Invento proyectos de hacer y de ser en vista de las circunstancias. Se olvida demasiado que el hombre es imposible sin imaginación, sin la capacidad de inventarse una figura de la vida, de «idear» el personaje que va a ser. El hombre es novelista de sí mismo.
JOSÉ ORTEGA Y GASSET
TODOS LOS LIBROS DE ANATOMÍA comienzan por una imagen total del cuerpo humano, antes de iniciar su despiece. Algo parecido, pero menos fúnebre, voy a hacer con la creatividad. Voy a presentar primero el proceso general de composición de una obra admirada por uno de mis autores. Me refiero al Doctor Faustus, de Thomas Mann, quien contó su génesis en Los orígenes del Doctor Faustus. La novela de una novela. En el resumen de ese relato voy a señalar las articulaciones esenciales, para luego estudiarlas con más detalle.
En 1942, Thomas Mann está terminando de escribir los últimos capítulos de José y sus hermanos. En su Diario comenta: «Lo que me llama más la atención y me parece misterioso son las lecturas a las que me entregué durante aquel tiempo. En contra de mis hábitos no mantenían la más mínima relación ni con las ocupaciones que tenía entonces, ni con las que me esperaban después. Se trataba de las memorias de Stravinsky, que estudiaba con el lápiz, es decir, haciendo subrayados para una mejor lectura, y los recuerdos sobre Nietzsche de Lou Andreas-Salomé. O sea, música y Nietzsche. No sabría dar ninguna explicación para una orientación tal de ideas e intereses en aquel momento». A principios de 1943 termina la novela, retira de su cuarto de trabajo la enorme documentación acopiada para esa obra. La mesa está limpia y no hay ningún proyecto narrativo en curso. El 15 de marzo aparece en su Diario una nota que no guarda relación con nada. «Revisión de viejos papeles con material para el Doctor Faustus». Al comentarlo más tarde el autor se pregunta: «¿Qué papeles? Apenas sabría decirlo». El día 27, escribe: «Encuentro el plan en tres líneas del Doctor Faustus del año 1901. Habían transcurrido cuarenta y dos años desde que hiciera algunos apuntes, como posible proyecto de trabajo, sobre el pacto con el demonio de un artista. Y a este rebuscar y reencontrar va unida una emoción, por no decir excitación, que me hace ver claramente cómo ese parco y vago núcleo temático estaba rodeado desde un principio de una aureola de sentimiento vital, de un manto aéreo de ánimo biográfico que, en mi opinión, predestinaba ya ampliamente a esa narración para que se convirtiera en novela» (la cursiva es mía). Tenemos un primer dato. Un parco y vago núcleo temático, un esquema de búsqueda vacío aparece lleno de posibilidades, porque le acompaña un sentimiento que delata un nexo afectivo con la vida del autor. Sólo él puede descubrir el interés de lo que tiene delante. A este momento de la creación artística, cuando un asunto, una palabra o una imagen se presenta ante la mirada del creador, puede aplicarse el verso de Rimbaud: «J’ai seul la clef de cette parade sauvage». Thomas Mann afirmó lo mismo en un texto que parece una paráfrasis del poema: «Sólo el poeta sabe los encantos que son capaces de dar sus temas. Por ello, jamás ha de preguntar a otros cuándo ha de escribir algo». Es el ánimo biográfico del autor el que, a partir de las propiedades de un suceso, inventa la posibilidad de que se convierta en novela.
Thomas Mann comenzó a trabajar en el proyecto. El esquema vacío es un problema mal definido, capaz de disparar las operaciones de búsqueda que irán, a la vez, precisando el esquema y dirigiendo los hallazgos. Las operaciones suelen ser las mismas en todos los artistas, aunque su orden cambia de unos a otros. Mann, una vez promulgado el proyecto, se ensimisma en la tarea «de recolectar materiales y requisitos para crearle un cuerpo a las flotantes sombras. Lo que le falta casi completamente es la composición de figuras humanas del libro, el relleno con marcadas figuras ambientales, faltaban apoyos intuitivos, de alguna forma hay que extraer intuición e imágenes del pasado, del recuerdo. Pero el entourage ha de ser inventado y precisado».
Hemos encontrado una segunda articulación: las operaciones de búsqueda. Un comentario de estos textos bastaría para redactar este capítulo. La tarea del novelista consiste en llenar intuitivamente el esquema vacío. Esta tensión entre vacío y plenitud se da en todas nuestras acciones. Un proyecto es una mención vacía que se plenifica al realizarla. Los deseos permanecen vacíos hasta que no son intuitivamente rellenados por la imaginación. La inteligencia maneja con soltura estos dos tipos de informaciones. La información vacía es el indicio de algo ausente, que se sabrá reconocer si aparece. Ya hemos mencionado la esquiva presencia del «tener algo en la punta de la lengua». Sabemos y no sabemos la palabra que queremos decir. Conocemos su vaciado y cómo deberá ser el término que venga a llenarlo. Este hueco nos permite dos tipos de operaciones: rechazar los ensayos equivocados y reconocer la palabra cuando aparece; esta misma dualidad de planos, en el que se reconoce y se ignora, se apunta sin ver el blanco, o se halla más allá de lo que se puede representar, es una característica de la actividad artística.
El autor ha de encontrar los datos, como es lógico, en cualquiera de sus bancos de datos: la memoria, la información ya codificada, o la realidad. En este período parece imantado, porque atrae todos los elementos aprovechables. Tiene tantos esquemas de asimilación activados que se convierte en una esponja informativa. No se trata, por supuesto, de guardar información para conservarla inerte, pues, como sabemos, la memoria es un sistema dinámico y productivo. De nuevo, Mann expresa con tal exactitud lo que quiero decir, que puedo tomarle como portavoz: «El escribir es, desde un principio al final, sólo reproducir la vida a mi alrededor a través de un interior, el cual lo absorbe todo, lo combina, lo crea de nuevo, lo amasa y lo reproduce en formas y materias propias. [...] La creación no es crear y descubrir de la nada, sino más bien infundir el entusiasmo del espíritu en la materia».
La información no viene sólo de la realidad sino de los libros. En los dos meses siguientes redactó «unas doscientas medias cuartillas, en las que se apretujaban, sin orden ni concierto, y profusamente subrayados, los abigarrados pertrechos de muchos campos del saber, del idiomático, geográfico, político, social, teológico, médico, histórico y músico».
Lo que le interesa a Mann es dotar de un cuerpo a las flotantes sombras. El acopio de datos no busca más que esa concreción. Los temas de la obra se van definiendo: «La huida de las dificultades de la crisis cultural por medio de un pacto con el demonio. El afán de un orgulloso genio, amenazado por la esterilidad, por lograr la desinhibición, a cualquier precio, y la comparación con la funesta euforia que conduce al colapso, con el éxtasis fascista en los pueblos». Empieza también calcular las relaciones de tiempo y edad en la novela y a anotar datos de vida y de nombres, esbozos para determinar el tipo de música que compondrá el protagonista, Leverkuhn. Tantea varios nombres, Anselmo, Andreas, o Adrián. Encuentra materiales por todas partes: en su memoria, en sus lecturas, en las conversaciones con Schoenberg, en las largas jornadas de trabajo con Adorno, a cuya casa iba con «cuaderno de apuntes y lápiz» para anotar con estilo telegráfico descripciones de carácter musical. El 23 de mayo de 1943 comenzó a escribir la novela. El esquema de búsqueda se había perfilado y se acercaba más a un plan. El autor percibe ya con claridad el proyecto: «Esta vez sabía lo que quería y a lo que me entregaba —recuerda Mann—. Nada menos que a la novela de mi época, disfrazada en la historia de la vida de un artista, altamente precaria y licenciosa».
A pesar de esta afirmación optimista, la evolución de la obra proporciona sorpresas, porque el autor no conoce del todo lo que cree conocer, y lo desconocido, en cambio, le guía. Thomas Mann, sorprendido, lo constata: «Es un hecho altamente curioso cómo se desenvuelve la voluntad propia de una obra que ha de ser, que existe en su forma ideal y que, en su plasmación, su autor se ve obligado a pasar por toda clase de sorpresas. De todo me enteré mientras estaba escribiendo, y al propio tiempo experimenté que el hombre sólo logra conocerse a base de actuar». También me interesa subrayar estos cambios imprevistos a lo largo del proceso.
Tres años y ocho meses después, terminó de escribir Doctor Faustus.
JAM. En el proceso creador pueden señalarse tres etapas muy claras. Una, el inicio del proyecto, que es, en efecto, un vago esquema de búsqueda. Otra, las actividades de búsqueda para llenar ese esquema. Y una tercera, la evaluación continua de las ocurrencias. Habría que señalar un momento importante de esta selección, que es cuando el autor considera que la obra está completa y da la orden de parada. En mi caso, inicio un proyecto cuando algún tema me interesa, lo que suele significar que sé muy poco de él y que me gustaría saber. Entonces, decido escribir un libro, lo que es una forma entre infantil y megalómana de animarme. Pero nunca sé a dónde va a llevarme la investigación. De hecho, nunca pensé escribir sobre ética. Hay una cierta imprevisibilidad. He sido testigo casual de cómo se te ha ocurrido el proyecto de algunas de tus obras, porque se iniciaron en las sobremesas en el comedor de mi casa. Una fue La cuadratura del círculo. Estábamos no sé con qué motivo hablando de la Falange. En mi colegio nos hacían repetir que había que ser «mitad monje y mitad soldados». Lo de monje era metafórico, porque era un colegio sorprendentemente laico para su tiempo. Al hilo de la conversación, recordé el comienzo del Elogio de la nueva milicia templaria que escribió san Bernardo. Y esa mezcla de lo guerrero y lo místico te pareció que podía dar mucho juego narrativo.
AP. Lo vi de inmediato. Pero claro, no discursivamente, sino de golpe. Eso me pasa con frecuencia: un tema aparece lleno de posibilidades, que sólo entreveo. Naturalmente para hacer una novela con ellas hay que desgranarlas. Pero es una experiencia curiosa.
JAM. Hay una carta de Mozart en la que dice que él veía toda una sinfonía de una vez. Algo parecido a lo que dices. Una sinfonía es algo temporalmente distendido y no lo puedes ver de un golpe. Hay un aspecto sincrético en la captación en una experiencia estética. Volvamos al círculo cuadrado.
AP. Descubrí que el proyecto de la nueva milicia de Cristo contenía una contradicción. San Bernardo predicaba que matar al infiel era un acto de amor a Dios. Pero es que resulta que investigando después en el proyecto cisterciense, uno de los símbolos es el círculo cuadrado. Es un proyecto espiritual cisterciense.
JAM. ¿No te lo estarás inventando?
AP. No, te lo enseño ahora mismo. Está en el tomo primero de las obras completas de san Bernardo.
JAM. Un libro donde, por cierto, comentando guasonamente los excesos gastronómicos de sus compañeros cluniacenses, san Bernardo habla por primera vez de la tortilla desestructurada. Cluny parece el antecedente de El Bulli. Otra novela a cuyo nacimiento asistí fue Una ventana al norte. Entre novela y novela sueles tener un gap y te sugerí que mientras se te ocurría otro tema podías escribir un cuento sobre la historia de una prima tuya, que tu madre me había contado.
AP. Cosa que hice. María del Carmen fue una chica que fascinó a la generación de mi madre y sus hermanas. En vez de enamorarse de alguno de sus novios previsibles, se enamoró de Indalecio de la Torre, un indiano, un mexicano, un santanderino que había ido a México a hacer dinero. Allí acabé metiéndola en las guerras cristeras. Es cierto que los comienzos son casi casuales. Aparición del eterno femenino —que al principio se iba a llamar Don Rodolfo y el vencejo— comenzó con la imagen de los vencejos que visitan mi terraza todos los veranos. La terraza se convirtió en el escenario de los recuerdos de mi infancia. En el caso de Donde las mujeres, recuerdo que la ocurrencia inicial fue paisajística. Fue en unas vacaciones en la isla de La Palma. Estaba alojado en un hotel sin mucho encanto que daba al acantilado. Siguiendo por ese acantilado podía irse desde el hotel hasta la capital de la isla, La Palma, que era una ciudad sumamente tediosa en sí misma. Lo excitante era el constante retumbo del Atlántico en las horadadas rocas sobre las cuales estaba construido el sendero. Luego surgió la idea de una historia de familia, contada por uno de sus miembros, una chica que creía ser «la dueña del significado perfecto de la familia». La familia vivía en una especie de península, donde la presencia del mar era continua.
Me gusta lo del «significado perfecto», porque yo —Ismael— creo ser el dueño del significado perfecto de este libro. La emoción paisajística de que habla AP queda recogida así en la página 21 de la novela de la edición de Anagrama:
Llegaba hasta nosotras cuatro el golpe acompasado, sofocado, como una gesticulación del invisible energúmeno oceánico. Marea alta inflando como tambores los cuévanos de la base del acantilado, cuyos retumbos llegaban hasta nosotras, anegadas gargantas de la costa de La Maraña. Pensé en la espuma que blanqueaba y bullía sobre las rocas afiladas al pie de los farallones. Como el recuerdo de la inevitabilidad y de la muerte, que sacó a Indalecio, de un golpe, de este mundo, como la locura o manía que sacó de golpe a tía Nines de su sensatez y de su quicio. Así el acompasado borbotón del oleaje contra el acantilado. Aquella noche me sorprendió la cercanía del retumbo que subrayó nuestro silencio sobrecogido hasta que nos echamos a correr de vuelta a casa las cuatro. El final de la tarde fue tan divertido, tantas risas por todo.
Mis autores corroboran mi esquema. Un escritor de novelas está siempre a la caza de un argumento. Tenemos constancia de ello, por ejemplo, en los diarios de Julien Green o en los prólogos y libros de notas de Henry James. Una frase, una idea, un personaje, un gesto, aparece dotado de un interés especial. El autor ve en ellos «la posibilidad». AP acaba de decirlo. JAM ha coleccionado durante decenios anécdotas sobre este asunto, y le copiaré algunas. Valéry decía «puede empezarse un poema o una obra musical a partir de masas emotivas y estados inarticulados», y Aldous Huxley escribió: «Cuando empiezo un libro sé muy vagamente lo que va a suceder. Tan sólo tengo una idea muy general y el libro se desarrolla a medida que voy escribiendo. Nunca estoy totalmente seguro de lo que va a suceder hasta que ya lo he escrito». Julien Green confiesa que cuando comenzó Adrienne Mesurat, la patética historia de un espejismo amoroso, no sabía cuál sería el tema, ni el argumento, ni nada. Sólo tenía una imagen del personaje, Adrienne, mirando las fotografías de familia colgadas en la pared de la sala, «le cimetière»: «Cuando comencé Adrienne Mesurat escribí al azar la primera página, el resto siguió y mis personajes me condujeron. Pero yo cogí la pluma sin conocer una palabra de la novela». Henry James ha contado que gran parte de los temas de sus novelas le eran sugeridos por conversaciones sin trascendencia: «Hace dos días —anota en su diario—, durante una cena en casa de James Bryce, Miss Ashton me habló de una situación que había conocido y de inmediato advertí que era posible transformarla en un cuento».
JAM. Ver posibilidades en la realidad, o en una idea o en un hecho, me parece una fascinante operación de la inteligencia humana. El proyecto de ser novelista permite que una frase banal, o una imagen anodina desencadene el proceso de escribir una novela concreta. Las cosas no presentan el mismo perfil a los ojos de un espectador inerte que a los ojos de un novelista en estado receptivo. La perspicacia del idioma me pasma una vez más. Es bien sabido que se llama, un poco anticuadamente, estro a la inspiración, al poder creativo de los artistas. Pero esta palabra también significa el período de celo de los mamíferos, especialmente de las hembras. ¡Magnífica intuición! En efecto, durante el período creador, el artista está receptivo, fértil, y puede ser fecundado por cualquier bobada convertida en poderoso espermatozoide. Una realidad se muestra sugerente cuando en ella se barruntan muchas posibilidades.
AP. El caso de Henry James es muy conocido porque lo explicó en los prólogos a sus novelas. Tenía la idea de que lo importante en la tarea de un novelista era el tema. Una vez elegido, el trabajo del novelista era observar la vida e ir expandiendo esa idea original. Pero hay que tener talento para descubrir un tema entre la infinita cantidad de historias que continuamente escuchamos, vemos en la televisión, leemos en los periódicos. En el prólogo a The Spoils of Poynton escribe: «Dado que la vida es toda inclusión y discriminación, en tanto que el arte es todo discriminación y selección, el artista, en busca del “valor” oculto que le concierne de modo exclusivo, olfatea la masa con el preciso instinto de un perro que sospecha dónde hay un hueso enterrado. La diferencia está en que, mientras el perro desea su hueso para destruirlo comiéndoselo, el artista encuentra en él la materia misma para una clara afirmación, la más afortunada oportunidad para crear lo indestructible». Ese instinto para reconocer lo valioso es su verdadero poder. La sensibilidad del artista, su «gusto», su instinto, le permite descubrir posibilidades, valores, historias, donde otro no ve nada. Él decía que la veía en disponibilité.
JAM. Es un interesante tema de investigación esa percepción de posibilidades. Creo que también es una función de la memoria creadora. Anticipa vagamente la cantidad de operaciones que puede iniciar a partir de ese objeto. Proyecta, sin que seamos conscientes de ello, modelos, guiones posibles, esquemas de acciones que tenemos almacenadas, lo mismo que hacía el ajedrecista del que hablamos antes. Mann habla de que un tema aparece rodeado de un aura emocional. En nuestro lenguaje, está remitiéndonos al mundo intencional del autor, a esa red de significados y sentimientos que ha tejido a lo largo de su vida. En tu caso, hay un tema que se repite, por lo que sospecho que revela una parte importante de tu mundo. Me refiero al tema de la santidad.
AP. Hice mi primera figura de una santa en Luzmila, en los Relatos sobre la falta de sustancia. En aquel caso la santidad era inocencia, en el sentido cruel con que se emplea esta palabra en Castilla. Los inocentes son los retrasados mentales. Pero yo veía en la inocencia, en la ingenuidad de Luzmila, una luz especial. Los primeros teólogos cristianos consideraban que la «simplicidad de alma» era una gran virtud. Y me llamaba la atención que la palabra «simple» había sufrido la misma devaluación que «inocente». Muchos años después, leyendo la Ética de Nicolai Hartmann he visto que se puede hacer una conexión entre ingenuidad, pureza y santidad. Dice Hartmann en el apartado donde estudia la pureza, que es casi más importante que el amor al prójimo. En las Bienaventuranzas se dice que son los «puros de corazón» los que verán a Dios. No voy a entrar en los detalles de esto, pero sí es cierto que Luzmila es una persona sin malicia. Tanto es así que no entiende al rezar el padrenuestro que se diga «perdona nuestras deudas así como perdonamos a los que nos deben». Ella reconoce que tiene deudas, pero no reconoce a sus deudores. Esta ingenuidad es muy interesante porque conlleva nobleza. Ingenuidad procede del latín ingignere que significa «lo propio que es de uno nacido en el país. El ingenuo es el nativo». Quiere decir que hay personas que viven en una especie de ingenuidad nativa, en un mundo sin deudores, nadie les debe nada. El siguiente paso fue la santidad en El metro de platino iridiado. Ahí tenemos un caso de pureza o integridad santa mucho más complicado: ahí no tendríamos el caso de una persona inconscientemente buena sino de una persona que conscientemente obra con rectitud. Cuando digo «santidad» quizá hablo de un territorio anterior a las confesiones religiosas. Siempre he puesto en relación el personaje de María de El metro con Isabel Archer de Retrato de una dama. Ahí tenemos dos mujeres que, por decirlo así, viven engañadas o que tienen una relación con sus maridos en los cuales no ven al personaje real que hay detrás. Ambas descubren el engaño y ambas insisten en permanecer con el marido. Esto se puede considerar una ñoñería, una especie de aguantar lo que sea. Pero puede leerse de otra manera: en el sentido de la responsabilidad de nuestras opciones. Al responsabilizarnos de una opción nos responsabilizamos a muerte. Como eso es muy infrecuente en nuestro mundo actual, puede decirse que hay santidad cuando esta idea de la responsabilidad con nuestras decisiones se lleva a un grado heroico. El imperativo de la santidad roza el absurdo. No forma parte de una concepción naturalista de las relaciones morales sino de una concepción que llamaré ultranaturalista, que va más allá de las reacciones naturales, socialmente aceptadas o desechadas y que propone: hagamos lo imposible. El proyecto de hacer lo imposible, y es imposible para mi personaje María perdonar a su marido igual que para Isabel Archer, se convierte en un proyecto santo. Sólo así tiene sentido que pudiéramos exigir que además de explicar teología o ética, un profesor fuera bueno y santo. En Londres nos decían: Don’t do what I do, do what I say. No hagas lo que hago, haz lo que digo. Esta frase implica que entre el hacer y el decir, entre el hacer y el concebir una teoría hay una especie de gran vacío que sólo puede llenar la acción, la ortopraxis, la acción recta. Un hombre que sólo enseña lo éticamente correcto pero no lo hace, sería un buen profesor de ética pero no sería una personalidad santa.
Lo sabía. Antes o después saldría este tema. Las relaciones entre el arte y la ética han sido siempre conflictivas. Si se relaciona la literatura con el mundo intencional del autor, hay dos formas de evaluarlo. La belleza de la expresión, la belleza o perversidad de la concepción de la realidad que hay por detrás. Creo que son dos planos diferentes: una cosa es la calidad de la obra y otra la calidad del autor de la obra. No se pide a un científico que sea virtuoso. ¿Por qué se va a pedir lo mismo a un literato? No se trata de un juicio moral sobre la vida del autor, sino sobre la interpretación del mundo que presenta. ¿Debe tenerse en cuenta?
JAM. La responsabilidad del escritor será doble. Una estética y otra moral. No se pueden mezclar, pero tampoco se pueden separar del todo. Pondré un ejemplo chirriante. La postura esteticista (el arte sólo se rige por criterios estéticos) es análoga a la postura economicista en economía. Friedman, premio Nobel de Economía, decía que el único fin de una empresa era ganar dinero y que someterla a deberes éticos era anular su eficacia. Creo que cada dominio de la creación humana tiene sus propios criterios, independientes de la moral. La ciencia, los científicos; el arte, los estéticos, y la economía, los económicos. Y que introducir otros criterios en el desarrollo de su actividad propia es un serio peligro. Pero también pienso que todos los dominios de la creatividad están incluidos dentro del Gran Proyecto creador humano, que es humanizar la realidad y nuestra naturaleza, ennoblecerla, redefinirla, y que todas las demás actividades deben, como mínimo, no entorpecer ese dinamismo, y, a ser posible, colaborar en él. Al arte, como ya he dicho, puede corresponderle ser el gran símbolo, por una parte, de la energía creadora del ser humano, y, por otra, de la posibilidad de un mundo más brillante anunciada por la experiencia estética. Si un escritor es capaz de comprender o recrear solamente mundos degradados, nos plantea una crítica no por lo que expresa, sino por su incapacidad para comprender otra realidad. A mí, por ejemplo, el mundo de Bukowski no me interesa nada. Y su literatura, poco. Creo que una de las grandes metas del arte es ampliar las posibilidades del ser humano. De ahí viene su carácter eufórico. En principio, toda obra de arte, aunque su tema sea trágico, provoca un sentimiento de alegría, ante las posibilidades de la inteligencia humana. Como dice Keats: «A thing of beauty is a joy forever». Pero volvamos al tema de la «santidad».
AP. Todo lo que has dicho está estrechamente relacionado con ella. La santidad es un buen ejemplo de que debemos distinguir entre conceptos lógicamente definidos, y «conceptos vividos», que son los que hemos ido construyendo a lo largo de nuestra vida con retazos de información de procedencia diversa, casos concretos, teorías abstractas, imágenes, emociones, filias y fobias. Como has dicho, son siempre una tupida y heterogénea red.
JAM. Sospecho que tu primer contacto con el concepto santidad no es religioso sino que viene a través del poema de Rilke dedicado a la pintora:
Tan sin curiosidad fue tu mirada
y tan sin nada, tan de veras pobre
que no te deseó ni a ti misma: era santa.
Lo que hay aquí es una «mirada santa» que es una mirada desprovista de deseo y que permite entonces la aparición de la realidad en su ser y no como objeto de mi codicia. De manera que era un concepto estético de la santidad, un permitir que la realidad esté liberada de nuestras «concupiscencias». Esa mirada era una mirada pobre, franciscana, despojada, pura, y en este sentido purificada de nuestros deseos. Lo cual suponía que los deseos humanos son impuros, lo que, si no eres budista, es mucho decir. Con esto se cruza una idea de la santidad moralista que tiene que ver con el cumplimiento de la norma y, sobre todo, con el respeto a un tipo especial de deber que es el deber de fidelidad. A lo largo de toda tu obra el gran pecado va a ser la infidelidad: a la promesa, a la vocación, al destino… pero siempre está presente la ruptura de una promesa. Y la única justificación que tiene María —la protagonista de El metro de platino iridiado, que decide no abandonar a su marido— es que le parece tan importante mantener la promesa, defender la fidelidad como principio básico de la realidad humana que considera necesario sacrificar otros valores como la independencia, la justicia, la libertad. En este sentido creo que la santidad es un modo especial de ver la realidad antes que un modo de comportarse.
AP. Estoy de acuerdo. El tercer libro en el que me ocupo expresamente de la santidad es en la Vida de san Francisco de Asís. La realidad que san Francisco hace ver era la realidad de la revelación de Cristo: «De pronto explotó en nosotros la conciencia refleja de todo el asunto que no sólo habíamos vivido en vida de san Francisco sino que aún continuaba vigente y, por lo que parecía, iba a perdurar a lo largo de la historia de nuestra fraternidad: […] en el corazón mismo de la sencillez evangélica que el bienaventurado hermano siempre había predicado y practicado, se alojaba, como un resorte irreprimible y violento, una gigantesca paradójica complejidad. La paradoja de la sencillez estaba hecha, entera de complejidad teórica y práctica». Esto me interesó en los santos y en la santidad vista a través de los santos como vidas muy agudizadas. Los santos eran de algún modo transparentes. La frase con que termina el libro es «admirable es el Señor en sus santos». Como si no fuera el Señor admirable sin sus santos, como si para alcanzar lo admirable de la creación de Dios necesitáramos santos para hacer ver lo admirable. El santo y la santidad serían medios transferentes. Por eso le interesó también a Rilke la santidad de san Francisco. Hay una oración mazdeísta que se repite en las liturgias: «Que podamos ser quienes realicen la transfiguración de la tierra». ¡Ésta podría ser también la misión del poeta! La figura de la santidad es la figura de la transfiguración: mediante su ejemplo el santo transfigura la experiencia ética humana y se convierte, curiosamente, en causa ejemplar de la incomprensibilidad de Dios, de la paradoja divina. Es su expresión.
La oración mazdeísta —«Que podamos ser quienes realicen la transfiguración en la tierra»— me parece muy cercana a la expresión de Sartre «El mundo se convierte en mi tarea». En esto, mis autores me parecen un poco anticuados, muy poco posmodernos. Insisten en la existencia de grandes relatos, entre los cuales está la gran experiencia literaria. De estas conversaciones he sacado una cosa para mi Gymnasium: la importancia de incluir un «tratado del proyectar», de despertar esa conciencia de anticipación. La conveniencia de hacer sentir a mis gimnastas de la palabra el modo como un proyecto ilumina la realidad de otra manera. Y repetirles que el proyecto es como la invención de una grúa que acabará por elevarles hasta su altura.