ES CURIOSO ESTE TEXTO DE JULIEN GREEN: «Sé que, dado el carácter de mis personajes, deben realizar ciertos gestos y no otros, pero ¿qué gestos? Los conozco a medida que escribo mi libro. Sucede que al principio de la novela me equivoco completamente: escribo veinte o treinta páginas antes de darme cuenta de que me he equivocado, que fuerzo a mis personajes a hacer lo que no quieren hacer, que les hago hablar con una voz que no es la suya. Es preciso que me detenga y que comience otra vez hasta que algo me advierte que estoy en lo cierto». Algo muy parecido dijo AP hace unas páginas, y como me consta que no ha leído a Julien Green, siento que la experiencia se corrobora.
El proyecto suscita una serie de ocurrencias. Hay siempre demasiados caminos posibles, y es necesario elegir. Por eso, un especialista en creatividad, David Perkins, escribe: «Crear es el proceso de seleccionar gradualmente entre una infinidad de posibilidades». Y según Valéry, «las tres cuartas partes de un trabajo bien hecho consiste en rechazar». El tema de la evaluación ha aparecido ya en varias ocasiones. Podemos considerar una obra artística como un conjunto de decisiones. Si mantuviéramos todos los borradores —mentales y físicos—, podríamos comprobarlo. Y aun así, siempre habría habido previamente esa selección inconsciente de la que ya hemos hablado.
AP. Yo juego hacia el futuro, no releo mucho. Voy hacia delante. No comprendo el encanto de Henry James por reescribir: reescribió sus novelas. Lo encuentro imposible. Cuando edita sus obras completas, un fracaso total, reescribe todo en gran medida.
JAM. A mí me gusta corregir sobre la marcha. Corrijo y releo mucho. Cuando empiezo un libro, comienzo a escribirlo al mismo tiempo que acopio información que, con frecuencia, se refleja inmediatamente en el texto. Eso hace que esté en estado magmático hasta pocos días antes de entregarlo. Pero esa experiencia de ver cómo surge una figura precisa de ese caos informe me produce verdadero placer. A veces, los cambios son tremendos. Recuerdo que estando ya Ética para náufragos en segundas pruebas introduje tantos cambios que cuando días después le dije a Jorge Herralde que había hecho algunas correcciones, me contestó con cierta sorna: «Sí, una corrección que cambia medio libro». Conforme estudio y escribo sobre un tema, voy adquiriendo una especie de familiaridad con él. Se parece a lo que cuentan los alpinistas de una montaña que han escalado muchas veces. Conocen sus dificultades, sus trampas, sus momentos luminosos. Se mueven en ella con soltura. Con «agilidad», otra vez una palabra creadora por excelencia.
AP. Yo también corrijo mucho, pero al final se me olvida que lo he hecho. En realidad, se me olvidan todas mis novelas, hasta tal punto que me sorprendo cuando releo algún fragmento de ellas. En cambio, recuerdo muy bien mis poemas.
JAM. Es curioso cómo se olvidan las cosas que se escriben o piensan. Julien Green, que escribió un Diario durante más de cincuenta años, contaba que al preparar para su edición unos diarios de veinte años antes, se encontró el esquema de una novela que pensaba que se le acababa de ocurrir. Lo que guardas en la memoria no se va, se mete en otros contextos y a lo mejor no los puedes recuperar directamente. Pero forman parte de los contextos.
JAM. Ya he dicho anteriormente que la invención del criterio de evaluación es la creación máxima de un artista. Y han ido apareciendo niveles distintos de evaluación. Una de sus formas es la genialidad, que es, según Immanuel Kant, el modo como la naturaleza impone reglas al arte. Ésta es una afirmación mitológica, aunque sobriamente expresada. Sólo quiere decir que en ciertos creadores hay una gran novedad, una gran ruptura. Acaban educando la sensibilidad de una época.
Otro nivel es la peculiar sensibilidad del artista, lo que hemos llamado «el gusto». El artista se interesa por unas cosas y aprecia otras. Forma parte de la gran memoria.
Un tercer nivel es el criterio estético explícito, a veces muy intelectual.
Y todavía hay un cuarto nivel: el que en cada obra está marcado por el propio proyecto.
AP. Es verdad que no todas las ocurrencias, incluso específicamente poéticas o narrativas, son igualmente eficaces, sorprendentes y nuevas. Hay en el gremio de los poetas mucho creído y mucho pelma, más prolíficos, en ocasiones, que el gran narrador. Juan Rulfo escribió dos cortos libros, llenos de impresionantes ocurrencias. Tú propones, y yo estoy de acuerdo, la idea de que todo escritor juzga desde su «criterio de gusto» que le acompaña continuamente y que le va diciendo lo que le gusta y lo que no le gusta; y me preguntas si se puede precisar en qué consiste el gusto. Empezaré con un texto del prefacio de Henry James a su novela La copa dorada; este prólogo fue escrito para la edición de sus obras completas (Nueva York, 1909): «The taste of the poet is [entiéndase aquí narrador] at bottom and so far as the poet in him prevails over everything else, his active sense of life: in accordance with which truth to keep one’s hand on it is to hold the silver clue to the whole labyrinth of his consciousness»*. Este texto de H. James apoya el tuyo propio: taste es el gusto y el novelista nos dice que en la medida en que el poeta (el narrador) es ante todo y sobre todo un narrador (formalmente un narrador), el gusto constituye su activo sentido de la vida: en consecuencia, si nos fijamos en este gusto, este activo sentimiento vital, tendremos la llave de plata, el acceso privilegiado, a la totalidad del laberinto de su conciencia en acto.
Recuerdo la interpretación de Sartre, aguda como todas las suyas. En El ser y la nada, Sartre expone su teoría del «psicoanálisis existencial». Pretendía hacer una descripción de los deseos de una persona. El principio de este psicoanálisis existencial es que «el hombre es una totalidad y no una colección; que, en consecuencia, se expresa enteramente en la más insignificante y la más superficial de sus conductas —dicho de otra manera, que no hay un gusto, un tic, un acto humano, que no sea revelador— [...]». Esto es, sin duda, una de las exageraciones de Sartre, pero que resulta una hipótesis apasionante para un novelista.
Según Sartre, pues, todas las preferencias, incluso las más nimias, reflejaban la textura completa del yo. Por ejemplo, en una conversación recogida por Simone de Beauvoir, Sartre confiesa que no le gusta la fruta, y añade: «la fruta tiene un saber casual». ¿Qué esquema afectivo está dirigiendo una idea tan extravagante? En primer lugar, la idea que Sartre tiene de la naturaleza. Lo natural es obsceno, aleatorio, proliferante, injustificado. Es casual. No tiene necesidad alguna, por eso es superfluo. Frente a la contingencia, que es la náusea, lo viscoso, sólo se alza la necesidad del arte. La noción de contingencia se le ocurrió, precisamente, al comparar la realidad con el arte. Todavía era un adolescente cuando se dio cuenta de que en las películas había una necesidad, de la que carecía la realidad. Los argumentos cinematográficos son cerrados y perfectos, mientras que las historias reales se desflecan, titubean, se confunden, se desvanecen. La única manera de salvarse de lo casual, de la naturaleza, era crearse a sí mismo, alcanzar la acerada y pura necesidad que tiene una hermosa música. Ése es el mensaje de La náusea, que es un tratado de estética moral. «Me saqué de la nada», afirma Sartre en Las palabras. Lo dado es repulsivo. Ésa es la razón de su juicio de gusto sobre la fruta: «Si quiero comer algo dulce, prefiero comer algo hecho por el hombre, un pastel, una tarta porque su aspecto, su conjunto, su sabor, han sido deseados y pensados por el hombre. Mientras que la fruta tiene un sabor casual; está en un árbol o en el suelo, entre las hierbas. No es para mí, no proviene de mí; soy yo quien decide convertirla en alimento. Un pastel, en cambio, tiene una forma regular, como la de un éclair, de chocolate o de café; está hecho por un pastelero, en un horno, etc. Es, pues, un objeto enteramente humano». Parece un poco artificioso, y siempre hay que contar con lo que Sartre decía de sí mismo, que era un impostor.
JAM. Hay un criterio que siempre está presente. Crear es, por definición, producir algo nuevo, lo que pone como criterio general la huida sistemática de la rutina. El creador busca distinguirse y por ello en el entrenamiento para la creatividad hay un rechazo a la repetición, cosa que ha llevado, por ejemplo en la pintura, a valorar la originalidad por encima de todo, lo que ha dado lugar a una «rutinizacion de la originalidad» muy aburrida. Éste es un criterio occidental, porque el arte oriental ha valorado mucho la repetición.
JAM. Los investigadores de la creatividad suelen basarse en «estudios de casos», y a mí me interesa aprovechar tu experiencia directa. Al intentar reconstruir tu «mundo literario» se tiene una impresión contradictoria. En el prólogo que escribí para tus poesías provisionalmente completas, señalé que tus ocurrencias poéticas son de dos tipos: ascendentes y descendentes, pesimistas y optimistas, luminosas y lúgubres. Pondré algunos ejemplos. Protocolos, tu primera obra, está marcada por una ironía cruel, desesperada y nostálgica. El poema inicial, parece una broma:
Aña hice caca
Nene de nobis ipsis silemus.
Otro ejemplo:
Por fin te hallé
oh hermosura verdadera.
Ahora no sé
si convidarte al cine o suicidarme.
Este registro poético no tiene nada que ver con el de Rehabilitación del firmamento, que es brillante, esperanzado y entusiasta. He citado muchas veces uno de sus poemas:
¿A qué viene ese alegre revuelo de pigazas?
¿A qué viene este júbilo del sol en los botijos?
¿A qué viene este acento tan claro y confiado en mis propias palabras?
¿Y esos abecedarios con billones de lenguas con trillones
de llamas?
¿Y esos niños de Ocaña que han prendido una hoguera?
¡Oh, saltos del alero!
Hay cinco jugadores jugando al baloncesto.
¿A qué viene este impulso que germina en mis ojos en
mis pies en mis brazos
en los nenes los viejos las viudas los chopos que aplauden en las gradas?
De pronto en este salto ¿a qué viene este júbilo? ¿Con
quién estoy alegre?
¿A qué viene este inmenso trino de las alondras que
retumba en las bóvedas
craneanas del mundo?
¿Por qué hay tantos pardillos de inteligentes ojos como
alfileres del oro?
¿Es el reino?
También en tus narrativa hay un ciclo desolado —Relatos sobre la falta de sustancia, Los delitos insignifi- cantes, Contra natura— y un ciclo exaltado —El metro de platino iridiado, Una ventana al norte o Vida de san Francisco de Asís—. Entre ellos, hay una especie de ciclotimia. Un doble criterio de evaluación.
AP. Tal vez la realidad humana sea así: una posibilidad de exaltación y una posibilidad de depresión.
JAM. Sin duda, y de hecho lo que a la filosofía le interesa de esa variación de mundos intencionales es que expanden las posibilidades de pensar o sentir el mundo. Pero doy una interpretación diferente al mundo dual que aparece en tu obra, que unifica de alguna manera tus criterios. La dualidad es una característica religiosa, aun sin necesidad de caer en el maniqueísmo. George Steiner ha hecho una interpretación religiosa del arte, distinguiendo entre un arte trivial y un gran arte, que se diferencian por la ausencia o presencia de un referente religioso. Siempre me ha sorprendido tu interés religioso. Es como si fuera una «precomprensión» relacionada estrechamente con la poética. La importancia que tú dabas a estas experiencias explica el interés que siempre has sentido hacia Heidegger, al que me cuesta mucho trabajo leer como filósofo aunque no me importe leerle como poeta.
AP. Yo siempre he sido un defensor de Heidegger y su mezcla de poesía, filosofía y religión me ha parecido fascinante, cosa que tú reconoces. Como yo no soy filósofo ni tengo una propensión científica sino una propensión narrativa, tengo menos escrúpulos a la hora de leer o comentar textos donde se mezclan esas tres cosas. A mí no me echan para atrás. Pero creo que tienes razón en que tengo una imagen del mundo fragmentada. Por eso, en este momento escribo sobre una oración conmovedora que los ortodoxos dirigen a la Virgen María: «Por tu amor, oh madre, unifica los pedazos de mi alma». Los teólogos ortodoxos no interpretan el pecado original como una mancha, sino como la ruptura de la imagen de Dios en el hombre.
Voy a apuntarme un tanto con una cita culta. Boccaccio, en su Vida de Dante, escribe: «Mantengo que se puede decir que la teología y la poesía son en realidad casi la misma cosa, incluso diría más: que la teología no es más que un poema sobre Dios» (che la teología niuna altra cosa è che una poesía di Dio).
EL DINAMISMO DESENCADENADO por el proyecto ha ido alcanzando sus metas, pero hay que tomar una última decisión: dar la orden de parada.
JAM. ¿Cuándo y cómo sabes que una novela está acabada?
AP. Las novelas no se acaban, se abandonan.
JAM. Valéry decía algo semejante, que un poema se terminaba siempre por una causa ajena al poema (por cansancio, por compromisos con el editor, etc.). Dostoievski terminaba sus obras porque necesitaba el dinero. Y Virginia Woolf porque se aburría. Escribió en su diario: «Una y otra vez, el último capítulo se me escapa de las manos. Es el aburrimiento. Es preciso esforzarse violentamente. Espero siempre un nuevo soplo y no me preocupo mucho, aunque echo en falta el vivo placer que sentía durante los meses de octubre, noviembre o diciembre». Pero Valéry añadía un comentario poco tranquilizador. Decía que cuando alguien abandona un poema es justo cuando había aprendido lo suficiente como para reescribirlo.
AP. No la toques ya más, así es la rosa, decía Juan Ramón Jiménez. Valéry era un pelma que escribió cien versiones de La Jeune Parque.
JAM. En mi caso, lo tengo más fácil. Los libros que he escrito forman parte de un único proyecto, son como los volúmenes de una larga saga. En algunos libros he intercalado alguna página de otra obra. Es una especie de juego. Convierto ese texto en un «intercambiador», como en una estación. El lector podría cambiar de libro desde ese apeadero.
AP. ¿Crees que podemos dar ya la orden de parada de este libro?
JAM. Creo que sí.
A estas alturas, ya estaríamos en el quinto piso de mi Gymnasium literario, desde donde se pueden ver todos los demás.