que ha dicho JAM, es el de Coleridge y la composición del poema «Kubla Khan». Contó que en el verano de 1779, mientras convalecía en una solitaria granja, se quedó profundamente dormido. Durante las tres horas que duró el sueño compuso, según él, doscientos o trescientos versos de un poema que aparecía en su mente, ofrecidos sin esfuerzo. Posteriormente, explicó que ese sueño estuvo «causado por dos gramos de opio tomados para contener una disentería». Al despertar, se apresuró a tomar papel y pluma para recuperar el poema soñado, pero una intempestiva visita se lo impidió. El poema soñado se desvaneció y sólo más tarde pudo recuperar algunos fragmentos que constituyen el poema «Kubla Khan: una visión en un sueño». Ciento treinta años más tarde, John Livingston Lowes publicó un libro desmitificador: The Road of Xanadu: A study in the ways of the imagination, en el que mostró los copiosos antecedentes del poema. Coleridge había ido seleccionando a lo largo de los años imágenes y palabras, sacadas de sus lecturas, que habían ido configurando su memoria. Había sido su memoria, y no el opio, la que había escrito el poema soñado.
LOS ESCRITORES PRAGMÁTICOS TIENEN también que entrenarse, fundamentalmente en las habilidades operativas, técnicas. Los que he llamado «escritores trascendentes», los que cuidan mucho su yo porque piensan que su visión del mundo es su gran tarea, también, pero con un carácter más secundario. ¿Cómo es el entrenamiento en habilidades técnicas?
AP. Voy a guiarme para responder a tu pregunta por un célebre ensayo de Eliot titulado Tradition and the individual talent. Es un ensayo muy antiguo, de 1919, el primero de sus Selected essays, que tuvo sin embargo gran influencia en mi educación literaria en los años en que escribí Protocolos (1963-1973), es decir, entre los veinticuatro y los treinta y cuatro años. El ensayo tiene dos partes: por una parte es un elogio de la tradición, entendida ésta como el desarrollo o la conciencia de lo que se ha hecho en el pasado y la necesidad de continuar desarrollando esta conciencia a lo largo de su carrera. Un escritor que desea aprender a escribir tiene —y a esto se reduce el mensaje de Eliot— que ser consciente de los grandes monumentos literarios de su pasado y su presente. Quizá no de todos y no de una manera erudita pero tiene, ciertamente, que conocer con entusiasmo y profundidad alguno de esos monumentos. En mi caso yo suelo mencionar los romances españoles que se prolongan con naturalidad en Antonio Machado, los poetas del 27, y por supuesto, el propio Eliot, Rilke, etc. Lo interesante, sin embargo, de este ensayo de Eliot es que distingue entre experiencia personal y experiencia poética o literaria. Traduzco un pasaje del ensayo: «Lo que quiero decir es que el poeta no tiene una personalidad que expresar sino que dispone de un particular medio para expresarse, dispone de un lenguaje en el lenguaje, en el cual las impresiones y las experiencias se combinan de una manera peculiar y de modos inesperados». Dice Eliot que las impresiones y las experiencias que son importantes para el hombre en general pueden no tener lugar en la poesía; y al revés, las que tienen importancia en la poesía pueden tener una parte poco importante en el hombre, en su personalidad.
Con sólo esto, que continúa un poco más abajo, ya se ve por dónde va a aparecer la noción de excelencia en Eliot: la excelencia es excelencia técnica. El escritor original, nuevo, que produce, como sueles decir tú, sorpresas eficaces y que es capaz de construir un mundo discerniblemente único con su prosa o sus poemas, tiene que convertirse ante todo en un experto usuario del lenguaje. En esto Eliot y tú estáis muy cerca —creo yo—. La capacidad inicial de escribir bien, de expresarse con corrección, que debe enseñarse a los chicos en el bachillerato, etc., tiene que ser amplificada y refinada en grado considerable si han de producir textos especiales, excelsos. Lo curioso es que esto vale tanto para textos poéticos o narrativos como para lo que se ha dado en llamar el estilo periodístico: un periodista eficaz —digamos Umbral— no alcanza la perfección de su arte con sólo ser informativo, concienzudo, verdadero, riguroso: tiene que tener además un estilo inconfundible. El caso del periodismo es especial porque podría discutirse si los artículos de Umbral, que eran inconfundibles, brillantísimos, eran también periodismo excelente o sólo excelente literatura y en qué proporción eran cada cosa. Aquí aparece la construcción de la persona o el personaje del escritor, la construcción del yo que cuenta y que es distinto del yo que vive su vida ordinaria. Voy a traducir literalmente lo que Eliot dice (supongo que Umbral estaría de acuerdo con esto y, sin embargo, yo, que también estoy de acuerdo, tengo reservas): «No son las emociones personales, las emociones provocadas por los acontecimientos particulares de la vida de un poeta lo que le vuelve notable o interesante. Las emociones particulares de un poeta pueden ser simples, o crudas, o sosas. La emoción en su poesía tendrá una gran complejidad pero no la complejidad de las emociones de la gente que tiene complejas o inusuales emociones en la vida».
JAM. El ejemplo que has puesto es muy oportuno. Umbral separó nítidamente su «yo personal» de su «yo literario». Lo explicó en Los cuadernos de Luis Vives, en los que quiso hacer la arqueología de su propia prosa, «una anatomía o forja de un escritor, qué cosas, que porqués le van haciendo escritor a uno, qué es lo que lleva dentro y por qué eso se logra o se malogra». Umbral trabajó para crearse un personaje, que después escribiría: «Hasta para ir a por un kilo de carbón a la carbonería me vestía de Espronceda». Quiso ser «el hombre invisible», desaparecer en la escritura. Escribe: «Yo también morí a los diecisiete años para amanecer como escritor».
He leído en el libro de George Steiner Gramáticas de la creación un párrafo que me ha interesado mucho: «El escritor digno de este nombre, el poeta sobre todo, es un ser humano en una situación lingüística realmente paradójica. Tendrá una sensibilidad excepcional para la historia de las palabras y para los recursos gramaticales, Oirá en la palabra los ecos remotos, los sonidos profundos de sus orígenes. A la vez sabrá registrar las armonías, los matices, la connotaciones y los parentescos que vibran alrededor de la palabra (el «tono perfecto» de Shakespeare y su capacidad auditiva para la totalidad de un campo semántico permanecen sin parangón). Pero en ese preciso momento, el poeta será consciente hasta la desesperación de los dictados normativos del código léxico-gramatical, de los modos en que la moneda que tiene en la mano se ha devaluado o también falsificado a causa del uso universal (el cliché). A veces la frustración o el impulso de «hacerlas renacer» desemboca en experimentos de invención de palabras, de sintaxis sin precedentes. Pero incluso el éxito más logrado, que es infrecuente, es sólo momentáneo. En todo acto de enunciación, si tal acto tiene la intención de ser inteligible, el «lenguaje privado» se convierte en léxico compartido. Lo que el poeta trata de hacer, es esta novedad de combinaciones que sugerirá al lector o al oyente una aureola, una nueva esfera de significados perceptibles, de energía radiante, que sea comprensible y aumente al mismo tiempo lo que ya está al alcance de la mano». Entonces, se pregunta Steiner, ¿cómo es posible tener pensamientos nuevos con palabras viejas?